Open-access Esbozos para una construcción posmarxista en la microgestión en salud

Resumen

Este artículo pretende analizar los aportes de Mouffe y Laclau desde el posmarxismo, la democracia agonista y la lógica populista que innovaron sobre los modos de construir identidades colectivas y viabilidad política. Se indaga sobre la potencia de estas teorías para el desarrollo micropolítico de la gestión en salud. Las contribuciones teóricas ubican a las pasiones como la fuerza motora de la política; proponen sublimar los conflictos en acción por medio de canales institucionales; establecen a las prácticas hegemónicas como la capacidad de articular demandas heterogéneas; y explican la capacidad de configurar una identidad colectiva con un liderazgo contingente. Las particularidades del trabajo en salud, como la condición artesanal, los márgenes de autonomía, el ejercicio micropolítico para su desarrollo y la organización como una burocracia profesional, habilitan que las propuestas puedan ser llevadas a la práctica. Se señala que la experiencia de construir identidades al interior de la organización desde un lazo afectivo y la vehiculización de las demandas insatisfechas invitan a reducir el malestar en los servicios y a promover un posicionamiento de transformación.

Palabras clave: Política de Salud; Administración de los Servicios de Salud; Personal Sanitario; Sociología Médica; Ciencia Política

Abstract

The purpose of this article is to analyze the contributions of Mouffe and Laclau from post-Marxism, agonist democracy, and populist logic that innovated the ways of building collective identities and political viability. The potency of these theories for the micropolitical development of health management was investigated. The theoretical contributions indicate passion as the driving force of politics; they propose to sublimate conflicts into action via institutional channels, establish hegemonic practices as the capacity to articulate heterogeneous demands, and explain the capacity to configure a collective identity with a contingent leadership. The particularities of health work such as the hands-on approach, the margins of autonomy, the micropolitical exercise for its development and the organization as a professional bureaucracy, enable the proposals to be put into practice. We point out that the experience of building identities within the organization from an affective bond and the vehiculation of unmet demands reduces the discomfort in the services and promotes a stance of transformation.

Keywords: Health Policy; Health Services Administration; Health Personnel; Sociology, Medical; Politics

Introducción

La gestión en instituciones públicas puede ser vista como la ramificación de políticas estatales, las cuales Oszlack y O’Donnell (1984) definen como la toma de posición del Estado que implica un conjunto de acciones y omisiones que se manifiestan ante una cuestión socialmente problematizada, es decir, que concita la atención, interés o movilización de otros actores de la sociedad civil. Esta perspectiva ilumina tres elementos: (1) El reconocimiento de que la política es llevada a cabo por el Estado, conformado por los tres poderes y sus respectivas jurisdicciones, en contraposición con una mirada reducida del gobierno; (2) que una política no siempre es una acción positiva, sino que la ausencia decidida de la misma también desencadena procesos en un espacio determinado; y (3) que una política solo atiende a cuestiones que fueron problematizadas previamente para que puedan ser colocadas en agenda y que esto solo ocurre en conjunción con diferentes actores.

En el último punto es donde se puede ubicar especialmente al rol de la gestión porque se enfoca en construir viabilidad para que el objeto de interés sea reconocido como tal y que, para eso, se necesita la articulación con diferentes sujetos políticos. En el campo de la salud colectiva, muchas son las trayectorias de autores/as que han reflexionado sobre esto y originado perspectivas y propuestas de gestión en salud, sobre todo, reivindicando la potencia de los equipos de salud para transformar sus realidades (Campos, 2021; Franco; Merhy, 2016; Onocko Campos, 2023; Spinelli, 2022). Estos/as referentes encuentran al deseo como la potencia del proceso de trabajo; reconocen la capacidad de acción del equipo de salud; destacan la dimensión lúdica del trabajo; promueven una gestión colegiada y matricial para articular saberes y capacidades; y promulgan espacios de reflexión y debate para revisar y cambiar las prácticas con el fin de reorganizar los procesos de trabajo o hasta la organización misma, sin necesitar el apoyo de directivos.

La intención en este escrito es contribuir a ese acervo acercando los aportes del posmarxismo a la gestión en salud, específicamente, las obras de Chantal Mouffe y Ernesto Laclau. Para ello, se desarrollan las propuestas sobre la radicalización de la democracia y la lógica populista para analizar cómo pueden promover nuevos caminos para la construcción de colectivos en salud y para su vehiculización de demandas. Estos enfoques teóricos han sido provechosos para estudiar la construcción de partidos políticos o de grandes movimientos sociales, aunque aún es incipiente su traducción en el sector salud. Al respecto, se pueden encontrar en los textos de Speed y Mannion (2020) y Pavolini et al. (2018) interesantes análisis sobre la construcción mediática de gobiernos populistas de derecha en Europa y en Estados Unidos para justificar reformas de los sistemas de salud que condujeron a una reducción de la cobertura. La estrategia es una construcción discursiva por la cual se logra definir a un pueblo legítimo determinado (que no abarca a toda la sociedad), el cual es dañado por los outsiders, esto es, por personas migrantes y minorías étnicas que no contribuyen económicamente al sistema de salud, pero lo utilizan en “demasía”, generando supuestamente una crisis de financiamiento.

No obstante, existe una vacancia de conocimiento sobre cómo la matriz del posmarxismo puede contribuir al examen microsocial de las dinámicas políticas y, en especial, en los servicios de salud, lo que estimula a enfrentar ese desafío. Para llevarlo a cabo, en este texto se presentan las bases del posmarxismo y las obras de Mouffe y de Laclau, para luego señalar las características del trabajo en salud que permitirían entrañar su aplicabilidad. En los resultados se describe que las contribuciones teóricas ubican a las pasiones como la fuerza motora de la política; proponen sublimar los conflictos en acción por medio de canales institucionales; establecen a las prácticas hegemónicas como la capacidad de articular demandas heterogéneas; y explican la capacidad de configurar una identidad colectiva con un liderazgo contingente. Además, se describe cómo las particularidades del trabajo en salud como la condición artesanal, los márgenes de autonomía, el ejercicio micropolítico para su desarrollo y la organización como una burocracia profesional habilitan que las propuestas puedan ser llevadas a la práctica. Se reflexiona, por último, si la experiencia de construir identidades al interior de la organización desde un lazo afectivo y la vehiculización de las demandas insatisfechas invita a reducir el malestar en los servicios y a promover un posicionamiento de transformación.

Los inicios del posmarxismo

Laclau y Mouffe (2002) con su obra Hegemonía y estrategia socialista de 1985 presentan los cimientos de una corriente que más tarde adquirirá el nombre de “posmarxista”. La dimensión de “pos” refiere a que es una propuesta que critica y supera al marxismo de esa época, pero la dimensión de “marxista” significa que sostiene elementos de la teoría, sobre todo, la condición de materialista; es así una crítica y propuesta desde el marxismo para trascenderlo.

Su trabajo se ubica en un contexto de reflexión de la trayectoria histórica de los movimientos de izquierda llena de traspiés, especialmente, la conclusión de luchas armadas o la asunción de gobiernos socialdemócratas en diferentes países de Latinoamérica con la llegada de gobiernos dictatoriales dirigidos por el Plan Cóndor desde Estados Unidos en la década de 1970. No solo significa el terrorismo de Estado dirigido a “desaparecer a los/as insurgentes” de izquierda, sino también consiste en la aplicación del nuevo modelo socioestatal neoliberal. El neoliberalismo conlleva un modo de producción diferente: el financiero y la consolidación del tercer sector de servicios; cuyas consecuencias serán la reestructuración de las fuerzas productivas y las reformas laborales que reducirán el poder de las clases trabajadoras.

Hegemonía y estrategia socialista (Laclau; Mouffe, 2002) presenta una revisión teórico-práctica de la teoría marxista trazando un conjunto de cuestionamientos a ser superados. En primer lugar, observan que ya no es posible pensar en el determinismo económico de la clase, más allá de que diferentes autores/as ya habían reconocido el peso propio que tenía la superestructura y sin concebirla como una mera expresión del modo de producción, pero sí continuaba la conformación de las clases sociales en su función. Esto lleva al segundo punto, que se obturaba la existencia de otros actores transformadores que no sean una clase social; en cambio, aparecen otros antagonismos sociales que conforman identidades a ser vistas y articuladas como, por ejemplo, los feminismos, el movimiento LGBTTIQ+, las luchas antirracistas y la corriente ecológica. Por lo tanto, en tercer lugar, ya no era posible pensar en un esencialismo de clase, por el cual la pertenencia a una clase determina la subjetividad política de manera apriorística.

Dicho análisis desemboca en una reformulación del proyecto socialista hacia una radicalización de una democracia agonista y plural. Los autores realizan este desarrollo desde un eclecticismo teórico tomando elementos del psicoanálisis y del posestructuralismo. Sus aportes serán un retorcimiento de las categorías centrales del estructuralismo que conlleva elucidar una nueva materialidad. Desde aquí, el lenguaje ya no es un instrumento, sino que se identifica como una institución, como una práctica social colectiva; un discurso que no lo produce el sujeto, sino que es la causa de él. Laclau y Mouffe (2002) parten de convertir la relación diferencial radical entre signos de Saussure en una diferencia radical social que dinamita la sociedad en múltiples sujetos sociales. El sujeto se construye así al interior de discursos específicos que corresponden a la multiplicidad de relaciones sociales en las cuales está inscripto.

Otra característica del enfoque es la analogía entre las leyes del espacio social con las leyes del inconsciente, en tanto estructurados como un lenguaje; el inconsciente así asume una centralidad, un andamiaje. Entonces, lo que importa señalar, hasta ahora, es que la materialidad de la estructuración de clases y de las relaciones de producción es reemplazada por una constituida por las relaciones de poder y fuerza. Las categorías económicas se reemplazan por la sintaxis de lenguaje, deseo y poder, y la nueva economía es la libidinal (Tonkonoff, 2021). El cambio deviene de las “prácticas discursivas” entendidas como prácticas significativas compuestas por el significado y la acción, los componentes lingüísticos y los afectivos; que condensan palabras, afectos y acciones (Mouffe, 2018).

La radicalización de la democracia

Chantal Mouffe es la autora de la reformulación del socialismo a una democracia radicalizada. Desde En torno a lo político (2009) realiza una crítica al enfoque racionalista y liberal dominante por el cual las cuestiones políticas se vuelven solo asuntos técnicos a cargo de expertos/as, negando el carácter inherentemente antagónico de lo político. Entiende que el individualismo que concita impide ver la naturaleza de las identidades colectivas y, si lo reconoce, toma al pluralismo desde una perspectiva armoniosa cuyas diferencias se resuelven desde la racionalidad y el consenso.

La propuesta de Mouffe parte de una redefinición de qué es la política; retoma los términos del habla inglesa que discierne tres dimensiones: politics como la dimensión procedimental, los procesos políticos dinámicos y marcados por el conflicto de objetivos, contenido y decisiones; polity como la dimensión institucional, el sistema legal y la estructura institucional del sistema político-administrativo; y policy como la dimensión material, la configuración de programas políticos y el contenido material de las decisiones políticas. Sin embargo, en Iberoamérica no existe esa clasificación, y esos planos suelen ser confundidos. Por ello, para inteligir la realidad, señala la distinción de dos términos: “lo político” como la dimensión ontológica de antagonismos constitutiva de las sociedades humanas; y “la política” como el conjunto óntico de prácticas e instituciones a través de las cuales se crea un determinado orden, organizando la coexistencia humana en el contexto de la conflictividad derivada de lo político.

Introduce, de este modo, el eje central de su teorización: la condición inherente de antagonismos en la sociedad. Recupera para ello a Carl Schmitt (2007) y su lógica de “amigo/enemigo” para indicar que toda identidad colectiva descansa en la conformación de un “nosotros” contra un “ellos”; toda identidad entonces es relacional porque implica un vínculo con una exterioridad constitutiva. Existe, además, una condición latente de amenaza y de enemistad, lo que deriva en dos principios: el conflicto no puede erradicarse; y todo consenso implica una exclusión, no existe un consenso racional totalmente inclusivo.

Esto concluye en percibir una contradicción entre pluralismo y democracia porque un demos se presume homogéneo. Ubica así tres modos de lidiar con las diferencias al interior de los demos. En primer lugar, desde un “paradigma agregativo” por el cual la política es el establecimiento de compromisos entre diferentes fuerzas en conflicto en busca de la maximización de los intereses individuales. En segundo lugar, “el paradigma deliberativo” desde el cual se espera alcanzar un consenso moral racional mediante la libre discusión. Y, en tercer lugar, se encuentra el “paradigma agonista”, de disputa y radicalización de la democracia. Para Mouffe (2009, 2018), si el conflicto es inevitable, debe ser legitimado sin quebrar la asociación política, debe ser domesticado para transformar lo antagónico en “agonístico”. Si el antagonismo implica una relación “nosotros-ellos” sin ninguna base común, el oponente se torna objeto de erradicación; mientras que el agonismo legitima al oponente porque se lo reconoce como parte de una misma asociación política, de un espacio común simbólico donde se desata el conflicto; el “enemigo” se vuelve “adversario”. Ese es el rol de la democracia, constituirse como el terreno de luchas agonísticas, de luchas entre proyectos hegemónicos en disputa, pero sublimadas en canales políticos institucionalmente aceptados.

La lucha, además, va a surgir desde las pasiones. Lejos del sujeto político economicista, son las fuerzas afectivas las que están en el origen de las formas colectivas de identificación; las pasiones se tornan así la principal fuerza motora. La política más que un interés se vuelve una identidad, una imagen de sí que puede ser valorada, una inversión libidinal en un “nosotros”. Mouffe (2009, 2018) alerta que no comprender lo político limita la capacidad de pensarlo y oculta que todo orden social implica hegemonía, esto es, que lo social es la sedimentación de prácticas hegemónicas producto de la lucha política. Las prácticas hegemónicas son definidas como prácticas articulatorias a través de las cuales se establece un determinado orden contingente.

Para continuar con el análisis se rescatan las siguientes ideas principales: la distinción entre lo político y la política; la fuerza motora de las pasiones en la identificación colectiva; la sublimación del conflicto por canales institucionalizados; y la hegemonía como la articulación contingente de actores políticos.

La lógica populista

Ernesto Laclau (2005) emprende el desafío de construir una teoría sobre el populismo como una forma válida de construir lo político, a diferencia de las apreciaciones académicas que lo identifican como una desviación de la “correcta” democracia (Biglieri; Perelló, 2007). La pregunta que estructura su obra es cómo se construyen las identidades colectivas, los actores históricos transformadores, y su respuesta es el populismo, no como un régimen o movimiento, sino como una lógica política que permite la constitución de un “pueblo”.

El autor recorre las tipologías del populismo, sus revisiones y una reconfiguración teórica de los elementos desde el posestructuralismo, para luego dar lugar a su elaboración de una construcción populista como detalla la Figura 1. Esta conformación comienza desde un espacio social heterogéneo compuesto por demandas sociales insatisfechas, diferenciales y aisladas llamadas “democráticas”; nombre que deviene de las revoluciones democrático-burguesas que enfrentan al statu quo con presunciones igualitarias. En ese contexto, el propósito clave es lograr una articulación entre esas demandas, identificar en aquellas singularidades propias una totalidad que las atraviese para gestar una demanda “popular”, esto es, una demanda que constituye una subjetividad social más amplia y que habilita la constitución de un pueblo, de un actor histórico potencial. La primera aclaración en ese proceso es que para Laclau la unidad mínima no son los grupos sociales, sino las demandas, porque hasta ese momento no existe una identidad colectiva. Las demandas pueden ser canalizadas institucionalmente por una lógica de la diferencia (de manera individual) o por una lógica de la equivalencia (la articulación de un conjunto de demandas que comparten un elemento un común). Sin embargo, en ninguna de las dos opciones será un proceso natural en tanto las demandas contienen una propiedad de catacresis, esto es, una figura retórica por la cual se le asigna un nombre metafórico a una realidad que carece de uno específico (por ejemplo, el “ala” de un avión). Por lo tanto, una demanda adquiere un nombre que no puede representarla en su literalidad, que no puede enteramente visibilizarse y sostendrá elementos ocultos que continúan operando desde la insatisfacción.

Figura 1
Diagrama de conformación de un pueblo

El interrogante es cómo identificar una universalidad, una equivalencia, al interior de demandas diferenciales que conformen una totalidad. La primera respuesta es que todas son igualmente insatisfechas, pero eso no es suficiente. La propuesta es encontrar un límite a esa totalidad que delimite un “nosotros”, un elemento que las diferencie de sí mismas, un elemento diferencial a lo que todas las demandas aisladas se opongan. Es decir, el primer paso para articular las demandas democráticas es identificar una frontera interna a partir de una “alteridad antagónica” que las reúna en un colectivo, entonces, será el antagonismo que todas guardan en su interior, la universalidad que las atraviesa. La consecuencia de la frontera es la división dicotómica de la sociedad entre un “pueblo” incipiente y un “poder” que no satisface las demandas, que le hace vivir al pueblo una falta que lo daña. La búsqueda no es la eliminación del adversario, si no la transformación de la correlación de fuerzas que se presenta hasta ese momento, una transformación de las posiciones de poder.

Sin embargo, aún no están articuladas, para ello, es necesario una unificación simbólica. La pluralidad de las demandas para constituirse en pueblo debe condensarse en una identidad popular, debe identificarse un denominador común, que solo puede encontrarse al interior de la cadena establecida. Una de las demandas adquirirá cierta centralidad, como un primus inter pares, y asumirá una condición hegemónica, es decir, una particularidad que adquiera una significación universal que trasciende a toda la cadena de equivalencias. Para alcanzarlo se desencadenará una serie de disputas de diferente tenor según el caso, una lucha de proyectos hegemónicos que conformará un orden social contingente, o sea, un orden a ser sostenido por la correlación de fuerzas entre las demandas y factible de ser modificado. Quien triunfe podrá ocupar ese lugar de modo legítimo.

El pueblo se cristaliza cuando las demandas adquieren una consistencia propia, por lo que el lazo equivalencial adquiere mayor protagonismo que las demandas originales. Sucede una inversión radical, donde aquello que era la consecuencia de las demandas comienza a comportarse como su fundamento. El pueblo logra condensarse en una identidad popular, en un pueblo unido, aunque con una tensión constante. La heterogeneidad al interior del pueblo es una condición sine qua non, de lo contrario sería una “masa” homogénea; pero cuanto más extensa es la cadena, más probable es que las particularidades de las demandas originales estén menos ligadas a la identidad. La cadena se vuelve más plena por su extensión y, a la vez, más pobre porque debe abandonar contenidos particulares para contener la heterogeneidad de las demandas.

Ello deriva en la pregunta sobre la representatividad. El nuevo hegemón es la encarnación de una universalidad siempre inconmensurable, de un objeto imposible o una totalidad fallida, que solo puede lograrlo asumiendo una identidad del orden del “significante vacío”. Para comprenderlo es necesario retomar a Saussure, quien explica que el signo lingüístico puede dividirse en dos elementos: significante y significado. El primer elemento es la forma del signo dado por la huella mental que se tiene a partir del sonido con que debe asociarse dicho referente; el segundo es el contenido, es el concepto o la idea que se desea transmitir. Que un significante sea vacío quiere decir que a la misma forma/significante -en este caso, la nominación de la identidad popular- se le pueden atribuir diferentes contenidos/significados. El significante vacío puede operar como un punto de identificación porque representa a la cadena equivalencial y, por ello, no puede ser pasivo, sino que debe añadir una nueva dimensión cualitativa para que pueda constituir la totalidad. Así, la nominación de la cadena equivalencial, del pueblo, constituye un punto nodal: es la productividad social del nombre la que puede sostener su unidad. El significante es la síntesis simbólica de la cadena que debe ejercer una atracción irresistible sobre cualquier demanda insatisfecha, cuya capacidad de dar unidad a un conjunto heterogéneo también se traduce en una incapacidad de determinar qué tipo de demandas entran bajo su nómina. La importancia del significante vacío es que la atribución del significado que le otorga cada actor puede variar, es decir, un significante vacío puede reunir varios significados diferenciales que vincule a las demandas específicas, cuyo resultado es la ambigüedad ideológica. Para que la nominación ocurra debe acontecer una investidura radical, debe contener y producir una dimensión afectiva, debe ser producto de la sobredeterminación de las demandas. La investidura implica volver un objeto la encarnación de una plenitud mítica, siendo su esencia el goce.

A pesar de la identidad constituida, persiste una tensión entre la particularidad de cada demanda y la universalidad que las atraviesa. El significante vacío no puede volverse totalmente autónomo de la cadena que representa, pero tampoco puede perder aquella particularidad que le permitió la hegemonía. La equivalencia debilita las diferencias entre las demandas concatenadas, pero no las anula. Sucede entonces una tirantez entre la subordinación de las demandas al pueblo o su autonomización. Así, integrar una demanda conlleva un arma de doble filo: Por un lado, la inscripción le otorga a la demanda una corporeidad que no tendría de otra manera; por el otro, la cadena adquiere sus propias estrategias de movimiento y puede llegar a sacrificar o comprometer los contenidos implicados en las demandas particulares. Pertenecer a una cadena equivalencial le da solidez y estabilidad, pero también restringe su autonomía. De todos modos, no todas las demandas tienen el mismo poder en la cadena, cuanto más débil es, más depende de su inscripción en la cadena. Si una o más demandas logran autonomizarse y ser satisfechas de manera individual/diferencial, el pueblo se diluye porque se atravesó la frontera interna. Vale aclarar que la cadena equivalencial se compone de demandas heterogéneas, no contrapuestas en sus objetivos particulares. Por lo tanto, el pueblo debe renunciar a la aspiración de representar todas las demandas del espacio social.

Un segundo eje de tensiones en la cadena es la posibilidad de que ocurra un desplazamiento de significantes. Como se mencionó anteriormente, el orden logrado es contingente y puede fluctuar por las disputas de poder entre proyectos hegemónicos. Otras identidades del campo social pueden intentar quebrar la cadena equivalencial y proponer una nueva frontera interna que también absorba a algunas de las demandas concatenadas. Estos significantes que permanecen indecisos entre cadenas equivalenciales alternativas se denominan “flotantes”. En la Figura 2 se puede ver cómo se grafica ese desplazamiento, que puede debilitar, o hasta diluir, la cadena equivalencial previa.

Figura 2
Diagrama de conformación de significantes flotantes

La última pregunta que se quiere presentar es quiénes pueden construir un pueblo, si pueden existir populismos de izquierda y de derecha. Laclau y Mouffe (2002) dirán que sí, que es una lógica política que puede desarrollarse más allá de la ideología. Otros/as autores/as discrepan de esa posición que ubica al populismo como una técnica sin ontología propia. Biglieri y Cadahia (2021), por ejemplo, señalan que el populismo tiene una matriz emancipadora y una pretensión de incorporar todas las demandas posibles con un estatus de igualdad, aunque manteniendo sus diferencias desde un principio articulador. En cambio, la propuesta de la derecha es una exclusión explícita de sectores de la sociedad, el cual pretende un pueblo homogéneo desde un canon impuesto para alcanzar un pueblo-uno. Mientras que el populismo de izquierda delimita un campo entre “arriba” y “abajo”, la derecha lo hace entre “adentro” y “afuera”. Por otro lado, Biglieri y Perelló (2020) encuentran en la derecha un tipo de conformación política “antipopulista”. En este caso, el odio es el motivo que aúna la cadena equivalencial de demandas y estructura el lazo identificatorio. Su significante vacío enarbola valores de neutralidad y apoliticidad en pos de la defensa de la racionalidad, las buenas prácticas, el consenso y el respeto por las normas.

Más allá de estas disquisiciones, se puede decir que el pueblo no es una expresión ideológica, sino una relación real entre actores sociales, una forma de constituir la unidad del grupo. El eje de la conformación de un sujeto transformador es la articulación hegemónica de demandas específicas. Se requiere para ello una pluralidad de demandas unificadas en una cadena equivalencial; la identificación de una frontera interna que divide a la sociedad de manera dicotómica; y la consolidación de la cadena equivalencial mediante la construcción de una identidad popular que es cualitativamente algo más que la suma de los lazos equivalenciales.

Transformar el trabajo en salud

Laclau (2005, p. 155) señala que “cualquier institución o nivel social puede operar como una superficie de inscripción equivalencial”. La noción de populismo no es la determinación de un objeto rígido asignable a ciertos objetos, sino el establecimiento de un área de variaciones en el que pueden inscribirse una pluralidad de fenómenos. Las instituciones públicas en salud pueden entrar en ese arco por las características singulares que constituyen los procesos de trabajo.

Se considera que el propósito del trabajo en salud es la construcción de proyectos terapéuticos a partir de las necesidades, deseos y posibilidades específicas de cada paciente. Para llevarlo a cabo se requiere una construcción activa entre ambas partes y al interior del equipo de salud, en el cual operan los posicionamientos subjetivos y la configuración interrelacional. Dichos procesos están marcados por moralidades, por historias de vida, por efectos de la composición de los equipos de trabajo o grupos distintos, por los encuentros con la población de un territorio y su historia, por las convicciones político-religiosas de cada uno/a y por el encuentro cotidiano con pacientes y sus contextos, entre otros (Merhy et al., 2019). De ahí que el trabajo en salud adquiere una connotación artesanal (Spinelli, 2022). La capacidad de lograr su propósito requiere márgenes de autonomía para poder articular entre las personas y lograr gestionar los proyectos que requieren. En este sentido, las prácticas de salud son un trabajo vivo en acto porque la producción y el consumo suceden en el mismo momento, son actos de producción, de transformación de un estado de cosas identificado como un problema de salud. El trabajo demanda entonces el ejercicio micropolítico porque todos/as gobiernan de alguna manera al tener la capacidad de interferir, crear y disputar determinados valores y producciones (Merhy et al., 2019).

La autonomía de los/as trabajadores/as también se explica por la configuración estructural de las organizaciones de salud, caracterizada por Mintzberg (2001) como una “burocracia profesional”. Para el autor, la incertidumbre sobre qué demandas llegarán cada día solo es posible responderlas con márgenes de libertad en el equipo, cuyo mecanismo de coordinación principal es el ajuste mutuo, esto es, el seguimiento y la rendición del trabajo entre pares. La multiplicidad de profesiones y ocupaciones que componen el trabajo, la especialización del saber técnico y la complejidad de la atención también reducen la capacidad de control por parte de superiores. De este modo, el poder de la “cumbre estratégica” se traslada al “núcleo operativo”, es decir, la pirámide que generalmente representa a las organizaciones, en este caso, se invierte. Dadas estas características, el gobierno y la implementación de políticas de salud en las instituciones no son lineales, al contrario, los equipos de salud suelen tensionarlas y tienen la autonomía de decidir cuánto llevarlas a la práctica. Las relaciones entre gestores/as, trabajadores/as y pacientes conforman campos de disputa donde cada orden logrado es producto de la capacidad de agenciamiento de cada uno/a (Merhy et al., 2019). Por ello, Spinelli (2022) propondrá que los cambios en estas organizaciones no deben producirse desde el gobierno, sino desde el trabajo, esto es, de abajo hacia arriba, de los equipos hacia la cúspide.

Es importante señalar que las reformas neoliberales en salud implementadas a partir de las décadas de 1980-1990, como la financiarización, desinversión, focalización y tercerización de servicios, implicaron una reorganización de la atención en salud que atentó contra la autonomía de los trabajadores por la precarización de las condiciones laborales. Sin embargo, la racionalidad económica no logra avasallar completamente a la producción de cuidado porque no puede sojuzgar el trabajo vivo, subjetivo, intangible y artesanal (Merhy; Franco, 2016). Este tipo de trabajo engendra fisuras de autonomía en un régimen de control económico-administrativo y debe maximizarse para la transformación de los equipos y organizaciones de salud.

En este contexto, nos interesa ubicar la lógica populista como una opción para viabilizar demandas colectivas. Las demandas en estas instituciones pueden emerger de servicios determinados, de la sumatoria de ellos o incluso de actores individuales, cuyo poder se basa en su saber especializado. Las insatisfacciones no solo pueden provenir de los equipos de salud, sino también de los/as pacientes. Las demandas suelen dirigirse en las instituciones a la dirección o al organismo superior que las administra. Ese será principalmente su alteridad antagónica, reuniéndose en contra de quienes ven como responsables de las deficiencias de los procesos de trabajo. Aunque, también podrían construirse alteridades de modelos políticos que trascienden a la organización como los ejemplos históricos de colectivos que lucharon contra la privatización y la precarización de la salud, contra la manicomialización o la penalización del aborto.

Las instituciones de salud son diversas y cuánto más grandes son, más conflictos y antagonismos se encuentran. Algunos de los antagonismos pueden ser producto de valoraciones contrapuestas en modelos de atención, en la jerarquización de tareas, en el uso del espacio, en los modos de gestión y en el desempeño laboral, entre otras posibilidades. El conflicto es inerradicable en estas organizaciones y es constante la percepción de demandas insatisfechas, las cuales generalmente se ven desde una perspectiva de suma cero. Estas suelen ser canalizadas por los medios institucionales, aunque muchas no llegan a formularse y quedan en un plano de malestar en los equipos.

La construcción posmarxista permite reflexionar sobre otros modos de atender este escenario. La primera premisa que lo habilita es que los equipos de salud son trabajadores/as de la palabra, la materialidad que producen es a través de actos de habla (Spinelli, 2022) y esto puede ser provechoso para desarrollar proyectos hegemónicos desde el discurso. La propuesta es sublimar un malestar inicial en el proceso de trabajo en una construcción mayor que permita vehiculizar la demanda para su satisfacción. Ello requiere identificar qué demandas de otros actores podrían ser equivalentes y entrar en contacto con quienes las representan. El encuentro entre demandas insatisfechas puede ser casual, como acontecimiento, o puede ser promovido desde una parte para iniciar un proceso de sumatoria y articulación de demandas. Pero su articulación para ser sostenida requiere movilizar la energía libidinal; promover una voluntad colectiva implica inscribir a los sujetos en prácticas discursivas que generen identificaciones afectivas. La posibilidad de configurar un significante vacío y atractivo que represente a la cadena puede ser facilitada por la trayectoria del campo de la salud en conformar síntesis simbólicas que han actuado como proyectos contrahegemónicos como la medicina social, la salud colectiva, la salud como derecho, la soberanía de los cuerpos, la autonomía de las personas en sus procesos de atención, la atención primaria de la salud, etc. Estas construcciones de articulación de actores heterogéneos bajo una identidad simbólica han permitido el desarrollo de políticas de salud en Argentina como la Ley de Salud Mental (2010), la Interrupción Voluntaria del Embarazo (2020) y la Ley de Promoción de la Alimentación Saludable (2022).

Sin embargo, ese proceso desafiante puede ser obstaculizado por los mismos integrantes institucionales. En consecuencia, un interrogante para revisar es quiénes están interesados/as en realizar esa articulación política y cuántas demandas insatisfechas son posibles de integrar a la cadena equivalencial. La autonomía del trabajo de los equipos de salud les permite movilizar demandas, pero su contracara, por la especialización y la independencia, es la potencia de derivar en una atomización, en un aislamiento de las personas (Mintzberg, 2001). Muchas veces la molestia se resguarda en la tarea y produce como efecto una desvinculación afectiva con la organización. En general, su participación política es nula o crítica, sus argumentos provienen del enojo y la decepción. Por eso se puede pensar que su posición es reactiva, que su posición es demandar cómo debería ser la institución, una expresión del “odio” los reúne como en el antipopulismo (Biglieri; Perelló, 2020), pero no se movilizan como voluntad política para hacer, sino que suelen quedar disgregadas. Mouffe (2018) agregaría que el modelo neoliberal instauró un momento de “pospolítica” entendido como una instancia de individualismo posesivo y de desafección institucional que deriva en la abstención de la participación política. Quedan entonces en un plano de una heterogeneidad social que carece de representación, cuya insatisfacción no se ha formulado como demandas específicas, siendo un mero ruido o queja (Biglieri; Perelló, 2007). No obstante, Mouffe (2018) acerca una estrategia ante este contexto, la movilización comienza con comprender el lugar en que están situadas las personas y cómo se sienten, y ofrecerles una visión del futuro que produzca esperanza para superar el anquilosamiento en la denuncia y una constitución vincular que dispare el deseo. En términos de Spinoza, los afectos son las afecciones del cuerpo por las cuales la potencia de obrar es aumentada o disminuida, por ello, gobernar es afectar, es conducir a través de los afectos (Lordon, 2018).

Para ejemplificar la propuesta, la Figura 3 presenta la síntesis de vehiculización política como ejemplo en un hospital. Las características del proceso de trabajo como la autonomía de los equipos, el ejercicio micropolítico incorporado, la condición discursiva de las prácticas y las luchas simbólicas en la historia de la salud pueden anidarse en la teoría posmarxista. Esta ilumina un camino a explorar, una forma de ver la construcción política de otra manera y una invitación a los equipos de salud para desplegar sus estrategias. La propuesta se dirige también a promover prácticas democráticas en las instituciones, pero no desde la búsqueda de la horizontalidad, de la participación, de cogestión o de representación directa, sino por el despliegue de luchas agonísticas canalizadas en medios institucionales; por una radicalización democrática de los organismos de salud.

Figura 3
Diagrama de conformación de un pueblo en un hospital

Consideraciones finales

Se parte de una definición de política que ubica, como dimensión central, a la colocación de asuntos en la agenda para que pueda ser respondida a partir de problematizar socialmente una situación desde diversos actores políticos, lo cual requiere de la capacidad de construcción y viabilidad política. Se propuso una forma de llevarlo a cabo desde los aportes de Mouffe y Laclau para analizar cómo pueden alumbrar la vehiculización política en un nivel micro en vez de en grandes movimientos sociales.

La potencia de llevar a cabo una construcción posmarxista en las instituciones de salud puede recopilarse en tres ejes. En primer lugar, señalar como prioridad el reconocimiento de las pasiones como fuerza motora promueve una relación afectiva al interior de los equipos de salud, con los/as pacientes y con la organización. Esta dimensión permite tanto desencadenar los cambios buscados como aumentar el compromiso y, tomando a Ayres (2008), la búsqueda de proyectos de felicidad en el trabajo. En segundo lugar, las construcciones de diversos “nosotros” en una institución, más allá de sus antagonismos, reducen la tendencia a la atomización y gestan identidades colectivas que contienen y movilizan a sus miembros. Por último, comprender las dinámicas políticas desde las diferencias antagónicas y encontrar medios nuevos para dinamizar las demandas de manera colectiva pueden contribuir a reducir el malestar en la institución. Por otro lado, se observa la limitación de cómo incorporar a ciertos actores que no presentan ánimo político en las instituciones, aunque la teoría indica que no es necesario incluir a todos/as para la transformación, siendo una parte que se presenta como el todo.

Este texto no pretende presentar una fórmula, sino habilitar otras formas de pensar la gestión. Seguimos a Mouffe (2018), quien recupera a Gramsci, para indicar que las disputas para transformar el Estado se dan en todos los aparatos y espacios públicos que lo componen, el propósito no es “la toma del poder del Estado”, sino el “devenir Estado”. La pretensión es que los equipos puedan empezar a identificar las demandas insatisfechas, cuáles de ellas podrían ser equivalentes, qué alteridad los ordena y qué síntesis simbólica los moviliza y apasiona. El trabajo en salud permite esa transformación colectiva.

Referencias

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Fechas de Publicación

  • Publicación en esta colección
    22 Jul 2024
  • Fecha del número
    2024

Histórico

  • Recibido
    14 Jul 2023
  • Acepto
    10 Mar 2024
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