Resúmenes
El artículo describe y analiza las facetas conductual y neurológica que congregan los debates sobre el trastorno por déficit de atención e hiperactividad y marca algunos antecedentes conceptuales históricos. En la dimensión conductual predominan enunciados descriptivos, centrados en las conductas de aquellos diagnosticados. En la dimensión neurológica se incluyen explicaciones etiológicas, mayormente sobre el funcionamiento cerebral. El análisis se fundamentó en materiales documentales como estudios históricos; entrevistas a profesionales de la salud de Ciudad de Buenos Aires, realizadas entre 2008 y 2011; publicaciones especializadas; instrumentos psicométricos; y manuales psiquiátricos.
Trastorno por déficit de atención e hiperactividad/história; salud mental; psiquiatría infantil; Argentina
The article describes and analyzes the behavioral and neurological aspects that bring together discussions on attention deficit disorder and hyperactivity and outlines some historical conceptual antecedents. Descriptive statements focusing on the behavior of those diagnosed predominate in the behavioral dimension. Etiological explanations, principally on brain function in the neurological dimension are included. The analysis was based on documentary materials such as historical studies, interviews with health professionals in Buenos Aires between 2008 and 2011, specialized publications, psychometric instruments and psychiatric manuals.
Attention deficit disorder and hyperactivity/history; mental health; child psychiatry; Argentina
La tríada sintomática que define al TDA/H (hiperactividad, impulsividad y desatención) fue documentada en la literatura hasta dos siglos atrás. Sin embargo, los criterios diagnósticos que actualmente tipifican la nosología provienen de la descripción delManual de diagnóstico y estadísticas de los trastornos mentales(DSM).
El DSM-I, publicado en 1952, no incluía ninguna descripción equiparable al actual TDA/H (APA, 1952). En el DSM-II, de 1968, figura la “reacción hiperkinética en la infancia o adolescencia”, caracterizada por “sobreactividad, inquietud y distractibilidad, y atención de corto alcance, especialmente en niños pequeños” (APA, 1968, p.50).
Anunciado como manual a-teórico y no etiológico, el DSM-III reposiciona la psiquiatría norteamericana como especialidad biomédica, con base en la noción de trastorno mental, y en un giro paradigmático que desplaza las perspectivas psicodinámicas presentes en las anteriores versiones (Bianchi, 2012).
En el DSM-III (APA, 1980) el TDA/H se afina conceptualmente, y en 1987 (APA, 1987), el DSM-III-R une déficit de atención e hiperactividad, abriendo el campo para los aportes del DSM-IV (APA, 1994). Esta última versión (revisada en 2000) distingue tres subtipos: con predominio de inatención, o de hiperactividad-impulsividad, y combinado, y requiere verificar la ocurrencia, al menos durante seis meses, de una serie de conductas. El diagnóstico se estructura por cinco grandes criterios: un patrón persistente de inatención y/o hiperactividad-impulsividad más frecuente y severo que el observado habitualmente en individuos con un nivel de desarrollo comparable; la presencia de al menos algunos síntomas antes de los 7 años; la presencia de síntomas al menos en dos contextos (hogareño, escolar, laboral etc.); la interferencia en un apropiado desarrollo social, académico u ocupacional; y que el trastorno no aparezca en el curso de otros desórdenes, ni se explique mejor por la presencia de otro trastorno mental.
La quinta versión, publicada en mayo 2013, aún no está vigente en Argentina e incorpora algunos cambios: añade aclaraciones sobre la importancia en cada síntoma, eleva la edad de manifestación de algunos síntomas de 7 a 12 años, otorga mayor relevancia al diagnóstico en adultos, contempla posibles comorbilidades entre trastorno del espectro autista y TDA/H, e incluye índices de severidad (CDC, 2014).
En Argentina, la polémica en torno al TDA/H se expresa con virulencia. Esta polémica se incrementó en la última década, tanto en lo que se refiere al diagnóstico (en niños y adultos) como a la prescripción de psicofármacos para tratar la sintomatología asociada al cuadro. Derivado de este fenómeno, se acrecentaron publicaciones especializadas (libros, artículos en revistas científicas y páginas web) y se realizaron reuniones (congresos, simposios, jornadas, seminarios, talleres etc.) insertas en un abanico de posturas diferentes.
La multiplicidad de perspectivas que alegan competencia para diagnosticar y tratar el TDA/H redundó en acalorados debates entre los profesionales: psiquiatras, psicólogos, psicoanalistas, neurólogos infantiles, pediatras, terapeutas cognitivo-conductuales de diversas escuelas, neurocientíficos, entre otros, pincelando un mapa de convergencias y discrepancias teóricas y clínicas aún en construcción. En el centro de esos debates se ubican tópicos como la cientificidad de la nosología, el uso de instrumentos psicométricos (escalas, cuestionarios, test) y la administración de medicación psicoestimulante a niños.
En este artículo describo y analizo dos facetas discursivas que congregan los debates en torno al TDA/H, conductual y neurológica, y marco algunos antecedentes conceptuales históricos. En la dimensión conductual predominan enunciados descriptivos, centrados en las conductas de quienes son diagnosticados con TDA/H, con prescindencia de una indagación por las causas de las mismas. En la dimensión neurológica sí se incluyen explicaciones etiológicas, mayormente ubicadas en el funcionamiento cerebral.
Cimento el análisis en estudios socio-históricos y en materiales documentales que abarcan 45 entrevistas en profundidad a profesionales de la salud (2008-2011) con actividad clínica, docente y de investigación en ámbitos públicos y privados de la Ciudad de Buenos Aires que diagnostican y/o tratan niños con TDA/H; publicaciones científicas y de divulgación de autores argentinos sobre el TDA/H; e instrumentos psicométricos y manuales psiquiátricos utilizados en auxilio del diagnóstico.
Los resultados incluyen que la normalización no es un concepto cerrado; modalidades distintas se articulan en casos concretos de modos específicos. El TDA/H resulta paradigmático para analizar esta articulación, porque las modalidades se yuxtaponen: en el nivel descriptivo los rasgos de la normalización responden a un esquema disciplinario y en el nivel neurológico, se verifican elementos de un esquema de seguridad.
Infancia anormal, infancia peligrosa: algunos antecedentes histórico-analíticos
La vinculación entre infancia y salud mental atraviesa variados campos de estudio. La infancia aparece como ejemplo emblemático de las estrategias de control y disciplina de individuos y poblaciones, desde el siglo XVIII en sociedades occidentales (Donzelot, 1998; Rose, 1998b). El antecedente analítico más importante es la noción de “infancia anormal” (Muel, 1991; Foucault, 2001, 2005; Castel, 1980a; Varela, Álvarez-Uría, 1991). Su emergencia y circulación respondió a estrategias múltiples de normalización, a tono con exigencias de las nacientes relaciones de producción capitalistas. En el marco de tales gestiones, medicina, psiquiatría y psicología (Castel, 1980b, 1984; Foucault, 2001; Rose, 1998b) y sus tecnologías e instrumentos (Rose, 1979, 1988) tuvieron un papel trascendente.
La infancia como preocupación se ligó históricamente a explicaciones tanto conductuales como neurológicas. Diversos autores han rastreado descripciones de figuras de infancia subsidiarias de estas explicaciones. Entre fines del siglo XIX y la segunda década del siglo XX, en Europa, EEUU y América Latina, y desde espacios médicos, jurídicos y escolares se crea un “mercado de la infancia”, que redunda en la formación de un nuevo campo, el médico-pedagógico.
La autonomía del mundo infantil, respecto del adulto, justifica la creación de un cuerpo de especialistas que, con la escuela primaria como base y con una preocupación común por la salud y la enfermedad, provean términos clasificatorios ycorpus científicos para la “infancia anormal” (Muel, 1991).
En este marco, el término “anormal” es asociado “a todo lo que se separa manifiestamente de la cifra media para constituir una anomalía” (Cuello Calón citado en Talak, 2005, p.584). Y la escuela, como escenario natural del ser humano en desarrollo, es el ámbito donde puede determinarse esta media.
El campo de la infancia anormal, además, se anudaba al de la infancia delincuente a través de la noción de “peligrosidad”. El niño fue pensado como un elemento más de la serie constituida también por locos, salvajes, criminales, proletarios y animales (Varela, Álvarez-Uría, 1991; Castel, 1986), correspondiendo al gobierno de esta serie un modelo de Estado tutelar. Bajo dicha modalidad se gestionó el cuidado, expresado como corrección, tratamiento y psicologización (Donzelot, 1998; Huertas, 2005). Establecida como saber normativo por excelencia, la medicina – primordialmente medicina mental, pediatría y neurología – colaboró con la criminología y la pedagogía en la tarea de diagnosticar, clasificar y tratar a la infancia degenerada, con objetivos y resultados disímiles (Rossi, 2003).
Tomando estas consideraciones, la unidad que ostenta el TDA/H hoy como categoría, admite ser puesta en perspectiva histórica. Con anterioridad a que los signos descriptos como propios del TDA/H fueran objeto de la ciencia médica y se codificaran con sus parámetros y lógicas, las figuras de infancia hoy incluidas en esta categoría eran objeto de múltiples discursos, dispositivos y tecnologías, y no todos provenían del campo de la salud, o la salud mental.
Figuras históricas de infancia: perpendicularidades y convergencias
Por un lado, la dimensión conductual encuentra una de sus figuras históricas en el “niño atolondrado” (Varela, Álvarez-Uría, 1991). El foco de la descripción está en las conductas que exhibe, resaltando el carácter anárquico e infértil de las mismas. Este acento en lo conductual – como manifestación de la incorrección del razonamiento – constituirá una de las dos facetas principales del actual diagnóstico de TDA/H.
Otro elemento destacable es la importancia de la mirada clínica sobre esas conductas, desde médicos a pedagogos, para detectar anomalías, en especial aquellas manifestadas como dificultades de adaptación y asimilación a parámetros educacionales, sociales y morales (Dovio, 2009).
Un correlato médico es ubicable en las nociones de “idiocia” e “imbecilidad” (Rafalovich, 2001).Actualmente, estas nociones forman parte del lenguaje corriente, pero a fines del siglo XIX tenían significado clínico. La noción de “imbecilidad” (de condición más leve que el idiota) ponía el acento en las conductas infantiles y, sus fallas, en un funcionamiento ajustado con el ambiente circundante. Fue abandonada por la medicina, en parte porque no ofrecía explicaciones acerca de las causas de la condición, pero dejó su impronta en el TDA/H.
Por otro lado, la dimensión neurológica tiene su expresión en la figura del “niño inestable” (Muel, 1991; Dovio, 2009). La caracterización se asienta en la idea del desajuste, ausencia de armonía y balance en el funcionamiento corporal. Son cuerpos que no se someten a corsés disciplinarios y posturales, y la elusión de la docilidad física termina por convertirse en indocilidad moral (Varela, Álvarez-Uría, 1991). Este énfasis en las fallas del cumplimiento de diversas funciones orgánicas, es otro componente en la conceptualización del TDA/H. Existe también un enlace con la moral, como elemento biológico congénito, que debía ser robustecido por la familia.
En el período considerado, la dimensión conductual y la neurológica circularon con relativa autonomía entre sí, con fuerza descriptiva y explicativa dispar. Un intento por enlazar ambas lo constituyó la noción de “defecto mórbido en el control moral”, elaborada por Still1 en 1902, quien postulaba que niños con dificultades para controlar su comportamiento, podrían padecer un daño cerebral orgánico.
La moralidad como una variable cuyas alteraciones son indicador de patología se enmarca en los intentos por incluir en el dominio médico a los problemas de la moral en la infancia. Un capítulo en estos intentos se rastrea en los trabajos de Still. De un total de 43 niños, observa que veinte de ellos:
poseían un intelecto normal, pero ‘exhibían violentas explosiones, travesuras maliciosas, destructividad y ausencia de respuesta ante el castigo’. Frecuentemente eran inquietos y de movimientos nerviosos, con una ‘incapacidad anormal para la atención sostenida, provocando fracaso escolar, aun en ausencia de retardo intelectual’ (Still citado en Mayes, Rafalovich, 2007, p.437; énfasis en el original).
En los restantes 23 casos, halló correlación con retraso intelectual. Además de la incapacidad para mantenerse sentado, también refiere: “robos, mentiras, violencia y chicanería sexual… severa ausencia de reserva signada por autogratificación persistente, desvergüenza, falta de modestia y apasionamiento” (Lakoff, 2000, p.149).
Still entendió que la capacidad para mantener la atención era un factor del “control moral del comportamiento”, defectuoso en esos niños, y relativamente crónico en la mayoría de los casos. Entendía que en ocasiones el individuo podía adquirir este defecto secundariamente de una infección cerebral aguda, con posibilidad de remisión una vez recuperado. Basándose en la observación de pacientes, postuló que algunos niños con dificultades para controlar su comportamiento podían padecer un daño cerebral orgánico, responsable de lesionar su desarrollo moral.
El control moral del comportamiento consistía, para Still, en “el control de la acción, de acuerdo a la idea del bien común” (Barkley, 2006, p.4). Involucraba la capacidad de entender las consecuencias de las propias acciones en el tiempo y retener información acerca de uno mismo y las propias acciones, junto con información acerca del contexto.
Este defecto se manifestaba en nueve cualidades morales, entre ellas: emotividad excesiva, rencor y crueldad, no ajuste a leyes y reglas, deshonestidad, mentiras, malicia, destructividad, desvergüenza e inmodestia, celos y ferocidad (Nefsky, 2004).
El intelecto estaba involucrado, porque formaba parte de la conciencia moral, al igual que la voluntad. Se creía que tanto la inhibición de la voluntad como la regulación moral del comportamiento se desarrollaban gradualmente en los niños. De manera que los más pequeños tenían menos capacidad para resistir los estímulos para actuar impulsivamente.
A tono con explicaciones de la normalidad vinculadas con la media estadística, el diagnóstico de un niño con un defecto en la inhibición volitiva y el control moral requería compararlo con niños ‘normales’ de la misma edad.
La inhibición y el control moral variaban – aun a una misma edad – por factores ambientales, y diferencias innatas en las capacidades. Still formaliza estas consideraciones en un modelo explicativo, en el cual el control moral es función de defectos de tres tipos: en la relación cognitiva con el ambiente, en la conciencia moral y en la voluntad inhibitoria (Barkley, 2006). El tratamiento se basaba en modificaciones del ambiente, suministro de medicación y segregación en espacios educativos especiales.
La edad de aparición del desorden fue en la mayoría de los casos, anterior a los 8 años. Se verificó una alta incidencia de anomalías en la apariencia física, o estigmas de degeneración (cabeza grande, malformación palatina o doblez epicantal). También se documentó propensión a heridas accidentales. Para Still, estos niños amenazaban la seguridad de los otros niños con su comportamiento violento y agresivo. Entre sus familiares biológicos eran más comunes el alcoholismo, la criminalidad, los desórdenes afectivos (depresión y suicidio), pero también se registraban casos de niños de familias con una crianza aparentemente adecuada.
Still detectó un historial de daño cerebral significativo y/o convulsiones sólo en algunos niños. Conjeturó que el déficit en la voluntad de inhibición, el control moral y la atención sostenida guardaban relación de causalidad entre sí y con una misma deficiencia neurológica subyacente. Pero respecto de la etiología de la lesión, no identificó una única línea causal, postulando que la predisposición biológica para el comportamiento era hereditaria en algunos niños, y resultante de lesiones pre o post natales en otros.
El control moral defectuoso quedaba así vinculado a una cuestión de grado. Un evento biológico podía provocar el defecto, si éste se producía en forma leve. Pero si era más severo podía causar daño cerebral más significativo, manifestándose en modificaciones neuronales y retraso.
El defecto del control moral elaborado por Still debe entenderse en línea con la eugenesia y la higiene moral, popularizadas en la época por trabajos como el de Lombroso (Comstock, 2011; Ferla, 2005). Los pensamientos higienista y eugenésico enlazaron las conductas y el desvío moral, con el discurso médico. Y Still, subsidiario de ese pensamiento, enlaza en una misma ecuación lo moral, con lo conductual y lo neurológico. Lo hace además con parámetros e instrumentos de la ciencia médica: observa pacientes, ubica variables e hipotetiza relaciones entre ellas, calcula proporciones para presentar resultados, concibe modelos explicativos etc.
Sin embargo, la relación entre atención, voluntad y comportamiento moral se fue disolviendo como problema, con el declive de la ciencia social evolucionista iniciado en las primeras décadas del siglo XX. La noción misma de voluntad perdió estatuto como categoría estructurante en la investigación psicológica hasta los años 1970, cuando fue retomada, en parte, en la formulación del TDA/H (Lakoff, 2000).
Aunque el trabajo de Still no halló acogida médica sustancial en su momento, puede pensarse como una capa en la conformación del TDA/H. Sienta una argumentación que vincula los tres ejes (conductual, neurológico y moral), y que – aunque ponderando de modo diferente cada uno – será retomada en la segunda mitad del siglo XX, en estudios sobre encefalitis, disfunción cerebral mínima y desórdenes médicos similares.
El estudio de Still relaciona el comportamiento transgresor, la fisiología anormal, la degeneración y la noción de criminal nato en pos de proteger a la sociedad de individuos cuyas herencias genéticas amenazaban a la especie (Comstock, 2011). Su énfasis en los factores biológicos y la herencia familiar, expresa las creencias populares en el darwinismo social, utilizadas para explicar las características de las clases trabajadoras urbanas resultantes de la revolución industrial, el fracaso terapéutico y el rol crecientemente custodial de los asilos.
Las ideas del darwinismo social formaban parte del marco teórico de Still, quien registró “estigmas de degeneración”, y sostuvo que el control moral era un rasgo reciente de la evolución humana. Lo poco arraigado de este rasgo redundaba en que podía perderse o dañarse en los casos de desarrollo infantil anormal (Nefsky, 2004). De modo que las deficiencias en el autocontrol se vincularon con un estatuto evolutivo más bajo.
El defecto mórbido en el control moral, sin embargo, gravitó como elemento lateral y que no enlazó de modo convincente, en términos médicos, a la dimensión conductual con la neurológica hasta que la epidemia de encefalitis letárgica evidenció la utilidad de anudar ambas. Este anudamiento aparece como otra capa sustancial. Aunque la moral no es enunciada como categoría en nosologías posteriores (hiperkinesia y disfunción cerebral mínima), sí se mantuvo el enlace entre la condición neurológica y los comportamientos desviados, enlace que forma parte importante de la configuración del cuadro de TDA/H.
Dentro de la esfera médica, la “encefalitis letárgica” también fue vinculada al actual TDA/H. La encefalitis azotó Europa y América del Norte entre 1915 y 1926.
También conocida como ‘enfermedad del sueño’, esta enfermedad alcanzó proporciones epidémicas hacia fines de la I Guerra Mundial … La encefalitis letárgica fue una enfermedad a menudo fatal, caracterizada por extrema pereza, alucinaciones y fiebre, dando lugar en ocasiones a períodos de remisión … frecuentemente de corta vida, y era común que ocurriera una recaída total en la enfermedad (Rafalovich, 2001, p.107; énfasis en el original).
El brote de encefalitis letárgica se asoció a otra enfermedad epidémica de la época: la gripe española, que alcanzó su pico en 1918, muriendo el 3% de la población mundial (Vilensky, Foley, Gilman, 2007; Barry, 2004). Reportes de la década de 1920 señalan que algunos niños, aunque parecían recuperados de la encefalitis letárgica, presentaban secuelas que incluían: “inversiones del sueño, inestabilidad emocional, irritabilidad, obstinación, mentiras, robos, memoria y atención discontinuas, desaliño personal, tics, depresión, pobreza del control motor, e hiperactividad generalizada” (Kessler citado en Rafalovich, 2001, p.108).
Los efectos de la enfermedad importaban un cambio en el carácter y la disposición de los niños que antes de la dolencia estaban socialmente bien ajustados a la escuela, la familia, las amistades etc. Barkley (2006, p.6) lista además: “daño en su atención, la regulación de la actividad, e impulsividad, como así también en otras habilidades cognitivas, incluyendo la memoria; con frecuencia también evidenciaron ser socialmente disruptivos”.
Los cambios en la conducta suscitados por la encefalitis letárgica no se producían en ninguna otra condición neurológica, excepto la lesión cerebral traumática. Esta anormalidad conductual singular reforzó la vinculación de la encefalitis letárgica con la gripe. Más importante a los fines de este estudio es una hipótesis que barajaban los investigadores: que estos problemas para el control de los impulsos se vinculaban con lesiones encefálicas en la región del cerebro que gobernaba la volición.
La diferencia de la encefalitis letárgica respecto de la idiocia e imbecilidad radica en que su definición involucra procesos orgánicos para explicar la desviación infantil, proveyendo un diagnóstico de los síntomas, frente a los que la imbecilidad exhibía escasa utilidad. Por eso recuperar la discusión acerca de la encefalitis letárgica es significativo para comprender cómo el TDA/H cristalizó luego en una nomenclatura de contenido neuropsicológico.
Respecto de la encefalitis letárgica, se ha subrayado que el tratamiento con programas de modificación de la conducta reportaba éxitos significativos (Barkley, 2006).
La discusión sobre la encefalitis letárgica conecta en términos médicos el comportamiento infantil disruptivo con impulsos neurológicos, a partir de las secuelas de una enfermedad orgánica específica. En la ecuación triangulan los mismos ejes (conductual, neurológico y moral), pero la moral ya no es enunciada como categoría de índole médica. A pesar del abandono de esta noción como elemento explicativo, sí se mantuvo el enlace argumentativo entre la condición neurológica y los comportamientos desviados, enlace que hoy forma parte importante del cuadro de TDA/H.
Como señalaba, en el TDA/H confluyen dos dimensiones discursivas: conductual y neurológica. En la primera predominan enunciados descriptivos de conductas de quienes son diagnosticados. En la segunda se ofrecen explicaciones etiológicas, vinculadas mayormente al funcionamiento cerebral. Estas dos dimensiones, que tematizaron históricamente la infancia anormal, circulan en la conceptualización del TDA/H como trastorno de la conducta, con especificidades a las que vale atender.
El TDA/H y la dimensión descriptiva: el desorden y el desvío en las conductas
El nivel descriptivo se relaciona con los criterios de identificación del trastorno, establecidos en el DSM-IV-TR (APA, 2000) en vigencia al momento de realizar la investigación. Dichos criterios están enfocados en la ocurrencia, o no, de una serie de conductas que concurren en un entramado sintomático. También se utilizan instrumentos psicométricos, entre ellos el cuestionario de Conners – la escala más empleada – y el cuestionario de Swanson, Nolan y Pelham para padres y maestros (SNAP-IV). Ambos puntúan síntomas de cero a tres y reproducen los criterios del DSM. Se añade el ACTeRS (ADD-H Comprehensive Teacher’s Rating Scale) con una escala de cinco puntos, entre “casi siempre” y “casi nunca”.
En distintas fuentes actuales sobre el TDA/H está presente la idea de “falla”, donde lo descriptivo se manifiesta bajo dos modalidades: como “desorden” de las conductas, y como “desvío” o distancia de las conductas respecto de la media. En la primera modalidad, se atiende al modo en que se efectúan las acciones, al “cómo” (desordenadamente); en la segunda, a “cuánto” se separan o desvían estas actividades (o la ausencia de ellas) de lo considerado normal.
De acuerdo a la primera acepción, el desorden se advierte en aquellas conductas llevadas a cabo de una manera diferente a lo que se espera para un nivel de desarrollo normal, sin entrar en consideración el sentido de ese desorden; es decir, los desvíos respecto de la media. Esto se expresa como una ausencia o dificultad para ordenarse: física, emocional, cultural y socialmente. La falla como desorden aparece en nociones como “distracción”, “trastornos del sueño y del aprendizaje”, “disgrafía”, “disforia”, “desobediencia”, “dislexia o disociación” (Nani, 2010). Del DSM-IV-TR se suman, entre otras, “descuido de las tareas escolares/diarias”, “tener la mente en otro lugar”, “dificultades para jugar o dedicarse tranquilamente a actividades de ocio”, “dificultad para esperar un turno” (APA, 2000, p.85). El SNAP-IV incluye “no presta atención a los detalles/comete errores por descuido en su trabajo escolar”, “se distrae por motivos ajenos a su tarea”, y “tiene dificultad en mantenerse atento para escuchar preguntas o recibir instrucciones”.
La segunda acepción de la falla introduce la noción de desvío, de distancia respecto de la media. Puede presentarse como exceso, exageración, desproporción o desmesura en las conductas; o como falta, insuficiencia, déficit o ausencia en las mismas. Se incluyen nociones como: “hiperactividad sensorial, motora y verbal”, “baja tolerancia a la frustración”, “deficiente autoestima”, “memoria deficiente” (Nani, 2010). En el DSM-IV-TR figuran “incapacidad para completar tareas”, “escaso sentimiento de responsabilidad”, “hablan en exceso y producen demasiado ruido durante actividades tranquilas”, “actividad motora excesiva” (APA, 2000, p.86). En distintas versiones del cuestionario de Conners: “llora demasiado/fácilmente”, “pelea constantemente”. Y en SNAP-IV: “es muy olvidadizo en sus actividades diarias”, “habla en forma excesiva”. La cuestión de grado se expuso también en las entrevistas realizadas durante la investigación:
Hay tres criterios: cuando yo te digo que es frecuentemente olvidadizo, que va a jugar al tenis y se olvida la raqueta, o que pierde la mochila, o esas cosas así que uno ve que muy muy frecuentemente en los cuadernos empiezan a copiar acá, pasan cuatro hojas y siguen copiando, o suma mal porque copió mal el número. Después está la característica de la hiperactividad, cuando vos ves que corre y trepa todo el tiempo, cuando está siempre listo para salir, cuando habla excesivamente, cuando no puede quedarse quieto mirando la televisión, cuando la maestra te dice que constantemente se levanta del asiento, cuando está constantemente agitando manos o pies. Y la otra es la impulsividad, cuando contesta antes que vos le preguntes, cuando interrumpe, cuando no puede esperar su turno, cuando... ese es el paciente ADD, cuando cumple esos criterios (neuróloga infantil).
En la formulación del TDA/H se identifica el sentido del desvío, de la falla. Se establece, a partir de las conductas observables, si se trata de un exceso o de una falta en el comportamiento del niño. Sin embargo, está ausente un instrumento que cuantifique más precisamente el comportamiento, los motivos o efectos de éste y sus distancias respecto de la media.
Esto resulta significativo en el material expuesto, que atiende a numerosas cuestiones de grado en las conductas que contribuyen al diagnóstico, pero que resultan inconmensurables. Aunque existen y están disponibles instrumentos de medición que retoman los ejes señalados en el DSM, en la conceptualización del TDA/H, la normalidad se concibe más ampliamente, en relación con la noción de “trastorno mental”. Esta noción no es depositaria de una definición operativa (APA, 2000). Sin embargo, esto no ha constreñido la circulación y extensión de diversas categorías psiquiátricas en ella sustentadas, entre ellas el TDA/H (Bianchi, 2012). El desplazamiento de las escalas, de funciones de screening a diagnósticas, aparece como uno de los elementos responsables de la extensión del diagnóstico.
“Y ahí es donde yo creo que se arma el problema. Donde vos reducís lo que es la evaluación psicológica a aplicar este cuestionario. Por ejemplo el SNAP. Entonces si para uno, hacer una evaluación psicológica es tomar esto y sacar un puntaje… estamos al horno” (psicóloga).
A diferencia de lo planteado en la entrevista, considero que en lugar de pensar este desplazamiento como una desnaturalización o un abuso de las funciones de las escalas, resulta más fructífero considerar que es en el marco de la fragilidad epistemológica que presenta el concepto de “trastorno” y el TDA/H, en particular, donde reside una de las condiciones para su difusión y extensión.
Caponi (2009) analizó el diagnóstico de depresión como epistemológicamente frágil, rastreando características valiosas para reflexionar acerca de la formulación del TDA/H: alta correlación sintomática con otras entidades patológicas, ambigüedad clasificatoria, capacidad predictiva limitada, escasa vinculación con el ambiente, definición de la frecuencia de los comportamientos a evaluar como “normal” o “patológica” a partir de lo socialmente deseable, e identificación de conductas de riesgo.
El diagnóstico de TDA/H no se agota en estos aspectos conductuales. Se identifican también cuestiones anudadas a los instrumentos de medición y al manual DSM.
Bueno, el diagnóstico del ADD es un diagnóstico clínico, no existe un estudio complementario, de imágenes, no existe un estudio neurológico, no hay un dosaje, no hay nada que te certifique ese diagnóstico (psicólogo).
Es que el diagnóstico es clínico, por más que pongan las escalas el diagnóstico va a seguir siendo clínico (psiquiatra).
Estos elementos introducen otra dimensión discursiva: la neurológica.
La dimensión neurológica: etiología y terapéutica farmacológica
Hasta aquí mencioné cómo la noción de falla aparece en algunos discursos desde una dimensión descriptiva, centrada en las conductas observables. Presenté un entramado enunciativo en el que confluyen instrumentos de medición, manuales y conceptos. Siguiendo estos materiales, la legitimación epistemológica de la clasificación de TDA/H se sustenta en el establecimiento de correlaciones, y la diferenciación de lo normal y lo patológico en función de la frecuencia de comportamientos (Rose, 1998a).
Pero la formulación del TDA/H se amplía, con la explicación de la etiología del cuadro, la identificación de las causas biológicas, y la formulación de estrategias terapéuticas. De allí que un segundo nivel discursivo es el neurológico,donde se explica la etiología por la localización de las causas de los síntomas en el cuerpo, específicamente en el cerebro.
La causa [del TDA/H] no se sabe, uno sospecha que puede ser una alteración a nivel de los neurotransmisores en las áreas cerebrales, en las cuales están representado la atención, el lóbulo frontal, pero no hay una causa que uno diga ‘es esta la causa’. Se sospecha que es un déficit a nivel de los neurotransmisores y tiene causas orgánicas y las causas externas que influyen más o menos evidentes en el trastorno (psicólogo).
No, la etiología del TDA/H es biológica. Es decir, esto… no hay duda… lo otro son confusiones (psiquiatra infantil especialista en neurociencias).
En esta etiología coexisten dos elementos en apariencia incompatibles: la localización del “trastorno” en el cuerpo, con la ausencia de un marcador biológico. La cadena enunciativa sutura esta incompatibilidad con la noción de “disfunción cerebral mínima”, y resitúa el énfasis de la explicación en la esfera clínica. El reposicionamiento explicativo en la esfera clínica retoma el acento en los síntomas, pudiendo ahora sí ser tratados con terapéutica farmacológica. Finalmente, en el último eslabón argumentativo, el fármaco anuda ambos niveles (descriptivo y neurológico). Amplío a continuación estas consideraciones.
Marcadores biológicos y mirada clínica
La falla, hasta aquí asociada a las conductas, tiene en el nivel etiológico un correlato cerebral. Distintas fuentes coinciden en señalar que el TDA/H tiene una causa biológica, siendo un trastorno poligénico; que es imposible afirmar qué estructuras nerviosas están implicadas; que el cuadro involucra aspectos funcionales, no lesionales (de allí la noción de “disfunción cerebral”); que la medicación es un eje del tratamiento; que existe una alteración, un déficit de los neurotransmisores de las áreas cerebrales y perturbaciones metabólicas en la síntesis de neurotransmisores; y que no existen pruebas de laboratorio para efectuar el diagnóstico.
La etiología del TDA/H localiza el trastorno en el cuerpo, en el cerebro. Sin embargo, y al igual que en el caso de la depresión, está ausente un marcador biológico – microorganismos, parásitos, tejidos celulares etc. – que explique las causas de los síntomas. Del DSM-IV-TR: “no hay pruebas de laboratorio establecidas como diagnósticas en la evaluación del trastorno … todavía no está definido qué déficit cognoscitivo fundamental es responsable de este fenómeno” (APA, 2000, p.88-9).
Este es otro aspecto que genera controversias entre los discursos que tematizan hoy al TDA/H. De las fuentes:
Los cuadros que podrían realmente aceptarse como auténticos ADD/H, si es que tal cosa realmente existe, son pocos. No tienen un ‘marcador biológico’, ni un origen genético o de laboratorio que los identifique específicamente (Benasayag, 2007, p.23).
El problema de esta enfermedad es que no hay un marcador biológico. Si bien es biológica la cuestión, no hay un estudio que determine – como en un diabético por ejemplo se hace una glucemia – no hay manera de arribar al diagnóstico con ningún estudio complementario. Los estudios que se hacen son para descartar otras entidades, o sea el diagnóstico diferencial, o bien para el seguimiento en el tratamiento cuando uno usa medicación y demás, pero en general el diagnóstico es clínico, y clínico no médico, sino a través del interrogatorio, a través de las consultas con las maestras (psiquiatra).
Las posturas expresadas coinciden en reconocer la ausencia de marcadores biológicos. Para algunos esta ausencia es indicador de la inexistencia del cuadro mismo de TDA/H, mientras que para otros la referencia a estudios de laboratorio cumple un papel relevante, pudiendo resituar el acto diagnóstico en la esfera clínica.
El diagnóstico es clínico. Yo siempre digo que el ADHD es casi como un diagnóstico de descarte. Si no tiene un trastorno de aprendizaje, si no tiene problemas de ansiedad, si no tiene un trastorno afectivo de tipo bipolar o depresión, si no tiene un trastorno psicótico, si no tiene un montón de cosas, entonces tiene un ADHD. No hay ningún estudio, no hay ningún electro que diga ‘estas imágenes son de un ADHD’ (psiquiatra).
Continuando por esta línea discursiva, el encadenamiento enunciativo se inicia en torno a la ausencia de un marcador biológico que dé cuenta de las causas de los síntomas. Y se continúa con el recurso al diagnóstico clínico.
Foucault (2003, p.140) analizó la clínica, como esfera en la cual la descripción es un correlato inmediato, absoluto del ser. En el TDA/H, este correlato opera como una articulación entre tres elementos: mirada clínica, descripción exhaustiva, y esencia patológica. En este entramado, y al igual que en la dimensión conductual, la objetividad se configura de acuerdo a una estructura con la cual el ser todo, completo, puede equipararse a lo que se manifiesta, a lo observable, “donde lo percibido y lo perceptible pueden ser íntegramente restituidos en un lenguaje cuya forma rigurosa enuncia su origen”.
Volviendo al TDA/H, que el diagnóstico sea clínico – y se enfoque en los síntomas – aunque la etiología sea considerada (desde los documentos seleccionados) como neurológica, puede entenderse como otra fragilidad epistemológica de nociones como depresión o TDA/H. De hecho, Caponi (2009, p.334) entiende que el marcador biológico como “testigo confiable, está ausente en las enfermedades psiquiátricas en general y en la depresión en particular, por esa razón, es necesario crear estrategias explicativas diferentes de aquellas que caracterizan a los estudios etiológicos clásicos”. Esto la conduce a considerar que para la depresión la estructura explicativa se encuentra invertida.
Este análisis no es extrapolable al TDA/H. Aquí resulta más interesante acentuar el aspecto “práctico” de esta duplicidad. Este anudamiento discursivo – entre ausencia de marcador biológico y acento del diagnóstico en la clínica – se presenta como una formulación que guía la práctica profesional. La idoneidad del profesional y la mirada clínica se presentan como fundamentales. “El diagnóstico es eminentemente clínico ya que no existen estudios de laboratorio apropiados y requiere de un profesional idóneo que sepa hacer las preguntas pertinentes de manera de poder obtener información relevante” (Michaine, 2000, p.8).
Entender la explicación del TDA/H como una mera inversión supondría ubicarla en relación a otros esquemas etiológicos de enfermedades, en comparación con los cuales se hacen evidentes las fragilidades, inconsistencias etc. Pero el TDA/H no está formulado como una enfermedad sino como un “trastorno”. Presenta una estructura explicativa propia que, allí donde – también – pueden ubicarse fragilidades epistemológicas, encuentra su especificidad y, en ella, las condiciones de posibilidad para su extensión y eficacia. La persistencia de la noción “disfunción cerebral mínima” expresa esta especificidad epistemológica.
Si bien los discursos investigados difieren en el énfasis en este punto, casi todos asocian la llamada “lesión” o “disfunción cerebral mínima” a la etiología del TDA/H. Esta asociación, no obstante, adopta variadas formas en los distintos documentos. En algunos de ellos, la disfunción cerebral mínima se presenta como una denominación diferente y anterior al cuadro de TDA/H. En otros, se equiparan disfunción cerebral mínima y TDA/H. Otros documentos ubican al TDA/H como un afinamiento conceptual respecto de la disfunción cerebral mínima. Finalmente, en algunos documentos pueden rastrearse enunciados enfocados en la laxitud e insustancialidad de la noción a efectos de realizar un diagnóstico.
Cuando el ADD no era aún lo que ‘es’, fue muchos otros nombres. Uno de los primeros, descartados luego por inconsistente, fue ‘Disfunción Cerebral Mínima’. De ese cuadro se decía, con bastante humor y jugando con sus iniciales, algo que se puede decir hoy del ADD. Que en lugar de DCM era CDM, es decir Confusión Diagnóstica Máxima (Vasen, 2011, p.60; énfasis en el original).
Estos matices discursivos ameritan algunos comentarios. En primer lugar, la disfunción cerebral mínima, que como capa discursiva resulta cronológicamente anterior al TDA/H, se presenta en los discursos como una línea relevante, tanto para referenciar como para trazar líneas actuales de trabajo clínico.
Strother (1973) identificó dos fuentes de procedencia del concepto de disfunción cerebral mínima. La primera provino del estudio de la afasia, en la década de 1920. La segunda y posterior procedió del estudio de lesiones cerebrales comprobables en niños. En 1962, en una conferencia sobre los problemas de definición y diagnóstico infantil, el Oxford International Study Group of Child Neurology concluyó que el término “lesión cerebral mínima” (Strother, 1973, p.10) debía descartarse y reemplazarse por el de “disfunción cerebral mínima” sobre la base del consenso acerca de que la lesión cerebral nunca puede ser inferida solamente de los signos conductuales.
En segundo lugar, la fundamentación de la etiología tiene una jerarquización diferente en los diferentes documentos. En algunos, el acento está puesto en la ausencia de una estructuración etiológica coherente. En otros, el establecimiento de una etiología sustentable de modo unívoco resulta secundario, quedando el foco puesto en las posibilidades efectivas de indicar un tratamiento. Un tratamiento en el cual el fármaco se articula de un modo particular.
La indicación de psicoestimulantes constituye una aguda controversia en torno al problema del TDA/H. El fármaco en debate es el metilfenidato (Ritalina), psicotrópico de efecto estimulante, por el efecto paradojal que ocasionaría su administración. La articulación discursiva entre el uso de metilfenidato y el efecto paradojal se presenta en los documentos bajo dos variantes. La primera se asienta en que la acción paradojal es propia de la administración del metilfenidato. De manera que todo aquel a quien se administre la droga, reaccionará paradojalmente; es decir: ingiriendo un estimulante, en lugar de estimularse, se sedará.
El efecto paradojal es que un psico-estimulante te serene. Ese es el efecto paradojal. Pero ojo, porque eso no es verdad. Además que es una barbaridad, no es cierto, porque cualquier persona es sensible a esta droga. Si vos y yo tomamos Ritalina, también estamos más atentos ¿Entendés? A cualquiera le sube el nivel de alerta, la arousal (psicoanalista infantil).
La segunda apunta a que los cerebros de niños diagnosticados por TDA/H son diferentes, y por eso reaccionan paradojalmente al metilfenidato, sedándose en lugar de estimularse. A pesar de lo expuesto en el DSM-IV-TR – en relación a la imposibilidad de establecer pruebas de laboratorio que fundamenten el diagnóstico de TDA/H –, algunas perspectivas sostienen que el cerebro de niños con TDA/H reacciona paradojalmente a la administración del metilfenidato. Es decir, que ante la administración del psicotrópico, los pacientes que ya han sido diagnosticados como TDA/H – ya que es como resultado de un diagnóstico que se les indica el medicamento – no manifiestan mayor estimulación, sino mayor control de la hiperactividad, reducción de la impulsividad y focalización de la atención.
El metilfenidato potencia la acción de la dopamina, inhibiendo su recaptación a nivel presináptico, lo cual produce activación del lóbulo frontal (región prefrontal). Esta activación no tiene un efecto sedante sino normalizador sobre la conducta … Numerosos trabajos demuestran que reduce la agresividad tanto física como verbal, mejora las relaciones interpersonales y disminuye la desobediencia (Bernaldo de Quirós, Joselevich, 2005, p.36-37).
Esta reacción paradojal robustece y corrobora el diagnóstico de TDA/H, realizado con prescindencia de pruebas de laboratorio que ofrezcan respuestas concluyentes. También en este caso, la argumentación integra bloques enunciativos desarticulados. La acción paradojal del metilfenidato conecta el diagnóstico con el tratamiento farmacológico, que suma otro eslabón a la cadena enunciativa.
Muchas veces la ‘gente no médica’ cree que las medicaciones que uno toma son etiológicas. Muchas veces en medicina tomamos medicaciones que son sintomáticas y hay que tomarlas. Porque este es otro de los argumentos, ‘es una medicación sintomática’, ¡pero si estamos cansados de tomar medicaciones sintomáticas cuando estamos enfermos! (psiquiatra).
Marcaba también que el camino enunciativo se reposiciona en la esfera clínica, y que la disfunción cerebral mínima constituía un eslabón en ese encadenamiento. De nuevo en la esfera clínica, el metilfenidato (con su acción paradojal) apuntala el origen biológico del trastorno, al que precede como factor explicativo. La respuesta favorable al uso de medicamento opera en este enlace retroactivamente, como corroboración del diagnóstico.
En el TDA/H una red explicativa concatena los distintos elementos, pero el encadenamiento se logra recorriendo toda esa serie hasta el final, y enlazando luego, a posteriori, el tratamiento al diagnóstico. En este movimiento recursivo, “las alteraciones biológicas pueden inferirse a partir de la observación de los efectos [del fármaco]” (Caponi, 2009, p.336). Desde este funcionamiento argumental, aquellos que recibiendo medicación estimulante en lugar de incrementar su actividad motora, la disminuyen y encauzan, ejemplifican y verifican la existencia de una falla neuronal que no detectan las pruebas de laboratorio.
En este punto, surge una diferencia con la depresión y la relación que esta categoría guarda con el fármaco. Señala Caponi que en este caso, con los avances en la elaboración de nuevos antidepresivos, circulan con independencia de la insuficiencia de fundamentos acerca de la localización cerebral de la depresión. No se requiere un pronunciamiento etiológico incontrastable para desplegar una creciente inversión en estos psicofármacos, ni para formular nuevas entidades diagnósticas asociadas (depresión con ansiedad, con hiperactividad etc.). Para el caso del TDA/H, el vínculo entre fármaco y modelo explicativo es diferente. Si bien se han incorporado nuevos fármacos (como la atomoxetina), las investigaciones no tienen la escala de los estudios sobre ISRS (Inhibidores Selectivos de la Recaptación de Serotonina). Sí se produjeron modificaciones en la tecnología del fármaco principal, el metilfenidato, disponiéndose actualmente de presentaciones de liberación prolongada, Oros (Osmotic Release Oral System), y parches transdérmicos. Pero, a diferencia de la depresión, los cambios en los criterios de clasificación no están guiados por la disponibilidad de nuevos fármacos (Bianchi, 2013).
Esto da la pauta que la enunciación y circulación de estas nosologías responden a bloques discursivos que no están integrados bajo una lógica única. Antes bien, son unidades de sentido, lógicas explicativas que funcionan con autonomía relativa y con funciones acotadas, aunque terminen decantando en una formulación nosológica específica.
También en este punto, para realizar las críticas a la fundamentación discursiva del TDA/H, antes que entender la estructura enunciativa como una inversión epistemológica del modelo de la enfermedad, vale concebirla como una estructuración específica, ya que el uso del fármaco está integrado en la órbita de lo sintomático. No se espera que su uso resulte en la curación del trastorno. La medicación y su utilización para el TDA/H no quedan por fuera de la lógica del acento en las conductas; tienen un objetivo orientado al apaciguamiento de síntomas.
El último elemento a considerar es el fármaco y su uso sintomático. El fármaco dota de consistencia la trama argumentativa y articula los dos niveles de análisis. Esto es posible porque la administración de medicación se orienta al alivio sintomático. Y, dado que los síntomas consisten en conductas observables, el objetivo apunta a la modulación de dichas conductas.
Bueno, yo no te podría decir en qué cosas, pero te das cuenta claramente cuándo un chico necesita ser medicado. Digamos, uno se da cuenta. Mi criterio personal y profesional, mi manera de ir viendo qué se medica, qué médico y cuándo médico tiene que ver cuánto de disfuncional para la vida en general, se le hace a cada chico, y para cada familia (psiquiatra infantil).
[antes de la medicación] pensaban que era un problema de conducta porque el chico era un maleducado, y de golpe, era algo que no podía controlar. Con la medicación se mantiene más controlable y mejora todo, sobre todo mejora la relación (neuróloga infantil).
De los documentos emerge que los motivos para el tratamiento medicamentoso incluyen: el carácter instrumental del fármaco; la administración guiada por el grado de disfuncionalidad en la vida del niño y su familia; y que la medicación hace más controlable al niño y mejora su relación con los demás. Así, el fármaco tiene una administración modulada; que se efectúa de acuerdo a la funcionalidad o disfuncionalidad que exhiba el paciente.
TDA/H y modalidades de normalización
Siguiendo lo expuesto, es posible reflexionar acerca de diferentes formas de normalización verificables en la conceptualización del TDA/H, que se presentan como modalidades yuxtapuestas. Sin considerarlo un esquema cerrado, en el nivel descriptivo los rasgos de la normalización responden a un esquema disciplinario, y en el nivel neurológico, se verifican algunos elementos de un esquema de seguridad (Foucault, 2006).
La modalidad descriptiva puede asociarse a formas disciplinarias de normalización, por el uso de instrumentos de medición auxiliando el diagnóstico, la calificación de las conductas observables de los niños, por referencia al resto de los niños de la clase, o a otros niños de la misma edad, conectan con modos de normalización disciplinarios.
El requerimiento de la mirada y evaluación del docente es consonante con una lógica clasificatoria disciplinaria, en la que el punto de partida es una norma que ordena las posibilidades para todos los casos, y en relación a esa distribución ordenada se efectúan las imputaciones de normalidad y anormalidad. La cuantificación de las conductas observables en torno a una norma se verifica en las numerosas cuestiones de grado sobre las que se efectúan los diagnósticos.
Sin embargo, estas cuestiones de grado no son mensurables. Abonan a esta circunstancia las características mismas de la noción de trastorno mental. Es por ello que la cuestión de grado inconmensurable habilita a pensar a la normalización no solamente como una recta, un desorden o un desvío en torno a una media, sino inserta también en una lógica de modulación que es propia de los mecanismos de seguridad. Dicha modulación se hace presente, por ejemplo, en la administración del fármaco, cuya pertinencia está asociada en algunos discursos a la funcionalidad o disfuncionalidad que presenta el niño en su vida cotidiana. El vínculo con formas de normalización no disciplinarias puede trazarse porque la norma a alcanzar se deduce de un juego de distribuciones diferenciales, no de un patrón único ni previo de normalidad.
El parámetro de normalidad se establece y modula en relación a las posibilidades efectivas (de normalización) que se derivan de atributos particulares del niño, su familia y su escuela. De acuerdo a estas características concretas se evalúa la administración del fármaco, asumiendo que los parámetros contra los que va a normalizar responden a esa distribución puntual de factores.
La configuración del TDA/H, entonces, tiene la forma de una compleja estructura de soportes y contenciones, relevos e instrumentos, correas de transmisión y brazos ejecutores, que no apuntan ya al adiestramiento del individuo para hacer efectiva su docilidad y utilidad, sino que buscan modular las conductas disruptivas, en un proceso que no requiere la sustracción de los niños de los circuitos de circulación, ni el encierro en una institución especializada. Es posible ubicar una voluntad reencauzadora, pero no se trata de una normalización exclusivamente disciplinaria, ni que apele al secuestro y al encierro. Antes bien, puede denominárselo como un “reencauzamiento modulado”. Un componente privilegiado en este entramado es el fármaco, que opera como elemento dilecto para la modulación de las conductas. El fármaco aparece con funciones que – lejos de aplicarlo como receta unitaria, que homogeneíce todos los casos – varían y se modifican de acuerdo a las necesidades de regulación que el medio familiar y escolar imponen.
Consideraciones finales
En la concatenación enunciativa sobre el TDA/H se destacan imputaciones de inconsistencia, ambigüedad e indefinición. Estas características, que en las controversias son señaladas negativamente, suponen la apertura a posibilidades diagnósticas y terapéuticas para las que los modelos de explicaciones etiológicas clásicos se encuentran limitados. Por ello sostengo que la fragilidad epistemológica, antes que una debilidad, es una construcción de gran eficacia para la circulación y extensión de la categoría, un aspecto que las posturas críticas tienden a soslayar, y que considero de sumo interés para analizar en dicha clave.
Otro aspecto se vincula con los modos en que se formula la noción de “falla” en el TDA/H. Como mencioné, el diagnóstico se orienta hacia lo sintomatológico, hacia el conjunto de síntomas y conductas que son entendidas como expresión clínica de un problema de anormalidad neurológica. A partir de la falla, las dos dimensiones – conductual y neurológica – se articulan conceptualmente. Pero la falla no cumple un rol exclusivamente conceptual; tiene además una circulación operativa en la práctica.
El instrumento que torna operativo el concepto de falla es el psicofármaco. Este cumple el papel de enlace práctico de las dos dimensiones. De los documentos analizados, surge que la terapéutica psicofarmacológica del TDA/H aparece como un instrumento modulador de conductas. Y las conductas que ameritan el uso del fármaco son aquellas en las que el niño disfunciona. La falla como disfuncionalidad de las conductas tiene, entonces, una dimensión relacional, que los vincula con los otros, consigo mismos y con sus propios cerebros. Esta disfuncionalidad es la que debe ser normalizada. Y las formas que asume esta normalización tributan elementos tanto de la lógica disciplinaria, como de seguridad.
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Sir George Frederic Still (Higbury, Londres, 1868-1941) considerado el padre de la pediatría británica, desarrolló investigaciones en enfermedades infantiles y escribió numerosos textos médicos. El más conocido describe las formas de enfermedad infantil crónica en las articulaciones, denominada enfermedad de Still. Primer profesor de pediatría en el Hospital del King’s College, en 1906. En 1933, presidió el primer congreso internacional de pediatría (Lange et al., 2010).
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