Resumen
Este artículo interroga los cambios en las escenificaciones del liderazgo de Perón en la Argentina entre 1962 y 1966. Mediante artículos, declaraciones y ensayos en publicaciones político-partidarias, y diarios y revistas comerciales argentinas, examina las representaciones de su jefatura elaboradas por actores individuales y organizativos peronistas. Fueron años álgidos para el peronismo y particularmente para Perón. Su lugar de líder comenzó a ser disputado por los llamados “neoperonistas” y por Augusto Vandor, importante sindicalista del periodo. Complejizando la identificación del liderazgo de Perón con uno meramente carismático, el artículo apela a la dimensión de la promesa y a la lealtad para auscultar la relación carismática en el peronismo en esta porción de los años sesenta argentinos.
Palabras claves liderazgo; carisma; peronismo; Argentina; 1960
Abstract
This article discusses the changes in the role of Perón’s leadership in Argentina between 1962 and 1966. Through articles, statements and essays in party-political publications, and Argentinean newspapers and magazines, it examines the representations of his leadership elaborated by individual and collective Peronist actors. These were critical years for Peronism and particularly for Perón. His place as leader began to be disputed by the so-called “neo-Peronists” and by Augusto Vandor, an important trade unionist of the period. Complementing the identification of Perón’s leadership with a merely charismatic one, the article operates with the dimension of promise and loyalty to explore the Peronist charismatic relationship in Peronism in this portion of the 1960s in Argentina.
Keywords leadership; charisma; Peronism; Argentina; 1960s
Resumo
Este artigo questiona as mudanças na liderança de Perón na Argentina entre 1962 e 1966. Através de artigos, declarações e ensaios em publicações político-partidárias e em jornais e revistas comerciais argentinas, examina as representações de sua liderança elaboradas por atores peronistas individuais e organizacionais. Estes foram os anos de pico do peronismo e, em particular, de Perón. Seu lugar como líder começou a ser disputado pelos chamados “neoperonistas” e por Augusto Vandor, um importante sindicalista da época. Complementando a identificação da liderança de Perón com uma liderança meramente carismática, o artigo apela à dimensão da promessa e da lealdade para examinar a relação carismática peronista nesta parte dos anos 60 na Argentina.
Keywords liderança; carisma; peronismo; Argentina; 1960
Introducción2
Una serie de términos aparecen con insistencia en trabajos sobre el peronismo, especialmente en los referidos a los dos primeros gobiernos de Juan Domingo Perón (1946-1955). De ese conjunto, “liderazgo carismático” –así como su variante, liderazgo populista–3 es uno de los principales. Es lo que sucede, por ejemplo, con estudios clásicos como Política y sociedad en una etapa de transición[1962] de Gino Germani y Clases sociales y estructuras políticas [1974] de Torcuato Di Tella. Mientras para el primero los contingentes que llegaron a Buenos Aires desde las zonas rurales fueron “permeables a la oferta de un liderazgo carismático”, para Di Tella la “coalición populista” peronista se caracterizó por un “liderazgo de tipo carismático”, que permitía el vínculo de Perón con sus seguidores, quienes carecían de experiencia organizativa y se encontraban cómodos con relaciones de tipo jerárquicas (Tcach, 2002, p. 131-132). Un señalamiento es posible hacerles a Germani y a Di Tella4: olvidan que el carisma –y, por transición, un tipo de liderazgo que hace de este el locus de su funcionamiento– necesita del reconocimiento para ser operativo (Weber, 2008)5.
Antes que una característica meramente individual, el carisma es el nombre que adopta la identificación entre un líder y sus seguidores, donde los últimos precisan reconocer esas “cualidades carismáticas” en el primero para que la relación exista y se mantenga. En su estudio sobre la política y la cultura bajo el gobierno peronista, Ciria (1983, p. 299) señaló la necesidad de considerar el reconocimiento cuando se aborda el liderazgo de Perón. Agregó, además, la instancia de arbitraje como la “forma específicamente carismática de resolver disputas”. Aquí se necesita que los términos en disputa reconozcan la legitimidad del árbitro y de las decisiones que emanan de él. También Sigal (2008, p. 279) repara, siguiendo la estela weberiana, en la importancia del reconocimiento: “designa la producción simultánea del carisma del jefe y la obediencia de sus seguidores”. El disponer de carisma y ser reconocido como su poseedor aparecen vinculados íntimamente. Esta identificación hace que la autora opte por “relación carismática” en vez de “liderazgo carismático”. Le permite reenfocar la mirada hacia el lazo político entre Perón y sus seguidores, donde el “reconocimiento” de éstos convive con una “promesa” por parte del líder.
Se trata de un señalamiento muy importante para complejizar la “naturaleza” del liderazgo de Perón. Según Sigal, la promesa puede ser entendida como la forma específica que adopta en el peronismo la creencia en tanto tipo de relación, pacto entre líder y liderados6. Refiere a la promesa de una “sociedad socialmente justa, objetivamente imposible, incrustada en un compromiso históricamente situado”, por la cual Perón se comprometía a mejorar los niveles de vida de los sectores obreros, de su “pueblo” (Sigal, 2008, p. 284). Trayendo una idea de Barros (2014, p. 299), se trató de una “transformación en la estima de los indignos”, donde sujetos previamente no tenidos en cuenta reclamaron reconocimiento. Del mismo modo, a partir de ella le ofreció a su “pueblo” un horizonte comunitario; (les) edificó una propuesta de cómo debía ser lo común de la comunidad peronista. Parafraseando a Novaro (2000), la promesa, dimensión intrínseca de la relación carismática peronista, permite a Perón a través de su propia persona presentar ante sus seguidores los contornos de la comunidad política imaginada7.
Junto con la “promesa”, aquí se sostiene que otro elemento caracteriza el liderazgo de Perón: la lealtad. Según Balbi (2007a, p. 115), el concepto de lealtad que esbozó Perón en sus escritos de los años cincuenta era condición prioritaria para la “conducción política”. Quien aspiraba a “conductor debe ser leal con quienes habrán de seguirlo, y esta lealtad suya para con ellos engendra la de ellos para con él”. Para el autor, tal concepción bebió intelectualmente de la formación militar de Perón, pero su traspaso al campo político la transformó. Si para los militares se dispensaba y requería lealtad a la institución –al Ejército, por caso–, los usos políticos de la lealtad “giran siempre en torno […] de un individuo, Juan Domingo Perón” (Balbi, 2007a, p. 136)8. Se trata, entonces, de una personalización de la relación de lealtad. Perón, en tanto conductor, aparece como su referente último. Trató de construir vínculos personales de lealtad que reforzaran su posición en la cúpula del movimiento, ya que entendía que así aseguraba su éxito como conductor y el de su colectivo (Balbi, 2007b). Esta forma de concebir la política traspasó a las “primeras líneas” de la cúpula peronista y, desde allí, a los estratos inmediatamente inferiores. Lealtad y su término antagónico, la traición, estructuraron esas “concepciones peronistas de la política” en Perón y en numerosos hombres y mujeres de su movimiento (Balbi, 2014, p. 26).
La promesa y la lealtad son puertas de entrada útiles para comprender algo acerca del liderazgo de Perón y la relación carismática con sus seguidores. No solo en sus años de gobierno. También en el periodo que se abre para el peronismo con el golpe de Estado de 1955: el exilio de Perón, la proscripción política y legal a su movimiento, y las fugases autorizaciones para que siglas “neoperonistas” puedan participar en elecciones9. En este marco, entonces, antes que sostener sin ambages que el “estilo de liderazgo de Perón se mantiene, con las diferencias contextuales obvias, durante todo su exilio” (Ollier, 2010, p. 132), este artículo se interroga sobre las mutaciones que sufrió la representación del liderazgo de Perón en un periodo particularmente álgido para su movimiento en la Argentina. Entre 1962 y 1966, acontecieron dos intentos frustrados de convivencia entre peronistas y no peronistas durante una porción del exilio de Perón: la malograda tentativa integracionista de Arturo Frondizi y la apertura al “peronismo sin Perón” que ambicionó Arturo Illia. Estos “primeros años sesenta” se caracterizaron por la intensificación de la disputa entre políticos y gremialistas al interior del movimiento peronista, con el intento de Augusto Vandor de hegemonizar al peronismo y terminar con el liderazgo de Perón. Por último, en el periodo considerado las juventudes de los peronismos ganaron presencia en las manifestaciones públicas y en las discusiones políticas, a la par de una instalación de la cuestión de la revolución y de los métodos para llevarla a cabo. En definitiva, se trata de un periodo caracterizado para el movimiento peronista por intensas disputas políticas y cruciales transformaciones de sus concepciones, en una Argentina donde el recuerdo de la experiencia nacida de 1945 se mostraba renuente a desaparecer.
A través de semanarios político-partidarios (Compañero, De Pie! y Retorno) y diarios y revistas comerciales (La Nación, La Razón, El Mundo, Confirmado y Primera Plana) de los primeros años sesenta argentinos, el artículo analiza las representaciones que algunos actores individuales y organizativos peronistas hicieron del liderazgo de Perón entre 1962 y 1966. Este conjunto variopinto de fuentes permite aprehender algunas dinámicas y características otorgadas al liderazgo de Perón a comienzos de los años sesenta. Son cajas de resonancia de voces que intervinieron en las polémicas propias del periodo, por caso, entre sectores que abonaban por un peronismo revolucionario y otros que pugnaban por inclinar el movimiento en la Argentina hacia el sindicalismo o al Partido Justicialista. Estos actores individuales y organizativos del peronismo de los primeros sesenta permitirán reparar en esa “vida partidaria” a la que se refiere Quiroga (2014). Es decir, representaciones y prácticas políticas que pudieron estar referenciadas en las dinámicas específicas del Partido Peronista o de algunos de los múltiples intentos organizativos que Perón impulsó en la Argentina desde su exilio español, pero que no pueden circunscribirse a estos espacios institucionales. Se trata de formas de hacer política que pusieron su horizonte en organizaciones paralelas al “partido madre” o en el gremio o sindicato como ámbito para disputar poder y sentido.
En una primera sección, se examina la “verticalidad del mando”, noción por la que apostaron sectores políticos y sindicales peronistas. Involucraba una lealtad absoluta a las decisiones y directivas de Perón. La siguiente sección también posa su mirada en la forma en que se escenificó el liderazgo del jefe del peronismo. Enfoca en el modo en que diversos actores neoperonistas retrataron el rol de Perón. En los intentos organizativos partidarios que ensayaron la promesa y la lealtad parecieron desdibujarse en su apelación al jefe del peronismo. Antes bien, se prometían a sus votantes –y, en alguna medida, a los sectores con poder de veto como las Fuerzas Armadas– que los partidos neoperonistas serían organizados “democráticamente” y sus autoridades electas, esgrimiendo lealtad a las “banderas” del peronismo, mas no a su principal animador, Perón.
Por la “Verticalidad del Mando”. Un Liderazgo (Supuestamente) a Prueba de Errores
Un hilo conductor hilvanará las diversas aristas de lo que es esta primera lectura sobre la figura de Perón: la creencia en la infalibilidad de su liderazgo. Con diferentes argumentos, su lugar era considerado central dentro de la estructura imaginaria en la que diversos actores desenvolvieron sus prácticas políticas.
El recorrido comienza con un sector del peronismo que se autopresentaba como “revolucionario”. El vocero de esta línea, el semanario político-partidario Compañero10, exhibía una peculiar manera de reenlazarse a la heredad peronista: la apuesta por un regreso hacia una autoridad personificada: la del propio Perón (Funes, 2018). La apuesta por rehabilitar la esencia “revolucionaria” del peronismo buscaba restituirle su lugar, al parecer puesto en cuestión por sindicalistas y políticos peronistas por igual. Asimismo, se quería insistir en la orden del exiliado llamando a reorganizar su movimiento sobre bases “revolucionarias”. Colocando en el centro la figura de Perón, aquellas órdenes tomaban, para Compañero y el sector al que decía representar el semanario, la urgencia y la gravedad necesarias.
A este respecto, Mario Valotta, su director, señalaba en uno de sus editoriales:
En la medida en que Perón interpretando al pueblo y a las condiciones objetivas creadas por el régimen en descomposición, llama a las bases del Movimiento a forjar una estructura revolucionaria que permita iniciar la gran batalla por el poder y anuncia su regreso en el presente año [1964], el camino de la unidad es el del acatamiento de las directivas. En cambio, el traicionarlas en la práctica es el camino del antiperonismo y, por ende, el de la traición (‘Contra el divisionismo’)
(Valotta, 1964, p. 1).
La primera oración del extracto va en la dirección de lo que se decía más arriba: Perón, en tanto intérprete de la realidad, llamaba a la reorganización sobre bases “revolucionarias” de su movimiento. No solo habría tomado en cuenta las condiciones en las que se encontraba el gobierno del presidente Illia. Consideraba también lo que el “pueblo” parecía pedirle: la constitución de una herramienta que le permitiera regresar a la Argentina y retomar el poder. La unidad del movimiento peronista pasaría, según Valotta, por el acatamiento sin retaceos a las directivas que emanaban de Perón, la única gran voz del peronismo; al parecer, la fórmula fue Unidad = Acatamiento de directivas, donde el primero de los términos primaba sobre el segundo.
Sugerir que la unidad se alcanzaba solo con el acatamiento de las directivas de Perón, parecía ser otra manera de poner al segundo de los términos en un primer plano. La obediencia a la palabra de Perón era puesta como condición sine qua non de cualquier tipo de unidad “verdadera” en el peronismo al que decía pertenecer Compañero. De allí se puede comprender la otra fórmula del editorial: Antiperonismo = Traición a directivas. Ubicada como un presunto extremo opuesto de la unidad, el antiperonismo –otro de los nombres que parecía darle el director de Compañero a la desunión– era precisamente la “traición” a las órdenes de Perón. Cualquier atisbo de puesta en cuestión era considerado traición, antiperonismo y, a fin de cuentas, desunión.
De ese modo, sólo se podía lograr la unidad si se mantenía un férreo acatamiento a su palabra. Esto es, solo si se dispensaba lealtad a Perón. Como se dijo en la introducción, entendió que el éxito de su empresa de conducción política estaba supeditado a su lugar central dentro del movimiento. Esa forma traspasó a los mandos inferiores, a militantes y simpatizantes por igual. Así, entonces, para decirlo con Quiroga, los llamados a la lealtad, a la obediencia de las directivas, a la verticalidad del mando –como se verá enseguida– tendrían menos que ver con formas repetitivas e itinerantes de “obsecuencia”. Antes bien, serían “modo[s] de reconocimiento en la ‘relación carismática’”, donde el nombre “Perón” funcionaba como el santo y seña para que diversos grupos se reconocieran como peronistas (Quiroga, 2014, p. 101).
De forma similar, la publicación que animó el nucleamiento disidente del tronco vandorista de las “62 Organizaciones Peronistas”, ¡De Pie!11, sentenciaba en su número inaugural:
Todos los peronistas tienen la certeza de que la fuerza de su movimiento radica en la fortaleza moral y política de su líder [...] En las diversas etapas de esta lucha fue siempre el general Perón quien debió volcar todo el peso de su autoridad de conductor para evitar que ciertos dirigentes, erigidos circunstancialmente en poderosos, pretendieran jugar en su beneficio las posiciones alcanzadas para definir hechos o alternativas políticas a que da lugar el carácter mayoritario de nuestro movimiento […] La verticalidad del mando, antes como ahora, salvó no sólo la unidad del peronismo, sino que evitó la comercialización con los mercaderes de votos
(La verticalidad […], 1966, p. 4)
Perón aparece aquí como la piedra de toque de su movimiento. La fuerza de que pudiera disponer el peronismo radicaba, según el extracto, exclusivamente en su calidad política única. Esto era algo que todo integrante del movimiento debía saber, según el semanario dirigido por José Alonso. Asimismo, debía conocer que Perón habría enfrentado peligrosas disputas a su autoridad como máximo líder. Resulta sugestiva la forma en que la publicación censuraba a aquellos dirigentes que pretendían rivalizar con Perón: “ciertos” dirigentes, elevados “circunstancialmente” en posiciones de poder, que habrían buscado erigirse como los decisores últimos de las tácticas que el movimiento debía tomar. Una decisión que, para De Pie!, involucraba únicamente a Perón. Se trataba, al igual que en el extracto de Compañero, de una reafirmación de esa “palabra decisiva”, punto de condensación de esos elementos nacional-populares que caracterizaron al peronismo (Ipola; Portantiero, 1989, p. 30). A partir de este señalamiento, se comprenden reparos como “ciertos” o “circunstancialmente” del extracto citado. Se trataba de dirigentes políticos y gremiales que solo habrían estado en esas posiciones por Perón. ¿Cómo se atrevían aquellos, parecía ser la protesta de De Pie!, a querer delinear las “alternativas políticas”, siendo una prerrogativa que únicamente portaría Perón? A esto apuntaba la pregonada “verticalidad del mando”. Si la cadena de mando recorre un camino de arriba hacia abajo, como sugería la publicación, una voz que ordenase desde cualquier otro lugar constituía no solo un desacato, sino también una horadación del liderazgo de Perón.
No es casualidad que se apueste por una concentración verticalista de la decisión política. Debe recordarse la caótica situación en la que se encontraba el peronismo. Un líder en el exilio, impartiendo directivas mediante “delegados personales”, y organismos interventores designados que estaban sujetos a las disputas de poder dentro del movimiento. Y, claro, también acotados a los márgenes de acción otorgados por los actores con poder de veto en la Argentina de principios de los años sesenta. Ante un panorama de prácticas “litigantes, centrífugas y porosas” (Quiroga, 2014, p. 88), los apologistas del verticalismo veían a la centralización completa de las decisiones en Perón como un modo de resistir y sobreponerse a los vaivenes políticos.
Retomando las ideas del extracto citado, la puesta en cuestión del principio de “verticalidad del mando”, otra forma de decir la puesta en cuestión de Perón, no parecía contribuir a la unidad del movimiento. La exacerbación de la “verticalidad” habría permitido, como se argüía en las líneas finales del extracto citado, proteger al peronismo de su división. Esa máxima obediencia a las órdenes de Perón, el acatamiento a sus directivas, pareció haber preservado al peronismo de cualquier partición, dando por tierra con las pretensiones de los “circunstanciales” dirigentes. Algunos de ellos, incluso, intentaron presentar al voto como una salida para los anhelos peronistas. Clara referencia, por otro lado, a la estratagema electoral que buscó abrir para el peronismo el sector capitaneado por Vandor desde marzo de 196512.
Asimismo, la “verticalidad” también fue abordada por otra línea al interior del peronismo en los años trabajados en este artículo: la comandada por el Partido Justicialista en la Provincia de Buenos Aires. Raúl Jassen13, por aquel entonces al frente del semanario político-partidario Retorno,14 reflexionaba sobre la cuestión del mando vertical en estos términos:
Obedecer, obedecer y obedecer. Este es el único lema posible en esta hora de confusión. Sin disciplina, sin un fuerte sentido del deber en quienes lo forman, no hay Ejército capaz de funcionar adecuadamente […] La Verticalidad del Mando no es disputable. No se trata de un acto rutinario. No se resuelve juntando votos ni reclutando ‘coros’ para cantar la ‘grandeza’ de quienes no tienen ni asomo de la misma […] Nuestra obediencia a la Jefatura no está condicionada a fenómenos más o menos pasajeros de la actividad política ni se instrumenta a través de una táctica pasajera o una estrategia general. Responde, eso sí, al íntimo conocimiento de la filosofía política más pura y auténtica. Es, en cierta forma, un sentido teológico el que la impulsa, alienta y mantiene
(Jassen, 1966, p. 3).
Jassen comenzaba sus reflexiones sentenciando que una de las características sobre las cuales no valdría la pena insistir, ya que parecía ser una cuestión sobreentendida, era que el peronismo estaría compuesto por soldados y que tomaba la forma de una milicia. Esto no puede resultar una sorpresa. Rozitchner (2012) reflexionó sobre las repercusiones de la formación militar de Perón en su actividad política posterior. Tanto fue su peso que la Escuela Superior Peronista, donde Perón formó cuadros políticos en sus años de gobierno, tomó su método de organización de la Escuela Superior de Guerra. Con ello repitió la “organización militar en lo civil” (Rozitchner, 2012, p. 337). Ubicado el extracto citado en este marco, se comprende mejor la insistencia con la cual Jassen remarcaba la necesidad de obediencia y de disciplina, supuestos antídotos para eso que calificaba como una “hora de confusión” para los peronistas. Al igual que sucede con un ejército regular, esta “milicia” no podía funcionar adecuadamente sin obediencia disciplinada a las directivas que emanaban de su jefe.
Es preciso señalar que marzo de 1966 constituyó un álgido periodo para el movimiento que lideraba Perón. Al cisma que se produjo en enero, cuando algunos gremios se separaron de la Mesa de las “62 Organizaciones Peronistas”, se sumaba el “partido de campeonato” por la gobernación de Mendoza entre el candidato auspiciado por Perón, Ernesto Corvalán Nanclares, y Alberto Serú García, quien concurría amparado por Vandor. Este último, haciendo caso omiso a las órdenes de la nueva delegada de Perón en Argentina, su tercera esposa, María Estela Martínez, decidió presentarse de forma separada en los comicios mendocinos. Con el candidato vandorista derrotado, el episodio se caracterizó por el desacato a las órdenes de Perón.
A este respecto, debe recordarse una característica que el Perón docente-militar legó a su movimiento una vez que saltó a la liza política: un particular rechazo al disenso15. Esta hostilidad permeó la discursividad de sus acólitos en los años considerados en este artículo. En el caso de Jassen, en sintonía con Valotta, cualquier desacuerdo con Perón era erigido como una afrenta a su liderazgo. Para ambos, el desacuerdo parecía ser intolerable. Asimismo, debe tenerse presente la peculiaridad del desafío a Perón y a su mito que intentó el vandorismo. Vandor parecía horadar esa idea de comunidad política disciplinada que evocaba la “verticalidad del mando”, donde la única voz legítima era la de Perón. Lo mismo pasó, como se verá en la próxima sección, con los políticos “neoperonistas”. Esa imagen comunitaria recuerda, de alguna manera, a lo que Lefort (1990) denominó régimen teológico político. La comunidad tiene una sola voz legítima que proviene del cuerpo que la encarna, el príncipe, representante divino en la tierra. Su cuerpo físico expresa el cuerpo simbólico del reino16. En lo que concierne al peronismo, es claro que el mecanismo de elecciones periódicas pone en tensión esta imagen. No obstante, ello no quita los parecidos de familia si se atiende a la centralidad que tenía la voz de Perón a la hora de delimitar qué era legítimo y qué no al interior del espacio solidario peronista.
Retomando el extracto de Jassen, Vandor disputaba la verticalidad del mando de Perón. Sin embargo, su jefatura, para el editor de Retorno, no obedecía a elecciones periódicas ni a la existencia de un grupo que se presentara como encarnación del movimiento, como en el caso de los vandoristas. Tampoco su obediencia vertical habría estado determinada, en sintonía con lo que se señalaba en De Pie!, por tácticas pasajeras o consideraciones meramente estratégicas. La disciplina con las órdenes de Perón estaba enraizada, argumentaba Jassen, por un presunto conocimiento “teológico”, en lo que se calificaba como la filosofía más “pura y auténtica”17. En otras palabras, la verticalidad del mando parecía estar sustentada en la fe, en su sentido más lato. Se ve escenificada esa particularidad que Schmitt (2005) señaló respecto a los conceptos modernos de la teoría del Estado (o de lo político): toman la forma de un tropo teológico. Sin embargo, a diferencia del jurista alemán, los términos con los cuales Jassen se refiere a la dimensión de lo político estaban pobremente secularizados. La calidad del mando político que tendría Perón residía, para el director de Retorno, en un conocimiento que trascendía lo mundano. En la búsqueda por explicar la esencia del liderazgo de Perón y la razón de seguir a raja tabla sus órdenes, Jassen recurrió a un más allá de la experiencia sensible, explicando la presunta calidad del mando con categorías teológicas poco secularizadas.
Estas discusiones aparecieron con claridad cuando, algunos meses antes del número citado arriba, desde Retorno se reflexionaba sobre los que desconocían el poder delegado por Perón en María Estela Martínez. Disputando con aquellos, recordaban la estructura piramidal del movimiento, “en cuya cúspide se asienta el caudillaje indiscutido e indiscutible” de Perón. Así, cualquier crisis por la que atravesara el peronismo podía fracturar lo que denominaban “concepción monolítica del Movimiento”18. Toda crítica con las decisiones que emanaban del vértice no haría otra cosa más que horadar esa ánima que hipotéticamente dinamizaba al peronismo. “Quien discuta una orden, o sabotea una instrucción de Perón, se entiende que atenta contra las esencias del Movimiento, de cuya verticalidad depende el milagro de la unidad” (Quienes […], 1966, p. 1).
En definitiva, se ha podido ver hasta aquí la insistencia con que diversas líneas del peronismo en los primeros años sesenta reivindicaron una imagen particular de Perón, colocando el acento en el carácter indubitable de su liderazgo y, al mismo tiempo, en la perentoria necesidad para su movimiento de acatar sus directivas. Y, también, en la imposibilidad de discutirlas. Este supuesto acatamiento asemejaba ser una condición sine qua non para preservar la unidad del movimiento. En contrapartida, su desacato no sólo habría de atentar contra ella. Significaría también una afrenta contra la figura de Perón. Así, la renuencia de los sectores vinculados a Vandor en acatar las directivas que emanaban desde la “verticalidad del mando” no parecían ser otra cosa, para los sectores peronistas examinados aquí, que un intento por disputarle ese lugar central a Perón. Sea con el dispositivo de poder de las “62 Organizaciones Peronistas”, con los aceitados vínculos que estableció con las cúpulas militares, o, incluso, con el armado político que suponía la Unión Popular y sus legisladores en el Congreso Nacional, la disputa en la que se embarcó Vandor parecía ser para muchos contingentes autodefinidos como “leales” a Perón una cuestión sin sentido. ¿Cómo un simple gremialista querría socavar el mando al forjador y animador del movimiento peronista?
Más arriba se precisó esa renuencia de Perón hacia cualquier atisbo de puesta en cuestión de la “unidad” del peronismo, encarnada en sí mismo. Esta caracterización impactó en la forma en que los peronistas comprendieron su liderazgo. La pregonada “verticalidad del mando” y la pretensión de que las órdenes de Perón no podían ser discutidas se correspondían con esta concepción militar que embebió al peronismo: una comunidad política disciplinada que evocaba las formas militares. De aquí se sigue, entonces, esa obsesión por la obediencia y la crítica al disenso que manifestó Perón, que para algunos peronistas mantenían todo su sentido. En esta figuración comunitaria, quien dispute el lugar de Perón era considerado como un “enemigo” al peronismo, que atentaba contra la estructura piramidal del Movimiento y su unidad19. Esta configuración evoca algo de lo que la teoría política ha llamado el régimen teológico político. La unidad comunitaria está dada por el cuerpo y la voz del sujeto que la encarna, mediador de una voluntad trascendente. Desde luego, en lo que al peronismo se refiere, no es más que una evocación. Se quieren señalar tan sólo ciertos aires de familia que parecieron teñir los modos a través de los cuales pensaron la comunidad política algunos peronistas en la Argentina de principios de los años sesenta.
Un Mero Símbolo en el Horizonte de la Reorganización Partidaria
En julio de 1963 se celebraron elecciones presidenciales en la Argentina. En medio de una intensificación del conflicto al interior de las Fuerzas Armadas20, el presidente José María Guido (1962-1963) decretó la proscripción de la fórmula peronista para competir por la primera magistratura nacional21. Luego de momentos de dubitación, Perón comunicó a principios de aquel mes su orden de votar en blanco como “repudio al fraude y para no legalizarlo” con la participación (La orden […], 1963, p. 4). Una de las consecuencias que tuvo en el peronismo este proceso eleccionario fue la decisión de Perón de reorganizar el partido. Mientras el llamado Consejo Coordinador y Supervisor (CCS)22 entraba en un progresivo letargo, en agosto de ese mismo año 1963 nació el conocido “Cuadrunvirato”. Debía convocar a elecciones internas en un plazo no mayor a 60 días. Según los trascendidos de la reunión formativa del organismo, para el 31 de diciembre de 1963 el peronismo debía tener nuevas autoridades (Novedades […], 1963, p. 8). El proceso que dinamizaron las presidenciales de julio tuvo una particularidad: simbolizó una suerte de desacato a Perón y una crítica a sus directivas y decisiones, poniendo en cuestión su liderazgo.
Estas invectivas empezaron a circular al comenzar el proceso reorganizador. En septiembre, el presidente del bloque de senadores nacionales de los Movimientos Populares Provinciales (MPP), Elías Sapag, señalaba ante la prensa que entre justicialismo y peronismo existía una diferencia. Según este senador por la provincia de Neuquén, si bien los MPP concordaban con la doctrina justicialista y sus principios, no estaban de acuerdo “con el sistema ni con la conducción personalista”. Aquí se intentaba desimbricar al peronismo de su nombre propio, de Perón. Se decía dispensar lealtad hacia las “banderas” peronistas, mas no hacia su líder. En contra de ello, Sapag argumentaba que en su provincia se practicaba una política autónoma para que el “pueblo” pudiese darse “en forma democrática y republicana” sus propias autoridades partidarias y elegir a sus representantes locales y nacionales. Todo ello sin “digitaciones, exclusiones y chantajes”, ya que no habría, según el senador, “nada ni nadie antes que la patria” (La doctrina […], 1963, p. 6).
Tan solo unos días después, en la localidad de Las Flores, provincia de Buenos Aires, similares declaraciones se realizaron en una reunión peronista. En una asamblea presidida por el otrora candidato a vicegobernador por Buenos Aires en 1962, Francisco Marcos Anglada, se dijeron cosas del tenor de “estamos cansados de vivir en tinieblas” o “tenemos que dejar de usar andadores”. Con la anuencia de todos los asambleístas presentes se decidió allí darle al movimiento peronista autoridades elegidas “en Buenos Aires y no en Madrid”. Estos “rebeldes en el peronismo”, como los denominó el cronista del diario La Nación, se habrían rehusado a continuar obedeciendo la táctica que marcó el discurrir del peronismo desde 1955: la plétora de viajeros y emisarios, de delegados con cartas y cintas magnéticas grabadas con mensajes y órdenes de Perón (¿Rebeldes?, 1963, p. 6). Al parecer, en la asamblea de Las Flores, el dispositivo que medió el vínculo entre Perón y sus seguidores estaba horadado.
En una misma línea va Arias en su análisis sobre otro desprendimiento neoperonista de los años trabajados en este artículo: el Movimiento Popular Mendocino, liderado por Serú García. El antecesor inmediato de este armado, el partido Tres Banderas, constituyó el “primer movimiento disidente provincial”, contrario a las “disposiciones del verticalismo peronista” (Arias, 2000, p. 152). Según la autora, la reticencia que demostró Serú García hacia los llamados a la vuelta al redil de Perón se basó en su crítica a los delegados personales del líder. El mecanismo de selección “a dedo” de aquellos hacía que el neoperonismo mendocino, en este caso, pusiera entre paréntesis las disposiciones que emanaban desde Madrid. El seguidismo de las órdenes precisaba, al parecer, una desintermediación.
Este conjunto de breves opiniones al calor de lo que era la reorganización partidaria del peronismo marcaba dos cuestiones en lo que hacía a las representaciones del liderazgo de Perón. Por una parte, se buscaban presentar los intentos organizativos como una suerte de “democratización” de las estructuras del partido. A diferencia de lo que sucedió cuando Perón gobernaba, en 1964 debían ser los afiliados los que dictaminaran los cargos partidarios y las candidaturas. Esto se encontraba en las antípodas del cuadro pintado por los apologistas de la “verticalidad del mando” vistos páginas arriba. Y, por la otra, Perón era enlazado con maniobras oscuras, soterradas y secretas, con el solo motivo de colocarse a sí mismo en un lugar primordial. A este respecto, piénsese en la crítica que suponía para los Movimientos Populares Neuquino y Mendocino y para los congregados en Las Flores la hipotética “digitación” que habría cubierto al movimiento con órdenes desde Madrid. Varias de estas características se presentaban, para los sectores mencionados, como la antítesis del sesgo “republicano” y “democrático”, de autoridades y responsables electos, que debía dársele al partido peronista con la reorganización.
Tan solo dos meses más tarde, cuando arreciaba el proceso reorganizador y se vencían los plazos para la constitución de las nuevas autoridades, dirigentes principales de la Línea Las Flores-Luján hablaron por Radio Rivadavia. De las alocuciones, se destacan dos. Una es la del abogado Raúl Tierno. La otra, del periodista Roberto Speratti. Respectivamente, señalaban los neoperonistas:
Este movimiento aflora tras la errónea conducción que se evidencia con el fracaso comicial del 7 de julio. Queremos recuperar el movimiento para servicio de la Nación con procedimientos adecuados a un lineamiento nítidamente democrático. No sólo alcanzar el poder provocando caos y la insurrección. Queremos terminar con conducciones digitadas y dirigidas
(Novedades […], 1963, p. 5).
El movimiento procura la elección directa de los afiliados para constituir los organismos partidarios, ajustándose a la carta orgánica y al estatuto de los partidos políticos […] El justicialismo no tiene patrón. El pueblo es su dueño y éste es el que decide. Buscamos la democratización partidaria
(Novedades […], 1963, p. 5).
En el primero de los extractos, Tierno marcaba una de las tonalidades del intento llevado a cabo por el grupo de Las Flores: Perón se habría equivocado en las elecciones presidenciales de 1963. No podría decirse que esta crítica representaba una novedad. Los primeros partidos neoperonistas luego de 1955 censuraban sus aptitudes y actitudes23. No obstante, aquí se jugaba algo más que una mera invectiva circunstancial. Se ponía en tela de juicio un modo de posicionarse frente al sistema político-electoral organizado tras el desalojo del peronismo del poder24. ¿No se censuraba en la alocución del abogado acaso la tesitura de querer retornar al poder mediante el “caos y la insurrección”, tácticas de las que Perón se valió en sus primeros años de exilio?25 En este sentido, antes que verlo como el “jefe del movimiento indiscutido” (Ollier, 2010, p. 133), el lugar del líder exiliado en Madrid parecía ser puesto en cuestión en estos primeros sesenta. Cuestionamiento que asemejaba descreer de su promesa de bienestar socioeconómico para su “pueblo” y, correlativamente, desconocer el elemento de lealtad que aceitaba las relaciones en el peronismo. A partir de esto se comprende mejor lo segundo que sostenía Tierno: recuperar al movimiento apelando a mecanismos “democráticos”, que involucraban la selección de autoridades y candidatos, y, nuevamente, echando por tierra otra de las constantes que parecieron acompañar al peronismo en los años de la proscripción: la selección tan arbitraria como intempestiva de delegados y portavoces26.
De forma similar a su correligionario, Speratti destacaba en el extracto referenciado la necesidad de que el movimiento peronista recurriera a elecciones internas para darse autoridades. Más aún, señalaba que el peronismo debía buscar esa instancia ajustándose a las normativas que dictaba no solo su carta orgánica, sino también el estatuto de partidos políticos27. Resulta interesante que Speratti mencionara esta acomodación. Parecía significar que una porción de las líneas políticas peronistas de este periodo empezaba a considerar las posibles ventajas que cabría para el movimiento el aceptar las condicionantes que se le impusiera para participar en la liza electoral. Otra vez, eso constituía una suerte de desacato hacia Perón y la forma de la comunidad política articulada bajo su persona como única voz legítima, tal y como se vio en la sección anterior. Así, dejaba de ser considerado como el “dueño” del movimiento. Según argüía Speratti, el peronismo no tendría otro patrón que el pueblo y era éste quien habría de decidir qué hacer. Aun cuando no señalara cómo, lo cierto es que el sintagma “democratización partidaria”, bandera de este intento horadador del liderazgo de Perón, operaba como el quid de la cuestión. El “pueblo” habría de decidir por sí mismo qué es lo que debía hacerse cuando pudiera elegir (nuevamente) por sí sólo, libre de “digitaciones” y mediante sus propios representantes. Estos sectores neoperonistas apostaban menos a comprometerse con Perón que con sus seguidores y con los “factores de poder” económicos y políticos. Eran, claro, los que vetaban o permitían los intentos de organización del neoperonismo.
Este conjunto de razonamientos se encontraba en las antípodas del dispositivo que habría elaborado el viejo líder en sus años de gobierno: Perón = Pueblo. Aquí, en cambio, esa materialización de un colectivo abstracto y mudo a través del cuerpo y la voz de Perón (Sigal; Verón, 1988) o el juego de correspondencia erigido a partir de la imagen de la “unidad nacional” (Svampa, 2006) quería ser desanudado por la Línea Las Flores-Lujan. Buscaban romper esa ecuación en la que el “pueblo” remitía indefectiblemente a Perón.
Más arriba se ha mencionado la postura de Elías Sapag en relación a la reorganización y su opinión sobre Perón. En febrero del 64, varios meses antes de las elecciones internas en el peronismo, el semanario comercial Primera Plana realizó un informe especial sobre el senador neuquino y su movimiento provincial. Sapag sentenció: “Estamos en rebeldía dentro del justicialismo”, en sintonía con la Línea Las Flores-Luján de Anglada. No solo el Movimiento Popular Neuquino (MPN) sino también otros movimientos provinciales se mostraban cada vez más disconformes con las decisiones del CCS, sea por el “pacto” con Frondizi de 1958 o por la intención de concurrir a los comicios del ‘63 con Vicente Solano Lima como candidato. Según Sapag, su partido no acataba ninguna disposición “que no provenga de la soberanía popular y de la tradición federalista del país”. Si el peronismo necesitaba recuperar con plenitud sus derechos políticos, para el senador neuquino, no habría otro medio que el “respeto a las instituciones” (Neuquén […], 1964, p. 21). Elección de autoridades, reivindicación federalista y consideración de la faz institucional eran las claves marcadas por Sapag. Esta porción del peronismo político parecía coincidir en las directrices que debían guiar al movimiento peronista en la reorganización partidaria. Y, de suyo, romper esa ligazón “personalista” entre Perón y su movimiento. Se dispensaba lealtad al contenido del peronismo, mas no a su jefe y principal animador.
Sin embargo, interviene una cuestión que parece ensombrecer la continuidad mencionada en el párrafo anterior. Casi al final de su informe especial, Primera Plana hizo intervenir a otro de los Sapag, a Felipe, gobernador de la provincia de Neuquén. Se lo presentaba en las antípodas de su hermano Elías: de modales suaves, humilde y trabajador. Más allá de este retrato, resulta interesante reparar en las palabras de Felipe en relación a las tareas que desempeñaba el MPN dentro del territorio neuquino. “Nuestro partido trabaja por la reivindicación histórica de Perón y de su doctrina”. Sin embargo, la aplicación concreta de aquella en cada provincia incumbía únicamente a los políticos provinciales, sentenciaba el gobernador. Se trataba de una revalidación del lugar de Perón dentro de la política local. Además, señalaba una divergencia respecto al rol que se le asignaba desde estos sectores políticos a Perón. El viejo líder dejaba de ser, según se desprende de lo dicho por Felipe Sapag, el artífice de actitudes manipulativas y obstruccionistas, para transformarse en lo que era motivo de escándalo para sectores “revolucionarios”: “un símbolo o un mito, pero lejano y retirado de la política activa” (Valotta, 1963, p. 1). En lo dicho por Sapag, el nombre “Perón” fungía como prenda de reconocimiento entre los actores políticos peronistas. Mediante su utilización, el gobernador de Neuquén ubicaba su espacio político y tendía redes de identificación con sus votantes, simpatizantes o seguidores en el territorio provincial.
Al mismo tiempo, este tipo de expresiones ponía en cuestión un tipo de comunidad política: esa en la cual la voz de Perón era la única que podía oírse y demandar obediencia. En este sentido, entonces, si bien es cierto que pueden marcarse ciertos ecos del horizonte teológico político en la escenificación del espacio solidario de algunos grupos peronistas en los primeros años sesenta, también debe señalarse que existieron algunos intentos por desplazar ese lugar central de Perón. Vandor y los diversos políticos neoperonistas examinados antes dan la pauta de ello.
Palabras Finales
Este artículo se interrogó sobre las escenificaciones de la jefatura de Perón en una porción de los años sesenta argentinos. Analizó las representaciones de su liderazgo que forjaron un conjunto de actores individuales y organizativos peronistas en la Argentina entre 1962 y 1966. Se recuperaron dos nociones mediante las cuales se buscó complejizar el señalamiento usual del liderazgo de Perón como uno carismático, donde sus seguidores lo serían meramente por las características agraciadas de su jefatura. Antes bien, poniendo el acento en el reconocimiento que involucra indefectiblemente la relación carismática, este artículo se valió de la dimensión de la promesa y de la lealtad como elementos para interrogar de forma acabada al vínculo carismático peronista.
En las páginas precedentes, dos situaciones caracterizaron las articulaciones de aquellos elementos. De un lado, los actores que abogaron por un seguimiento a ultranza de Perón prometían una absoluta lealtad a sus disposiciones, insistiendo que la verticalidad del mando político era la única garantía para que el peronismo se mantuviera unido. El reconocimiento de su jefatura se mantenía, entonces, incólume. Así, por ejemplo, se abogó por un regreso a Perón como la encarnación de la autoridad en su movimiento. La situación anárquica, con organismos interventores, partidos de etiquetas peronistas y personalidades que se arrogaban la representación del peronismo abonaron a ese intento ordenancista de buscar en la figura de Perón el dispositivo para organizar al movimiento en el plano local. Búsqueda que, claro, tuvo en el mito del avión negro y la promesa del regreso de Perón un punto fundamental de las esperanzas de sus seguidores, particularmente en la configuración del proyecto comunitario peronista. Y, del otro, los intentos organizativos de los neoperonistas buscaron despersonalizar la promesa y la lealtad de la relación carismática de Perón y sus seguidores. En su apuesta, ambos elementos intentaron enlazarse con este último de los términos. A los “votantes” peronistas se prometía una reorganización “democrática” de las estructuras partidarias, donde la selección de representantes políticos deje de estar mediada por Perón. Promesa que, claro, agradaba a distintos actores no peronistas y antiperonistas. Significaba, en pocas palabras, que el líder sería finalmente desintrincado del peronismo, colocado definitivamente más allá de los márgenes del propio espacio solidario. El reconocimiento carismático se encontraba seriamente disminuido. A su vez, y en una suerte de movimiento pendular, la promesa hacia los contingentes peronistas conllevaba declarar su continuidad con los postulados sociales y económicos que inspiraron al peronismo. Los neoperonistas declaraban, entonces, lealtad a las “banderas” del movimiento, no así a su líder e inspirador. La apuesta por la reorganización de los “rebeldes” se movió sobre ese desplazamiento de la promesa de lealtad y la lealtad a la promesa primigenia.
La “vida partidaria” peronista a principios de los años sesenta argentinos, sin desconocer el carácter ordenador del partido, lo trascendía. Este artículo buscó examinar los sentidos que diversos actores involucrados, a veces directa y otras indirectamente en las disputas políticas del peronismo, dieron al liderazgo de Perón en un periodo donde su monolítica jefatura y su “palabra decisiva” mostraron ciertas fracturas, producto del aletargamiento de las promesas y las lealtades peronistas de principios de los años cuarenta en la Argentina.
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El autor quiere agradecer la lectura y los comentarios de las y los evaluadores anónimos a una versión previa del documento.
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Es el caso, por ejemplo, de Mathias (2017, p. 168) y su trabajo sobre la persistencia de la “popularidad simbólica” de Perón tras 1955. En tanto estilo político populista, el peronismo se habría caracterizado por una “fuerte relación afectiva entre el líder carismático y sus seguidores”.
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Comentario que se puede hacer extensivo a trabajos más actuales, pero que repiten ese esquema de comprensión del “hecho peronista”. Para Deusdad (2003, p. 23), por caso, el liderazgo populista y el carismático se corresponden, ejerciendo Perón una “manipulación sobre las masas exaltadas por su presencia”. Asimismo, según Ollier (2010, p. 130), Perón logró la “adhesión de los trabajadores merced a su carisma plasmado en un discurso sencillo y en políticas públicas destinadas a él”. A distancia de estas aserciones, en este artículo se sostiene que para comprender algo de la “relación carismática” entre Perón y sus seguidores debe irse más allá de la “manipulación” como argumento.
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Según el autor, a la hora de sopesar la cualidad carismática de una persona solo importa “cómo se valora [ésta
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Acierta Balbi (2009) al señalarle a Sigal algunos flancos delicados de su apuesta teórica por la “promesa” para explicar el origen del peronismo. Es cierto que en el trabajo de Sigal la promesa primigenia de Perón es “desplazada fuera del tiempo y recolocada en un plano donde puede operar indefinidamente, siempre igual a sí misma” (Balbi, 2009, p. 154). Aquí se rescata de esta teorización el modo en que operó esa promesa y los desplazamientos de sentido que se produjeron en ella en un momento histórico determinado: el exilio de Perón.
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Puede pensarse, incluso, que este proceso de “personificación” del proyecto comunitario se vincula a esa materialización de colectivos abstractos –la Nación, la Patria o el Pueblo– que observan Sigal y Verón (1988) en el dispositivo de enunciación de Perón.
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Tras el quiebre constitucional de septiembre de 1955, Balbi (2007b, p. 228) señala que Perón se transformó en el “principio articulador” del movimiento, intensificando la influencia de la “lealtad” como parámetro para legitimar o deslegitimar –a través de la “traición”– la política de los peronistas en la Argentina. Gran responsabilidad tuvo la situación de desorganización en la que entró el peronismo tras el exilio de su jefe. Por ello, no resulta una simple casualidad que la “mayor amenaza al liderazgo de Perón haya surgido de la estructura sindical peronista, donde residía la mayor capacidad organizativa”.
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Perón deambuló por varios destinos entre 1955 y 1973. Se alojó brevemente en Paraguay y luego, en noviembre del mismo año, en Panamá. Hasta 1958 estuvo en Venezuela. Tras el golpe de Estado a Marcos Pérez Jiménez, se trasladó a República Dominicana. Finalmente, en 1960, Perón y María Estela Martínez viajaron a España. Más allá del frustrado intento de retorno a la Argentina de 1964, que efectivizó el miedo no peronista al “avión negro” que lo traería nuevamente al país –de allí el epígrafe de este artículo–, el jefe del peronismo vivió en la España franquista hasta principios de los años setenta.
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Fue un semanario que editó 79 números entre 1963 y 1965. En su dirección estuvo Mario Valotta, médico y otrora militante del reformismo universitario. En agosto de 1964 se transformó en vocero del Movimiento Revolucionario Peronista que lideraban Gustavo Rearte y Héctor Villalón. Sin embargo, la caída en desgracia del grupo en los meses finales del ‘64 y los problemas financieros hicieron que el semanario dejara de publicarse. Compañero continuó a otras publicaciones donde Valotta fue director. Por caso, el periódico Democracia (1962) y el semanario 18 de Marzo (1962-1963). Para ampliar, Funes (2018) y Caruso (2019).
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Se trató de la publicación oficial de las “62 Organizaciones de Pie Junto a Perón”, un grupo de 18 sindicatos que se separó en enero de 1966 de la Mesa Coordinadora que comandaba Vandor. El director del semanario fue José Alonso, otrora secretario general de la Confederación General del Trabajo desde el Congreso Normalizador de 1963. De Pie!contó con 19 números y se editó entre marzo y julio de 1966. Para ampliar, Carman (2015).
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Habiéndose levantado algunas de las medidas proscriptivas, el peronismo participó bajo la sigla partidaria “neoperonista” Unión Popular en los comicios legislativos del 14 de marzo de 1965. Pasó de 17 bancas a 52 en la Cámara de Diputados. El oficialismo, mientras tanto, perdió algunas. Para Tcach (2007), la nueva composición de diputados, la gran mayoría de ellos gremialistas, reflejaba el peso político de Vandor y su sector. Distinta es la posición de Marcilese (2007), para quien la presencia de candidatos de extracción sindical no fue mayoritaria en las listas. Una gran cantidad de ellos procedía de sectores políticos.
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Nacido en Buenos Aires, a los 15 años participó en la revista Tacuarade la Unión Nacionalista de Estudiantes Secundarios (UNES). Su participación en el semanario Mayoría le permitió entrevistar a Perón, estableciendo incluso una relación con el empresario Jorge Antonio (Besoky, 2016).
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Fue una publicación financiada por el empresario Jorge Antonio y vinculada al Partido Justicialista de provincia de Buenos Aires. Editó 111 números entre 1964 y 1966, contando con tres directores a lo largo de sus “dos épocas”. Para ampliar sobre algunos tópicos, Funes (2022).
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Debe señalarse, sin embargo, que no se trataba aquí de una concepción que colocaba el acento en la homogeneidad, apostando por una imagen sustancial y unánime de la comunidad. Este fue el caso, por ejemplo, de la figuración comunitaria de la organización político-militar Montoneros en los años setenta (Slipak, 2019). Perón, en cambio, se mostraba dispuesto a rechazar como legítimas diferentes voces. No obstante, entendía que la política organizaba diferencias.
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En este punto, las reflexiones elaboradas por el autor francés se nutren del trabajo de Kantorowicz (1957).
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Párrafos más atrás se ha señalado con Rozitchner (2012) ese particular rechazo de Perón al disenso. Piénsese, a este respecto, en la categoría de “unidad espiritual”, formulada en sus años al frente de la Escuela Militar y reformulada para ser aplicada en el campo de la política durante su gobierno. Para Plotkin (1993), Perón expresaba allí la necesidad de elaborar e implementar una doctrina única, que unificara las percepciones y marcara los límites de los desacuerdos permitidos dentro de la comunidad política escenificada.
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Sin embargo, esta particularidad del diseño comunitario no puede obturar los alternativos mecanismos de ruptura fundacional y regeneración hegemonista que manifestó el llamado “peronismo clásico” (Aboy Carlés, 2007). Antes que la reducción completa de los límites legítimos de la comunidad y la expulsión del adversario –transformándolo en un enemigo irreductible sin más–, el “primer peronismo” fue un caso arquetípico de una identidad con pretensión hegemónica, donde la introducción del adversario en el propio campo es una apuesta fundamental (Aboy Carlés, 2013).
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Entre los primeros meses de 1962 y los de 1963 se desató un conflicto al interior de las Fuerzas Armadas, que derivó incluso en escaramuzas y enfrentamientos armados. De un lado estaban los “legalistas azules”, con los generales Julio Rodolfo Alsogaray, Osiris Villegas y Juan Carlos Onganía como comandantes. Del otro, los “colorados antiperonistas” de Federico Toranzo Montero y Juan Carlos Lorio. Para un examen de la composición y las diferencias programáticas de las facciones, Mazzei (2012).
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De cara a las presidenciales, en mayo de 1963 un heteróclito grupo de “neoperonistas”, conservadores y desarrollistas organizaron un frente electoral para disputarle votos al partido que contaba con la venia oficial, la Unión Cívica Radical del Pueblo y a su fórmula Arturo Illia-Carlos Perette. Mientras la Unión Cívica Radical Intransigente ungió a Oscar Alende y a Carlos Silvestre Begnis como candidatos a presidente y a vicepresidente, respectivamente, Perón optó, en cambio, por Vicente Solano Lima del Partido Conservador Popular. El Frente Nacional y Popular, no obstante estas divergencias de nombres, naufragó víctima de la proscripción. A poco de las elecciones, el gobierno de Guido prohibió presentar candidatos a la Unión Popular. Tras esto, los otros conformantes del Frente llamaron a votar en blanco.
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La institución surgió en los últimos meses de 1958. Siguiendo a Melón Pirro (2017, p. 205), el CCS fue un “cuerpo creado con la pretensión de contener las distintas expresiones del movimiento [peronista
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Con la autodenominada “Revolución Libertadora”, antiguos funcionarios peronistas organizaron armados partidarios. El primero de ellos fue la Unión Popular, de Rodolfo Tecera del Franco y Atilio Bramuglia. Para una ordenación de los principales partidos neoperonistas, Arias y García Heras (1993). En Funes (2021) se esboza una crítica a la clasificación que esbozan estos autores.
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Según O’Donnell (2011), el régimen político organizado tras el golpe de Estado de 1955 se sustentó en una regla fundamental: excluir al peronismo del juego electoral, prohibiéndole ganar elecciones relevantes y ocupar puestos de gobierno. No obstante, partidos peronistas sí participaron en elecciones legislativas provinciales y nacionales.
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Para un examen de las primeras directivas de Perón en el periodo del exilio y las acciones de los militantes en Argentina, Amaral (1993).
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En su trabajo, Sigal y Verón (1988) enumeran los múltiples representantes locales o “delegados personales” que Perón designó en el periodo del exilio, desde John William Cooke (1957-1959) hasta Héctor J. Cámpora (1970-1973).
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Meses luego del derrocamiento de Frondizi, el gobierno de Guido elaboró un estatuto de partidos políticos. Además de declararlos en estado de asamblea, se les prohibió, como anota Tcach (2007), cualquier tipo de alusión a la lucha de clases y de propaganda peronista. Ese fue el marco legal con que se concurrió a las elecciones presidenciales de 1963. Con Illia en la Casa Rosada, en 1964 un nuevo estatuto de partidos políticos vio la luz. Se permitía la incorporación del peronismo –no así de Perón, sobre quien pesaban causas judiciales e inhabilitaciones que le impedían presentarse electoralmente– y se dejaban sin efecto las inhibiciones sobre gremialistas. Mientras el primero de los reglamentos prohibía toda expresión electoral del peronismo, el segundo la permitía, inspirado en la idea de que facultar la organización y el fortalecimiento de partidos neoperonistas socavaría el influjo de Perón en el escenario político argentino. Para ampliar sobre las repercusiones de la incorporación del peronismo al juego político-electoral, véase Smulovitz (1993).
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Editado por
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Editor de Seção
Rodrigo Mayer, https://orcid.org/0000-0002-8611-2489
Fechas de Publicación
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Publicación en esta colección
25 Nov 2024 -
Fecha del número
Jan-Apr 2024
Histórico
-
Recibido
09 Mar 2023 -
Acepto
22 Feb 2024 -
Publicado
05 Abr 2024