Open-access Ecos de una imagen itinerante a ambos lados del Atlántico: la Virgen Peregrina de Quito y su recorrido material e inmaterial a lo largo del siglo XVIII1

Echoes of an Itinerant Image on Both Sides of the Atlantic: The “Pilgrim of Quito” and Her Material and Immaterial Journey throughout the Eighteenth Century

RESUMEN

En el curso del siglo XVIII, los frailes del convento mercedario de Quito organizaron una serie de cuestaciones a lo largo de todo el continente americano y parte de Europa, valiéndose para esto de una imagen milagrosa de la Virgen de la Merced, que pronto llegaría a ser conocida como la “Peregrina de Quito”. Como resultado de estos viajes, la advocación quiteña alcanzó una amplia difusión en territorios muy diversos y distantes entre sí, materializándose su culto en un vasto conjunto de novenas, medallas, estampas y otros objetos devocionales. El objetivo de este trabajo consiste en analizar el recorrido material y simbólico de esta imagen en sus múltiples desplazamientos por tierras americanas y europeas, así como los mecanismos de difusión y consolidación de esta devoción a lo largo de todo su peregrinaje.

Palabras clave: Virgen Peregrina de Quito; devoción mariana; religiosidad; circulación de imágenes; América colonial

ABSTRACT

In the course of the 18th century, the friars of the Mercedarian convent of Quito collected alms throughout the entire American continent and part of Europe, using a miraculous image of the Virgin of Mercy, who would soon become known as the “Pilgrim of Quito”. As a result of these trips, the image reached a wide diffusion in very different and distant territories, materializing its cult in a vast set of prints, medals, engravings and other devotional objects. In this context, the purpose of this article is to analyze the material and symbolic route of this image in its multiple movements throughout the American and European continent, as well as the mechanisms of diffusion and consolidation of this devotion in the course of its pilgrimage.

Keywords: Pilgrim of Quito; Marian devotion; Religiosity; Circulation of images; Colonial Latin America

INTRODUCCIÓN

El 10 de octubre de 1808, Antonio Castañeda redactó su última voluntad en su casa de la calle de Liniers, en el barrio de las Catalinas de la ciudad de Buenos Aires (Autos que sigue Da. Josefa Castañeda…, 1768). Este testamento, inusualmente detallado y minucioso, daba cuenta de un peregrinaje no menos singular. Castañeda había nacido en Real del Monte, un pueblo minero situado a una legua de distancia de la ciudad de Pachuca y a diecinueve leguas de México, capital de Nueva España. Con solo dieciocho años, el 13 de noviembre de 1757, había vestido el hábito de la Orden de la Merced para ponerse al servicio de la Virgen Peregrina de Quito, una imagen milagrosa conducida por dos religiosos mercedarios, los frailes Pedro Saldaña y José de Yepes. Las palabras de Castañeda nos ponen tras las huellas de una imagen itinerante que, tras largos recorridos y múltiples reapropiaciones, había dado lugar a una extendida devoción que conectaba puntos tan distantes como México, Quito, Cádiz y Buenos Aires.

La Virgen Peregrina, que solía ser utilizada por los mercedarios quiteños en sus largas cuestaciones, había gozado de una amplia popularidad en el virreinato del Perú durante el primer tercio de la centuria, dando lugar a la publicación de una novena, la elaboración de un nutrido conjunto de representaciones pictóricas e incluso la composición de algunos poemas y piezas musicales. Durante las décadas centrales del siglo XVIII, la efigie llegaría al Caribe y a Nueva España, para luego cruzar el Atlántico en ambas direcciones. Pero estos viajes tampoco estarían exentos de polémicas. Las cuestaciones otorgaban a los limosneros una amplia libertad de movimiento, al tiempo que les proporcionaban una cuantiosa fuente de recursos, de la que solían disponer de forma más bien discrecional (Barral, 1998). En el contexto reformista de la segunda mitad del siglo XVIII, esta relativa autonomía de la “empresa devocional” no haría sino alentar las sospechas y recelos de las autoridades borbónicas.

Ahora bien, el recorrido de la Peregrina, material e inmaterial a la vez, tampoco ha dejado de suscitar el interés de los investigadores. Francisco Montes González (2020) y Suzanne Stratton-Pruitt (2019) han analizado el corpus pictórico producido en torno a esta imagen, así como las fuentes, modelos y readaptaciones que dieron lugar a su particular iconografía. Por otra parte, Daisy Rípodas (2000) ha documentado el arraigo de esta devoción en el puerto de Cádiz durante el último tercio del siglo XVIII. Asimismo, Pedro Rueda Ramírez (2011) ha estudiado las acusaciones de contrabando que debió enfrentar el conductor y capellán de la imagen, Fray José de Yepes, luego de su retorno a tierras americanas. Sin embargo, no contamos hasta el momento con un análisis específico sobre el peregrinaje y circulación de esta imagen, como tampoco del proceso de difusión y consolidación de su culto a lo largo del siglo XVIII.

El objetivo de este trabajo consiste en analizar el recorrido material y simbólico de la Peregrina en sus múltiples desplazamientos, así como los mecanismos de difusión y consolidación del culto empleados por los religiosos mercedarios. En particular, la producción y distribución de estampas, medallas e imágenes de bulto a partir de la figura original - que era a su vez una copia de otra efigie más antigua, supuestamente donada por Carlos V -, pone en evidencia los mecanismos y las estrategias de circulación que acompañaron el recorrido de esta devoción a ambos lados del Atlántico. Estos desplazamientos y desdoblamientos de la efigie, que se reproduce en una pluralidad de imágenes “auténticas” (Moro, 2017), dan cuenta de un mecanismo específico de circulación, mediante el cual la devoción “original” se adapta a cada uno de los escenarios visitados, cargándose de nuevos sentidos y atributos.

INICIOS DE UNA DEVOCIÓN ITINERANTE: LA PEREGRINA DE QUITO Y SUS PRIMEROS VIAJES POR LA AMÉRICA MERIDIONAL

La presencia de la orden mercedaria en el actual territorio ecuatoriano se remonta al momento mismo de la conquista y refundación de la ciudad de Quito, en diciembre de 1534. Apenas unos años más tarde, los mercedarios recibieron del cabildo quiteño un solar y dos fanegas de tierra para edificar su propia iglesia y convento en la traza de la ciudad. Bajo la iniciativa del emperador Carlos V, la monarquía procuró contribuir con las nuevas fundaciones, enviando alhajas, campanas y otros ornamentos a las flamantes casas religiosas. Según diversos testimonios, los mercedarios quiteños habrían sido beneficiados por el monarca con el envío de varias imágenes y objetos de culto, entre los que se encontraría una réplica exacta de la Mare Déu de la Mercè, una santa efigie venerada en la ciudad de Barcelona desde el siglo XIII (Navarro, 2006, p. 62).

La llegada de esta imagen habría concitado una recepción particularmente fervorosa entre los fieles. Colocada en un primer momento a las afueras de la ciudad, la Virgen fue conducida luego al templo de la Merced, acompañada por una “espléndida procesión” que contó con la presencia de las principales autoridades eclesiásticas y seculares, así como de todo el vecindario. Fuentes más bien tardías sugieren que desde el preciso momento de su llegada comenzaron a atribuírsele numerosos portentos y milagros2. Estos supuestos prodigios habrían contribuido a la fama de la imagen, de la cual se fueron sacando numerosas copias, esparcidas por los pueblos y comarcas más apartadas (Matovelle, 1910, p. 169).

Diversas inscripciones contenidas en grabados y pinturas del siglo XVIII recogen esta tradición y aluden a la imagen donada por Carlos V como la misma que habría de convertirse mucho tiempo después en Peregrina3. Sin embargo, como señala Stratton-Pruitt (2019), existen buenas razones para creer que se trataba de imágenes diferentes. En contraposición a la efigie medieval, en la cual se basaba la reproducción donada por Carlos V, sabemos que la Peregrina del siglo XVIII era una imagen de vestir articulada, tal como se observa en una copia recientemente adquirida por un museo estadounidense (Imagen 1). En este punto, la alusión a la supuesta antigüedad y origen de la imagen da cuenta de la construcción retroactiva de un discurso legitimador, destinado a dotar de una historia y tradición a la nueva devoción quiteña.

Imagen 1
Anónimo quiteño, Imagen de vestir de la Virgen Peregrina de Quito, siglo XVIII.

En cualquier caso, las referencias a aquella virgen milagrosa se pierden hasta comienzos del siglo XVIII, momento en que reaparece (si es que se trata de la misma imagen), esta vez bajo la forma de una peregrina que recorre los caminos en procura de limosnas para su santuario. En efecto, las primeras menciones a esta devoción se sitúan en torno a los años finales del siglo XVII y los primeros de la centuria subsiguiente. En 1698, la estructura de la iglesia mercedaria se vio conmovida por un sismo de los que periódicamente asolaban a la ciudad de Quito. Deseosos de reconstruir su templo, los frailes se abocaron a recolectar limosnas por las calles. Sin embargo, las colaboraciones de los vecinos parecieron no dar abasto, ya que los mismos mercedarios decidieron extender la cuestación hacia el Perú y la Nueva Granada.

Los Anales de la ciudad de Cuzco confirman el paso de la imagen peregrina por aquella región durante los primeros años de la centuria. De acuerdo con esta crónica, la erupción del volcán de Ambato - a 120 kilómetros de Quito - habría generado un fuerte sismo, provocando la muerte de más de 2.500 personas y causando “extraordinario pavor en todo el reino” (Anónimo, 1901, pp. 194-195). Poco después llegaría a Cuzco una peregrinación “a pedir un socorro y limosna, para la refacción, con una imagen de Nuestra Señora que sacaron en procesión en esta ciudad”. La efigie debió suscitar una fervorosa veneración, ya que - según esta misma fuente - solo en aquel obispado se recaudaron más de 20.000 pesos.

Sin embargo, la Virgen no detuvo su marcha en los años subsiguientes. En marzo de 1706, los frailes Pedro Carrillo y Juan de Arroyo peregrinaron junto con la imagen hasta el pueblo de Latacunga, al sur de Quito. Para este viaje la Peregrina fue cuidadosamente adornada y acondicionada. Según los libros contables del convento, casi 100 pesos se gastaron en “el abio y vestuario de Gargantilla, Sarzillos, medias, zapatos y calcetas de la Imagen” (Navarro, 2006, p. 63). Además, se contrató a un escultor y a un pintor, quienes se encargaron del “estaño y encarne del niño de la madre de Dios que llevaron para la limosna”. Como puede apreciarse, los religiosos asociaban el éxito de su empresa con el esplendor y magnificencia de la imagen.

Estas primeras peregrinaciones debieron arrojar resultados muy promisorios, ya que - una vez regresado a Quito - el fraile Carrillo, en compañía de otro religioso, reanudó la cuestación, esta vez en dirección al norte. En el trienio de 1706-1709, los mercedarios recorrieron el interior de Nueva Granada hasta llegar a Panamá, recaudando un total de más de 1200 pesos. La peregrinación por esta región se prolongó durante los seis años siguientes, en los que Carrillo - secundado por diferentes compañeros - continuó enviando limosnas para la reedificación del convento. En 1712, por ejemplo, el mercedario remitió desde Pasto un considerable cargamento de alhajas, esmeraldas, perlas, amatistas y barretones de oro (Monroy, 1943, p. 77). Paralelamente, los frailes avanzaban con la construcción de su iglesia, que recién quedaría terminada en 1737.

Durante esos años, la efigie continuó sus viajes a lo largo del virreinato del Perú. La más célebre de estas peregrinaciones fue la que encabezó el fraile Francisco Javier Enríquez a principios de la década de 1730, quien recorrió el virreinato de norte a sur, pasando por Piura, Lima y Cuzco, hasta llegar a Potosí, Oruro y Charcas, en el Alto Perú. De este período - clave para la constitución del culto a la Peregrina - datan la mayoría de las representaciones pictóricas y buena parte de los testimonios que dan cuenta del origen y desarrollo de esta devoción. En particular, contamos con una minuciosa y pormenorizada descripción de su entrada a la ciudad de Potosí en 1732, recogida en la obra del cronista Bartolomé Arzáns de Orzúa y Vela.

En efecto, la Peregrina fue conducida hasta aquella ciudad por el padre Enríquez, “con amplias licencias en lo eclesiástico y secular para pedir limosna y edificar con ella un templo o capilla suntuosa en la ciudad de Quito” (Arzáns de Orzúa y Vela, 1965, p. 339). Después de recorrer más de mil leguas y escoltada por un numeroso contingente de naturales devotos, la imagen hizo su entrada en la Villa Imperial, el 20 de marzo de 1732. Los mercedarios prepararon cuidadosamente esta ceremonia, dando participación al cabildo y al corregidor, tal como relata Arzáns:

Venía [la imagen] en un machuelo pequeño como sentada sobre un sillón guarnecido de plata, vestida ricamente, con el Niño en sus brazos, y a las 3 de la tarde [...] mandaron los jueces que desde el alto de Munaypata [...] hasta la iglesia de Nuestra Señora de las Mercedes adornasen las calles (en que se comprendieron 11 cuadras) desde el tejado hasta el suelo a la manera que se hace en esta Villa el día de Corpus, pero aquí fue con mayor grandeza: tanta tapicería de seda, lienzos de vistosas pinturas y marcos dorados, láminas y espejos. [...] Desde el día antes, y éste desde el alba, salieron millares de mujeres de todas suertes y calidades a verla, tres leguas unas y otras a dos y aún a muchísimas, a pie con cruces en las manos (Arzáns de Orzúa y Vela, 1965, p. 339).

Una vez dentro de la ciudad, la imagen fue escoltada por un nutrido contingente de naturales y una tropa de más de 200 infantes españoles. La Peregrina era conducida bajo palio y junto a ella iban las cruces de las 15 parroquias de naturales, además de una multitud de niños vestidos de turcos y cautivos, en alusión a la tradicional obra de caridad de la orden mercedaria. A la altura de la calle Munaypata, se levantó un arco de 60 pies ricamente adornado, bajo el cual se colocó la efigie, que fue acogida por el cabildo y recibió las loas de un niño ataviado como el arcángel San Gabriel. Luego de una parada en la iglesia de San Agustín, la imagen llegó a la plaza del Regocijo, donde recibió una nueva loa en forma de verso por parte de una mujer que representaba a la Villa Imperial. A continuación, fue llevada en andas por los curas de la matriz hasta aquella iglesia, para finalmente ser conducida hasta el templo de la Merced y colocada al lado derecho del altar mayor.

Durante los seis meses que se mantuvo en la ciudad, la Peregrina fue objeto de una fervorosa veneración, recaudando más de 25.000 pesos de limosnas, de los cuales 5.000 se gastaron en misas y cera durante su larga estadía. Sin embargo, la milagrosa efigie se convirtió también en un motivo de disputa, a través del cual se expresaban las tensiones étnicas e identitarias que atravesaban a la propia sociedad colonial altoperuana. Arzáns menciona las “secretas murmuraciones, disgustos y desconfianzas” que comenzaban a rodear a la efigie y a su capellán, así como el creciente recelo de que era objeto por parte de algunos de los principales vecinos de la villa. En efecto, por lo menos parte de la élite potosina desconfiaba de la “terrible codicia” del fraile, al igual que de su “doctrina y operaciones”, destinadas a ganar la confianza y el favor de los naturales.

La multitud de naturales que acompañaba a la imagen - y que velaba durante la noche junto a su altar - despertaba la inquietud de los españoles, quienes se mostraban escandalizados ante esta práctica tan “indecente y peligrosa”. La conducta del fraile Enríquez y su simpatía hacia los naturales no hicieron sino acrecentar estas suspicacias. Según Arzáns, durante una plática, el mercedario había recomendado a los naturales que agradecieran a los españoles por haber traído la fe al Nuevo Mundo, pero que “ya no siguiesen sus malos pasos, pues la habían perdido por sus abominables obras y mal ejemplo que daban a los naturales” (Arzáns de Orzúa y Vela, 1965, pp. 341-342). En este contexto, no resulta sorprendente que la permanencia de la Peregrina y de su capellán fuera vista como una amenaza por parte de la élite local. Como puede observarse, las imágenes sagradas no solo operaban como símbolos unificadores en un mundo heterogéneo - como plantea Gruzinski (1994, pp. 145-146) -, sino también como motivos de disputa e instancias de reivindicación identitaria.

Ahora bien, de este período datan la mayoría de las representaciones pictóricas de la Peregrina, en particular aquellas vinculadas con la escuela cuzqueña. Francisco Montes González (2020) identifica dos modalidades de representación diferentes de esta misma advocación: como imagen de altar y como peregrina. En la primera variante, que recrea el espacio propio de la veneración, la imagen aparece rodeada por los elementos característicos del ámbito sacro, como velas, floreros y cortinados. Tal es el caso del lienzo producido por Melchor Pérez Holguín (imagen 2), que da cuenta de la entrada de la milagrosa imagen a la villa de Potosí. El otro conjunto está conformado por aquellas pinturas en las que la Virgen es representada en su peregrinación, sobre lomo de mula - en ocasiones bajo palio - y conducida por un religioso mercedario, o bien por un nutrido cortejo. Precisamente, una de estas pinturas (Imagen 3) muestra la entrada procesional de la Virgen a una gran urbe colonial, que Montes González (2020, p. 73) identifica como la ciudad de Cuzco.

Imagen 2
Melchor Pérez Holguín. Nuestra Señora de las Mercedes, Peregrina de Quito, 1732.

Imagen 3
Anónimo cuzqueño. Procesión de la Virgen de la Merced Peregrina de Quito, siglo XVIII.

Según Stratton-Pruitt (2019), la proliferación de pinturas de la Peregrina durante el primer tercio del siglo XVIII, así como las características pictóricas de muchas de estas imágenes (apariencia “plana” y repetición de formas y recursos), daría cuenta de la existencia de un modelo común a todas ellas. De acuerdo con esta autora, los lienzos estarían basados en uno o más grabados producidos localmente, que habrían sido tomados como base por los artistas cuzqueños. En este punto, la realización de un grabado - destinado a “fijar” la iconografía asociada con aquella devoción - parece coincidir con los propósitos propagandísticos desplegados por la orden mercedaria y por el capellán Enríquez. En efecto, sabemos que éste último costeó la publicación de una novena dedicada a la Peregrina, impresa en Lima en 17344.

La novena apuntaba a propagar y acrecentar la devoción por esta imagen itinerante, al tiempo que legitimaba su culto y veneración, apelando a los milagros y portentos obrados por la misma. Precisamente, Enríquez asociaba a la Peregrina con la efigie donada por Carlos V en la primera mitad del siglo XVI. Asimismo, daba cuenta de una serie de milagros producidos desde el momento mismo de su llegada a América, en particular en el curso de sus peregrinaciones. Según este relato, la Virgen había sanado a una mujer muda y tullida en Oruro, salvado a otra de la ira de su marido en Piura, e incluso habría resucitado a un muerto en un pueblo cerca de Lima. Estas narraciones debieron circular oralmente antes de ser llevadas a la imprenta, ya que Arzáns menciona una de estas historias, un par de años antes de su publicación en la novena.

Según el relato del cronista potosino, la imagen había sido capturada por “holandeses herejes” en el curso de su peregrinación, en un viaje por mar entre Cartagena y Portobello. Los piratas habrían llegado incluso a colgar a la Virgen del árbol mayor del navío. En ese instante, el Niño se habría desprendido inexplicablemente, cayendo al agua y llegando milagrosamente a puerto seguro. La historia - que remite al extendido topos de las imágenes halladas o aparecidas - da cuenta del esfuerzo de legitimación emprendido por los mercedarios en la etapa inicial del culto a la Peregrina, ya fuese apelando a la antigüedad y origen ilustre de la efigie, como también a sus múltiples milagros y portentos. De esta forma, comenzaba a fijarse una iconografía y una tradición en torno a la imagen, que avalaba su culto y la distinguía de otras advocaciones marianas.

UNA DEVOCIÓN A AMBOS LADOS DEL ATLÁNTICO: DE QUITO A MÉXICO Y DE CÁDIZ A BUENOS AIRES

Concluida la obra del convento mercedario de Quito, los frailes se abocaron a la creación de una nueva casa religiosa en la capilla del Tejar, a las afueras de la ciudad. El impulsor de la obra, Fray Francisco de Jesús Bolaños, se valió nuevamente de la imagen peregrina e hizo sacar una copia de la efigie para llevar a cabo las cuestaciones. La peregrinación - iniciada en 1749 - fue encomendada a un hermano lego y a otros dos mercedarios quiteños, Fray José de Yepes y Fray Pedro Saldaña. A diferencia de los viajes anteriores, que se habían limitado al territorio del virreinato del Perú, en esta oportunidad las cuestaciones se prolongaron por más de diez años y alcanzaron un radio de acción mucho más amplio, incluyendo un extenso periplo por el Caribe y la América septentrional.

Desde Quito, los frailes peregrinaron hasta Pasto, en Nueva Granada, y desde allí hasta el puerto fluvial de Barbacoas, en la confluencia de los ríos Telembí y Guagüí. Luego de recorrer Panamá, Cuba y Guatemala, los mercedarios arribaron a Nueva España, donde permanecieron por más de seis años, recorriendo los obispados de México, Puebla, Michoacán y Oaxaca. A lo largo de este peregrinaje, la fama y el prestigio de la imagen se fueron consolidando, al mismo tiempo que se acumulaba una cuantiosa suma de limosnas. Asimismo, los frailes procuraban hacer jugar a su favor el aura milagrosa que rodeaba a la efigie, obteniendo para sí una serie de privilegios a los que difícilmente hubieran accedido de otra forma. Además del consentimiento de las autoridades seculares para proseguir con su “demanda”, los mercedarios obtuvieron diversas bulas, licencias y patentes con numerosos concesiones y prerrogativas, como la posibilidad de usar altar portátil, la facultad de confesar a ambos sexos y absolver casos de conciencia reservados, la concesión del título de “padre de provincia” y de protonotario apostólico, o la autorización para imponer su santo hábito a uno o dos fieles donados.

Los resultados del peregrinaje parecen haber sido muy alentadores, a juzgar por el testimonio de los propios frailes, quienes destacaban la “veneración y afecto” de los devotos, así como el fervor que profesaban a la milagrosa efigie. El mismo Yepes afirmaba que “no daba abasto” para satisfacer los pedidos de los fieles y que en más de una oportunidad había tenido que poner “talega abierta en las puertas de las iglesias para dar el estipendio a cuantos sacerdotes querían decir las misas” (Expediente 7, Audiencia de Quito 288, 1768). Este fervor se traducía además en las cuantiosas limosnas - tanto en especie como en metálico - que se iban acumulando a lo largo del viaje.

Al mismo tiempo, los frailes echaron mano de una amplia variedad de recursos para acrecentar la fama de la efigie y promover su culto en los diferentes territorios visitados. En particular, el padre Yepes mantenía un estrecho vínculo comercial con dos correspondientes en Puebla y Veracruz, mediante los que gestionaba la compra de cruces y medallas con la figura de la Santa Imagen. Además, se encargó de imprimir gruesas cantidades de estampas, así como novenas y devocionarios, para ser repartidos en el curso de la peregrinación. En el caso de la novena - probablemente una versión ampliada de la publicada en Lima en 1734 - sabemos que luego de ser impresa en Nueva España fue reeditada en Madrid en 1760 (Matovelle, 1910, p. 171). En ella se recogían los milagros obrados por la Peregrina en sus primeros viajes por el Perú, al tiempo que se incluían sus más recientes hazañas, como la cura de un párroco enfermo o el hallazgo de una bola de granizo con su imagen, durante una tempestad en Guatemala.

Ahora bien, luego de casi seis años, los frailes dieron por concluida su peregrinación por tierras novohispanas. El 14 de marzo de 1759, en Atlixco - cerca de Puebla -, los padres Yepes y Saldaña se despidieron y emprendieron caminos separados. El primero se preparó para partir a la metrópoli - en compañía del donado Castañeda y provisto de una copia de la Peregrina - con el propósito de impetrar ante la corte la autorización para la fundación de un convento de misioneros en El Tejar y con la intención de invertir parte de las limosnas recaudadas en la compra de libros y ornamentos. Poco antes, Yepes había hecho entrega a su compañero de la “santa imagen”, de sus alhajas y ornamentos, así como de buena parte de las limosnas recaudadas hasta ese momento. Provisto de aquella cuantiosa carga - valuada en más de 36.000 pesos -, Saldaña embarcó en Acapulco y emprendió el regreso a Quito, luego de diez años de ausencia. Sin embargo, el viaje de este religioso tampoco se detuvo allí. En una carta dirigida al propio Yepes, el padre Bolaños afirmaba que Saldaña - ya de regreso en su provincia - había dejado a la Santísima Virgen en Riobamba y que continuaba sus cuestaciones por Cuenca y Zaruma, dado que la comunidad se hallaba con “mucha necesidad de plata” para continuar la obra (Expediente 7, Audiencia de Quito 288, 1768).

Por su parte, Yepes partió el 30 mayo de 1759 del puerto de Veracruz y luego de algunas demoras en Campeche y La Habana, arribó a Cádiz, casi un año después. Aunque el fraile no se detuvo por mucho tiempo en esta última ciudad, la devoción por la Peregrina habría de arraigar allí con particular vigor. Precisamente, en una carta fechada el 1 julio de 1760 - enviada al padre Yepes por otro religioso mercedario - se hacía referencia a un milagro obrado por la virgen quiteña poco tiempo antes, el cual habría concitado un singular fervor entre los fieles gaditanos:

Mañana día de la Visitación tendremos el gozo de colocar a Nuestra Santísima Madre en la Iglesia, y tendrá este pueblo el gozo de verla venerar en público, y satisfacer la tierna devoción con que desean venerarla, habiéndose ésta avivado con el notorio grande prodigio de haberse apagado el fuego, que empezó a prenderse en el navío llamado Santa Ana [...], el Contra Maestre, que tenía consigo una estampa de la Peregrina Señora y Madre Nuestra, se arrojó con ella al fuego, y al punto se apagó [...]. Agradecido el Contra Maestre a este favor de la señora se le hiciese una fiesta en acción de gracias. [...] Me dicen que todos los del navío gritaban que la Peregrina de Quito los había librado del incendio (Montes González, 2020, pp. 74-75).

En efecto, ese mismo año, por iniciativa de dos ricos vecinos gaditanos, se labró una copia de la imagen para ser colocada en la capilla de la familia Ramírez de Arellano, en la iglesia del convento de la Merced de Cádiz (Rípodas, 2000). Antes de morir, en 1771, uno de estos mismos comerciantes instituyó una pía memoria para costear su fiesta y celebración. Además, la popularidad de la efigie se encuentra atestiguada por la impresión en 1768 de una estampa, realizada por el grabador sevillano Diego de San Román y Codina (imagen 4). En la misma, la Virgen es representada con los símbolos tradicionales de la peregrinación - cayado y sombrero - y se encuentra rodeada de una serie de viñetas y cartelas alusivas a los milagros obrados durante sus viajes. Asimismo, en la parte inferior de la estampa se detallan las numerosas indulgencias concedidas a sus devotos por los obispos de México, Puebla, La Habana, Quito, Cádiz y Sevilla.

Imagen 4
Diego de San Román y Codina, Copia de la Milagrosa Imagen de Nuestra Señora de la Merced Peregrina de Quito, 1768 (Montes González, 2020, p. 76).

Ahora bien, sin detenerse demasiado tiempo en Cádiz, Yepes había apurado el paso para asistir en Madrid a los festejos por la entrada pública del flamante rey Carlos III. El propio mercedario se vanagloriaba años más tarde de haber tenido el honor de besar la real mano. Durante los tres años y medio que residió en la corte, el fraile adquirió cierta notoriedad por sus largos viajes y por el considerable dinero que había invertido en la compra de libros y ornamentos. En 1765, el propio Yepes, ya instalado en Buenos Aires, le escribió una carta al mismísimo monarca, quien parecía recordarlo, aunque muy vagamente. Aún así, el funcionario consultado por el rey no dudó en desestimar los juicios del mercedario, calificándolo como un “mozo de buena índole”, pero de “escasa experiencia” (Yepes, 1765).

En cualquier caso, Yepes retornó a Cádiz con el propósito de emprender el regreso a su provincia, surtido de un cargamento de más de 140 cajones de libros, ornamentos y otros objetos de culto. Lo más usual para un viaje de estas características hubiera sido dirigirse a Portobello, para cruzar el istmo de Panamá y de allí nuevamente en barco hasta Guayaquil; o bien tomar el rumbo de Cartagena, siguiendo la ruta fluvial del río Magdalena y luego por tierra hasta Quito (Rueda Ramírez, 2011). Sin embargo, el mercedario optó por una ruta mucho menos convencional: por mar hasta Buenos Aires y desde allí por tierra hacia Chile, subiendo luego por el reino del Perú. Aunque el fraile decía haber tomado esta decisión por el “ventajoso trato” que se le ofrecía para el transporte de su vasta carga, lo cierto es que aquel “extraviado rumbo” no haría sino acrecentar las sospechas de contrabando que comenzarían a cernirse en su contra.

A la postre, Yepes embarcó en el navío de registro “Nuestra Señora de los Ángeles y San Lorenzo”, alias “El Príncipe”, llegando a Buenos Aires el 14 de febrero de 1764 (Registro del Navío Nuestra…, 1764). El mercedario compartió aquel viaje con otros dos destacados pasajeros, el flamante obispo de Córdoba del Tucumán, Manuel Abad Illana, y el nuevo vicario general de la Orden de la Merced, Fray José de la Fuente. Pero mientras que con el primero trabaría una sólida amistad, las desavenencias con el segundo habrían de costarle las acusaciones de contrabandista y alborotador que comenzaron a arreciar en su contra casi desde el momento mismo de su arribo a Buenos Aires. En efecto, al poco tiempo de su llegada a la ciudad, el vicario Fuentes escribió al Consejo de Indias, acusando al religioso de llevar ocultos en su cargamento diversos efectos de comercio, como “batas de mujeres, cintas y otros géneros” (Expediente 7, Audiencia de Quito 288, 1768). En palabras del propio Yepes, el vicario lo acusaba de “fugitivo, y apóstata, embustero y engañador; [y] que tomaba a la virgen por alcahueta de mis maldades” (Expediente 7, Audiencia de Quito 288, 1768).

No pretendemos detenernos en los conflictos jurisdiccionales y en las acusaciones de contrabando en que se vio envuelto el mercedario, ya que estas vicisitudes han sido analizadas con mayor detalle por otros autores (Monroy, 1943; Rueda Ramírez, 2011). Sin embargo, cabe aclarar que éste no era el único ni el mayor de los problemas que enfrentaba el fraile. Ante todo, Yepes se hallaba falto de recursos para cubrir los costos del flete, ya que - como él mismo reconocía - se había empeñado fuertemente en España para comprar “duplicada porción de libros” a pedido de su provincia. Para satisfacer los gastos de su viaje y el transporte de las limosnas, el mercedario debió recurrir al deán Francisco de los Ríos y al rico comerciante José de Lezica y Torrezuri, quienes le suplieron el metálico necesario para redimir sus obligaciones, pero no sin antes exigir el depósito del cargamento como garantía de la deuda.

A estas dificultades económicas se sumaban las desavenencias y disputas facciosas dentro de su propia orden, en las que el religioso habría de verse involucrado, al punto de tener que abandonar el convento mercedario de Buenos Aires, en el que residía. Por esos años, la provincia mercedaria de Santa Bárbara enfrentaba una dura crisis interna, que habría de estallar en el escandaloso capítulo provincial celebrado en la ciudad de Córdoba, en 1766 (Peire, 2000, pp. 195-196). Por otro lado, la situación de Yepes, ya de por sí delicada, se complicó aún más cuando se supo en Madrid de los numerosos breves y bulas papales que llevaba consigo, ninguno de los cuales contaba con el pase o exequátur correspondiente. Esto último concitó las sospechas del fiscal del Consejo de Indias, quien - en esta coyuntura particularmente regalista - recelaba de estos papeles, “llenos de unas gracias especialísimas y de unos privilegios exóticos”. Aún así, el mercedario contaba con poderosos amigos y benefactores, entre los que se encontraban los obispos de Córdoba y de Buenos Aires, al igual que el gobernador Bucarelli y los miembros de ambos cabildos; todos los cuales declararon a su favor y procuraron rebatir las acusaciones de contrabando y mala conducta.

Aunque los conflictos económicos y judiciales retuvieron a Yepes y a la Virgen Peregrina en el Río de la Plata durante casi seis años, el fraile no se mantuvo inactivo. Además de continuar con su predicación, el mercedario comenzó su defensa ante el Consejo de Indias y solicitó ante las autoridades de su provincia que le remitieran nuevos fondos para levantar sus empeños, o bien que le enviasen desde Quito otro religioso que lo ayudara en sus cuestaciones. Sin embargo, en palabras del obispo bonaerense, Manuel Antonio de la Torre, la “peregrinación y cuestosa solicitud” del mercedario se presentaba poco fructífera, dado el notable “atraso” que experimentaban aquellas provincias:

Y en esto ha estado el engaño de este P. Maestro que habiendo juntado en las otras Indias cuantiosas limosnas con su peregrinación y devoción de Nuestra Señora titulada la Peregrina, se persuadió que en estas partes sacaría todo lo necesario para su conducción hasta su provincia (Monroy, 1943, p. 560).

En cualquier caso, Yepes tampoco detuvo su peregrinaje. En 1766, el obispo De la Torre - imposibilitado de continuar su visita por la Banda Oriental - se decidió a “enviar a dicho padre a predicar y confesar por aquellos parajes tan silvestres” y entre “aquella grey tan descarriada” (Monroy, 1943, p. 561). La empresa también contaba con el apoyo del gobernador Bucarelli, quien solicitó a sus subordinados que auxiliaran y escoltaran - de ser necesario - al religioso, que pasaba “en nombre del Rey [...] con una Soberana Imagen de María Santísima a los Partidos de las Provincias del Río de la Plata, al Santo Ejercicio de hacer Misión en todos” (Monroy, 1943, p. 565).

Por un par de cartas enviadas por el propio Yepes desde el pueblo de Santo Domingo Soriano, en noviembre de 1766, sabemos que éste efectivamente pasó a esos parajes en compañía de la Virgen Peregrina. Precisamente, en carta al gobernador Bucarelli, el religioso relataba los “efectos prodigiosos” que habían tenido sus pláticas y sermones y los “felices progresos que en este pueblo ha obrado la palabra divina, repartida en presencia de la Venerable Imagen de su Santísima Madre” (Yepes, 1766a). En particular, se vanagloriaba de haber logrado la conversión de una tropa de naturales infieles que asolaban la región y que desde hacía diez años clamaban por el agua del bautismo. Además, se explayaba detalladamente sobre los medios de los que se había valido para ganarse la confianza de los naturales: “empecé a agasajarlos, repartiendoles muchas medallas, cruces, relicarios y otras menudencias de poca monta, que juntas a las pequeñas liberalidades de yerba y otros comestibles que repartía con frecuencia, logré que ya no se apartasen de mi posada”. De todas formas, el fraile también había despertado ciertas antipatías, en particular entre los miembros del cabildo; “tal vez por una palabrilla que se me escapó”, admitía el mercedario (Yepes, 1766b).

En todo caso, el religioso continuó su periplo por tierras orientales hasta el Real de San Carlos, situado en las inmediaciones de Colonia del Sacramento. En este punto, Yepes debió abandonar su peregrinaje para atender los delicados asuntos judiciales que enfrentaba en Buenos Aires. Sin embargo, ese mismo año llegaría a la región un viejo conocido suyo, el padre Pedro Saldaña, quien había sido enviado por el provincial de Quito para asistir a su antiguo compañero en el tramo final del viaje.

Nuevamente juntos, los frailes cruzaron hacia la otra banda del río, emprendiendo una larga peregrinación que habría de llevarlos por la desolada campaña oriental hasta las tierras de los portugueses, sobre el Río Grande. Aunque desconocemos los motivos que tuvieron para emprender este peligroso viaje, sabemos - por palabras del propio Yepes - que la Peregrina concitó una particular devoción en esos disputados territorios:

En las poblaciones de los portugueses [que] hay desde Maldonado hasta el Río Grande fueron tantas las misas que me pidieron los portugueses con la pensión de que las dijese aunque fuese con demora de algunos años, que su estipendio junto al que ministró la tropa así del Real de San Carlos como del Río Grande [...] ascendió a más de mil pesos (Expediente 7, Audiencia de Quito 288, 1768).

Luego de este periplo oriental, es poco lo que sabemos sobre el destino de los frailes. De acuerdo con Castañeda, estos partieron a Chile, en enero de 1770. Según el propio Yepes, también hicieron misión en Mendoza, “con notable aprovechamiento de los fieles sin pedir ni recibir limosna alguna”, e incluso en “los despoblados que llaman pampas entre Buenos Aires y Mendoza”, donde las gentes “salían a los caminos a pedir la aplicación de las misas”. De todas formas, los frailes no debieron detenerse demasiado tiempo allí, ya que se encontraban de regreso en Quito en 1771.

Aunque Yepes había logrado finalmente retornar a su patria, no se libraría fácilmente de las acusaciones de contrabando y mala conducta que pesaban en su contra. A poco de llegar, sus propios compañeros de hábito lo denunciaron por el irregular manejo que había hecho de las limosnas durante los veinte años que había durado la cuestación. En efecto, de los 140 cajones embarcados en Cádiz, tan solo 50 habían llegado a su destino final. De los restantes, una parte había sido vendida por el propio Lezica en Potosí para cobrarse la deuda contraída por el mercedario, y otra no menor había sido entregada a un comerciante quiteño para afrontar los costos del tramo final del viaje. En cualquier caso, los frutos de la peregrinación eran menos cuantiosos de lo previsto.

LA CONSTRUCCIÓN MATERIAL DE LA DEVOCIÓN: CIRCULACIÓN DE LIBROS, MEDALLAS Y ESTAMPAS

Como hemos visto, los mercedarios apelaron a distintos mecanismos para propagar y consolidar la devoción por la Peregrina. La publicación de la novena impresa en Lima en 1734 apuntaba precisamente a legitimar su culto, poniendo de relieve los prodigios y milagros obrados por la misma y vinculándola, al mismo tiempo, con el emperador Carlos V y con la efigie original de la Virgen de la Merced. La reedición ampliada de la novena - publicada primero en Nueva España y luego en Madrid, en 1760 - permitía actualizar y enriquecer esta suma de prodigios, así como expandir la devoción por los nuevos territorios visitados. De esta forma, los frailes se aseguraban de contar con una ingente cantidad de ejemplares para ser repartidos en el curso de la peregrinación.

Asimismo, el continuo flujo de limosnas aportaba los recursos necesarios para continuar con esta campaña de propaganda y difusión, permitiendo costear la publicación de impresos, estampas y medallas. En particular, el padre Yepes - quien había entablado un sólido vínculo comercial con un par de mercaderes novohispanos - reconocía haber gastado varios miles de pesos en estos “infiernillos”:

de ellos me valía para varios encargos y compra de medallas, cruces y otros efectos para la postulación, en tan gruesas cantidades que hubo ocasión en que se compraron por su mano cien mil y la listonería de diversos anchos para satisfacer la devoción de los fieles, con medidas de la santa imagen, como también para la impresión de gruesas cantidades de estampas de todos tamaños, novenas y otros devocionarios en tanta copia que después de dar abasto a toda la peregrinación el declarante condujo muchos cajones a dicha ermita de los que reparte hoy después de haber llenado toda la provincia y la de los Pastos y Barbacoas, bienes que en gran parte se estamparon e imprimieron en México” (Expediente 7, Audiencia de Quito 288, 1768).

En su declaración, Yepes ponía de manifiesto la centralidad que poseían estos objetos devocionales en la propagación y difusión del culto. Como señala Rueda Ramírez (2011), el mercedario combinaba los conocimientos de un religioso con los recursos y estrategias propias de un comerciante. El caso de las medallas, por ejemplo, es sumamente ilustrativo. Yepes había obtenido licencia de Su Santidad para bendecir trescientas medallas y cruces con indulgencia plenaria y otras trescientas coronas o rosarios con indulgencia de Santa Brígida. Con este privilegio y con el propósito de acrecentar el culto por la advocación quiteña, el religioso mandó acuñar una ingente cantidad de cruces, rosarios y medallas. Estas últimas reproducían la imagen de la Peregrina y, en su reverso, a otras figuras de la orden mercedaria, como el fundador, San Pedro Nolasco, o la beata madrileña Mariana de Jesús (Imágenes 5 y 6).

Imagen 5
Medalla de la Virgen Peregrina de Quito y San Pedro Nolasco, ca. 1750-1760 (Montes González, 2020, p. 76).

Imagen 6
Medalla de la Virgen Peregrina de Quito y de la beata Mariana de Jesús, ca. 1750-1760 (Virgen de la Merced…, 2013).

Ahora bien, las cruces, rosarios y medallas no solo servían para propagar la devoción, sino también como un medio para ganarse la voluntad y el aprecio de los fieles. En efecto, en ocasión de su paso por Santo Domingo Soriano, el mercedario decía haberse ganado la confianza y aprecio de los naturales repartiendo una gruesa cantidad de cruces y relicarios, que habrían de servirles de recordatorio de su fe y de sus nuevas obligaciones como cristianos. En carta al obispo De la Torre, Yepes dejaba traslucir la centralidad que poseían estos objetos devocionales en el marco de sus predicaciones y estrategias de conversión:

he cerrado hoy [esta misión] con la bendición solemne de las mismas cruces que sirvieron la noche de la penitencia para que conservándolas en las casas; sirvan de reclamo, que les acuerde los santos propósitos que han hecho; asimismo se ha solemnizado la bendición de rosarios con indulgencia plenaria usando de la facultad apostólica que para esto tengo. De todo están estos pobres tan llenos de satisfacción que se muestran locos de contento (Yepes, 1766b).

Ciertamente, el religioso era muy consciente de la importancia que poseían estas manifestaciones visuales y materiales de la fe. Por este motivo, el mercedario se ocupó de difundir la imagen de la santa efigie, costeando la realización de un grabado y la impresión de una gran cantidad de estampas. Por palabras del propio Saldaña, sabemos que Yepes llevaba consigo unas “láminas de escudos de bronce para sacar estampas de todos tamaños”, que se hallaban gastadas de tanto uso. Además, el religioso había gestionado ante numerosos obispos la obtención de generosas indulgencias para los devotos de la Peregrina, reproducidas en sus estampas. La difusión de estas imágenes resultaría clave para la propagación de la devoción quiteña, como da cuenta el relato del milagro ocurrido en Cádiz y otro supuestamente acontecido en Perú. En ambas historias, la estampa - como sucedáneo de la propia efigie - desempeña un rol protagónico.

Por otro lado, entre la lista de objetos reunidos por los peregrinos durante su viaje por Nueva España, encontramos uno particularmente curioso: un tutilimundi, también conocido como mundinovi o “mundo nuevo”. Este artefacto consistía en una suerte de dispositivo óptico dentro del cual se reproducía una imagen o grabado, que adquiría ciertos efectos de movimiento. Aunque no sabemos el uso exacto que hicieron de él ambos religiosos a lo largo de su peregrinación, es probable que este instrumento sirviera para presentar el grabado de la Peregrina, o bien alguna escena asociada con sus milagros y portentos.

En cualquier caso, los esfuerzos del padre Yepes por difundir esta imagen no se construyeron sobre el vacío. Como señala Stratton-Pruitt (2019), por lo menos algunas de las pinturas cuzqueñas de la Peregrina debieron basarse en un mismo grabado, probablemente producido en Perú durante la década de 1730. En efecto, José Gabriel Navarro (2006, p. 66) menciona la existencia en el archivo mercedario de Quito de una estampa de la Peregrina con la inscripción “Nava Sc: a 1733”. Sin embargo, dado que las indulgencias incluidas en la propia imagen datan de la década de 1740 o 1750 y que la misma difiere del modelo reproducido en las pinturas cuzqueñas, Stratton-Ptruitt (2019) sostiene que el grabado debió realizarse con posterioridad a esa fecha.

En efecto, la inscripción “Nava Sc” (abreviatura del latín scalptor) con toda seguridad hace referencia al grabador poblano José de Nava, quien se hallaba activo por lo menos desde mediados de la década de 1750 (Calvo Portela, 2019). Ahora bien, la fecha de 1733 resulta no menos sugestiva, ya que se sitúa en el curso de la peregrinación emprendida por el padre Enríquez a lo largo del Perú y un año antes de que se imprimiera en Lima la novena dedicada por éste a la Virgen quiteña. En este sentido, es probable que Nava - a pedido de Yepes - haya tomado como modelo una imagen previa, realizada unos veinte años antes por un grabador peruano.

En cualquier caso, la versión novohispana habría sido tomada como modelo por el grabador sevillano Diego de San Román y Codina, en 1768. A su vez, este último grabado dio lugar a una versión simplificada, impresa en la década de 1770 y dedicada por un devoto gaditano al padre provincial Diego de San Ildefonso (Imagen 7). A diferencia de su predecesora, esta última estampa - en principio, dirigida a la feligresía española - incluye únicamente las indulgencias concedidas por los obispos de Cádiz y Sevilla, prescindiendo de aquellas otorgadas por los prelados americanos. Sin embargo, esta imagen - impresa mucho tiempo después de que Yepes abandonara la península - probablemente también circulara por tierras americanas, ya que un ejemplar de la misma fue hallado por Daisy Rípodas (2000) en una colección privada de Buenos Aires.

Imagen 7
Copia de la Milagrosa Imagen de María SSma. de la Merced la Peregrina de Quito, ca. 1770 (Fuente de Devoción e Inspiración…, [s.d.]).

Ahora bien, la circulación de este motivo devocional se complejiza aún más si tenemos en cuenta los hallazgos realizados por Raffaele Moro (1994) en el archivo de la casa editora Remondini de la ciudad de Bassano, por entonces perteneciente a la República de Venecia. El trabajo de Moro (1994) permite concluir que el grabado dedicado al padre Diego de San Ildefonso fue impreso durante las décadas finales del siglo XVIII por esta casa editora italiana, especializada en la publicación de estampas religiosas. Además de esta última imagen, esta imprenta - fuertemente vinculada con el comercio gaditano - produjo por lo menos otras dos estampas de la Peregrina. La primera de ellas (Imagen 8) incorpora la leyenda alusiva a la donación efectuada por Carlos V, junto con sensibles variaciones en la figura de la Virgen y del Niño. En comparación con la anterior, en ésta la media luna desaparece por completo, al igual que el báculo y los sombreros - símbolos de la peregrinación -, que son reemplazados por sendas coronas. En el caso de la tercera estampa (Imagen 9), se conservan los atributos de la efigie tal como aparecen en el ejemplar sevillano, aunque se suprimen las viñetas y cartelas de los costados. En términos generales, en las imágenes italianas se aprecia una tendencia a la simplificación y a la reproducción de versiones más convencionales y estandarizadas de la imagen mariana, en comparación con el minucioso grabado producido por el artista sevillano.

Imagen 8
V. R. de la Milagrosísima Imagen de María SSma. de la Merced la Peregrina, ca. 1770 (Moro, 1994, p. 501).

Imagen 9
Copia de la Milagrosa Imagen de María SSma. de la Merced la Peregrina de Quito, ca. 1770 (Moro, 1994, p. 503).

Por otro lado, la proliferación de imágenes es un testimonio inequívoco de la difusión alcanzada por esta advocación en la segunda mitad del siglo XVIII. La circulación de estampas y grabados da cuenta no solo de las redes que unían a los diferentes comitentes y ejecutores a ambos lados del Atlántico, sino también de las influencias recíprocas y de las variaciones que - a lo largo de este proceso - podía adquirir un mismo motivo devocional. En este sentido, el recorrido inmaterial de la Peregrina - desde las representaciones cuzqueñas del primer tercio del siglo hasta las estampas italianas de las décadas finales de la centuria - da cuenta de la fluidez y amplitud de este intercambio. Como hemos visto, un mismo motivo devocional, aunque profundamente transformado, podía arraigar en diferentes espacios al mismo tiempo, dando lugar a diversos usos y representaciones.

A MODO DE CONCLUSIÓN

Las vicisitudes de la Peregrina de Quito en sus múltiples desplazamientos a lo largo del siglo XVIII nos permiten visualizar el proceso de construcción de una devoción y su difusión en diferentes contextos y ámbitos geográficos. El período inicial, que comprende el primer tercio de la centuria, se corresponde con la etapa de consolidación y asentamiento del culto. En el curso de esta primera fase se establece una historia legitimante con respecto a la imagen, a su origen y milagros, al tiempo que se consolida una iconografía, dotada de rasgos y elementos característicos. La publicación de la novena y del grabado dan cuenta de aquel primer impulso que los mercedarios le imprimen a la devoción quiteña. Al mismo tiempo, el radio de alcance de las peregrinaciones se va ampliando, desde Quito y sus inmediaciones hasta las regiones más distantes del Perú y de la Nueva Granada.

El éxito obtenido a lo largo de esas primeras cuestaciones estimula la continuidad de la empresa devocional y la ampliación de ésta hacia regiones más alejadas. La peregrinación de los padres Yepes y Saldaña por el Caribe y la Nueva España constituye, a su vez, otra fase decisiva dentro del proceso de consolidación y propagación de la devoción. En esta oportunidad, la advocación trasciende el ámbito andino en el que había surgido, para arraigar en un escenario completamente diferente. La impresión de una nueva novena y de una ingente cantidad de estampas, así como la acuñación de medallas, cruces y otros objetos devocionales forma parte de un mismo esfuerzo por propagar y expandir el alcance de la devoción, tanto por tierras americanas como peninsulares. La consolidación y expansión del culto no solo se traduce en una creciente recaudación de limosnas, sino que permite a los mercedarios quiteños - y a sus capellanes en particular - gozar de una serie de privilegios y prerrogativas excepcionales.

Ahora bien, en cada uno de los escenarios y contextos por los que transita, la advocación adquiere características particulares. En Potosí, en la década de 1730, se la vincula estrechamente con la presencia indígena, e incluso llega a despertar cierta inquietud entre las élites locales. En Cádiz, en cambio, la imagen se encuentra asociada con un suceso milagroso y su devoción arraiga fuertemente entre la élite mercantil ligada al comercio americano. En el Río de la Plata, por último, la presencia de la Peregrina y de sus capellanes - no exenta de ciertas controversias - es aprovechada por las autoridades locales para reforzar la presencia eclesiástica en un territorio disputado y conflictivo, como lo fue la campaña oriental en los años de 1760.

Como hemos visto, la devoción adquiere, a lo largo del tiempo, significados y connotaciones diferentes. Esta pluralidad de sentidos y contextos se encuentra reflejada, a su vez, en la propia iconografía, reproducida en diferentes grabados y estampas. Cada una de estas versiones - aunque heredera de un modelo anterior - introduce nuevas variaciones, que dan cuenta de los diferentes públicos, comitentes y formas de recepción de esa producción iconográfica. Mientras que algunas imágenes privilegian el detalle y la descripción minuciosa de su historia y milagros, otras - como las estampas italianas - apuntan a una representación más sencilla, convencional y estandarizada de la figura mariana. Finalmente, en algunos casos -como ocurre con las medallas - es la identidad mercedaria la que se encuentra en primer plano, representada en dos de sus figuras más destacadas.

Esta pluralidad de imágenes da cuenta, no solo de la profusa circulación de estampas, grabados y otros objetos devocionales - que conectan a América con Europa y a ésta nuevamente con el Nuevo Mundo -, sino también de la plasticidad de este mismo motivo devocional y de su capacidad para admitir diferentes lecturas, tanto a nivel local como en una escala más amplia. De esta forma, la propia efigie se expande y desdobla a lo largo de su recorrido, dando lugar a una multitud de imágenes igualmente válidas, cada una de las cuales adquiere - sin embargo - rasgos y características singulares.

REFERENCIAS

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  • YEPES, José. Carta de Fr. Joseph de Yepes al Ilmo. Señor Obispo, Sala IX, 4-5-4. Buenos Aires (Archivo General de la Nación - AGN). 25 nov. 1766b.
  • 1
    Agradezco especialmente al Dr. Francisco Montes González, quien generosamente se prestó a discutir conmigo los resultados de sus investigaciones sobre el tema.
  • 2
    Véase Matovelle (1910, pp. 168-169) y Vargas Ugarte (1947, p. 458). Ambos autores basan sus aserciones en una novena impresa en la década de 1730, es decir, casi doscientos años después de ocurridos los supuestos milagros.
  • 3
    Matovelle (1910, p. 168) alude a la siguiente inscripción, contenida en un antiguo lienzo quiteño y en un grabado italiano de la década de 1770: “Verdadero retrato de la milagrosa imagen de María Santísima de la Merced la Peregrina de la ciudad de Quito, que donó a dicha ciudad el Emperador Carlos V, Patrona de los RR. PP. Mercedarios misioneros”.
  • 4
    Los datos sobre este raro impreso, del cual no hemos podido localizar ninguna copia, se encuentran consignados en Vargas Ugarte (1935, p. 130).

Fechas de Publicación

  • Publicación en esta colección
    26 Abr 2024
  • Fecha del número
    2024

Histórico

  • Recibido
    28 Jul 2023
  • Acepto
    27 Dic 2023
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