Open-access Desapariciones: concepto, historia y experiencia

Disappearances: concept, history and experience

Resumen

La desaparición forzada de personas es una técnica de violencia de Estado que fue implementada en un contexto contrainsurgente entre las décadas de 1960 y 1980 en América Latina, y en ese mismo proceso, se configuró el concepto que permite explicarla como fenómeno y juzgarla como delito. La desaparición forzada continúa hasta nuestros días como práctica de represión política; pero también articulada con otros procesos, como las economías criminales, con consecuencias política y humanamente devastadoras. Estas transformaciones suponen un impacto en la configuración del concepto de desaparición forzada, y su necesaria revisión. Este artículo reflexiona sobre algunas de las propuestas de revisión del concepto que se han hecho, en particular desde la sociología; se presentan algunas críticas desde la historiografía, particularmente señalando los riesgos, tanto epistemológicos como políticos y éticos, que la revisión conceptual de la desaparición forzada implica, y sobre los que hay que asumir una responsabilidad.

Palabras clave Historia del tiempo presente; Historia de los conceptos; Desaparición forzada

Abstract

The enforced disappearance is a technique of State violence that was implemented in a counterinsurgency context between the 1960s and 1980s in Latin America, and in that same process, the concept that allows explaining it as a repressive phenomenon and judging it as a crime was configured. Nowadays the disappearance of people continues as a practice of political repression; but also articulated with other processes, such as criminal economies, with devastating political and human consequences. These transformations would have an impact on the configuration of the concept of enforced disappearance, and therefore its necessary revision. This essay discusses some criticisms made about the concept of enforced disappearance, particularly from sociology, pointing out, from the historiographical point of view, the risks, both epistemological, political, and ethical, that the conceptual revision of enforced disappearance implies, and for which responsibility must be assumed.

Keywords History of the present; History of the concept; Enforced disappearance

Desaparición forzada

Desaparición forzada es un concepto que comenzó su estabilización normativa hasta hace relativamente poco en América Latina, si consideramos la adopción de convenciones internacionales desde mediados de la década de 1990; y su inclusión como delito en los códigos penales nacionales a comienzo de los 2000. 1 Sin embargo, su uso comenzó a generalizarse a principios de la década de 1970 por el reclamo de organizaciones de familiares de personas detenidas-desaparecidas y de organizaciones defensoras de derechos humanos, pasando por las primeras resoluciones en organismos internacionales, así como por las denuncias de personas sobrevivientes de la desaparición, hasta instalarse como parte del vocabulario político y social a comienzos de la década de 1980, cristalizándose en diversos acontecimientos como la creación en 1981 de la Federación Latinoamericana de Asociaciones de Familiares de Detenidos-Desaparecidos (FEDEFAM) o en 1984 con el informe de la Comisión Nacional sobre la Desaparición de Personas en Argentina.

Este largo proceso de disputas políticas, sociales y jurídicas en torno al crimen de la desaparición forzada, la formación de organizaciones de familiares, con distinto nivel de alcance y presencia política, y la construcción de un entramado internacional en diversas comisiones y comités contra la desaparición forzada de personas dieron forma y contenido al concepto de desaparición forzada que logró articular, no sin tensiones y límites, las experiencias históricas de la desaparición, en tanto que violencia represiva del Estado, que se prolongan varias décadas atrás de dicha estabilización.

Como todo concepto histórico, esto es, como todo concepto que pretenda captar bajo su sobra el conjunto de procesos sociales que se despliegan en el tiempo, con itinerarios diversos, espacialmente determinados y diferenciados, por lo tanto, no estables sino cambiantes, el concepto de desaparición forzada tiene que ser sometido de tanto en tanto al análisis de lo que E.P. Thompson ( 1981 ) llamó la “lógica histórica”, es decir, ser sometidos a un juicio que nos permita asegurar que los hechos históricos, acontecimientos y procesos siguen siendo representados, explicados y comprendidos bajo el concepto que los organiza, es decir, si es posible aún la construcción de conocimiento histórico a partir de esa relación, porque como también lo advierte Thompson, no se trata acá solo de los datos empíricos, sino de la forma en la cual se les interroga.

Por ello, determinar la relación de los cambios entre el concepto y los hechos históricos es fundamental, aun cuando estamos tratando con procesos históricos que se siguen desplegando con profundos cambios en su configuración, como la desaparición forzada de personas. En países como México y Brasil, la desaparición forzada se ha convertido en una severa crisis humanitaria, pero que ya no corresponde en plenitud con el contexto de la violencia contrainsurgente que fue desplegada en las décadas de los 1960 y 1970; se trata de desapariciones forzadas que, en apariencia, han perdido sus contenidos y marcos políticos, quedando circunscritas a procesos crudos de acumulación en economías criminales. Sin embargo, la desaparición como técnica de represión política no se fue con los autoritarismos, se quedó también en las democracias formales. Se quedó y se transformó combinándose con nuevas estructuras y lógicas de violencia. Estas nuevas realidades de desaparición han comenzado a ser problematizadas no solamente desde la investigación social, sino también desde el reclamo de las agrupaciones de familiares, que exigen la modificación del marco jurídico que se había consolidado.

Este proceso ha obligado a preguntarse: ¿Cuál ha sido el grado de los cambios?, ¿el sentido de estos cambios sigue siendo explicado en el concepto?, ¿ha cambiado de tal manera el fenómeno de la desaparición que el concepto desaparición forzada ya no puede representar y explicar, ya no es capaz de organizar los hechos para nuestra comprensión? Algunos académicos y académicas han ensayado una respuesta afirmativa a esta última pregunta, y concluyeron que los nuevos fenómenos de desaparición representan una nueva estructura de la experiencia social, por lo que ha sido necesario construir un nuevo concepto. Sin embargo, en este artículo se sostiene que la revisión conceptual, siendo un proceso necesario en cualquier ciencia social, no solamente debe conducirse por una necesidad epistémica, sino también debe considerar las implicaciones éticas y políticas, no como limitantes de lo que debe ser cuestionado, sino como criterios del propio proceso epistemológico. En ese sentido, en el caso de la investigación historiográfica no se puede olvidar que, en tanto que esta es una forma de interpretación del pasado y su relación con el presente, modela las memorias públicas sobre el pasado, y en ello se juega su responsabilidad.

Este artículo no pretende agotar, ni siquiera ser exhaustivo, la reflexión sobre el concepto de la desaparición forzada. El objetivo central es presentar una discusión sobre cómo se ha planteado la reformulación del concepto y los problemas historiográficos que esto acarrea, así como sus implicaciones éticas. Para ello, en primer lugar, se presenta una breve reflexión en torno a las características del concepto de desaparición forzada como concepto histórico. En segundo lugar, se establece una discusión con una de las propuestas que se han hecho en la revisión del concepto de desaparición forzada, y que ha ganado terreno en algunos ámbitos académicos, con el objetivo de mostrar los riesgos y tensiones que se producen en la revisión conceptual cuando no se le pone en diálogo con la experiencia histórica.

Desaparición, concepto y experiencia

No es extraño que los conceptos históricos formen parte del mismo proceso que organizan racionalmente y son uno de sus productos. En ese sentido, desaparición forzada , por una parte, es el resultado interno del propio proceso histórico en el que se desplegó la forma represiva específica; por otra parte, es el producto de su articulación teórica.

Desaparición fue parte del vocabulario con el que los contemporáneos nombraron actos y experiencias que, en su diversidad, estaban tejidos por elementos comunes que permitían identificarlas como parte de un mismo fenómeno, y con ello las dotaron de significación y sentido; como recuerda Marc Bloch, para “dar nombre a sus actos, a sus creencias y a los diversos aspectos de su vida en sociedad, los hombres no han esperado a verlos convertirse en el objeto de una investigación desinteresada” (Bloch, 2001 , p. 152). Y como puede suceder con este tipo de conceptos que se configuran en una experiencia confrontada, conflictiva y violenta, las significaciones establecen sentidos contrarios. En el caso de desaparición , vocablo que fue dando sentido a una experiencia represiva hacia la década de 1960, en algunos casos desde los años 1940 (Vicente Ovalle, 2019 ), fue usado tanto por los propios perpetradores como por las personas represaliadas o sus familiares, con significaciones confrontadas en sus estrategias políticas.

En 1977, en los extremos geográficos de América Latina, los perpetradores tomaban posición pública sobre las desapariciones. El 12 de abril, el expresidente de México, Gustavo Díaz Ordaz, responsable, entre otros hechos, de la masacre del 2 de octubre de 1968, ante la pregunta sobre lo sucedido, sentenció:

Podrán decir, como se ha dicho en otras ocasiones, que se hicieron desaparecer los cadáveres, que se sepultaron clandestinamente, se incineraron. Eso es fácil. No es fácil hacerlo impunemente, pero es fácil hacerlo. Pero los nombres no se pueden desaparecer; si hay un nombre que lo pongan en una lista. Ese nombre corresponde a un hombre, a un ser humano que dejó un hueco en una familia […] Pero si hacen la lista, no voy a permitir que la hagan con nombres inventados […] Vamos a comprobar ese nombre a qué hombre correspondía y dónde está el hueco; el hueco no se puede destruir. Cuando se trata de destruir un hueco de esos, se agranda, porque para que no quede hueco en la familia, había que acabar con la familia. Es absurdo eso.

(Reveles, 1977 )

Unos meses más adelante, en septiembre de 1977, en Argentina el dictador Jorge Videla realizó su balance sobre las desapariciones:

En toda guerra hay personas que sobreviven, otras que quedan incapacitadas, otras que mueren y otras que desaparecen […] La desaparición de algunas personas es una consecuencia no deseada de esta guerra. Comprendemos el dolor de aquella madre o esposa que ha perdido a su hijo o marido, del cual no podemos dar noticia, porque se pasó clandestinamente a las filas de la subversión, por haber sido presa de la cobardía y no poder mantener su actitud subversiva, porque ha desaparecido al cambiarse el nombre y salir clandestinamente del país o porque en un encuentro bélico su cuerpo al sufrir las explosiones, el fuego o los proyectiles, extremadamente mutilado, no pudo ser reconocido, o por exceso de represión.

(Crenzel, 2015 , p. 38)

Desde esta posición, el vocablo desaparición fue puesto en acto como metáfora de una condición de la existencia o como resultado de una contingencia, de la que la persona desaparecida habría sido la principal responsable, cuya consecuencia es su paradero indeterminado. Este uso formó parte de la estrategia represiva desplegada como borramiento radical que pretendió no solo el aniquilamiento de la persona y la desarticulación social, sino además el borramiento mismo del hecho criminal y, con ello, de su propio tiempo. Y esto pudo haber sido así, sino hubiera existido una resistencia a ello.

En distintos países latinoamericanos, desde que la desaparición forzada se instaló como estrategia de la contrainsurgencia en los años 1960 y 1970, comenzaron a realizarse denuncias públicas, en algunas ocasiones por las propias organizaciones de las y los militantes desaparecidas/os o por colectivos de comunidades afectadas, pero principalmente por las madres de los desaparecidos, al principio casi siempre fue a solas y a tientas, denunciando, preguntando, hasta que se fueron juntando. Así fue en Uruguay, Luz Ibarburu, madre de Pablo Recagno detenido-desaparecido el 2 de octubre de 1976 en Buenos Aires, cuenta: “Fuimos con mi marido al Consejo de Estado pensando en hacer la denuncia, me encontré con María Esther [Gatti] y las dos pensábamos, ‘esta está por lo mismo’. Nos acercamos, nos preguntamos y definitivamente era así, y bueno, hicimos la denuncia...” (Bucheli et al., 2005 , p. 27). Y cuando salían a preguntar ¿Dónde está?, las respuestas que recibían en ministerios públicos, en estaciones de policía, en cuarteles o en una que otra oficina de partidos políticos era muy parecida: Nadie sabe. No pregunte. No diga. No busque, no hay nada que buscar. No haga. No vaya. No se junte. Esperen. Aguanten un poco más.

En agosto de 1978, poco antes de instalarse en huelga de hambre en la Catedral Metropolitana de la Ciudad de México, Rosario Ibarra de Piedra, madre de Jesús Piedra Ibarra, detenido-desaparecido en la ciudad de Monterrey en 1975, cuenta que fue a buscar a Heberto Castillo, una de las figuras más prominentes de la izquierda socialista en México:

me dijo que esperáramos el día del Informe [presidencial] a ver qué, insistió en que la huelga era un error político, en que íbamos a frenar la amnistía; lo mismo advirtieron otras organizaciones y otros partidos, pero yo no podía detener ya a las demás mujeres, las ochenta y tres que aquí nos encontramos y que hace mucho queríamos entrar en huelga de hambre […] Las de Sinaloa tienen años preguntando por sus esposos, por sus hermanos, por sus hijos desaparecidos. Fueron a ver al comandante de la Novena Zona Militar y nadie dio una respuesta. En México ni el Jefe del Estado Mayor Presidencial, ni el Procurador de la República, ni el Presidente López Portillo, les han podido decir por ahí te pudres. Ya basta, ¿no?

(Poniatowska, 1980 , p. 84-85)

La huelga de hambre inició el 28 de agosto de 1978, a las puertas de la Catedral. Allí, fueron puestas decenas de pancartas con los rostros de las personas detenidas-desaparecidas, militantes de organizaciones guerrilleras, líderes campesinos, estudiantes, bases de apoyo o familiares de militantes que por el solo hecho de llevar el mismo apellido fueron desaparecidas. Fueron desplegadas mantas con la exigencia central, ¡Desaparecidos, presentación!, y una esperanza tendida a la entrada de Catedral, ¡Los encontraremos! En toda América Latina esto fue una experiencia compartida.

Figura 1 -
Huelga de hambre de familiares de personas detenidas-desaparecidas, Ciudad de México, 1978

La exigencia de presentación con vida era el reclamo, pero el objetivo en esos momentos también fue darle realidad en el espacio público a la desaparición: “En esos años, la gente que nos veía paradas en la plaza no se explicaba por qué, no había ni idea de las desapariciones. No entendían quiénes éramos ni qué hacíamos”, recuerdan familiares de desaparecidos uruguayos. (Madres y Familiares de Detenidos Desaparecidos, 2004 , p. 29)

Si para los perpetradores el uso público del vocablo fue la metaforización que hacía viable el borramiento de la violencia desplegada; para las madres y familiares de personas detenidas-desaparecidas el uso del vocablo desaparición develaba el hecho criminal que quería ser borrado, buscaba reinstalar el tiempo por venir que el acto de la desaparición pretendió cancelar, y al darle realidad en el espacio público al hecho criminal negado se abría paso a la expectativa de justicia. Esta expectativa y exigencia de justicia determinó en gran medida el proceso de consolidación del concepto de desaparición como un concepto jurídico, era necesario otorgarle a la desaparición un estatus de delito y, en última instancia, de crimen de lesa humanidad. Al vocablo desaparición se le comenzó a adjetivar como forzada , no solo para contrarrestar el discurso público de los perpetradores que hacía responsable a la víctima, como si su desaparición hubiese sido voluntaria o un destino inevitable dadas las decisiones que tomaron; sino también, porque bajo el concepto de desaparición forzada quedaron organizadas un conjunto de prácticas que, en su desarrollo propiamente jurisprudencial, constituyeron un delito autónomo que era posible probar y castigar, para ello, necesariamente, se tuvo que configurar como tipo ideal para poder discernir qué hechos son constitutivos de ese delito.

Eventualmente, la configuración jurídica del concepto desaparición forzada comenzó a interferir con los usos más amplios que ya se hacían en las organizaciones de derechos humanos o en las ciencias sociales, y allí comenzaron los problemas. Dado que los procesos históricos nunca se adecuan a los modelos o tipos ideales, cuando se trata de aprehender con modelos la realidad histórica se escurre por doquier; como sostiene Pilar Calveiro ( 2021 , p. 19): “La desaparición forzada, como fenómeno político, excede en mucho a la figura jurídica que la describe, así que no se la puede caracterizar a partir en exclusiva de su tipificación en el campo del derecho”. Y se entiende que para ser operativa una definición jurídica tiene que ser restrictiva, no podría incluir las contingencias constantes que el fenómeno histórico realmente presenta, porque quedaría invalidada cualquier regla.

El desarrollo historiográfico del concepto, menor frente al uso jurídico, es cualitativamente distinto pues no solo busca organizar racionalmente el conjunto de hechos constitutivos de delitos, sino también abarca el conjunto de estrategias de violencia que subyacen y quedan articuladas en el dispositivo de desaparición: sujetos, discursos, prácticas y dinámicas represivas que le dan su configuración distintiva, haciendo inteligible un fenómeno histórico, en este caso una forma específica de violencia, diferenciado de otros con los que compartiría alguno de sus componentes. Aunque el conjunto de sus características no se presente en todos los casos, o se presente de distintos modos, o que no se ajuste a los límites teóricos de regímenes políticos (como circunscribir la práctica de la desaparición a las dictaduras) o que las experiencias incluso excedan temporalmente la propia existencia del concepto jurídico, cosa usual, dado que el concepto y los fenómenos históricos no son gemelos idénticos, no nacen al mismo tiempo, y estos últimos puedan mutar con mucha mayor rapidez que los primeros; esto no necesariamente implica que en tanto concepto histórico no sea capaz de explicar el despliegue de esa realidad histórica compleja. Implica que, como todo concepto histórico, debe tener un carácter flexible, que trabaje bien con esas tensiones, que funja, como sostenía E.P. Thompson, más como una expectativa que como un modelo.

De no contar con dicha flexibilidad, el concepto histórico sería incapaz de dar cuenta del itinerario tan diverso que puede presentar un mismo fenómeno, como la desaparición forzada que desde los años 1940 comenzó a aparecer como una práctica vinculada a la represión política, hasta sus usos sistemáticos en el marco de estrategias contrainsurgentes desde la década de 1960 bajo regímenes formalmente democráticos, autoritarios o dictatoriales, o su uso en contextos de guerras civiles, hasta sus nuevas formas en las que el Estado no aparece como el principal perpetrador, aunque siga siendo un actor relevante.

Ahora bien, admitiendo la flexibilidad como una característica central de los conceptos históricos, tampoco pueden entenderse como volátiles. Por un lado, por razones estrictamente epistemológicas, es decir, su papel en la producción de conocimiento fiable sobre los hechos históricos, como nos lo recuerda Bloch ( 2001 , p. 145): “Todo lo que se le puede exigir es que agrupe los hechos según un orden útil para su conocimiento. Sólo las clasificaciones arbitrarias son funestas. Compete al historiador probar incesantemente las suyas para revisarlas en caso necesario y, sobre todo, para hacerlas más flexibles”. Pero, por otro lado, también por consideraciones ético-políticas que nos alertan sobre los riesgos de hacer volar por los aires conceptos como mero divertimento intelectual, pues no solo se haría imposible cualquier conocimiento medianamente consistente sobre la realidad histórica, sino además correríamos el riesgo de borrar o negar rotundamente un conjunto de experiencias: “Si no ordenamos racionalmente una materia que se nos entrega en bruto, a fin de cuentas acabaremos por negar el tiempo, y por ende la historia misma” (Bloch, 2001 , p. 145). Sobre esto, Koselleck ha advertido que los conceptos nos permiten acumular experiencias, incorporarlas vitalmente y establecer una relación colectiva e individual con el pasado, además son necesarios “para integrar las experiencias pasadas tanto en nuestro lenguaje como en nuestro comportamiento”. De esta forma también se hace posible lo político:

Sólo cuando esta integración se ha llevado a cabo, se es capaz de comprender lo acontecido y puede que se esté en posición de enfrentarse a los retos del pasado. Es posible que en ese momento se pueda lograr también la capacidad de prepararse frente a acontecimientos futuros o frente a posibles sorpresas con el objetivo de impedirlas.

(Koselleck, 2012 , p. 29)

Esto se hace evidente en el concepto desaparición forzada , porque incluso antes de su configuración jurídica fue el resultado de experiencias de resistencia y denuncia frente al proceso mismo de violencia, contribuyó a una mejor articulación de la acción política; por lo tanto, efectivamente no solo establece una posición para enfrentar el pasado, sino también asumir los retos futuros. Un testimonio reciente de Héctor Pineda Santiago, hijo de Víctor Pineda Henestrosa, detenido-desaparecido en 1978 en la ciudad de Juchitán, Oaxaca, por un comando del Ejército mexicano, deja ver con claridad esta articulación:

La estrategia de ellos fue hacer que desapareciera no sólo su palabra y su lucha, sino también su cuerpo. Su lógica era sencilla: si no hay cuerpo no hay deleito. Ellos le llamaban presunto desaparecido, murió en un accidente o se fue a la clandestinidad. Para nosotros significa desaparición forzada […] Nosotros, en cambio, mientras ellos encubren, nosotros seguimos resistiendo, seguimos reclamando las vidas de nuestros muertos, los soles negados a los presos políticos y la presentación con vida de nuestros desaparecidos.

(“Testimonio de Héctor Pineda Santiago. Diálogos por la Verdad Oaxaca. Parte 2”, 2023)

En una entrevista que realicé hace varios años a una persona sobreviviente de desaparición forzada, al hacer un recuento sobre su práctica política, posterior a la desaparición, como activista en defensa de los derechos humanos en México, la participante reflexionaba de la siguiente manera sobre el proceso de reconocimiento de su propia experiencia:

Fíjate que yo nunca entendí que había sido detenida-desaparecida. ¿Sabes cuándo lo entendí? Cuando viene la declaración, cuando empiezo a trabajar con AFADEM [Asociación de Familiares de Detenidos Desaparecidos y Víctimas de Violaciones a los Derechos Humanos en México], yo cuando empiezo a trabajar con AFADEM [hacia mediados de los años noventa] fue antes de que saliera la declaración sobre la detención-desaparición forzada y entonces es cuando me cae el veinte y digo: “Entonces yo estuve detenida-desaparecida” […] dije “ah, pues entonces también fui eso”, pero antes no me cayó el veinte, honestamente. Es más, si a mí me hubieran matado allí, yo hubiera muerto convencida de que era un asesinato político.

Entonces, preguntarse sobre la pertinencia de un concepto histórico lleva por motivo la necesidad de la disciplina de mantener su instrumental teórico ajustado, pero esto no puede llevarse a cabo sin considerar las implicaciones éticas y políticas. Teniendo en cuenta estas consideraciones epistémicas, éticas y políticas para el análisis histórico, y dada la variabilidad que presentan los fenómenos sociales que se despliegan en el tiempo y el espacio, es preciso que de tanto en tanto se sometan los conceptos a una revisión que nos permita asegurar que sigue representando y explicando el fenómeno, pero esta revisión solo puede llevarse a cabo mediante la lógica histórica, es decir, en diálogo con el propio desarrollo de los hechos y procesos, de tal manera que permita determinar si es posible que el concepto dé cuenta de nuevos niveles de facticidad.

Desapariciones: tensiones y límites de un concepto

La revisión del concepto no sólo refiere a necesidades teóricas, sino también historiográficas, puesto que la desaparición, como técnica de violencia, formó parte de las violencias desplegadas bajo regímenes autoritarios y dictatoriales durante las décadas de 1960 y 1990 como parte de un proyecto político y económico. Pero también antecedió a esos regímenes y continuó bajo gobiernos formalmente democráticos. Además de permanecer efectivamente, también cambió tal como muestran los datos recientes de México, Brasil o Centroamérica, donde la han desplegado de forma masiva, sin que su uso esté, únicamente, en correlación con las violencias de Estado que la configuraron décadas atrás.

En este índice de cambios y permanencias, nuevos actores han entrado en juego, como el crimen organizado, pero los viejos actores están presentes aún, por sí o en colaboración con los nuevos. Las nuevas formas de la desaparición parecen desplegarse indeterminadamente, pero su estructura y dinámica violenta permanece, aunque sus razones políticas y económicas parecen haberse reconfigurado. Las lógicas de violencia a las cuales se articula la desaparición también se han diversificado, permanece la represión política, pero se han sumado otras como las violencias feminicidas o las economías violentas como la trata de personas, el trabajo forzado, que usan a la desaparición como técnica para la apropiación de personas y la eliminación de cuerpos.

Se ha transformado la experiencia de la desaparición a tal punto que el adjetivo forzada , aunque aún en uso, ya casi ha perdido el sentido político de cuestionar los discursos gubernamentales que le deban a la desaparición una connotación contingente cuya responsabilidad recaía en la propia víctima, porque en lugar de calificar externamente al sustantivo, se integró completamente. La experiencia actual de la desaparición, pese a la persistencia de discursos estigmatizantes, ha dejado claro que nadie desaparece por voluntad propia, haciendo casi innecesario adjetivarla como forzada; separando semánticamente el vocablo “desaparición”, de manera radical, de otros como “ausencia” o “no localizado”. Y estos cambios han empujado, otra vez por la fuerza del reclamo de las madres y familiares de personas desaparecidas, un reconocimiento jurídico a las nuevas formas de la desaparición, que en algunos lugares se han traducido en la creación de normas específicas: en el caso de México, la promulgación en 2017 de la “Ley general en materia de desaparición forzada de personas, desaparición cometida por particulares y del sistema nacional de búsqueda de personas”, como su nombre indica no solo reconoce a las desapariciones estrictamente vinculadas a la acción estatal, sino también aquellas que han sido llevadas a cabo por organizaciones criminales o por individuos.

Estas transformaciones de la desaparición, como experiencia histórica, han sido interpretadas, particularmente desde la sociología, como “desbordes” del concepto desaparición forzada , el cual, de acuerdo con estas interpretaciones,se ha vuelto inoperante para explicar y comprender estas nuevas formas de desaparición. En este contexto, se concluye que: “El trabajo desarrollado muestra que aquella categoría, que aún ordena el panorama de la desaparición a nivel planetario, ya no contiene todas las manifestaciones del fenómeno, especialmente en México. Aquí, la categoría se desborda: desapariciones sin Estado, desaparecidos en contextos no autocráticos, desaparecidos vivos…” (Gatti; Irazuzta, 2019 , p. 4).

La tesis del desborde del concepto fue dibujada por el sociólogo Gabriel Gatti a partir de una lógica desprendida de un análisis de los usos y circulaciones del propio concepto. Esta tesis sostiene que hay una articulación inicial del concepto a la que se le denomina “desaparición originaria” (Gatti, 2017 , p. 16-18), forma primera que está anclada a la experiencia argentina durante la dictadura de 1976-1983: “En origen, pues, la experiencia es típicamente la argentina y el régimen político que le corresponde es, paradigmáticamente, el de las dictaduras” (Irazuzta; Blanes; Maeso, 2019 , p. 165). Esta experiencia singular de la desaparición se sostiene en estos estudios, quedó consolidada jurídicamente como desaparición forzada en las diversas convenciones internacionales, desde el Estatuto de la Corte Penal Internacional hasta la Convención de 2006, que “mantiene mucho del modelo originario argentino” (Gatti, 2017 , p. 19). La idea de la “desaparición originaria” ha sido recuperada por otras autoras y autores de la Ciencia Política o el Derecho (Ansolabehere; Martos, 2022 , p. 98-99). De acuerdo con esta interpretación, fue gracias a su consolidación jurídica transnacional que el concepto comenzó a viajar y fue transterrado a espacios semejantes en ciertos aspectos, pero fundamentalmente ajenos.

Se señala en esta tesis que se obligó al concepto a dar cuenta de experiencias que no correspondían con su estructura originaria, experiencias como las desapariciones en la Guerra civil española, en el conflicto armado guatemalteco o en la contrainsurgencia mexicana: “Se comenzó a proyectar la categoría de desaparecido, a menudo de manera retroactiva, sobre formas de violencia de Estado diversas en su naturaleza del modelo original” (Blanes, 2020 , p. 3), teniendo como consecuencia no sólo la distorsión del modelo original, sino también la ocultación de la singularidad de cada una de las experiencias (Anstett, 2017 , p. 47). A esta nueva articulación transnacional le han llamado “desaparecido originario extendido”, porque si bien no se cumplía con todas las características del modelo originario, había algunas semejanzas sobre las que el concepto podría extenderse.

El viaje de este concepto, finalmente, llegó a realidades que lo desbordan, que ya no guardan ninguna relación con la experiencia originaria ni con su apropiación vicaria (extendida) en otros contextos históricos o geográficos. Estas realidades son otra cosa, “los indígenas no contactados en Brasil, los migrantes albergados en las casas de migrantes en México, los ciudadanos borrados en República Dominicana, los sujetos sin registro, también en México” (Gatti; Irazuzta; Sáez, 2020 , p. 2), que se les nombra desaparecidos porque guardan relación con ciertas formas metafóricas de la desaparición forzada: “despropósito, absurdo, ausencia, paradoja, vacío, imposibilidad, irrepresentabilidad” (Gatti, 2017 , p. 26). Por tanto, para incluir a estas otras formas, el concepto debe dejar atrás su referencia a una estrategia y técnica de violencia, para referirse a la condición de vidas abandonadas: “ Desaparición forzada es a cabalidad el caso de muchos casos en México, pero no de todos. Desaparición , en cambio, sirve para todos. Significa bien ese estado del ser que roza lo fantasmal, lo absurdo, la falta de estado y de existencia, la liminalidad, un estado entre la vida y la muerte” (Gatti; Irazuzta, 2019 , p. 7). Esta nueva experiencia, articulada bajo la denominación de “desaparición social”, “es el borrado sistemático de muchos sujetos de los marcos de percepción (visibilidad, comprensión, gestión) compartidos, para los que no existen o para los que dejan de existir. Es vida abandonada en un mundo que la produce sistemáticamente” (Gatti, 2022 , p. 40).

Si bien esta tesis del desborde apunta a la necesidad de pensar el concepto de desaparición forzada ; para el análisis histórico esta tesis no parece ser del todo satisfactoria, sobre todo cuando se le pasa por el tamiz de la “lógica histórica”. De manera breve, me interesa señalar tres supuestos que el análisis histórico del concepto desaparición forzada debe evitar.

En primer lugar, como ya la historiografía crítica lo ha venido apuntando desde la década de 1930, la discusión sobre el origen de un fenómeno histórico, como elemento explicativo, resulta poco fructífero: concibe a la historia como lineal y acumulativa, y esto contribuye a la construcción de mitos o produce explicaciones de causalidad mecánica, dejando de lado las contingencias, los itinerarios diversos, las temporalidades no sucesivas, es decir, dejando fuera la complejidad del proceso histórico y sus múltiples determinaciones. Sobre la “desaparición originaria”, estos autores sostienen que la configuración de la experiencia parte de la última dictadura argentina, entre 1976 y 1983. Para poner en cuestión esto bastaría exponer que antes de ese período en Argentina ya existía la práctica de la desaparición forzada, por ejemplo, en 1966, en el contexto de otro golpe; en 1974 bajo el gobierno peronista, por cuenta de la triple A; o en 1975 en el contexto del Operativo Independencia, operativo que prefigura las prácticas represivas que se implementarán bajo la dictadura un año después; esto sería suficiente para suponer que no solo la desaparición no tiene un “origen” en la dictadura de 1976, sino que su configuración como técnica represiva es mucho más compleja. Pero también es importante apuntar que la desaparición forzada se implementó como estrategia en muchos otros lugares de América Latina varios años antes que la dictadura argentina: En el caso mexicano, desde 1971 se convirtió en una práctica sistemática contra las disidencias políticas; en Brasil entre 1971 y 1974 su implementación se refinó; lo mismo que en el caso chileno y uruguayo desde los golpes de Estado de 1973; o en Guatemala desde mediados de la década de 1960, donde la práctica alcanzó mayores dimensiones que en el caso argentino.

Establecer de manera arbitraria un origen, hasta convertirlo en mito, no sirve para el análisis histórico. Un acontecimiento, aunque ilumine su propio pasado, no puede ser deducido casual ni mecánicamente de él (Traverso, 2010 , p. 17). Lo que se tendría que explicar es el proceso a través del cual la desaparición forzada fue experimentada en casi toda América Latina como una forma sistemática de represión entre la década de 1960 y 1990; y ese proceso no empieza ni se cristaliza en una experiencia singular específica, no se puede explicar por sí mismo ninguno de los casos singulares sin inscribirlos en macroprocesos como la experiencia de la guerra fría latinoamericana, y la emergencia de nuevas formas globales de poder y acumulación, como el neoliberalismo en la década de los 1970. Si bien en su señero estudio Pilar Calveiro apuntó que la desaparición forzada constituyó un poder desaparecedor en la experiencia argentina frente al resto de América Latina, convirtiéndose en la principal modalidad y eje de toda la práctica represiva de la dictadura (Calveiro, 2004 ), las recientes investigaciones históricas sobre la represión política en Argentina han puesto algunos matices a esa idea (Franco, 2015 ).

La idea de una “desaparición originaria” pareciera tener la intención de construir un caso irreductible singular de tal manera que soporte el segundo componente de la tesis del desborde, que es la cristalización de la desaparición originaria en el tipo ideal jurídico a nivel internacional. Antes de pasar a esto último, es importante recordar que la construcción de singulares históricos ya ha sido cuestionada para otras experiencias. Arno Mayer, sobre el caso de la Shoah, advirtió que su construcción como singularidad no solo deshistoriza, sino que promueve la imposibilidad de interpretación y finalmente mitifica (Mayer, 2012 , p. 468). En estos irreductibles singulares, “el contexto histórico aparece como un conjunto de circunstancias exteriores, accesorias y contingentes, útiles para enmarcar los hechos en el plano cronológico, pero superfluas para captar sus orígenes y estudiar su desarrollo” (Traverso, 2000 , p. 177).

El segundo componente de la tesis del desborde, el supuesto de que el concepto jurídico que articuló el delito de desaparición fue la cristalización de la experiencia originaria de la desaparición tampoco es tan claro. Habría que reparar en el proceso de articulación jurídica para la configuración de la desaparición forzada como un delito autónomo que en estricto sentido es el que se establece como tipo ideal para su sanción, y como lo muestran análisis especializados al respecto, en ningún sentido se trató de una adaptación del modelo argentino de “desaparición originaria” a los ordenamientos jurídicos internacionales. En este sentido, trataremos de hacer algunos apuntes sobre esto.

Por un lado, si bien es cierto que la primera mención en un documento de relevancia internacional fue la Resolución 33/173 de la Asamblea General de la ONU del 20 de diciembre de 1978, en la cual se hace referencia a la situación argentina, el consenso jurisprudencial sobre el crimen se configuró diez años después, por primera vez, en la sentencia del caso Velásquez Rodríguez vs . Honduras ante la Corte Interamericana de Derechos Humanos en 1988. Así, no fue un caso argentino. Por otro lado, la configuración que en los códigos penales o leyes nacionales se fue estableciendo respecto a la desaparición forzada ha sido muy variable, es decir, no ha sido una adopción automática de ningún tipo ideal ni modelo originario. Por ejemplo, el caso colombiano, de acuerdo al análisis de Claudia López Díaz, muestra muy bien las disputas y complejidades para establecer el sujeto activo del delito de desaparición forzada; entre 1992 y 1993 se propuso en el Congreso definir al sujeto activo tanto a los agentes del Estado como a los miembros de las guerrillas; en la Ley 589 del 2000 que tipificó el delito de desaparición forzada, el mayor peso en cuanto agente activo se le dio al “particular que perteneciendo a un grupo armado al margen de la ley someta a otra persona a privación de su libertad”, esto fue cuestionado por la Corte Constitucional colombiana. Para contar con una tipificación más amplia, la “desaparición forzada entonces puede ser cometida por cualquier particular sin ninguna cualificación, o por cualquier servidor público de manera directa o indirecta”, saliendo claramente de la fórmula “originaria” (López Díaz, 2009 ). Y así podemos seguir observando las diferencias específicas en la forma en que a nivel nacional se fue construyendo la figura del delito de desaparición forzada, que no necesariamente fue ni una copia y calca ni una adaptación automática del modelo internacional supuestamente construido a imagen y semejanza de la desaparición originaria argentina. Finalmente, la tipificación del delito en el Sistema Interamericano no obedeció a la sistematización de una sola experiencia, sino que fue un proceso que avanzó de manera paulatina, desde el reconocimiento de la desaparición forzada como un delito que afecta a la libertad personal, a la integridad personal y a la vida, pasando por la resolución en el caso Velásquez Rodríguez vs. Honduras, en 1988, que dio los contornos del delito en el Sistema Interamericano, hasta integrar diversas experiencias recogidas en las sentencias de la Corte Interamericana que dan cuenta de la complejidad del delito: el caso Blake vs. Guatemala, que sanciona la abstención de las autoridades a investigar los hechos; o el caso Anzualdo Castro vs. Perú, de 2009, que integra la violación del derecho del reconocimiento de personalidad jurídica; así como el caso Gomes Lund y otros (“Guerrilha do Araguaia”) vs . Brasil, de 2010, que considera la violación del derecho a buscar y recibir información; o el caso Gelman vs. Uruguay, de 2011, que reconoce la centralidad del género, en un contexto en el que “agentes estatales sistemáticamente desaparecieron mujeres embarazadas y se apropiaron ilícitamente de los niños y niñas” (Piovesan; Cortez da Cunha Cruz, 2020 ).

Si el concepto viaja con rotundo éxito, no es porque haya logrado imponerse una experiencia irreductible singular (la Argentina) de la mano fuerte del derecho humano internacional, sino porque hay experiencia compartida, misma que hace falta historiar.

Sobre el tercer supuesto de la tesis del desborde, el tránsito del uso del concepto de desaparición forzada hacia otras realidades, hay que advertir sobre un riesgo inherente que se presenta cuando se extraen solo las cualidades metafóricas de un concepto, y con ello se trata de trasladarlo a otros fenómenos histórico y ontológicamente diferentes, no solo para hacerlos semejantes, sino para producir una identidad histórica entre dos o más fenómenos. Esto es lo que sucede con el concepto de “desaparición social”, que no intenta explicar fenómenos sociales, ya conocidos, bajo un nuevo concepto (para los que, por lo demás, ya existen conceptos consolidados como marginación, explotación, exclusión social, desigualdad, racismo, etc.), sino que traslada las cualidades metafóricas de la desaparición forzada e intenta producir una semejanza entre fenómenos, presentando a “los indígenas no contactados en Brasil, los migrantes albergados en las casas de migrantes en México, los ciudadanos borrados en República Dominicana, los sujetos sin registro” (Gatti; Irazuzta; Sáez, 2020 , p. 2), si no como una continuidad, sí como una derivación de la desaparición forzada, estos son los “nuevos” desaparecidos. Claro, hay que decir, si se quiere usar el vocablo desaparecido para designar metafóricamente procesos de exclusión social o de desigualdad, podría hacerse sin mayor consecuencia; sin embargo, los problemas comienzan cuando se pretende que el concepto de “desaparición social” no solo es una evolución del concepto de desaparición forzada , sino que el primero explica ambos fenómenos. Y en esto radica el principal problema, porque abstrayendo las cualidades metafóricas del concepto de desaparición forzada desplazan la estructura específica de violencia que configuró la experiencia represiva, y en eso hay una semejanza con el uso que a la metáfora de la desaparición le dieron los propios perpetradores, pretendiendo borrar la violencia desplegada y con ello las responsabilidades y consecuencias del acto. Una crítica al concepto de “desaparición social” ya la ha presentado Pilar Calveiro:

Me interesa en particular resaltar que, en esta práctica, la negativa a reconocer la detención –o el secuestro– persigue la posibilidad de ejercer una violencia desmedida y completamente ilegal sobre la persona, es decir, de recurrir a distintas formas de la tortura […] Por lo tanto, esta práctica implica un procesamiento específico sobre el cuerpo de las personas y sobre el cuerpo social que, a mi juicio, lo distingue de lo que algunos autores (Gatti, Irazusta, Martínez y otros) han caracterizado como “desaparición social” […] Creo que la exclusión, la invisibilidad social que padecen enormes grupos de población o la falta de representación –fenómeno incluso mucho más amplio que el primero–, siendo formas de “desaparecer” política y socialmente a las personas, al no hacerlo de modo literal desde el cuerpo –y sobre el cuerpo–, adquieren características, aunque asimismo graves, muy diferentes a las ya expuestas, justo porque no implican determinados procesos que son sustantivos en la desaparición de personas.

(Calveiro, 2021 , p. 20-22)

Más allá de su cualidad metafórica, recuperada en términos como “ausencia”, “vacío”, “imposibilidad” o “irrepresntabilidad”, la desaparición forzada es una técnica de violencia cuyo centro es el control total sobre el cuerpo de las personas desaparecidas, violencia que se prolonga a las comunidades, familiares o políticas, con amplios efectos políticos sobre la sociedad en general. Esta técnica, inscrita en lógicas de violencia, requiere para su implementación estructuras y procesos determinados. Es decir, lo que queda en el concepto de desaparición forzada son un conjunto de prácticas y técnicas de violencia articuladas estratégicamente, que operan alrededor del cuerpo, cuyo objetivo es el aniquilamiento bajo un mandato clandestino. Cuando una persona era ingresada al circuito de detención-desaparición no ingresaba a un vacío ni mucho menos a una estructura existencial marcada por la ausencia, todo lo contrario, pues era sobre el cuerpo que se hacía sentir la dominación, con la marca de la tortura. Sobre el tratamiento metafórico de este tipo de violencias, vale la pena traer a cuenta la reflexión de Alain Badiou: “Cuando se dice con ligereza que lo que hicieron los nazis (el exterminio) es del orden de lo impensable o de lo inabordable, se olvida un punto capital: que lo pensaron y lo abordaron con el mayor de los cuidados y la más grande de las determinaciones” (Badiou, 2009 , p. 15).

La historia de la desaparición forzada, entonces, tiene como centro el análisis del despliegue de una técnica específica de violencia, inscrita en lógicas de violencia determinadas históricamente. Para poder calibrar correctamente el concepto de desaparición, y poder determinar sus ajustes, sus cambios o sus tensiones de manera más adecuada es necesario seguir el itinerario de esas lógicas de violencia, así como las estrategias que le dan forma y establecen las dinámicas de la desaparición; y más que determinar el origen de tal práctica represiva, el análisis histórico debe explicar su despliegue, las formas en que esa experiencia fue compartida entre países y contextos similares y diversos, sus pliegues, sus diferencias. Porque, incluso, durante el período histórico en el que se supone operó un modelo de desaparición forzada bajo la lógica de la contrainsurgencia, la variabilidad de la experiencia resulta relevante para los usos del concepto.

Si bien es cierto que, al menos, desde comienzos de la década de 1970 en un buen número de países de América Latina fue implementada la desaparición forzada como parte de las estrategias de represión política, no lo hicieron de la misma manera, y no solo se trató de variaciones en el modelo, sino de configuraciones específicas de esta técnica de violencia, es decir, de estrategias para la eliminación, desarticulación o contención de aquellos sujetos y sectores sociales configurados como enemigo. Una primera diferencia es el período de sistematización: En países como México esto comenzó a suceder hacia 1971, en Brasil alrededor de 1974, mientras que en Argentina esto sucedió hacia 1975, y en Guatemala hacia 1981. Esto no significa que en esas fechas haya comenzado la práctica de la desaparición, como se ha señalado antes, en todos estos países hay evidencia de desapariciones como forma de represión política, prácticamente desde mediados de la década de 1960, que coincide con el giro contrainsurgente en toda la región. Sin embargo, el proceso de institucionalización fue distinto y está vinculado con la dinámica represiva en cada uno de los países. En el caso de México, se entró en un proceso de radicalización autoritaria, al mismo tiempo se quiso presentar una imagen de distención política, para ello la práctica de la desaparición forzada ofreció características ideales para esa combinación en el ejercicio del gobierno (Vicente Ovalle, 2019 , p. 68-89). Mientras que en Brasil, que para 1974 ya llevaba diez años en dictadura, el cambio en la dinámica represiva, que se había centrado en la prisión política y la tortura, giró hacia a la desaparición como resultado de algunos cambios internos, en particular la búsqueda de legitimidad de la dictadura que requería dar la imagen de una disminución de la represión y la clandestinidad de la desaparición ofreció mejores condiciones para ello; y, factores externos, como la emergencia de las dictaduras chilena y uruguaya, y la estructuración de una coordinación represiva a nivel regional (De Almeida Teles, 2020 ). En Argentina, la configuración sistemática de la desaparición forzada de personas se alcanzó en 1975, de la mano de Operativo Independencia, un operativo contrainsurgente de ocupación territorial para la eliminación de la insurgencia social y armada en la provincia de Tucumán, allí se instaló un red de espacios de detención clandestina (Jemio, 2021 ), que tras el golpe de Estado en 1976 se generalizó a todo el país, alcanzado uno de sus mayores refinamientos en el centro clandestino de detención de la Escuela de Mecánica de la Armada (Franco; Feld, 2022 ). En el caso guatemalteco fue hasta 1981 cuando la implementación de la desaparición alcanza su mayor sistematicidad, de la mano con la lógica genocida que comenzó en esos años también, otorgándole de inmediato la característica genocida a la desaparición (Vela Castañeda, 2014 , 2023a ).

Sin embargo, no solo varió la temporalidad en la sistematización de la desaparición, sino también lo hizo su instrumentalización. Por ejemplo, mientras que en México no se implementó inmediatamente con un mandato de exterminio, por lo menos hasta 1975, lo que permitió un número significativo de sobrevivientes, después de ese año el mandato se hizo expreso, alcanzando su mayor nivel de exterminio entre 1976 y 1979 a nivel nacional, con la salvedad del estado de Guerrero donde alcanza su mayor nivel de implementación en 1974. En el caso argentino desde el comienzo de su sistematización y su generalización entre 1975 y 1976, la lógica imperante fue el aniquilamiento: secuestro, tortura, exterminio; pero pronto se hicieron ajustes a esa dinámica y, por lo menos en el caso de la ESMA a partir de 1977, esa lógica de exterminio estuvo mediada antes por un proceso más complejo: “Esa trama represiva incluyó la explotación de hombres y mujeres obligados a trabajar y a convivir perversamente con sus victimarios, operaciones económicas de enriquecimiento ilícito y el despliegue de nuevas actividades” (Confino; González Tizón; Franco, 2022). En ninguno de los otros casos se dio esta deriva en la desaparición. Tanto en el caso de mexicano como guatemalteco se obligaba “trabajar” o “colaborar” a las personas detenidas-desaparecidas en la identificación de células de las organizaciones guerrilleras, populares, campesinas, sindicales, que estuvieran articuladas a la insurgencia social, los períodos prolongados de detención estuvieron vinculados a esas actividades, y la convivencia con los perpetradores raramente rebasó esos límites (Vela Castañeda, 2023b ; Viente Ovalle, 2019 , p. 109-152).

Bajo la gubernamentalidad neoliberal que la violencia de Estado desplegada durante las décadas de 1960 y 1970 ayudó a parir la desaparición forzada de personas cambió, algunos de sus rasgos centrales han permanecido, pero las lógicas de violencia desplegadas en esta gubernamentalidad determinan las dinámicas y contornos de la desaparición de distinta manera. En toda América Latina se despliegan nuevas figuras de la desaparición forzada: México, Centroamérica y Brasil son los espacios donde esas figuras han adquirido preeminencia, y donde las desapariciones han adquirido niveles masivos (Comité Contra la Desaparición Forzada, 2022 ; Comité Internacional de la Cruz Roja, 2021 ). Quizá sean dos los rasgos que comúnmente se señalan como diferencias centrales de las nuevas formas frente a la forma de la desaparición forzada de los años 1970: El primer, la ausencia del perfil político de la víctima (Paley, 2020 , p. 71; Willis, 2021 ), y segundo, casi concomitantemente, el desplazamiento del Estado como el principal perpetrador. Sin embargo, no es tan claro que esos desplazamientos hayan sido tan radicales. Otra cuestión importante es la estructura represiva al asumir la ausencia del Estado en las nuevas formas de desaparición, se supondría que la sistematicidad de la desaparición es menor o su estructura es más débil; sin embargo, para el caso mexicano, en aquellas desapariciones perpetradas por el crimen organizado, por sí o en complicidad con funcionarios de distintos órdenes de gobierno, lo que se ha detectado es la existencia de una infraestructura para la desaparición, por ejemplo en el estado de Jalisco la existencia de un sistema de sitios de detención-desaparición y exterminio, bastante extendido en la ciudad de Guadalajara y su zona metropolitana (Ávila et al., 2023 ); así como sitios de detención-desaparición prolongada vinculados a circuitos de reclutamiento y trabajo forzados (Guillén; Petersen, 2019 ). Respecto al perpetrador, en caso como México (Observatorio sobre Desaparición e Impunidad, 2017 ) y El Salvador (Fundación para el Debido Proceso, 2023 ), hay evidencia suficiente para sostener no solo que el Estado (en sus diferentes instituciones y niveles de gobierno) sigue siendo responsable por omisión en la protección y atención, sino también directamente por comisión. Quizá el factor distintivo sea la ausencia de una estrategia contrainsurgente en la cual la desaparición se inscriba tan claramente para la eliminación de las disidencias. Sin embargo, aunque el perfil de las víctimas ya no sea estrictamente político, el efecto de las nuevas formas de la desaparición sí continúa siendo político, por los efectos no solo en las personas víctimas de las desapariciones sino en las comunidades, como se ha señalado para el caso brasileño:

The implication is that disappearance works as a structure of political containment, even – and perhaps especially – in the passive forms it assumes. Power is enacted through an incredibly precarious supposition: the disappeared must have done something wrong to deserve it. In this way, the practice of making people vanish, and the omission of response, is pedagogical for all those left behind. It deters.

(Willis, 2021 , p. 317)

Consideraciones finales

La consolidación del concepto de desaparición forzada hace referencia a la especificidad de un delito y al conjunto de experiencias que se agrupan bajo esa definición, experiencias que por su diversidad no son, y no tienen que serlo, inmediatamente capturadas en la definición jurídica. Sin embargo, considerándolo como concepto historiográfico, no solo da cuenta de aquellas experiencias, represivas y de resistencia, que configuraron el fenómeno de la desaparición forzada; sino también puede abarcar los diversos itinerarios que ha seguido la desaparición de personas como una forma de las viejas y las nuevas violencias que se despliegan por toda América Latina. La revisión y crítica a la que tienen que ser sometidos todos los conceptos con los que pretendemos dar cuenta de las realidades históricas tiene que realizarse en el marco de lógica histórica, es decir, una crítica frente al propio proceso histórico.

Partiendo del concepto de “desaparición social” que algunos sociólogos han presentado no solo como un nuevo concepto que abarca las experiencias de exclusión y violencia, sino como un concepto que sustituye el de desaparición forzada , en este ensayo se reflexionó sobre las consecuencias epistemológicas, en términos de las posibilidades de la producción de conocimiento histórico, así como políticas y éticas, de pasar por alto que cualquier crítica o revisión de conceptos históricos debe hacerse a través del examen de la lógica histórica.

Poniendo en cuestión la tesis de que el concepto desaparición forzada ha sido desbordado, y por ello su necesaria sustitución por un concepto novedoso, fue posible observar que dicha tesis no se sostiene frente al examen de la lógica histórica, por lo tanto, el riesgo que se corre de presentar acríticamente el concepto de “desaparición social” como sustituto o que subsume al de “desaparición forzada” no solo es epistémico, sino que con ello se puede borrar un conjunto de experiencias históricas.

Siguiendo las lógicas de violencia predominantes, tanto las desplegadas durante las décadas de 1960-1990 (la lógica contrainsurgente) como las desplegadas bajo la gubernamentalidad neoliberal, es posible observar que la desaparición forzada mantiene su estructura de violencia, su acción sobre el cuerpo, el mandato clandestino de la práctica. Es posible sostener, entonces, que el concepto desaparición forzada aún puede dar cuenta de estas transformaciones de la desaparición, y aunque el Estado no aparezca como principal perpetrador, y el factor ideológico-político haya cedido terreno frente al puro usufructo económico en la práctica de la desaparición forzada actual, el control político aparece como un elemento asociado, pues, asumiendo la proposición de que la violencia es una potencia económica, hay que derivar de ella que la violencia, por tanto, redefine y reordena el conjunto de la reproducción de la vida social. En este último sentido, la violencia también es, pues, una potencia política: Las formas en que se despliega la violencia en el presente podrían estar anunciando la estructura de lo político de una nueva formación social (Estado, derecho, producción, consumo, etc.).

La experiencia de la desaparición descubre la radicalidad de la borradura que se implementó en el espacio público y que se confirmó en la clandestinidad del dispositivo de la detención-desaparición, estableciéndose una relación de consistencia entre los dos ámbitos (público-clandestino) de la violencia de Estado. La radicalidad de la desaparición queda expresada en sus procedimientos y en el borrado de las propias huellas de la práctica represiva, y de las posibilidades de reconstruir las historias que quedaron atrapadas en el circuito de la detención-desaparición. La revisión de conceptos históricos debe, por tanto, no solo considerar los rigores teóricos con los que debe realizarse, sino también las implicaciones éticas y políticas, insisto, no como límites de lo que puede ser puesto en cuestión, sino como criterios de la crítica misma.

Reconocer la experiencia de la desaparición, en voz de quienes la atravesaron, así como el grito ¿dónde están? que interroga por aquellos que no han logrado salir del dispositivo desaparición son estrategias para romper la prolongación de la borradura y tratar de reinstaurar ese tiempo suspendido. Por lo tanto, la posibilidad de reintegrar ese tiempo histórico también se juega en la articulación conceptual de la desaparición forzada como experiencia.

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    En algunos países el delito de desaparición forzada de personas se incluyó en códigos penales desde la década de 1990, por ejemplo: Perú, 1991; Guatemala, 1995; El Salvador, 1998. En otros casos, se tipificó hasta la década del 2000: Colombia, 2000; México, 2001; Uruguay, 2006; Argentina, 2007, a través de una ley de implementación del Estatuto de Corte Penal Internacional, y hasta 2011 su inclusión en el código penal.
  • Método de Evaluación
    Sistema doble ciego de revisión por pares.
  • Financiación
    No se aplica
  • Aprobación del Comité de Ética
    No se aplica.
  • Preprint
    El artículo no es un preprint.
  • Disponibilidad de datos de investigación y otros materiales
    No se aplica.

Editado por

  • Editores responsables
    Rebeca Gontijo - Editora jefe
    Breno Mendes – Editor ejecutivo

Disponibilidad de datos

No se aplica.

Fechas de Publicación

  • Publicación en esta colección
    29 Nov 2024
  • Fecha del número
    2024

Histórico

  • Recibido
    03 Nov 2023
  • Acepto
    24 Abr 2024
  • Revisado
    27 Feb 2024
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