Open-access Los estudios sobre experiencias femeninas y violencias de género en la frontera México-Estados Unidos

Estudos sobre experiências femininas e violências de gênero na fronteira México-Estados Unidos

Resumen:

Presentamos un estado del arte de estudios sociales sobre las experiencias de violencia vividas por mujeres en las fronteras entre México y Estados Unidos. Sintetizamos el proceso de configuración de los límites entre estos países (entre 1920 y 1980) y abordamos el periodo entre 1980 y 2000, caracterizado por la radicalización de los regímenes de explotación en las industrias maquiladoras, por la emergencia de la perspectiva chicana sobre la experiencia femenina fronteriza y por el giro de género en las ciencias sociales. También analizamos los trabajos producidos desde 2001 hasta la actualidad, agrupándolos en tres ejes: la deshumanización y los feminicidios; las mujeres y las redes de narcotráfico; la sobrecarga femenina en los cuidados y en la (re)producción social de las familias.

Palabras-clave: Violencia; Mujeres; Frontera México-Estados Unidos

Resumo:

Apresentamos um estado da arte dos estudos sociais sobre as experiências de violência vividas por mulheres na fronteira entre o México e os Estados Unidos. Sintetizamos o processo de delimitação desses países (entre 1920 e 1980) e abordamos o período entre 1980 e 2000, caracterizado pela radicalização dos regimes de exploração nas indústrias maquiladoras, pelo surgimento da perspectiva chicana sobre a experiência feminina de fronteira, e dos estudos de gênero nas ciências sociais. Analisamos também os trabalhos produzidos de 2001 até o presente, agrupando-os em três eixos: desumanização e feminicídios; mulheres e redes de tráfico de drogas; sobrecarga feminina no cuidado e (re)produção social das famílias.

Palavras-chave: Violência; Mulheres; Fronteira México-Estados Unidos

Introducción1

Este artículo presenta un estado del arte de investigaciones sociales sobre experiencias de violencia vividas por mujeres en las áreas limítrofes entre México y Estados Unidos (EEUU). Nuestro objetivo es situar la producción sobre estos temas vinculándola a contextos y procesos históricos. Este ejercicio representa una contribución para los debates sobre el género y las fronteras en Sudamérica, donde la atención a estas problemáticas es aún emergente (Viteri, Ceja, Yépez, 2017). Así, nuestra revisión busca realizar un cuadro sintético de los temas, categorías analíticas y hallazgos derivados de la investigación en la frontera mexicana que sirva como eje comparativo para la investigación en las fronteras sudamericanas.

La extensa producción sobre la frontera mexicana-estadounidense es un fenómeno de al menos tres décadas. A inicios de los 1990s, antropólogos/as, sociólogos/as y politólogos/as empezaron a prestar enorme atención a esta área, indagando sobre los procesos económicos, políticos, identitarios y culturales que allí se configuraban (Guizardi et al., 2017). Este territorio emergió, entonces, como el espacio privilegiado para pensar los límites nacionales en las ciencias sociales anglófonas e hispanohablantes (Grimson, 2005). Esto debido, entre otras cosas, a sus particulares configuraciones: a que en esta frontera se condesaban - y se siguen condensando - las desigualdades sociales, las asimetrías de poder, los conflictos identitarios y las heterogeneidades culturales que caracterizan las relaciones entre las naciones que allí colindan (Heyman, 1994). En estos espacios, los estudios antropológicos y sociológicos avanzaron hacia la propuesta de un enfoque teórico que piensa la frontera desde sus conflictos (materiales, simbólicos, ideológicos), observando cómo procesos globales de larga escala ganan vida de forma particular, localmente articulada e intrínsecamente contradictoria (Álvarez, 1995, p. 464).

Estos estudios permitieron establecer que las fronteras no son solamente limites geográficos y territoriales en términos euclidianos: en ellas se engendran la configuración, condensación y fricción entre múltiples formas de límites. Las regiones fronterizas constituirían, entonces, espacios de negociación simbólica de procesos políticos e identidades culturales (Garduño, 2003, p. 15); la de género entre estas (Álvarez, 1995, p. 450).

Diversos estudios avanzaron también en el análisis de las dimensiones de género de la experiencia transfronteriza. Los procesos transnacionales desde la globalización se caracterizan por vincular y magnificar las desigualdades históricas de género, de clase y de discriminación racial que permean los Estados-nación. Estos procesos configuran circuitos transfronterizos altamente rentables, que generan beneficios, precisamente, por exponer ciertos sujetos y grupos a condiciones desventajosas (Sassen, 2003, p. 43).

La comprensión de la interseccionalidad entre género, nacionalidad y adscripción étnico-racial como determinante en la explotación de personas en los circuitos transfronterizos fue paralela a la constatación progresiva de las violencias sufridas por las mujeres en las fronteras, en general, y en la frontera mexicano-estadounidense, en particular (Pickering, 2011, p. 109-110). En las páginas siguientes, recuperamos los trabajos que abordaron estas problemáticas, agrupándolos de acuerdo con el periodo de su publicación y con la forma como tematizan la violencia y la experiencia femenina.

Nuestra investigación partió de la recopilación de más de setenta obras que fueron revisadas y analizadas. La producción sobre esta frontera es extensa y difícilmente podría ser tratada en un único artículo. Consecuentemente, nuestra perspectiva analítica está orientada por un recorte específico que otorga centralidad a la relación entre las mujeres y las formas multidimensionales de violencia.

Para dar cuenta de nuestros objetivos, definiremos, en el segundo apartado, el concepto de violencia de género que adoptamos. En el tercero, sintetizamos el proceso de configuración de los límites entre Estados Unidos y México (1920-1980). En el cuarto, abordamos el periodo 1980-2000, caracterizado por la radicalización de los regímenes de explotación en las industrias maquiladoras, por la emergencia de la perspectiva chicana sobre la experiencia femenina fronteriza y por el giro de género en las ciencias sociales. El quinto reúne los trabajos producidos desde 2001 hasta la actualidad, agrupándolos en tres ejes: la deshumanización y los feminicidios; las mujeres y las redes de narcotráfico; la sobrecarga femenina en los cuidados y en la (re)producción social de las familias. Finalizamos sintetizando los puntos de encuentro y disidencia de los estudios revisados.

Violencia de género

Junto con Noel y Garriga (2010, p. 108-113), asumimos que la violencia opera dialécticamente en la (de)construcción de lazos sociales. Su producción en cuanto realidad social compartida articula formas específicas de significación y simbolismo. Pero para entender cómo esta dialéctica opera contra las mujeres de manera particularmente intensa en las fronteras latinoamericanas, habría que, primero, definir la relación entre la violencia y la dominación masculina2 (Guizardi et al., 2017, p. 32).

Conforme planteó Segato (2010), en las sociedades contemporáneas, sería imposible comprender la articulación de las subalternidades y jerarquías sin indagar profundamente sobre los diferentes grados de la violencia a que las mujeres están expuestas. Segato (2010, p. 28) rechaza los planteamientos compartidos por Freud, Levi-Strauss y Lacan. Los tres definen el “asesinato del padre” como momento transicional hacia la cultura, estableciendo este acto violento como aquél que sedimenta la “firma” del contrato de “prohibición del incesto”: pilar simbólico de la intervención social sobre la naturaleza en la especie humana. Segato (2010) apunta como elemento transicional de la construcción de las culturas al contrato fundante entre patriarcas, los cuales establecen un consenso sobre la apropiación violenta de las mujeres de sus respectivos grupos (Segato, 2013, p. 83).

Esta posición, a la cual adherimos, asume que las desigualdades de género tienen un papel fundante en términos sociales. Pese a sus diversas manifestaciones, la violencia de género sería, entonces, un fenómeno doble-dimensional, representando tanto un conjunto práctico de experiencias cotidianas y de jerarquías sociales que reproducen las agresiones contra las mujeres, como la estructura simbólica fundacional de la cultura (Segato, 2010, p. 14). Dichas violencias cumplen, en las sociedades patriarcales, una función central “en la reproducción de la economía simbólica del poder cuya marca es el género”, son un acto necesario para la restauración de ese poder (Segato, 2010, p. 13).

La formación de los Estado-nacionales en América Latina significó, desde fines del siglo XVIII, articulaciones específicas para esta relación entre violencia y patriarcado (Yuval, 1993, p. 633). En muchos de los proyectos Estado-nacionales latinoamericanos, las mujeres figuraron como elementos constitutivos de la cultura nacional, pero subordinadas al carácter viril de la nación: como reproductoras biológicas y transmisoras de la “cultura nacional” (Yuval, 1993, p. 636). La concepción de una supuesta homogeneidad racial respaldó este concepto de cultura nacional y también el de ciudadanía: el control de las mujeres se volvió, por ende, un elemento central. De ahí que la movilidad femenina entre fronteras nacionales sea un problema político tanto para los Estados de los que parten, como aquellos a los que llegan las mujeres. Históricamente, esta movilidad fue castigada con crueldad en los territorios fronterizos, como veremos a continuación.

Configuración limítrofe y migración masculina (1920-1980)

La frontera mexicana-estadounidense contabiliza más de 3.000 km, atravesando dos desiertos - el de Sonora y el de Chihuahua -, e importantes caudales, como el río Bravo y el Colorado. En este recorrido, casi una treintena de ejes urbanos transfronterizos mexicano-estadounidenses marcan las dinámicas y experiencias de la gente que allí habita: Tijuana-San Diego, Mexicali-Calexico, Ciudad Juárez-El Paso y Reynosa-Hidalgo son ejemplos emblemáticos.

La definición histórica de estos límites fue objeto de disputa durante casi todo el siglo XIX. Primero entre España y Estados Unidos. Luego, entre este y el México independiente. En 1846, estalló la guerra entre estas naciones por los territorios del actual estado de Texas. El conflicto finalizó dos años después, pero solo a fines del siglo los acuerdos limítrofes empezaron a definirse. La actual delimitación de la frontera se estableció en un convenio firmado en 1970 (Peña, 2011, p.118).

Uno de los hitos fronterizos importantes sucedió en 1884, con la extensión del Ferrocarril Central Mexicano hasta la ciudad de Paso del Norte (actual Ciudad Juárez). Desde allí, la red férrea mexicana se vinculaba con la malla estadounidense (Durand, 2016, p. 12). Esto permitió la consolidación de un mercado de trabajo articulado entre los dos países. La primera etapa de la movilidad laboral fronteriza en estos territorios corresponde al periodo 1884-1920, cuando las leyes estadounidenses limitaron la migración ultramarina (de chinos y japoneses, por ejemplo) incentivando el reclutamiento de la mano de obra mexicana. Desde 1914, la demanda por trabajadores mexicanos se intensificó notablemente en EEUU. La Primera Guerra Mundial destruyó la capacidad agrícola e industrial de Europa, situando al país internacionalmente como potencia productiva (Durand, 2016, p. 44). México se fue convirtiendo en fuente de mano de obra para territorios estadounidenses bajo condiciones, ritmos y circunstancias crecientemente inequitativas (Durand, 2016, p. 32). Esta relación marcó la configuración histórica de las movilidades laborales: 1) en su dirección (desde México hacia Estados Unidos); 2) en su desigualdad estructural (determinada por la explotación de mexicanos/as); y 3) en los regímenes de fronterización (definidos como la articulación de las lógicas de apertura y control estatal limítrofe).

Los primeros estudios sociales sobre estos territorios datan del periodo 1921-1941, una época de “desempleo, deportaciones, reenganches y migraciones masivas” desencadenados por la Gran Depresión enfrentada por Estados Unidos después del quiebre de la Bolsa de 1930 (Durand, 2016, p. 45). Entre los pioneros, encontramos los estudios pedagógicos de Fitz-Gerald (1921), los análisis políticos de Esquivel-Obregón (1923), los historiográficos de Gregg (1937), además de una ingente producción antropológica capitaneada por Redfield (1929) y Gamio (1931) (Durand, 2016, p. 58).

Entre 1942 y 1964, las dinámicas fronterizas entraron en una nueva etapa. Con la superación de la Gran Depresión, a raíz de la aplicación de políticas redistributivas keynesianas, la economía estadounidense vivió un periodo de intenso crecimiento, reactivándose la demanda de mano de obra mexicana. Surgió, entonces, el programa Bracero, con el cual Estados Unidos inició el reclutamiento masivo de trabajadores (intensificado con la Segunda Guerra Mundial) (Durand, 2016, p. 144). El programa reclutaba solamente hombres (de origen rural), cuya estancia en Estados Unidos debía ser de carácter temporario, amparado por un procedimiento documental realizado y fiscalizado por los dos países. La mano de obra femenina no era considerada (Woo, 2004, p. 70). Es más: el programa contaba con cláusulas explícitas que prohibían que las mujeres acompañaran a sus maridos o hijos contratados. Estas medidas buscaban remarcar el carácter temporal de las estancias masculinas, evitando su arraigo a través de la reagrupación familiar (Woo, 2004, p. 72). Las prohibiciones, que no lograron frenar la migración femenina en el programa Bracero (Gamio, 1969), expusieron a las mujeres a condiciones de indocumentación, violencia y vulnerabilidad muy superiores a las enfrentadas por los hombres (Woo, 2004, p. 72). En síntesis, la migración y los movimientos transfronterizos masculinos promovidos por Estados Unidos separaban familias e invisibilizaban el valor social y económico del trabajo reproductivo y de cuidados de las mujeres mexicanas. Esto promovía el desmembramiento transnacional de la producción y reproducción del trabajo dentro y fuera del hogar, provocando la sobrecarga femenina con relación a estas actividades. Asimismo, Estados Unidos y los productores “ahorraron” gastos en educación, entrenamiento, salud y protección social (de los trabajadores, de sus esposas e hijos/as) que fueron pagados por el Estado mexicano (Kovic, Kelly, Melgar, 2006, p. 745).

El programa terminó por facilitar relaciones de subordinación de los trabajadores mexicanos atravesadas por una dimensión de género. Paralelamente, se consolidó el reclutamiento clandestino promovido por empresarios estadounidenses. Se calcula que 5 millones de migrantes indocumentados (conocidos como “mojados”, en alusión a que cruzaban la frontera a través del rio Bravo) trabajaron en territorios estadounidenses (Durand, 2016, p. 146). En la época, el fenómeno fue analizado por sociólogos como Form y D’Antonio (1959) y por demógrafos como Beegle, Goldsmith, Loomis (1960).

En ambos lados de la frontera, se popularizaron percepciones y discursos sociales según los cuales esta región sería una zona de descontrol de la movilidad territorial y de insalubridad. A principios de los 1960s, la opinión pública consideraba que el programa Bracero estaba descontrolado, favoreciendo a los trabajadores mexicanos en detrimento de los intereses estadunidenses. En 1964, bajo presión de grupos políticos, sindicatos y prensa, Estados Unidos lo cerró unilateralmente (Durand, 2016, p. 152).

Con el final del programa, el gobierno estadounidense se encontró frente a una difícil disyuntiva. Por una parte, la opinión pública presionaba a la “des-mexicanización” de la frontera; por otra, los empresarios agrícolas demandaban mano de obra (Durand, 2016, p. 160). Buscando una solución intermedia, se puso en vigor, en 1964, una ley de reunificación que buscaba arraigar núcleos familiares que pudieran reproducir una mano de obra mexicana nacida en EEUU. Se estimuló la migración femenina, pero limitada a la reunificación familiar (Woo, 2004, p. 73). Empero, el empresariado estadounidense continuó empleando a personas que entraban clandestinamente al país (Durand, 2016, p. 170).

Durante los 1980s, Estados Unidos se consolidó como destino prioritario de la migración de diversos países latinoamericanos: mexicanos, centroamericano(a)s, sudamericano(a)s y caribeño(a)s pasarán a conformar, progresivamente, la mano de obra migrante en diversos puntos de la frontera mexicana-estadounidense (Durand, 2016, p. 190). El gobierno de EEUU empieza, entonces, a radicalizar las restricciones de su política migratoria. Este movimiento se apoyó en el imaginario nacional sobre la indocumentación de los migrantes del sur global, incubando la noción - operante actualmente -, de una supuesta “pérdida de control” en estas fronteras. La migración latinoamericana y caribeña pasó a ser vista como un problema y, simultáneamente, como un objeto de investigación social (Woo, 2004; Durand, 2016).

A partir de 1986, con la Inmigration Reform and Control Act (IRCA) [Ley de Reforma y Control de la Inmigración] en EEUU, se inicia una “era bipolar de la amnistía al acoso” (sexual y laboral) en las fronteras entre este país y México; situación que se prolongaría hasta 2007 (Durand, 2016, p. 186). En este periodo, más del 17% de solicitudes de las amnistías formuladas al gobierno estadounidense a raíz del acoso sexual en estas zonas limítrofes fue realizada por mujeres mexicanas (Durand, 2016, p. 192), lo que contribuyó a visibilizar las vulneraciones sufridas por ellas en las áreas fronterizas (Woo, 2004, p. 32). Con la expansión de las maquilas, la condición fronteriza femenina empieza a ganar cada vez más protagonismo.

Las maquilas, la perspectiva chicana y el giro de género (1980-2000)

A inicios de los 1980s, la frontera mexicana-estadounidense emergió como un espacio privilegiado para comprender las relaciones interseccionales de género, las asignaciones raciales, de clase y de condición nacional. Stuart y Kearney (1981) empezaron a observar a los/as migrantes mexicanos/as asentados/as en California y las dinámicas de desplazamiento y localización de sus familias. Abordaron, la vida transfronteriza y la relación entre migración, géneros, identidades, división sexual y social del trabajo y desarrollo. En este momento, surgieron los primeros estudios preocupados por la experiencia transfronteriza de las mujeres, como el de Fernández-Kelly (1983).

Las maquilas (o maquiladoras) son empresas - generalmente del sector textil - que, a partir de 1965, empezaron a asentarse en las ciudades mexicanas de la frontera (principalmente Tijuana, Mexicali, Ciudad Juárez, Reynosa y Heroica Nogales), en un esfuerzo por reducir el impacto del desempleo que el final del programa Braceros produjo (Molina, 1985, p. 29).3 Estas fábricas utilizaban materias primas y mano de obra locales (sin pagar impuestos), pero producían mercancías que, luego, serían vendidas en sus países de origen.

En los años 1980s, las empresas maquiladoras se multiplicaron, cambiando el paisaje de varias ciudades fronterizas mexicanas. Ellas representaban una salida laboral a una situación de desempleo que venía afectando particularmente a los hombres. No obstante, solo el 10% de las personas empleadas eran del sexo masculino (Molina, 1985). La empleabilidad femenina impulsó profundas reestructuraciones en la división sexual de las responsabilidades productivas y reproductivas en las familias fronterizas, radicalizando los procesos de explotación laboral femenino. Con bajos sueldos y pésimas condiciones de trabajo, mujeres mexicanas y migrantes latinoamericanas empleadas en maquiladoras estaban expuestas a diversos tipos de abusos (Fernández-Kelly, 1983). Su contratación en estas fábricas se enmarcaba en estrategias fronterizas de control y disciplinamiento basadas en concepciones naturalizantes de los atributos femeninos:

El predominio de mujeres en las plantas de ensamblaje permitió a los gerentes controlar la fuerza laboral. Los empleadores argumentaban que las mujeres eran particularmente adecuadas para el empleo en maquiladoras porque poseen mayor destreza manual y soportan mejor el tedio que los hombres (Molina, 1985, p. 32).

La vulnerabilidad laboral femenina se extendía al ámbito doméstico, en las relaciones con sus parejas y con los miembros masculinos de sus familias (Molina, 1985, p. 33). Los hombres se veían y se sentían desplazados de su rol de proveedores económicos ante los altos porcentajes de empleabilidad femenina, lo que culminó en brotes de violencia de género (Molina, 1985, p. 35-36). La explosión demográfica provocada por el desarrollo industrial en el área fronteriza desbordó la capacidad de atención de los servicios sociales, de salud, de vivienda y de infraestructura, redundando en un decaimiento de las condiciones de vida de la población fronteriza general, y de las mujeres, particularmente (Molina, 1985, p. 38).

En este contexto, las mujeres fronterizas de origen mexicano pusieron en prensa la experiencia femenina de la violencia en territorios limítrofes. Gloria Anzaldúa inauguró este proceso en 1987, con su libro, hoy clásico, “Borderlands-La frontera”:

En la Frontera/tú eres el campo de batalla/donde los enemigos están emparentados entre sí;/ tú estás en casa, pero eres una extraña,/ las disputas de límites han sido dirimidas/ el estampido de los disparos ha hecho trizas la tregua/ estás herida, perdida en acción/ muerta, resistiendo/ […]/ Para sobrevivir en la Frontera/ debes vivir sin fronteras/ ser un cruce de caminos (Anzaldúa, 1987, p. 194-195, traducción propia).

Con una narrativa transgresora - entre la literatura, la poesía y el análisis social -, Anzaldúa establece la frontera entre México y Estados Unidos como una metáfora de distintas formas de encrucijada: entre límites geopolíticos, transgresiones sexuales, dislocaciones sociales y contextos lingüísticos y culturales múltiples. En el fragmento reproducido arriba, sus reflexiones giraban alrededor de comprender el lugar de la violencia hacia las mujeres en la composición de esta frontera, de sus relaciones parentales, así como de las zonas de enfrentamiento (militar, identitario, económico) entre las naciones.

Anzaldúa (1987, p. 102) considera la frontera como un lugar geográfico encarnado (vivido intersubjetivamente por ella y las personas cuyos relatos retoma), a través del cual se reflexiona sobre la subordinación de la condición chicana/mestiza de las mujeres. Emerge de ahí una teoría de la frontera que permeará todo debate sobre género, identidad y límites nacionales en las ciencias sociales. En esta teoría, Anzaldúa (1987, p. 92) concibe la frontera como un área geopolítica más susceptible a la hibridez, donde se genera un espacio particular entre las culturas y los sistemas sociales, desafiando la estabilidad de las divisiones nacionales.

En estas reflexiones, la vinculación entre la conciencia crítica chicana/mestiza y su experiencia de este espacio permitió identificar la naturaleza socialmente construida de todas las categorías sociales, denunciando su arbitrariedad. La experiencia de dislocación, propia de enfrentarse a sistemas sociales múltiples, articula también variadas opresiones y resistencias (Anzaldúa, 1987, p. 67). Las personas con una conciencia mestiza, principalmente las mujeres, desarrollarían la habilidad de navegar entre los distintos mundos sociales, desafiando su carácter monocultural y monolingüístico (Anzaldúa, 1987, p. 103). Consecuentemente, dicha teoría inaugura un análisis sobre las características multidimensionales de la violencia en contra de las mujeres en los territorios fronterizos, postulando la existencia de una agencia femenina resistente que entreteje formas de actuar, producir, cuidar y reformular la violencia.

La autora entiende que esta dinámica fronteriza y la posibilidad de que ella engendre una forma resistente de agencia subjetiva ocurre en todos los contextos marcados por la dislocación social, política, económica o sexual donde las personas son expuestas a sistemas sociales contradictorios (Anzaldúa, 1987, p. 54). Con esto, sienta la posibilidad de que los espacios fronterizos puedan articularse en contextos que no necesariamente se localizan en fronteras Estado-nacionales.

Dichas reflexiones generaron un campo de debates profundizado por otros/as autores/as. A fines de los 1980s, Lugo (1990) estudió las maquiladoras en Ciudad Juárez analizando las formas de lenguaje del “sentido común”. Apostó a comprender aquellos elementos que posibilitan circunscribir la (re)producción de identidades culturales nacionales específicamente fronterizas. Observó los procesos dialécticos de integración/desintegración o existencia/exterminación de las “culturas nacionales” en la configuración multinacional de la frontera (Lugo, 1990, p. 190). También registró cómo la configuración fronteriza trastocaba nociones tradicionales de machismo, moviéndolas a adaptaciones que buscan, simultáneamente, resignificar y asimilar el creciente protagonismo femenino (Lugo, 1990, p. 191). Con estos estudios, la situación de las mujeres se volvió un tema recurrente para las ciencias sociales en la frontera México-EEUU.

En los 1990s, las investigaciones sociales empiezan a demostrar que las mujeres migrantes indocumentadas enfrentaban más violaciones de derechos humanos en el cruce fronterizo (Woo, 2004, p. 74). Se establece que la condición de género contribuía a la configuración de un encadenamiento de violencias que se magnificaban en toda la ruta hasta la frontera. En el lado mexicano de este itinerario, las migrantes se exponían a violaciones de los coyotes, de delincuentes y de las policías locales. Del lado estadounidense, afrontaban la violencia de los operativos de prisión y deportación de la Patrulla fronteriza. Además, eran las principales destinatarias del imaginario social que las representaba como “elementos indeseables”. Eran comunes “los panfletos y las manifestaciones acusando a la población femenina del déficit fiscal y de ‘contaminar’ la raza ‘aria’” (Woo, 2004, p. 79).

Estudiando la violencia del lado estadounidense de la frontera, Martin (1990) concluyó que el imaginario de una jerarquía racial y de género empujaba a diferentes grupos sociales a una batalla permanente en contra de los/as extranjeros/as. Las mujeres extranjeras ocupaban los escalafones más bajos de esta jerarquía: serían los elementos más indeseables, dado su potencial como “reproductoras” de lo “dañino” (Martin, 1990, p. 407).4

En 1994, Estados Unidos instauró el Programa Guardián, con la finalidad de establecer una mayor seguridad fronteriza ante la “amenaza” representada por los migrantes indocumentados que ingresaban desde México. El agravamiento de este contexto particularmente hostil hacia las mujeres transfronterizas marcó la aplicación de una perspectiva de género en los estudios sobre estos territorios en los 90s.

Hirsh (1999), por ejemplo, desarrolló un estudio cualitativo de las historias de vida de 13 mujeres de una comunidad mexicana transnacional y transfronteriza. Siguiendo sus itinerarios, observó el cambio de los paradigmas sobre los deberes y derechos asociados a los géneros en las relaciones maritales. En el salto de una generación, las mujeres habían cuestionado el concepto de “respeto” hacia sus maridos, el cual implicaba aceptar sin cuestionar sus decisiones. Con experiencias migratorias y fronterizas, ellas fueron sustituyendo este concepto por la idea de “confianza”. Esta última implicaba que las relaciones entre hombres y mujeres debían 1) preconizar decisiones compartidas; 2) basarse en la reconfiguración de la división de género entre los espacios públicos y domésticos (permitiendo que mujeres y hombres transitaran en ambas esferas libremente); 3) reorganizar las cargas del trabajo doméstico y productivo y 4) reconfigurar la sexualidad marital (contemplando el placer y las necesidades femeninos) (Hirsh, 1999, p. 158).

Según Hirsch (1999), las mujeres relataban que la experiencia de desplazamiento transfronterizo fue fundamental en la consecución de estos cambios. Las transformaciones estaban presentes en ambos lados de la frontera. La experiencia transmigrante les había posibilitado acceder a oportunidades económicas, mayor privacidad y a conocer marcos de protección legales para afrontar la violencia doméstica (Hirsh, 1999, p. 160). Ellas observaban que sus parejas también cambiaron fuertemente sus concepciones en esta experiencia transfronteriza (Hirsh, 1999, p. 170). Argumentaban que las reconfiguraciones del paradigma generacional sobre el matrimonio y la sexualidad serían imposibles si los hombres no hubiesen experimentado transformaciones profundas en la percepción de su masculinidad (Hirsh, 1999, p. 164).

El siglo XXI (2001-2019)

A partir de los ataques a las Torres Gemelas en Nueva York, en 2001, la política migratoria estadounidense se radicalizó, incrementándose las medidas destinadas al control y militarización (Durand, 2016, p. 201). Esto configuró como una nueva hegemonía política que determinaría un régimen de fronterización global caracterizado por su carácter crecientemente restrictivo y violento sobre los flujos humanos del Sur al Norte global (Kretsedemas y Brotherton, 2018). Esto derivó en una situación de “violencia institucionalizada” en la frontera México-EEUU, agravando la violación de los derechos humanos que ya se venía registrando en estos territorios desde la aplicación del Programa Guardián. Los estudios sobre las violencias sufridas por hombres y mujeres en esta frontera se constituirían, consecuentemente, en el centro de la agenda de las ciencias sociales en este territorio. Es posible identificar tres ejes de debates en torno a estas violencias.

Deshumanización y feminicidios

El primer eje refiere a la violencia de deshumanización de los sujetos transfronterizos. Kovic, Kelly, Melgar (2006), por ejemplo, describen cómo la migración de hombres y mujeres indocumentados/as hacia EEUU provoca desmembramiento físico y laboral. Desde el ámbito físico, el tránsito hacia el destino migratorio les expone a la vulneración de su integridad corporal (pueden perder piernas y brazos al caerse de los trenes de carga, por ejemplo) (Kovic, Kelly, Melgar, 2006, p. 70). Con el reforzamiento de seguridad fronteriza, se incrementó el número de transmigrantes muerto(a)s a causa de exposición al calor, ahogamiento y accidentes vehiculares. Además, los empleadores estadounidenses no ven a los/as trabajadores como seres humanos integrales, sino como una fuerza laboral disponible para ser explotada y esto incentiva a que les maltraten (Kovic, Kelly, Melgar, 2006, p. 72).

Al describir la violencia, la vulneración y el desmembramiento que afrontan los/as transmigrantes desde su origen, tránsito y destino, las autoras retoman a Anzaldúa (1987), definiendo la frontera mexicana-estadounidense como una “herida abierta” (Kovic, Kelly, Melgar, 2006, p. 81). Esta herida abierta permitiría, contradictoriamente, la creación de un nuevo espacio donde solidaridad y agencia se entremezclan. La solidaridad se manifestaría en la colaboración de la sociedad civil y entre los/as propios/as transmigrantes al apoyar a las personas lesionadas y/o desmembradas. La voluntad de una vida mejor en cada transmigrante configuraría agencias que confrontan acumulaciones de desigualdades globales y los/as acompaña en toda su experiencia migratoria (Kovic, Kelly, Melgar, 2006, p. 82).

Empero, esta deshumanización tendría dimensiones y gravedades particulares para las mujeres, sin paralelos en la experiencia masculina. A inicios del siglo XXI, centenas de mujeres que trabajaban en las maquilas de Ciudad Juárez fueron asesinadas brutalmente: entre 1994 y 2004 unas cuatrocientas mujeres fueron víctimas de feminicidios (Arriola, 2007, p. 603).5

Pese a la enorme repercusión de estos casos, los asesinos siguieron por muchos años desconocidos e impunes. Ciudad Juárez recibió, entonces, el nefasto título de “centro mundial de homicidios femeninos” (Staudt, 2009, p. 1).

Expandiendo este eje de reflexiones sobre la deshumanización de los sujetos transfronterizos, de cara a comprender estos homicidios, se ubican los trabajos de diversas autoras. Estos analizan cómo la formación de los circuitos económicos transfronterizos entre México y Estados Unidos configuran violencias estructurales que serán condensadas en la experiencia femenina. Monárrez (2000), analizando estos brutales casos de mujeres que fueron secuestradas, torturadas, mutiladas, violentadas, asesinadas y cuyos cuerpos fueron arrojados al desierto en Ciudad Juárez, propone un concepto que articula la dimensión micro y macroescalar de este fenómeno: lo denomina feminicidio sexual sistémico (Monárrez, 2013).

Buscando interpretar la violencia aparentemente ininteligible hacia las mujeres en Ciudad Juárez, Segato (2013, p. 13) considera que descifrar el código que permite comprender estos feminicidios requiere poner en diálogo dichos crímenes y su vinculación con la reproducción económica de la experiencia neoliberal. Define, así, que estos feminicidios poseen una dimensión expresiva: la violación y asesinato de mujeres configuraría una forma de enunciado; el violador o el asesino hablan a sus pares, a su víctima y a la sociedad. El feminicidio sería una forma de exhibicionismo que refuerza la posición dominante masculina en los órdenes económicos configurados en la frontera - tanto por las economías de las maquilas, como por el narcotráfico -, reubicando a las mujeres como sujetos infravalorados, sentencia que establece el principio de horizontalidad masculina en el régimen patriarcal (Segato, 2013, p. 25).

Camacho (2005) considera que el feminicidio en Ciudad Juárez debe ser entendido, también, como resultado de una desatención histórica del Estado mexicano al derecho de inclusión ciudadana de las mujeres. Argumenta que la ausencia de políticas, servicios o perspectivas públicas para enfrentar la violencia distan de ser casualidad: son los síntomas de un marco general bastante más amplio de desamparo y ataque a la ciudadanía de las mujeres que se viene recrudeciendo a raíz de la gobernanza neoliberal. Así, las mujeres mexicanas están precariamente incluidas como ciudadanas: el Estado las acepta solo en la justa medida en que esta inclusión permite el avance de una perspectiva estatal neoliberal, de mercado. Esta parcial inclusión provoca que las mujeres sean corporalmente marcadas como ciudadanas marginadas. La violencia contra sus cuerpos y el feminicidio serían expresiones de la precarización de la ciudadanía femenina.

Téllez (2008) coincide en que la violencia contra mujeres en la frontera tiene un carácter estructural: se vincula tanto a la instauración de la gobernanza neoliberal en México, como a la formación de una dominación patriarcal que naturaliza la violencia masculina. Pero expande estos análisis al reconstruir la historia de vida de diez mujeres mexicanas en Tijuana, observando cómo, a través de itinerarios que cruzan los límites nacionales, de la violencia y de la separación público-privado, las mujeres lideran y protagonizan la emergencia de asociaciones comunitarias contra las violencias, amortiguando sus efectos y amparando a quienes los sufren. Así, visibiliza una agencia política femenina constituida a través del cuidado comunitario.

Las mujeres y las redes de narcotráfico

El segundo eje refiere al debate sobre la violencia del narcotráfico en estos territorios. La acción de los narcotraficantes estaría respaldada en “lógicas de organización definidas por la presencia de una frontera internacional y basadas históricamente en la extorsión, la coerción, las redes sociales, el intercambio de servicios y ciertos niveles de violencia” (Sandoval, 2012, p. 44). Campbell (2008, p. 251) recrea, mediante cincuenta entrevistas en profundidad y observaciones etnográficas, la experiencia de mujeres contrabandistas de drogas en la frontera mexicano-estadounidense entre Ciudad Juárez y El Paso. El autor identifica una jerarquía compuesta de cuatro posiciones femeninas.

Primero, la de señores de la droga femeninos: mujeres con la más alta jerarquía en las organizaciones, que alcanzan un importante poderío económico y logran independizarse de algunos roles de género. Segundo, el nivel medio de la organización: mujeres que trabajan sin los beneficios y las ganancias de la posición superior jerárquica pero que logran ser mayormente independientes en términos económicos (en comparación con mujeres que realizan otros tipos de trabajos remunerados). Empero, se encuentran fuertemente victimizadas y afectadas dentro de un mundo con códigos masculinos. Tercero, las mulas de bajo nivel: las que transportan la droga en su cuerpo, introduciéndola por la vía vaginal o por intervenciones quirúrgicas. En esta arriesgada función, las mujeres con vulnerabilidades económicas y sociales - por ejemplo, las madres solteras -, encuentran una estrategia para proveer sus hogares sin contar con una pareja masculina (Campbell, 2008, p. 254). Cuarto, las mujeres conectadas con hombres en el mundo de las drogas. Estas son las “menos liberadas” por relacionarse indirectamente con el mundo del narcotráfico a través de sus lazos sentimentales con los hombres que lo integran (Campbell, 2008, p. 63).

A través de las experiencias de mujeres en estas cuatro posiciones, se evidencia el trastrocamiento de las relaciones de género y el cambio de roles, posición y estatus social que ellas promueven y experimentan al encontrarse insertas en las redes del narcotráfico. Las mujeres situadas en los altos puestos de la jerarquía de las organizaciones criminales adquieren poder económico y relativa independencia de la dominación masculina. Simultáneamente, aquellas situadas en posiciones inferiores jerárquicas serán serviciadas, exponiéndose a niveles elevados de violencia (física, económica, material, emocional).

Además, Campbell observa la presencia femenina desde las redes del narcotráfico hacia los ámbitos domésticos, averiguando las repercusiones culturales y políticas del fenómeno en los espacios familiares (Campbell, 2008, p. 244). Concluye que opera una estructura dialéctica entre reproducción y ruptura de la dominación masculina. Por un lado, ciertos aspectos de las experiencias femeninas del narcotráfico en la frontera desafían los estereotipos sobre la subordinación de las mujeres. Por otro, y simultáneamente, reproducen los roles y estereotipos relacionados al “lugar tradicional” femenino en la sociedad mexicana. Los límites entre subordinación y empoderamiento son cruzados por las mujeres: muchas ganan poder por las muertes de sus parejas (lo que confirma la estructuración patriarcal androcéntrica de las organizaciones), al paso que aquellas en posición de menor estatus en la jerarquía usan articuladamente los estereotipos sobre su victimización, asumiéndolos como un instrumento.

El estudio apunta que tanto el empoderamiento como la victimización se constituyen a partir de estrategias que rompen y reproducen complejamente la subordinación femenina. Paralelamente, estos procesos se configurarían a partir de la interseccionalidad de la condición de género con la pertenencia étnica (o “racial”) y la edad. Así, las perspectivas analíticas para entender la experiencia transfronteriza de las mujeres narcotraficantes deben trascender las lógicas categoriales dicotómicas (femenino/masculino, público/privado, social/doméstico) integrando miradas articulacionistas sobre la cultura, política y economía (Campbell, 2008, p. 243).

Sobrecarga femenina

El tercer eje correlaciona la violencia con la sobrecarga femenina en los trabajos domésticos y de cuidados. En la frontera mexicana-estadounidense, esta problemática fue invisibilizada hasta fines del siglo XX en los ámbitos públicos y análisis académicos (Woo, 2000, p. 54; Kovic, Kelly, Melgar et al., 2006, p. 77).

Pisani y Yoskowitz (2002) analizan el mercado informal de trabajadoras domésticas remuneradas mexicanas en la ciudad fronteriza de Laredo (Texas, EEUU). Mediante un análisis sociológico basado en regresión logística, mencionan que su principal motivación para migrar e ingresar a este nicho laboral fue la necesidad económica que enfrentaban en origen. Se identifica una gran diferencia salarial para las mujeres que trabajaban en una jornada diurna, que tenían sueldos superiores a los de quienes vivían en la casa de sus empleadores.6 Esto porque las trabajadoras que no poseían documentos en Estados Unidos recurrían a vivir en la casa de sus empleadores, encontrándose en mayor vulnerabilidad (con dificultades de cambiarse de empleo y de conseguir otro lugar donde residir, estando a merced de las determinaciones de sus contratantes). Los bajos salarios de las empleadas domésticas migrantes en la frontera permitían una alta demanda de sus servicios. Si los sueldos se incrementaban (para igualar el promedio a nivel nacional), la demanda disminuiría, debido a los bajos ingresos de la población estadounidense contratante. Así, la empleabilidad de trabajadoras domésticas fronterizas mexicanas constituía un círculo vicioso de explotación económica y violencia social (Pisani, Yoskowitz, 2002, p. 578).

Mattingly (2001) realizó entrevistas en profundidad a empleadores/as y a mujeres migrantes que trabajaban en el servicio doméstico en San Diego (EEUU). Tomó como eje de análisis las diferencias de clase social y étnico-raciales entre las mujeres que contratan los servicios y las migrantes transfronterizas que los desempeñaban (Mattingly, 2001, p. 371). Concluyó que los empleadores/as dependen de la mano de obra migrante para todas las labores domésticas y de cuidados en sus hogares. A su vez, las migrantes dependen del trabajo doméstico no remunerado de alguna familiar en sus propios hogares. En ninguno de los dos casos, se cuenta con ayudas gubernamentales para desempeñar estas labores (Mattingly, 2001, p. 376).

El estudio apunta la configuración de una desigualdad de género en la distribución de los trabajos del cuidado y de reproducción social de las familias en ambos lados de la frontera, articulando formas específicas de inserción femenina que conectan mujeres mexicanas y estadounidenses en una cadena de transferencia de las sobrecargas del cuidado. La desigualdad - entre la obligación de cuidar y la falta de apoyos para las responsabilidades del cuidado - provocó la exposición de las mujeres a complejas cadenas de precarización laboral y constituyen una desprotección, dado que ellas no acceden al derecho de recibir cuidados.

Galaviz (2015) muestra una “experiencia de cuidado” por parte del Estado mexicano hacia mujeres internadas en centros de rehabilitación a causa del consumo de drogas en la ciudad mexicana de Tijuana. Primeramente, describe que la localidad enfrentó un incremento en el consumo femenino de drogas que duplica las cifras nacionales. El Estado mexicano, así como organizaciones no gubernamentales (principalmente de índole religiosa), incrementaron el número de centros de atención destinados a la rehabilitación de mujeres consumidoras de drogas y en situación de indigencia (Galaviz, 2015, p. 368).

No obstante, los programas toman como ejemplo ideal de superación las imágenes “tradicionales” acerca del rol femenino. Reifican, así, la figura de hijas, madres y esposas virtuosas, propias de los imaginarios culturales patriarcales (comunes en México) y muy vigentes en Tijuana (Galaviz, 2015, p. 375). El programa de rehabilitación basado en estas imágenes impide que las mujeres atendidas puedan sentirse identificadas, dificultándoles establecer sentidos de recuperación (Galaviz, 2015, p. 376).

Con estudios de Antropología médica, Fleuriet y Sunil (2016) analizaron el estrés de mujeres embarazadas mexicanas en Tamaulipas (México) y en Texas (EEUU). Identificaron que los discursos sociales referentes a la maternidad de cada contexto fronterizo impactaban las identificaciones femeninas con el rol de madres y cuidadoras.

Las mujeres mexicanas en contextos estadounidenses presentaban sentimientos de ambivalencia estresante con relación al embarazo y a la maternidad, fenómeno que no ocurría entre las radicadas del lado mexicano (Fleuriet y Sunil, 2016, p. 9). Una de las expresiones de este estrés sería el menor peso al nacer en promedio para los hijos de las migrantes mexicanas en Texas (Fleuriet y Sunil, 2016, p. 14). Esta situación resultaba paradójica, pues las mujeres mexicanas en sus contextos de origen poseían mayores limitantes al cuidado médico y revisión ginecológica durante el embarazo en comparación con las que estaban asentadas en Texas (Fleuriet y Sunil, 2016, p. 11). Los autores muestran que el cambio de contextos sociales y culturales producto de la migración transfronteriza - y por ende de mandatos y discursos de género que confrontan la imagen tradicional de madre entre las mujeres migrantes - conforma un alto nivel de estrés. Las mujeres vivían la obligación del cuidado maternal bajo tensión y con miedo de perder su autonomía.

Consideraciones finales

Los estudios sobre la frontera México-EEUU revisados alimentan diversas posibilidades analíticas. En conjunto, permiten plantear que, en las zonas de frontera, los mandatos patriarcales se materializan a través de las distorsiones, exclusiones y violencias perpetradas en contra de las mujeres (Monárrez, Tabuenca, 2013, p. 8-9). Esto endosa la hegemonía de los subgrupos locales que encarnarán regionalmente el papel de “dominadores” en los órdenes sociales patriarcales que los espacios nacionales colindantes legitiman. Cuatro elementos derivan de esta primera conclusión.

Primero, las investigaciones revisadas permiten enmarcar las violencias de género como vinculadas doblemente: 1) a las prácticas y discursos de reforzamiento estatal y 2) a los imaginarios sociales nacionalistas que perciben a las mujeres transfronterizas como la encarnación arquetípica de amenazas simbólicas, biológicas y materiales (Martin, 1990). Pero, además, permiten enmarcarlas como un síntoma del encarnizamiento del capitalismo neoliberal y el trato deshumano destinado en este régimen a los/as migrantes (Molina, 1985; Kovic, Kelly, Melgar, 2006). La violencia contra las mujeres en estos espacios puede ser definida, entonces, como la articulación de las dinámicas económicas globales, prácticas políticas estatales y los discursos/imaginarios de género allí territorializados.

Segundo, en contextos fronterizos como el de Ciudad Juárez, el imaginario social invisibiliza la violencia en los espacios domésticos. Las autoridades y gobiernos a no asumen la trata con fines de explotación sexual, el narcotráfico, el comercio informal y los feminicidios como partes constitutivas de la violencia de género apoyadas por las estructuras patriarcales domésticas (Monárrez, 2000, 2013; Segato, 2013).

Tercero, estos estudios permiten constatar la validez persistente de la expresión de Anzaldúa (1987), para quien las fronteras constituyen una “herida abierta”. En el proceso de apertura y cierre de esta herida fronteriza, las mujeres afrontan las estructuras estatales y los límites sociales, configurando estrategias de movilidad, de reproducción económica, de defensa política, de cuidados y de representación simbólica que desafían dichas fronteras.

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  • YUVAL, Nira. Gender and nation. Ethnic and Racial Studies n. 16, p. 621-632, 1993.
  • 1
    Las autoras agradecen a la Agencia Nacional de Investigación y Desarrollo de Chile que financia este estudio a través del proyecto Fondecyt 1190056: “The boundaries of gender violence: migrant women’s experiences in South American border territories” (2019-2023).
  • 2
    La dominación masculina alude al “orden social dominado por el principio masculino”. Este se erige en la división entre la masculinidad, como una forma activa, y la feminidad, como una pasiva, fundamentando el deseo masculino de posesión y dominación (Bourdieu, 1998, p. 7-19).
  • 3
    Las maquilas eran una acción conjunta entre Estados Unidos y México: el Border Industrialization Program (BIP) [Programa de Industrialización Fronterizada]. Su objetivo era subsanar los problemas en los pueblos fronterizos mexicanos producto del retorno de más de 200 mil trabajadores con el cierre del Programa Bracero (Molina, 1985, p. 31).
  • 4
    Entre los “elementos dañinos” citados por las personas entrevistadas por Martin (1990, p. 413), se mencionaban: 1) la difusión de expresiones culturales foráneas, 2) la reproducción de fenotipos diferentes a lo “blanco” y 3) el gasto estatal en salud.
  • 5
    Monárrez (2000, p. 2-3) define al feminicidio como “el asesinato misógino de mujeres por ser mujeres. La práctica feminicida, producto del sistema patriarcal, comprende toda una serie de acciones y procesos de violencia sexual, que van desde el maltrato emocional, psicológico, los golpes, los insultos, la tortura, la violación, la prostitución, el acoso sexual, el abuso infantil, el infanticidio de niñas, las mutilaciones genitales, la violencia doméstica, la maternidad forzada, la privación de alimentos, la pornografía y toda política tanto personal como institucional, que derive en la muerte de las mujeres. Todo esto tolerado y minimizado por el Estado y las instituciones religiosas […]. Los victimarios, tanto lejanos como cercanos, pueden ser el padre, el amante, el esposo, el amigo, el conocido, el desconocido, el novio, entre otros”.
  • 6
    Asimismo, los sueldos de las trabajadoras por jornada y de las “de puertas adentro”, estaban muy por debajo de las medias nacionales estadounidenses (Pisani, Yoskowitz, 2002, p. 577).

Fechas de Publicación

  • Publicación en esta colección
    27 Ago 2021
  • Fecha del número
    May-Aug 2021

Histórico

  • Recibido
    13 Feb 2020
  • Acepto
    10 Feb 2021
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