Resumen:
La hipótesis que busca proponer el presente trabajo es la de que, a pesar de todas las dificultades para su conceptualización, Bataille postula que la comunidad es, al fin de cuentas, posible. Para ello, buscaremos estudiar el lugar de la comunidad en el pensamiento de Bataille, un lugar en absoluto identificable en forma precisa, sino que se encuentra diseminado a lo largo de su obra en distintos puntos. Así, intentaremos, en una primera instancia, analizar cómo aparece en el filósofo francés una comunidad perdida, para, en un segundo lugar, investigar cuál fue la -desacertada - respuesta fascista ante ese hecho, y, por último, esbozar de qué manera podría erigirse un modelo propositivo de comunidad de acuerdo a Bataille.
Palabras clave: Bataille; Comunidad; Fascismo; Mito; Finito; Infinito
Abstract:
The hypothesis that this paper seeks to propose is that, despite all the difficulties for its conceptualization, Bataille postulates that the community is, after all, possible. To do this, we will seek to study the place of the community in Bataille's thought, a place that is not precisely identifiable at all, but rather is scattered throughout his work at different points. Thus, we will try, in the first instance, to analyze how a lost community appears in the French philosopher, in order to, in a second place, investigate what was the - misguided - fascist response to that fact, and, finally, outline how it could erect a proactive model of community according to Bataille.
Keywords: Bataille; Community; Fascism; Myth; Finite; Infinite
Introducción
El problema de la comunidad es uno netamente moderno. Por paradójica que pueda resultar dicha afirmación, al conceder el estatuto de problemático en un horizonte temporal cercano a la contemporaneidad a un tópico que detenta una raigambre antigua, la misma es perfectamente pasible de ser elucidada: al mismo tiempo que las coordenadas del concepto de la comunidad pueden ubicarse ya en la Antigua Grecia en, por ejemplo, diversos textos de Platón y Aristóteles, también puede encontrarse que dicho concepto experimentó un resurgimiento en el centro de los debates modernos en el marco de la constatación de una situación crítica de la comunidad, de ahora en más inseparable de otro concepto que la va a determinar aún en su ausencia, el de la sociedad2.
Es en este sentido en particular, aquél que hace de la noción algo digno de ser estudiado y sometido a análisis, que podemos decir que la comunidad se tornó, recién, en un problema, en algo que planteaba interrogantes a los pensadores no sólo modernos (Hegel, Marx, Tönnies, Weber), sino que también contemporáneos (donde convergen no sólo los liberales -John Rawls (1995, 1996)- y comunitaristas -Michael Sandel (2000), Charles Taylor (1993), entre otros- anglosajones, sino también los filósofos continentales europeos -Jean-Luc Nancy (2001), Maurice Blanchot (1999), Jacques Derrida (1998, 2006), Giorgio Agamben (1996), Roberto Esposito (2012)-, junto con aportes por parte de distintos autores de la ciencia social -Zigmunt Bauman (2006, por ejemplo) e incluso desde el posmarxismo- Ernesto Laclau (1996, p. 8). Así, podemos decir que la comunidad es un problema “[…] desde el momento mismo en que se asiste al descubrimiento de su pérdida o por lo menos de lo que se experimenta como tal.” (ALVARO, 2014, p. 25). Una experiencia tal que se extiende a nuestra actualidad, una experiencia de la comunidad signada precisamente por su ausencia.
Y de entre aquellos que fueron atravesados por semejantes experiencia de la pérdida de la comunidad aparece Bataille, quien ha “[…] experimentado constantemente esta lógica del ser-separado.” (NANCY, 2001, p. 18). Pensador que se resiste a las clasificaciones, Bataille ha experimentado con una variedad de publicaciones, desde las novelas hasta las obras académicas o ensayos. Y, entre ellos, no podía faltar, ciertamente, la poesía suya tan característica, la cual se arriesga a decir cosas como las que siguen: “El anillo solar es el ano intacto de su cuerpo a los dieciocho años, al cual nada tan cegador puede compararse, con la excepción del sol, aunque el ano sea la noche.” (BATAILLE, 1970, p. 86. Cursivas del original).
Se mezclan aquí en este “filósofo del excremento” -en el decir de Kendall (2007, p. 80-85)- lo alto y lo bajo, lo sagrado y lo profano, lo divino y lo mundano: en otras palabras, el sol y el ano. Todos ellos términos antitéticos, aunque para la lengua española podrían, luego de estudiar la cuestión con detenimiento, encontrar que estos opuestos se reúnen en la polisémica noción de escatología.3 Sol y ano, pues, son también conceptos que, utilizando la metaforología de Blumenberg (2018), también aluden al conocimiento o a la razón, tanto la que es provista por el cuerpo celeste, de índole esencial, como así también a la materia que proviene del segundo, la cual podría ser considerada como un deshecho inesencial.4 El sol y el ano también podrían designar, respectivamente, a aquello que irradia plenitud y a lo expulsivo que deja apenas un fatuo vacío: la presencia de lo pleno y colmado y la frialdad y anomia de la nada. Lo presente y lo perdido, la comunidad que se ha visto resquebrajada y obliterada, términos (como el proyecto y el juego) “contrarios [pero] […] complementarios” (BATAILLE, 2005, p. 61).
Bataille, entonces, es quien ha registrado en su producción esta mentada disolución de la comunidad que ha provocado un ser desgarrado. De hecho, su pensamiento ha sido estudiado por Maurice Blanchot en La comunidad inconfesable (1999) y por Jean-Luc Nancy en La comunidad desobrada (2001). La hipótesis que busca proponer el presente trabajo es la de que, a pesar de todas las dificultades para su conceptualización, Bataille postula que la comunidad es, al fin de cuentas, posible. Para ello, buscaremos estudiar el lugar de la comunidad en el pensamiento de Bataille, un lugar en absoluto identificable en forma precisa, sino que se encuentra diseminado a lo largo de su obra en distintos puntos. Así, intentaremos, en una primera instancia, analizar cómo aparece en el filósofo francés una comunidad perdida, para, en un segundo lugar, investigar cuál fue la -desacertada- respuesta fascista ante ese hecho, y, por último, esbozar de qué manera podría erigirse un modelo propositivo de comunidad de acuerdo a Bataille.
1 El mito de la comunidad: la pérdida
La verdad es que podemos sufrir por aquello que nos falta, pero, incluso si tenemos paradójicamente nostalgia, sólo por aberración podemos echar de menos el edificio religioso y real del pasado. El esfuerzo al que este edificio respondió no fue más que un inmenso fracaso y, si es verdad que lo esencial falta en el mundo donde se derrumbó, sólo podemos ir más lejos, sin imaginar, ni siquiera un instante, la posibilidad de un retorno hacia atrás. (BATAILLE, 2015, p. 175).
Es así como Bataille (2015) da cuenta en su Historia de la sexualidad de un sentimiento propio de otros grandes sociólogos modernos, como Marx, Tönnies y Weber: como en el caso de ellos, en el francés se encuentra presente un elemento de nostalgia de algo perdido que, como un eco, todavía resuena en el presente actual y sigue manifestando sus consecuencias. Pero, a su vez, dicha nostalgia no reenvía a un ansia por recuperar lo no existente, sino que aquello perdido - por caso, la comunidad - “[…] representa un pasado histórico al que desde todo punto de vista es imposible volver.” (ALVARO, 2014, p. 38). Si podemos detectar cierta nostalgia o un determinado tono elegíaco en Bataille, la presencia del mismo es sólo en calidad de diagnóstico y de ningún modo como algo a ser reivindicado o recuperado. Esa nostalgia es apenas un elemento que da cuenta de una situación que signa a la modernidad: el hecho de que la comunidad se ha perdido.
Antes de analizar de lleno la comunidad, nos gustaría explicar cómo ella surge a partir de la experiencia interior, una instancia que, hasta llegar a su terminal comunitaria, debe atravesar también por la mediación de la comunicación. Despejemos los términos de esta cadena y comencemos primero por la experiencia interior: “Bataille piensa la experiencia de una alteridad, pero tanto su modalidad como su objeto son distintos.” (RAMOS MEJÍA, 2019, p. 56). La experiencia interior nace de una voluntad de cuestionar pero también de intentar saber todo: “[…] a partir de entonces comienza una experiencia singular. El espíritu se mueve en un mundo extraño en el que coexisten la angustia y el éxtasis.” (BATAILLE, 1986, p. 10). Necesidad de confutar todo, eso es la experiencia interior, la cual deriva en la conclusión inevitable de que “[…] el que sabe ya, no puede ir más allá de un horizonte conocido.” (BATAILLE, 1986, p. 13). Experiencia de objetar, sí, pero en particular de impugnar lo indeterminado, el “[…] lugar de perdición, de sinsentido.” (BATAILLE, 1986, p. 13). Experiencia que nace del límite a lo que es pasible de ser conocido, conocimiento de un no saber, de toparse con algo desconocido e inaccesible.
La contestación rompe los límites del sujeto y del lenguaje, y al hacerlo abre una experiencia de comunicación. Al hacerlo, la experiencia interna también cuestiona el hecho de estar contenida dentro de la experiencia. En cambio, es un ejercicio, modelado sobre ejercicios espirituales pero irreductible a ellos, que actúa sobre la experiencia misma. (NOYS, 2000, p. 50).
Noys recalca el carácter cuestionador de la experiencia interior, pero, para asir este término adecuadamente, hemos de entender que una cierta productividad en este no saber: “El no-saber comunica el éxtasis.” (BATAILLE, 1986, p. 132). Lo que esto significa, Ramos Mejía lo explica claramente: “[…] por un lado, de que comunica al sujeto, destituyéndolo, con el éxtasis y, por otro, de que la experiencia interior.” (RAMOS MEJÍA, 2019, p. 57-58). Por otro lado, la comunicación no es una interacción prístina entre dos o más individuos: “La ‘comunicación’ no tiene lugar más que entre dos seres puestos en juego - desgarrados, suspendidos, inclinados uno y otro sobre su nada.” (BATAILLE, 1989, p. 51). La comunicación, siempre presta a malentendidos y a ocasionar heridas, es la única alternativa que al individuo le queda para intentar traspasar ese abismo, la nada, que separa esos dos continentes de lo inaprehensible y lo que busca ser aprehendido, es un intento que descentra sustantivamente al sujeto puesto que intenta vincularlo con aquello inenarrable, allende el propio sujeto. Intento frágil y efímero de ligar a una persona con otra u otras, la comunicación siempre implica una puesta en juego, la asunción de “[…] mi presencia en el prójimo [autrui].” (BLANCHOT, 1999, p. 29), esto es, contemplar que la existencia propia siempre se da en frente de otros, de una alteridad que es totalmente inalcanzable para mí. Situación aporética: la comunicación busca darse a través de la imposibilidad de la comunidad. Como dice Surya: “La imposible comunión de dos o más hombres, por paradojal que sea, es la única que les es comunicable.” (1987, p. 320).
Una comunidad, pues, que ya no es y que se define, paradójicamente, por su ausencia: hete aquí el mito de la comunidad fundada en su propia carencia. La disolución del paradigma comunitario en el cual los diferentes individuos trababan relaciones entre sí de manera orgánica dio paso a que tal escenario de la comunidad continuara impactando en tanto que mito. Esto es lo que, en palabras de Nancy, “Bataille proponía considerar como mito: la propia ausencia de mito.” (NANCY, 1991, p. 90).
Es cierto el señalamiento de Pawlett (2016, p. 43), a saber, que
[l]a naturaleza del mito y su relación con el misticismo es motivo de gran preocupación para Bataille. El mito es sin duda una noción difícil y ambivalente; se ha presentado tanto como inherentemente liberador, favoreciendo a los oprimidos (Hall & Jefferson, 1975) como inherentemente opresivo y reaccionario en el sentido de que asegura una posición de identidad frente a un “otro” (Lacoue-Labarthe & Nancy, 2003; Arppe, 2009). Sin embargo, el mito no puede circunscribirse o restringirse a ninguna de estas posiciones: el mito es constitutivamente ambivalente y, por lo tanto, rechaza el razonamiento uno u otro. Ciertamente, se puede hacer que el mito sirva a fines ideológicos particulares, pero, alternativamente, su “fin” puede ser la disolución de la identidad y, por lo tanto, de las barreras entre el yo y el otro.
Esa es la ausencia de la comunidad elevada al estatuto de mito, es decir, una ausencia que se constituye en un mito: “‘La noche es también un sol’ y la ausencia de mito es también un mito: el más frío, el más puro, el único verdadero.” (BATAILLE, 2008d, p. 78). Así, el mito propio de la Edad Moderna es, como vimos, la ausencia del mito: una ausencia del mito mucho más exaltante que los mitos antiguos relacionados con la cotidianeidad. La retirada de lo trascendente y el advenimiento de la inmanencia se acoplan a ese mito todavía supérstite: ya no hay comunidad, como tampoco hay mito: “La ausencia del mito va acompañada por la ausencia de comunidad.” (NANCY, 1991, p. 113). La ausencia de la comunidad caracteriza una época de manera en que constituye el trasfondo respecto del cual los individuos deben vincularse de una manera novedosa y atomizada.
De esta manera, la Modernidad no puede disociarse de ese mito de la comunidad, ese “[…] mito vivo, que la minucia intelectual sólo conoce muerto.” (BATAILLE, 2008b, p. 248). Ante la situación propia de la modernidad, Bataille (2008b, p. 248) afirma que
[…] aumenta el malestar y la agotadora impresión de vacío que deriva del contacto con la sociedad descompuesta. Sólo el mito devuelve a la comunidad donde se reúnen los hombres a aquel que con cada prueba había visto quebrarse la imagen de una plenitud más amplia.
El mito, o, mejor dicho, la desaparición del mito, evoca la concomitante obliteración de una totalidad que se da por irrecuperable: “[…] es posible que la existencia total ya no sea más para nosotros que un simple sueño, alimentado por las descripciones históricas y por los fulgores secretos de nuestras pasiones.” (BATAILLE, 2008b, p. 250). El desterramiento final de las prácticas rituales y de lo sagrado, que el mito intenta siempre recrear y reactualizar permanentemente, es un hecho consumado y que no puede revertirse de ninguna manera. Es, pues, un dato con el que se debe contar y que se debe dar por sentado.
Lo sagrado, pues, ha visto perder su estatuto de carta de ciudadanía en el conjunto de la sociedad que Bataille estudia. Dicha sociedad se encuentra compuesta por elementos y regida por modos de gasto que resultan funcionales entre sí: actividades que tienen un fin o que son reductibles a un esquema de tipo instrumental. El fin de lo instrumental es el consumo, lo productivo, como así también lo intercambiable, lo fungible, lo conmensurable. La producción y el gasto, por un lado, y la composición de la sociedad, por el otro, son extremos que se encuentran inextricablemente ligados entre sí: “La base de la homogeneidad5 social es la producción.” (BATAILLE, 2008e, p. 138). Así, la base de una sociedad homogénea se cimenta en una producción del tipo productiva o útil. Deudor de una clave de análisis marxista, Bataille argumentará que es el poseedor de los medios de producción quien funda una sociedad homogénea. La parte homogénea de la sociedad, equiparable al conjunto de los medios que posibilitan la producción, no se basta o se agota a sí misma y provoca contradicciones que ella excluye, contradicciones que atentan contra la integridad de la misma sociedad homogénea:
[…] homogeneidad social es una forma precaria, a merced de la violencia e incluso de cualquier dimensión interna. Se forma espontáneamente dentro del juego de la organización productiva, pero debe ser permanentemente protegida de los diversos elementos inestables que no se benefician de la producción, o que creen obtener poco, o que simplemente no pueden soportar los frenos que la homogeneidad impone a la agitación. (BATAILLE, 2008e, p. 140-141).
La sociedad homogénea rechaza todo valor o elemento superior y trascendente, recusa cualquier tipo de comportamiento que no comporte una función utilitaria, impugna cualquier gasto que sea allende al mundo de lo profano.
La homogeneidad social, el gasto orientado a la utilidad y la producción guiada por una lógica conmensurable son las marcas de una sociedad moderna rutinizada y “[…] fundada en la organización temporal del trabajo y de los días […], que se encargó de desplazar la sacralidad de sus confines.” (SADRINAS, 2014, p. 7). Una sociedad moderna que ha devenido tal a través de una serie de crisis: “Por el lado pasivo, hay una crisis de las convenciones que constituyen los fundamentos de la agregación humana; y por el lado activo, una crítica individual a esas convenciones.” (BATAILLE, 2008a, p. 191). De esta manera la comunidad se disuelve, da lugar al individuo y a la administración de sus relaciones en el marco de una producción homogeneizadora. La comunidad deja de cumplir un rol de cohesión y de ligazón, se desgarra.
Al mismo tiempo que se vuelven autónomos, los seres humanos descubren a su alrededor un mundo falso y vacío. Al sentimiento fuerte y doloroso de unidad comunitaria le sucede la conciencia de ser víctima del impudor administrativo; y también de terribles ostentaciones de suficiencia y de estupidez individuales. (BATAILLE, 2008a, p. 192).
La descomposición de la comunidad, la puesta en cuestión de las autoridades y de los principios que fundan las actitudes morales y religiosas provocan, así, un “[…] malestar y enmarañamiento donde todo parece vano y casi desastroso, donde crece la obsesión por La recuperación por el mundo perdido.” (BATAILLE, 2008a, p. 192. Mayúscula y cursivas del original). Semejante obsesión provocada por dicha pérdida, en el diagnóstico batailleano, provocará un intento de solución que emprenderán los fascistas, tal y como veremos a continuación.
2 LA SOLUCIÓN FASCISTA
Bataille reacciona ante la experiencia fascista de una forma un tanto ambigua al formar parte de las publicaciones realizadas por Contre-Attaque. Allí, Bataille forma parte de “[…] un grupo de intelectuales que se declara anticapitalista, antinacionalista, antifascista, pero que sin embargo se muestra fascinado por la exaltación y el fanatismo que suscita el fascismo.” (RAMOS MEJÍA, 2017, p. 18).6 El fascismo es una experiencia a denunciar, ciertamente, pero no por ello deja de comportar rasgos que producen encantamiento en las personas que adhieren a éste.
Para volver a los términos con los que acabamos el acápite anterior, podemos decir que, ante esa situación en donde la totalidad y la comunidad se han perdido, en la que los individuos han quedado a la deriva, donde los ámbitos de la vida han sido sometidos a un proceso de administración, la solución a la cual se echa mano más raudamente viene de la mano de una operación que, en el decir de Bataille , es bastante simple, puesto que “lo más simple es restablecer la vida en circunstancias favorables para lo que subsiste[, e]s más fácil restaurar que crear.” (BATAILLE, 2008a, p. 194).
La solución que el fascismo propugna se encierra en esta operación eminentemente reaccionaria que consiste en, antes que crear nuevos valores, restaurar aquellos otrora existentes: “Con una ascensión que le permite a la existencia caminar de nuevo erguida bajo el azote de la dura necesidad comienza la RECOMPOSICIÓN DE LOS VALORES SAGRADOS.” (BATAILLE, 2008a, p. 195. Mayúsculas del original). La respuesta fascista, así, tiene por cometido recuperar un mundo dado por perdido, satisfacer el anhelo de dar una respuesta definitiva al sentimiento de nostalgia de comunidad experimentado. Esa es la génesis del fascismo que, de acuerdo al filósofo francés, “[…] no tiene otro desenlace que la disciplina militar y el apaciguamiento limitado ofrecidos por una brutalidad que destruye con rabia todo aquello que no ha sido capaz de seducir.” (BATAILLE, 2008a, p. 195).
El fascismo, en este sentido, es la apuesta por reintroducir un principio heterogéneo7 en medio de una época caracterizado por un principio homogéneo, esto es, el fascismo busca reintroducir la inconmensurabilidad propia de los elementos heterogéneos en un desencantamiento provocado por la llanura y la horizontalidad que la homogeneidad demanda. “La reunión fascista […] no es sólo una reunión de poderes de diferentes orígenes y una reunión simbólica de clases: es además la reunión plasmada de los elementos heterogéneos con los elementos homogéneos.” (BATAILLE, 2008e, p. 171).
Antes de seguir avanzando, expliquemos un poco la terminología utilizada por Bataille.
La homogeneidad define el aspecto más visible y accesible a la comprensión de la sociedad, y se caracteriza por la “conmensurabilidad”. Ésta se define como “la identidad posible” de personas y situaciones e implica reglas fijas así como la exclusión de la violencia, lo que significa una transgresión de esas mismas reglas. Es importante destacar que Bataille define la homogeneidad no sólo como la posibilidad de conformidad de personas y situaciones, sino también como la conciencia de esta conmensurabilidad (PULLANO, 2017, p. 134).
El avance de la técnica, promovido por el cálculo y el patrón o medida común, cercan lo que se entiende por homogeneidad: hacer del hombre un elemento fungible, un objeto indiferenciado de la producción colectiva. La sociedad industrial ha arrojado este pavoroso resultado, dentro del cual lo heterogéneo se ve expulsado y sometido al ostracismo.
Quebrantando las leyes de la homogeneidad, la intentona fascista se impondrá como algo intempestivo, como una fuerza de choque “[…] que provoca reacciones afectivas de intensidad variable” (BATAILLE, 2008e, p. 147) que apunta a restaurar lo sagrado en el contexto de la sociedad industrial y capitalista. A decir verdad, este comportamiento del fascismo va de la mano de su concepción del Estado. El Estado fascista difícilmente pueda efectuar algo para remediar la situación de disolución de vínculos comunitarios: por más inflacionado o agigantado que se encuentre, éste apenas se comporta como un intermediario entre las fuerzas productivas de la sociedad y las clases homogéneas. Aún más, el Estado actúa como una fuerza que se aboca a neutralizar la heterogeneidad y a afianzar la homogeneidad. El Estado, de alguna manera, no es otra expresión que la actividad política que le es concomitante: el ejercicio de la autoridad y del sadismo que discierne y aparta a la heterogeneidad.
Así, el fascismo como forma soberana de la heterogeneidad se caracteriza por el hecho de que “[…] su fundación es al mismo tiempo religiosa y militar, sin que los elementos habitualmente diferenciados puedan separarse unos de otros: se presenta así desde su base como una concentración consumada.” (BATAILLE, 2008e, p. 168). De ambos aspectos, el predominante es el militar; el conductor, cual general respecto de sus soldados, mantiene una relación de índole imperativo en relación con el partido: una relación de dominación que, al mismo tiempo, niega la efervescencia inyectada por la figura del conductor: emana revolución y le pone un coto a la vez. De esta manera, la disciplina, el deber y el orden, todas cualidades propias de un régimen homogéneo, subsisten a razón de una heterogeneidad que implica la consideración de la figura del jefe como trascendente y superior al resto de la afectividad colectiva. Y este valor militar que detenta el jefe se encuentra, como dijimos, vinculado a un valor religioso que otorga a los militantes un valor afectivo propio, en pos de una patria revestida de carácter divino, pues “[…] encarnada en la persona del jefe […], la patria desempeña así el mismo papel que Alá para el Islam, encarnado en la persona de Mahoma o del Califa.” (BATAILLE, 2008e, p. 169).
Si todo tipo de producción homogénea genera sus propias contradicciones, individuos excluidos del beneficio de la producción, respecto de la cual la propia parte homogénea resiste, podemos ver que la lógica fascista se encarga de hallar una respuesta a semejantes tensiones: “[…] las fuerzas heterogéneas desarrolladas [de tipo fascista], luego de haberse adueñado del poder, disponen de los medios de coerción necesarios para arbitrar los diferendos surgidos entre los elementos anteriormente irreconciliables.” (BATAILLE, 2008e, p. 174). Si bien el fascismo conserva el régimen de producción homogénea (aunque a veces cuestionándolo, en especial en los periodos de crisis), lo particular del fascismo residiría en su estructura psicológica que se caracteriza por una conciencia del peligro y un deseo de evitarlo que se nutre en forma permanente de la región heterogénea de la sociedad. Así, “[l]o sagrado, en el sentido que le da Bataille a este término, es una amenaza interna al orden homogéneo de la sociedad; crece dentro de la esfera heterogénea y se opone activamente a las actividades económicas productivas.” (PAWLETT, 2013, p. 120).
Se trata, en efecto, de dar una contestación a las contradicciones que aquejan al mundo moderno homogéneo y de proponer una alternativa a la pérdida de la autoridad de los absolutos propios de la comunidad. Introduciendo un elemento del orden de lo heterogéneo en la figura del líder o del jefe, erigido como una instancia trascendente, que logra articular y dar salida a las contradicciones de la porción homogénea de la sociedad, el fascismo también permite hallar una solución a obliteración del ideal comunitario al postular una comunidad en la cual la homogeneidad es cimentada y asegurada: esa es la comunidad fascista, “[…] materialización de un ideal comunitario capaz tan sólo de la autoafirmación, reluctante a cualquier forma de otredad.” (MARTÍNEZ RODRÍGUEZ, 2010, p. 145). En el fascismo todos los esfuerzos deben canalizarse hacia el carisma del líder, anulando el gasto improductivo de la acción social, conjurando una reunión de clases que hace del Estado una reunión orgánica acabada, efectuando “[…] la reunión plasmada de los elementos heterogéneos con los elementos homogéneos.” (BATAILLE, 2008e, p. 171). Dicha reunión y comunión de elementos heterogéneos con homogéneos es realizada bajo un fondo de integración completa y acabada que no dejaría resto alguno para ningún tipo de alteridad u otredad. Así,
[e]s su capacidad sincrética, su aglutinación de fuerzas heterogéneas, la capacidad fascista para alcanzar la cohesión identitaria de los miembros bajo un mismo palio autoritario, lo que ocupa a Bataille. El fascismo consuma la asimilación a cualquier precio como el mecanismo garante de la integridad y seguridad comunitarias. (MARTÍNEZ RODRÍGUEZ, 2010, p. 150).
Entonces, para resumir, en el estado de efervescencia social que lo caracteriza, la estructura de la sociedad homogénea gira en torno de la figura del líder, un líder que es manifestación de un poder heterogéneo que concentra los poderes militar y religioso en su persona: esto es, el líder, por un lado, aparece como irreductible del resto de la sociedad, pero, por el otro, encuentra su fundamento en ella. El líder logra otorgarle sentido a la actividad de los dirigidos, en él los subordinados experimentan una verdadera fuerza divina que exige devoción y que inculca un éxtasis inaudito. El líder, dicho de otra manera, restituye la unidad perdida, acomete una cohesión en el marco de un proceso de unificación vertical.
En síntesis, una comunidad reaccionaria, que inutiliza las potencialidades humanas de la misma forma que la producción utilitaria y que nada tiene que ver con la libertad en el sentido de exposición a ese límite que implica un más allá de las funciones serviles. (SADRINAS, 2014, p. 13).
Una comunidad finita pero expulsiva, que excluye cualquier otredad, que rinde culto a la nostalgia, que esconde un culta al sometimiento, un tipo de comunidad que, como veremos, es muy distinta del tipo de comunidad que Bataille conceptualiza.
3 La comunidad (in)finita
“La cuestión es cómo la dimensión colectiva puede ser revigorizada una vez que las creencias mitológicas y religiosas que sostenían la existencia de la comunidad han muerto o se han atrofiado” escriben Hewson y Coelen (2016, p. 29) sobre el propósito del Colegio de Sociología francés fundado por Bataille junto con Michel Leiris y Roger Caillois. Desde sus inicios como investigador, siempre se ha tratado, para Bataille, de entender cómo la comunidad se ha disuelto pero, y esto no es menos importante, tratar de pensar también cómo puede recuperarse desde una nueva perspectiva novedosa e inédita, aún a pesar del pesimismo de Pawlett que aventura que “[…] la política y la sociedad también deben fallar.” (PAWLETT, 2017, p. 93). Ciertamente, como hacen notar Bottin y Wilson, en una de las presentaciones inaugurales del Colegio de Sociología, Bataille contrastó “[…] la acción determinada, servilismo e inutilidad de las democracias sociales con el movimiento total en el cual la vida juega y se arriesga.” (BOTTIN; WILSON, 1997, p. 6). Pero, sostenemos, esta no será la última palabra de Bataille a cuentas de cómo remediar la comunidad. A pesar de la experiencia fascista, la cual parecía ensalzar a la comunidad por sobre todo, ello no significa que debamos desligarnos de esa noción, ya que, como dice Blanchot, “[…] estamos ligados a ella [a la comunidad] precisamente por su defección.” (BLANCHOT, 1999, p. 11). Esa exaltación de la inmanencia o de la transparencia conduce inevitablemente a una “comunidad finita” (BLANCHOT, 1999, p. 22), comunidad que se asienta en la finitud efectiva de los seres que la componen pero solamente con miras a superar esa finitud en una comunión o fusión para constituir una unidad que salve sus deficiencias. Una comunidad finita, pero distinta de la finitud fascista en tanto busca superarse inmanentemente hacia la infinitud heterogénea.
No debe llegarse a la insuficiencia a partir de un ideal de suficiencia. Una comunidad finita reenvía, paradójicamente, a la afirmación del cercamiento de los individuos aislados en su inmanencia propia, esto es, a una comunidad infinita. Finito e infinito se anudan inevitablemente en el pensamiento de la comunidad propuesta, esa, en el decir de Hernández Cuevas, “[…] comunidad de los que no tienen comunidad.” (HERNÁNDEZ CUEVAS, 2020, p. 278).
Para poder dilucidar la forma en que Bataille concibe la comunidad, es menester analizar antes de qué manera aparece representada la propia existencia de los hombres, definida, ante nada, por una falta, por una discontinuidad: “Entre un ser y otro hay un abismo, una discontinuidad.” (BATAILLE, 2010, p. 17). Somos, entonces, cada uno de nosotros, seres discontinuos, separados por un abismo que hace que las experiencias de uno sean irreductibles a las del otro: un abismo que es la propia muerte que nos muestra, en toda su violencia desnuda, la finitud que nos marca. Y si podemos encontrar tal discontinuidad no es sólo en el carácter de individuos que somos, sino que dicha discontinuidad permea y es extensible al resto del mundo: la discontinuidad que nos signa se hace el fundamento de las distintas formas de la vida social. “Repito: una disolución de esas formas de vida social, regular, que fundamentan el orden discontinuo de las individualidades que somos. […] [E]l interior del mundo [se encuentra] fundado sobre el orden de la discontinuidad.” (BATAILLE, 2010, p. 23).
La explicitación de este trasfondo ontológico que hace al estatuto de los individuos permite comprender, así, por qué Bataille no experimenta ninguna nostalgia ante la constatación de que la comunidad se ha perdido y la trascendencia nunca puede ser recobrada. Somos seres discontinuos, por lo que cualquier intento de obturar o de suplementar ese abismo fundante, como si se tratara de ocultarlo o de eliminarlo, está condenado al fracaso y tiene consecuencias sumamente ominosas, como sucede con la intentona del fascismo. Bataille, ante esta situación, comporta, para retomar la expresión de Nancy (2001, p. 41), una “conciencia clara”:
El punto crucial de esta experiencia fue la exigencia, poniendo al revés toda nostalgia, es decir, toda metafísica comunional, de una “conciencia clara” de la separación, es decir, de una “conciencia clara” de que la inmanencia o la intimidad no pueden ser recobradas, y de que, en definitiva, no tienen que ser recobradas.
Inmanencia para Nancy, transparencia para Blanchot (1999, p. 12), la conclusión es la misma: la comunidad no puede ser recuperada, pero tampoco es deseable que no lo sea. En cualquier caso, si ha de proponer una comunidad, la misma debe evitar una inmanencia o una transparencia absoluta, verdaderos hontanares de todos los totalitarismos. Esa pretensión absolutista hiperbólica no puede hacer más que derivar en una “comunidad de ausencia”, siempre con el riesgo de devenir en una “ausencia de comunidad” (BLANCHOT, 1999, p. 16).
En este sentido, la propuesta de Bataille no implica un énfasis del individuo, un repliegue a las posiciones de la individualidad, puesto que éste es, al fin y al cabo, para nuestro filósofo, una cosa: “El individuo separado es de la misma naturaleza que la cosa, o mejor, la angustia de durar personalmente que plantea la individualidad está ligada a la integración de la existencia en el mundo de las cosas.” (1975, p. 55). Tal “cosa”, tal individuo, no puede erguirse en el fundamento de la comunidad que Bataille propondrá porque tal “cosa”, o individuo, como veremos a continuación, no comunica. Aún más, la insuficiencia, como ya hemos hecho notar, no debe suplementarse por una suficiencia, sino más bien por todo lo contrario, por un cuestionamiento: “[…] la insuficiencia requiere la impugnación que, así viniere sólo de mí, es siempre la exposición a otro (a lo otro), único capaz, por su posición misma, de ponerme en juego.” (BLANCHOT, 1999, p. 28).
Así, como mencionamos, el hombre se experimenta una angustia producto del estar arrojado en su existencia y que tiene su origen en ese “[…] miedo de la muerte que penetra en el edificio de los proyectos, […] altera el orden de las cosas.” (BATAILLE, 1977, p. 55). El individuo se encuentra marcado, entonces, por esa falta, esa finitud, que suscita en él una angustia. Esa es la experiencia interior, tal como Bataille la define: “La experiencia interior es la puesta en cuestión (puesta a prueba), en la fiebre y la angustia, de lo que un hombre sabe por el hecho de existir.” (1986, p. 14). En este estado místico de exageración y de arrobamiento, provocado por la representación de su incompletitud, los hombres logran efectuar una comunicación entre ellos. Una comunicación harto aporética, pues la misma se realiza a través de su falta:
[L]os seres, los hombres, no pueden “comunicarse” - vivir - más que fuera de sí mismos. Y como deben “comunicarse”, deben querer ese mal, la mancha, que poniendo su propio ser en juego, los vuelve penetrables el uno para el otro […]. Es derruyendo en mí mismo, en otro, la integridad del ser, como me abro a la comunicación, como accedo a la cumbre moral. (BATAILLE, 1989, p. 54-55).
La cumbre que responde al exceso, a la exuberancia, es similar al gasto improductivo. La apertura que los individuos experimentan frente al límite, frente a lo desconocido de su falta, es aquello que se denomina como el “no-saber” de los sujetos: “La honestidad del no-saber, la reducción del saber a lo que es.” (BATAILLE, 2008c, p. 252), precisamente, la coincidencia con “[…] el saber: no saber, o saber de nada, nada-de-saber.” (ESPOSITO, 2012, p. 188). Un no-saber que pone a los individuos en suspenso, que permeabiliza su disolución, que anula los límites, la discontinuidad que los separan de los demás. En su finitud, en este no-saber, en su falta, los individuos pueden entonces comunicarse, salir de su aislamiento, experimentar los límites de su sujeción y entrar en contactos con los otros. He aquí dicha comunicación que no resulta en absoluto ajena al concepto de comunidad: “[…] la noche comunial […] sólo puede tener lugar como la comunicación de la comunidad: a la vez como lo que comunica en la comunidad, y lo que la comunidad comunica.” (NANCY, 2001, p. 42).
Sin embargo, hay algo que permite quebrar la intimidad de la persona consigo misma y rescatarla de su introspección angustiante: “el potlatch” (SURYA, 1987, p. 382). El potlatch o, como dice Surya, el sacrificio, permite establecer una comunicación perdida. Los hombres son exageradamente menesterosos o pobres y mortales o finitos. El potlatch permite brindar algo distinto de ellos gracias a su operación suntuaria: permite “[…] enriquecerlos de una gloria proporcional a la riqueza dilapidada [y] […] darse cuenta, tanto a los sacrificantes como sacrificados, del exceso de identidad que se demuestra en la operación sacrificial.” (SURYA, 1987, p. 382).
Hay algo, entonces, en la desmesura que hace posible interrumpir el decurso común y cotidiano de las personas, al menos de aquellas que viven en las sociedades industriales, ya que lo desproporcionado formaba parte de la vida de las sociedades primitivas. Propio de los aztecas era justamente la práctica del potlatch, ya que “[…] la gloria […] era lo único que los mexicanos perseguían.” (BATAILLE, 2005, p. 29). Una economía de la vanagloria y de la fiesta, el “[…] sentido del potlatch es el efecto glorioso de las pérdidas […]. La gloria se concede al que más da.” (BATAILLE, 2005, p. 38). Una gloria fundada sobre el desperdicio, el despilfarro de riqueza que dotaba a los hombres de autoridad, rango y jerarquía.
Se trataba esta de una desmesura que, asimismo, también pretendía emular a la naturaleza: “[…] los mexicanos no podían hacer que la naturaleza les siguiese pero vivían de acuerdo con la naturaleza.” (BATAILLE, 2005, p. 30). Una suerte, dice Bataille, de apareamiento con el universo encarnado en las fiestas y guerras aztecas y, por demás, en el soberano, verdadera materialización de la gloria de la comunidad. Frente a esto, la Modernidad no puede verse más que descolocada y áfona, ya que el gasto improductivo de las sociedades primitivas se encuentra subordinado siempre a la utilidad que la producción persigue sin cesar, de forma acelerada, haciendo “[…] del hombre un animal servil y mecánico. […] [L]os principios utilitarios sobre los que descansa esta civilización inhumana.” (BATAILLE, 2005, p. 33).
Precisamente, en un célebre ensayo, intitulado “La noción del gasto”, el filósofo francés argumentará, en una posición que rehúsa de cualquier tipo de utilitarismo, que “[…] la utilidad humana no puede reducirse íntegramente a procesos de producción y conservación.” (BATAILLE, 2008f, p. 113). Irreductibles a los gastos relacionados con la conservación de la vida, instrumentos que propenden a un fin determinado, mesurados y cuantificados, hallamos otra serie de gastos denominados como improductivos, pues no tienden a ningún fin en particular. Este tipo de gastos improductivos se encuentran regidos por un principio de pérdida, del orden de lo incondicionado y que no comportan ningún tipo de límite, sin tener una productividad aneja, presente en la dimensión de lo sagrado.
Ahora bien ¿de qué manera se relaciona este principio económico de la pérdida con los conceptos de comunidad y comunicación? La respuesta: tanto “[…] una como otra son formas de derroche.” (GARCÍA PÉREZ, 2014, p. 122). En este sentido, el gasto improductivo, el despilfarro, la fiesta, el sacrificio, el erotismo, entro otros, apuntan justamente a “[…] regresar al mundo de la continuidad [que] equivaldría a liberarse de las ataduras de todo proyecto, y al mismo tiempo, establecer la comunicación de la experiencia con otros.” (GARDUÑO, 2010, p. 203). La comunidad propuesta por Bataille, informada por la economía general, no se encuentra guiada por los preceptos utilitarios o productivos del trabajo, evitando que la misma sea entendida de acuerdo a un telos o en función de un progreso constante.
En “La noción del gasto” se encuentra in nuce La parte maldita, obra que explorará de forma más acabada su visión de una serie de tópicos importantes, como la filosofía de la naturaleza, de la economía y de la historia, todos los cuales se articulan alrededor “la reflexión de Bataille sobre el mundo, sobre el hombre en el mundo” (PIEL, 1987, p. 14).
Es, en suma, en tales perspectivas en las que aparecen las verdades que toman su sentido de las proposiciones más generales, según las cuales no es la necesidad sino su contrario, el “lujo”, quien plantea a la materia viviente y al hombre sus problemas fundamentales. (BATAILLE, 2009, p. 26. Cursivas del original).
Esa es la tesis fundamental de La parte maldita, tesis que, como es sabido, se opone a la concepción hegemónica y ortodoxa de la economía que postula que los recursos son acotados o escasos y que deben ser administrados de la manera más eficiente. Bataille quiebra toda servidumbre con todo gasto que implica “[…] la economía restringida, de ahí su apuesta por una experiencia vital incitada por el gasto improductivo. Para Bataille, la soberanía es la afirmación del pensamiento desobrado o (anti)productivo.” (HERNÁNDEZ CUEVAS, 2020, p. 274). Bataille, sencillamente, recusa la productividad como índice de articulación comunitaria. “Al principio de la utilidad, por lo tanto, se le opone el principio de la pérdida, que divide claramente las formas del consumos de bienes y cuerpos en cualquier sociedad” (MATTONI, 2011, p. 51); esto es, o bien la conservación de la vida y el aseguramiento de las actividades económico-productivos, o bien los gastos que no tienen ninguna finalidad prefijada.
¿Qué es el sacrificio sino un derroche sanguinolento, una operación de degradación y de pérdida? […] A la humanidad consciente que no ha abandonado la minoría de edad, que se otorga el derecho a consumir y a conservar racionalmente, de justificar utilitariamente su conducta, en suma, la utilización de lo mínimo necesario para la conservación de la vida y la continuación de la actividad productiva, a ello es que Bataille opone el gasto improductivo, actividades que, en su forma primitivas, tienen su fin en sí mismas y adquieren su sentido a partir de la mayor pérdida posible. (RICCI CERNADAS, 2015, p. 15).
Si ponemos en relación este elemento del gasto sin fin puesto de antemano con la comunidad, se podrá ver que la de Bataille será “[…] una comunidad que admite la falta, que es lo único que permite a los hombres comunicarse entre sí.” (SADRINAS, 2014, p. 16). Así, se tratará de una comunicación, o de una comunización fuera de toda instrumentalización o relación utilitaria, se tratará de una unión de elementos heterogéneos que resisten cualquier homogeneización que rebalsarán los límites que los separa, experimentando aquello que los une y que, al mismo tiempo, los singulariza.
Hete aquí la comunidad sin cabeza, la comunidad acéfala por la cual Bataille aboga. Una comunidad que hace posible establecer un lazo entre distintos individuos, siempre a condición de que no homogeneice, de que no anule las singularidades. Una comunidad que aborda el límite de la existencia, que nunca cierra por completo, que es dinámica. Una comunidad que no es, como sucedía con las experiencias fascistas, finita, en la que un líder irreductible hace de fundamento a la comunidad, devolviéndole una unidad sustancial, marginando la otredad. La comunidad batailleana se ubica en las antípodas de esta concepción: “[…] a la unidad cesareana que funda un jefe, se opone la comunidad sin jefe.” (BATAILLE, 2008a, p. 205).
“Una comunidad humana sin cabeza” (2008a, p. 205), esto es por lo que Bataille aboga. Una comunidad que acoja en su seno los elementos heterogéneos que la componen, aunados por esa búsqueda de la tragedia: “[…] la ejecución del jefe es la misma tragedia […]. Se inicia entonces una verdad que cambiará el aspecto de las cosas humanas: el elemento emocional que le da un valor obsesivo a la existencia común es la muerte.” (BATAILLE, 2008a, p. 205). En todo caso, podría decirse que la comunidad no admite más que un amo: la muerte, que hace del destino de la comunidad y de los hombres una tragedia. Angustia ante la falta de sentido, precisamente. Porque “¿[p]ara qué sirve [la comunidad]? Para nada.” (BLANCHOT, 1999, p. 36). Se trata, empero, de un “para nada” que es proseguido de una conjunción adversativa: “Para nada, si no es para hacer presente el servicio al prójimo [autrui] hasta en la muerte, para que el prójimo no se pierda solitariamente, sino que se halle suplido, al mismo tiempo que le proporciona a otro esta suplencia que le es procurada.” (BLANCHOT, 1999, p. 36).
Una comunidad que se encamina a la muerte, que se revela ante la muerte del prójimo o del otro, ya que la muerte es la única comunidad de los hombres. Los hombres se mancomunan en virtud de la angustia de su propia finitud, exteriorizando su singularidad, en una comunidad universal e infinita que rechaza cualquier clausura ni trascendencia, que acepta la contingencia y el azar, una comunidad que expresa su propio desgarramiento, el hecho de que ella debe ser emprendida como tarea en una época en que su realización se ve obturada ante la ausencia de su fundamento. En fin, sabiendo que la comunidad debe fundarse ante la ausencia de comunidad, la cual no es el signo de su fracaso, sino de su necesidad.
CONCLUSIÓN
En el presente trabajo hemos querido problematizar la noción de comunidad en el pensamiento de Bataille. Para realizar esto hemos procedido en tres tiempos.
En un primer lugar, hemos restituido la caracterización que hace el filósofo francés del tiempo moderno, una época marcada por la pérdida de lo sagrado, de lo trascendente y del absoluto; en fin, una época de la inmanencia que iba de la mano de la pérdida de la comunidad en detrimento de la sociedad actual. Ahora bien, semejante diagnóstico, que da lugar a un tiempo donde lo prosaico hace su llegada triunfal, no puede desterrar en forma definitiva el hecho de que la propia ausencia del mito se constituya, precisamente, en un mito. Como si se tratara de algo supérstite, el mito, como así también lo sagrado, es incapaz de ser desterrado en forma completa aún en un paradigma signado por la homogeneidad. Es por ella que, ante la pérdida de la autoridad y de los fundamentos, el deseo por recuperar una unidad perdida sigue vigente.
Luego, hemos querido explayarnos respecto de cómo los fascistas intentarían dar una respuesta a esa unidad perdida. En un sentido interesante, el fascismo buscaría introducir un principio heterogéneo en la base de una sociedad homogénea. Pero, como vimos, semejante tentativa se realiza haciendo del jefe, aquella figura que reviste una investidura militar y religiosa a la cual se le subliman los esfuerzos de sus dirigidos, una cosa trascendente que se relaciona de manera heterogénea con la sociedad homogénea. Así, el intento fascista por recobrar esta unidad en la comunidad es lograda a partir de esta figura del líder, quien otorga un sentido a los subordinados, dimanando así en una comunidad de tipo finito, hostil a cualquier otredad, que no respeta la heterogeneidad. Una comunidad, al fin y al cabo, finita.
Finalmente, hemos visto cuál es la contestación de Bataille al diagnóstico realizado en un primer momento. Una respuesta no reaccionaria ni nostálgica, que no pretende recuperar, sino crear. Se trata entonces de crear una comunidad, de producir una comunidad, aún en su imposibilidad, una comunidad desobrada, que no comporte una unidad jerárquica verticalista ni una predominancia cesareana, como sucedía con el fascismo, sino que, en un plano de inmanente horizontalidad, carente de jefe alguno, pueda contener la heterogeneidad y permita lograr que los individuos, finitos y precarios en su ser, logren comunicarse y relacionarse unos con otros en virtud de esa misma falta que los caracteriza.
“La comunidad es y debe permanecer constitutivamente impolítica, en el sentido de que podemos corresponder a nuestro ser en común sólo en la medida en que lo mantenemos alejado de toda pretensión de realización histórico-política.” (ESPOSITO, 2012, p. 163). Debemos interpretar correctamente la categoría de lo impolítico de Esposito, esto es, no como aquello antinómico a lo propiamente político, sino más bien como
[…] algo que concierne a la radicalidad de su existencia: el hecho de que el espacio político es irreductible a la negatividad dialéctica y se caracteriza más bien por […] una negatividad que no produce y que no se traduce en obra, irreductible a la dimensión subjetiva del proyecto. Lo impolítico es el vaciamiento del espacio político de cualquier sustancia y el hecho de su finitud radical. (DE LA HIGUERA, 2008, p. 140).
Algo irrepresentable, como así también algo inasible o inenarrable (cf. SERRATORE, 2017, p. 283): aquí reside lo problemático pero también lo potencial de la comunidad batailleana, porque lejos de atender a cualquier realización histórica o política, como dice Esposito, la comunidad no puede no ser. “[E]s justamente este inacabamiento [de la comunidad] lo único que puede permitir a los seres ‘comunicarse’ entre sí.” (CAMPILLO, 1993, p. XX) La comunidad se vuelve impolíticamente política en sí en el trazado de la comunicación y de la singularidad, “[…] una comunidad que hace conscientemente la experiencia de su partición” (NANCY, 2001, p. 77): una comunidad que se hace en la apertura hacia la muerte, pero también infinitamente hacia los demás. Una comunidad finita que busca trascenderse a sí misma hacia lo imposible, en devenir infinita.
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2
A modo de aclaración terminológica entre dos conceptos que comúnmente son tomados como sinónimos: la comunidad, noción que data de la Antigüedad (κοινωνία o koinonía, de koinos, esto es, lo que es común a varios) y que alude a una prioridad ontológica del todo por sobre las partes ha sido una noción escamoteada por los pensadores de la Edad Media, la Edad de la Razón y los del Iluminismo y que recién fue “redescubierta” en Alemania por Hegel y el resto de los intelectuales tardo-modernos (cfr. ALVARO, 2014, p. 13-24), quienes contrapusieron la comunidad (Gemeinschaft) como lo auténtico y original a la sociedad (Gesellschaft), es decir, lo inauténtico o lo derivado, refiriendo a las partes que son sumadas numéricamente para alcanzar la totalidad. Sobre esta diferencia entre la Gemeinschaft y la Gesellschaft, cfr. también Alvaro, Laleff Ilieff y Gros (2014-2015) y Schmitt (2014-2015).
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3
Precisamente, el español puede aludir a estos pares de antónimos a partir de la transliteración de “éschatos” (último) y de “skatós” (excremento) a nuestra lengua desde romanizaciones del griego antiguo (en lugar de haberse hispanizados del griego moderno), lo cual se complementa, obviamente, con el posfijo “logos”, que refiere a “estudio” o “examen”. Pequeño juego de palabras que nos permite nuestro idioma, que imbrica el estudio de las doctrinas referentes a la vida de ultratumba con la utilización de tópicos soeces vinculados al acto de descomer.
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4
Sol y ano también son metáforas, de entre las numerosas y recurrentes en la obra de Bataille, que aluden a figuras estructural y geométricamente similares como lo es el ojo, principal órgano a través del cual se adquiere conocimiento, y metáfora central, precisamente, de la novela de Bataille Historia del ojo (2016).
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5
“Homogeneidad significa la conmensurabilidad de los elementos y conciencia de dicha conmensurabilidad.” (BATAILLE, 2008f, p. 138).
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6
Blanchot periodiza al grupo de Contre-Attaque en el medio de una tríada precedida por la búsqueda de una comunidad por parte de Bataille, la cual la encuentra en los surrealistas, y seguida por Acéphale (1999, p. 38-39).
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7
“El término heterogéneo indica que se trata de elementos imposibles de asimilar.” (BATAILLE, 2008f, p. 144).
Fechas de Publicación
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Publicación en esta colección
15 Mayo 2023 -
Fecha del número
Apr-Jun 2023
Histórico
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Recibido
13 Jul 2022 -
Acepto
26 Ago 2022