Resúmenes
Este artículo pretende explorar algunas vinculaciones de la agroecología con la historia ambiental, en sus escalas macro y micro, y con la ecología política. Una clave de interpretación es un interrogante sobre la identidad latinoamericana, que es percibida como articulación y sedimentación de varias herencias diferentes, en la cultura, la tecnología, los paisajes y la naturaleza.
agroecología; América Latina; ecología política; historia ambiental
This article intends to explore some links between agroecology, environmental history (in macro and micro scales) and political ecology. A question on latin american identity is a key of lecture. Its is seen as articulation and sedimentation of differents heritages, in culture, in tecnology, in landscapes and in Nature.
agroecology; environmental history; Latin America; political ecology
ARTIGOS
Una herencia en Manaos (anotaciones sobre historia ambiental, ecología política y agroecología en una perspectiva latinoamericana)*
Héctor Alimonda
Universidade Federal Rural do Rio de Janeiro - Brasil
RESUMO
Este artículo pretende explorar algunas vinculaciones de la agroecología con la historia ambiental, en sus escalas macro y micro, y con la ecología política. Una clave de interpretación es un interrogante sobre la identidad latinoamericana, que es percibida como articulación y sedimentación de varias herencias diferentes, en la cultura, la tecnología, los paisajes y la naturaleza.
Palabras clave: agroecología, América Latina, ecología política, historia ambiental.
ABSTRACT
This article intends to explore some links between agroecology, environmental history (in macro and micro scales) and political ecology. A question on latin american identity is a key of lecture. Its is seen as articulation and sedimentation of differents heritages, in culture, in tecnology, in landscapes and in Nature.
Keywords: agroecology, environmental history, Latin America, political ecology.
A área que me coube, pequena, colada ao cortiço, é este quadrado
no quintal. "Tua herança", murmurou Rânia.
Milton Hatoum, Dois Irmãos.
Todos os que se iniciam no conhecimento das ciências da
natureza atingem a idéia de que a paisagem é sempre uma
herança. Na verdade, ela é uma herança em todo o sentido
da palavra: herança de processos fisiográficos e
biológicos, e patrimônio coletivo dos povos que
historicamente as herdaram como território de atuação de
suas comunidades.
Azis Ab'Sáber, Os Domínios de Natureza no Brasil.
Con sensible maestría, la novela Dois Irmãos, de Milton Hatoum (2000), narra la historia de una familia libanesa en Manaos, a lo largo de todo el siglo XX. Desgarrada por la rivalidad irreconciliable entre dos hermanos gemelos, Omar y Yaqub, la familia decae y se extingue, y la casa familiar se transforma en un shopping center de productos importados, que a su vez quiebra. El único descendiente, hijo de alguno de los hermanos con la sirvienta india, recibe como herencia el cuarto de los fondos, donde escribe su narración.
Por detrás de la historia narrada en primer plano, está la saga de la humanización de la naturaleza amazónica, que es al mismo tiempo la "amazonización" de diversas herencias culturales. Podría decirse, en verdad, de la "brasilenización", un proceso de hibridación cultural que se localiza en un lugar particular (Manaos, aunque algunas escenas de la historia transcurren en Rio de Janeiro y en São Paulo). Historia familiar, História do Brasil. Los personajes no son arquetipos de figuras sociales: la microhistoria se desarrolla según su propia lógica, con sus rutinas, tragedias, tedios y pasiones, la macrohistoria nacional está presente en el transfondo, pero a veces irrumpe y atraviesa la cotidianeidad.
A lo largo del libro se van transformando la naturaleza, las formas de sociabilidad, los personajes, el narrador, la propia ciudad. A medida que el libro avanza van desapareciendo las referencias a los pájaros, a los murciélagos, a los árboles y plantas del jardín, a los vecinos. Sólo queda el narrador, el heredero. Pero su herencia material es muy magra y ajustada, un espacio marginal. Es justamente a partir de una práctica, a través de un proceso de apropiación de un pasado, de una síntesis de sus varias dimensiones, de una puesta en acción de capacidades y competencias, que las dimensiones no directamente materiales de esa herencia son potenciadas, que la narración es producida, que el narrador se instituye como heredero. No importa la dimensión de la herencia, como legado del pasado, importa la capacidad presente de operacionalizarla creativamente y, eventualmente, de transformarla en utopía para el futuro.
También recurre a la figura de la herencia el comienzo de un libro reciente del maestro Azis Ab'Sáber (2003). Sólo que, con su sentido profundo de perspectiva geográfica, el profesor Ab'Sáber se remonta a un proceso de construcción mutua entre Humanidad y medio natural que viene del Pleistoceno. Existe una herencia constituida por la huella ecológica de la Humanidad, en su co-evolución con la Naturaleza, en un inmenso proceso que en sus épocas más recientes vino a desarrollarse en el ámbito físico de lo que por diversas circunstancias acabó siendo el Brasil. Y existe un patrimonio colectivo, una herencia inmaterial de complejas hibridaciones culturales, en permanente reactualización y reelaboración.
Creo que es a partir de las dos dimensiones referidas, la micro y la macro, que una historia ecológica o agroambiental en perspectiva latinoamericana puede venir a encontrarse con la agroecología, y fructificarse recíprocamente.
La herencia
Desde luego que al proponer la cuestión de la herencia no lo hacemos en la perspectiva vinculada a la propiedad privada individual, consolidada en ordenamientos jurídicos, que constituye la base de organización de nuestras sociedades contemporáneas. Lo hacemos justamente en el sentido de patrimonio colectivo al que se refiere el profesor Ab'Sáber (2003).
Esa herencia tiene un componente material, constituido por la huella ecológica de la Humanidad en general, y de cada comunidad en particular, sobre el entorno físico-natural, a partir de una dinámica de destrucción y reconstrucción, y por el conjunto de elementos e instalaciones construidos por los humanos para satisfacer sus diversas necesidades (ciudades, caminos, puertos, centrales nucleares, fábricas, equipos agrícolas, vehículos, etc.). Procesos de satisfacción de necesidades que, lo sabemos, son a su vez el origen de nuevas carencias y necesidades.
Pero existen también los componentes inmateriales de esa herencia, cuya vigencia, legitimidad y significación no son unívocas, y que son objeto de luchas a veces tan enconadas como las que se refieren a los componentes materiales.
Nos referimos aquí a todas las dimensiones culturales, simbólicas y de valores que componen ese patrimonio inmaterial. Están aquí también conjuntos cristalizados de relaciones sociales, de identidades y de memorias, que constituyen la dimensión de "l'eredità immateriale" estudiada por el microhistoriador italiano Giovanni Levi (2000), por ejemplo.1 En lo que nos interesa, quiero remarcar fuertemente que la herencia inmaterial de la Humanidad y de cada grupo humano en particular también está compuesta por tradiciones y conocimientos tecnológicos, por formas de organizar el conocimiento de la naturaleza y de operacionalizar su aprovechamiento para fines de reproducción humana.2
De la misma forma que en el caso de las herencias individuales, asumir esta inmensa herencia colectiva, en la forma específica de la historia de cada comunidad humana, implica un gran esfuerzo de selección y de síntesis. Como tal, supone una actividad práctica en el presente, que otorgue sentido y valor a esa recuperación. Recibir una herencia es recibir también fantasmas y obsesiones de otros tiempos, donde podemos reconocer los actuales.
Después de todo, no es interesante heredar una momia. A veces, la herencia puede no ser más que perlas en el fondo del mar, o un viejo libro de recetas de cocina en un baúl, en el desván de una casa abandonada, donde se vuelca la experiencia culinaria de una abuela mitológica, y deberemos ir a buscarlo a la medianoche, y quizás sus páginas estén en blanco. O talvez lo más valioso de una herencia esté en los reflejos distorsionados de un espejo, que tendremos que aprender a leer... La mayor herencia, en ese caso, es la búsqueda, es el desafío de operar en el presente recuperando los elementos valiosos del pasado, con sentido de futuro. La construcción de una utopía, en última instancia.
El lugar de América en la historia
Hay algo que es obvio, pero que nunca es repetido suficientemente. El continente americano fue escenario de la mayor tragedia de la historia humana, constituida por el embate desigual entre las dos grandes corrientes de expansión que, desde miles de años atrás, se extendían por la superficie terrestre. La conquista de América por parte de los europeos fue probablemente la experiencia más violenta y radical de la historia. Se constituyó allí una ruptura que da origen a la particular heterogeneidad y ambigüedad de las sociedades americanas y de sus imaginarios sociales, pero también a la flora, a la fauna y a los paisajes con que conviven.
La conquista europea significó una dramática interrupción en el curso histórico natural de la población americana, que en la época representaba 20% de la humanidad. Grandes culturas desaparecieron sin dejar muchos más rastros que las ruinas de sus ciudades; pero también desaparecieron pueblos y naciones indígenas no urbanas, sin dejar ningún vestigio. Se trató de un gigantesco etnocidio, que implicó el sacrificio gratuito de universos simbólicos y de tecnologías adaptadas a diferentes ecosistemas del continente, basadas en siglos de paciente observación de los procesos naturales.
Al mismo tiempo, es necesario recordar que este etnocidio tuvo expresión muy concreta en la espeluznante mortalidad que arrasó a las poblaciones indígenas. No se trató solamente de la violencia directa de los conquistadores, de los trabajos forzados, del hambre provocada por la desorganización de los sistemas agrícolas. Fue consecuencia también del efecto devastador que tuvieron, sobre la población de América, hasta entonces aislada del resto de la humanidad (y, por lo tanto, con escasa inmunidad), los microorganismos patógenos transplantados al continente por los europeos (Crosby, 1993; Tudela, 1992).
Pero junto con esta catástrofe demográfica, se produjo también una gigantesca migración de flora y fauna extra-americana, que rápidamente se extendió por la superficie del continente, y que en algunos lugares produjo en pocos años radicales transformaciones de los ecosistemas y del paisaje (Ferrão, 1992; Hernández Bermejo; León, 1992; Melville, 1999). En la mayoría de los casos, estos fenómenos contribuyeron al colapso de los sistemas agrícolas y de recolección nativos; en unas pocas situaciones, como en las llanuras del Río de la Plata y del Norte de México, los indígenas fueron capaces de sacar provecho de estas transformaciones, incorporando a su cultura a los caballos, en una primera y exitosa hibridación que potenció su capacidad de resistencia frente a los invasores (Crosby, 1993).
Simultáneamente, hacían la travesía en sentido contrario vegetales de gran valor alimenticio hasta entonces desconocidos en Europa, junto con saberes agrícolas a ellos vinculados que habían sido desarrollados durante siglos por los nativos de América, y que tuvieron en el continente de adopción consecuencias demográficas y sociales nunca debidamente destacadas.
Gran parte de estos procesos se desarrollaron espontáneamente, con independencia de la voluntad y de las intenciones del poder imperial. Sin embargo, formaron parte de un gigantesco dispositivo de reordenamiento social y ambiental de los territorios en función del establecimiento de lo que ha sido denominado "economía de rapiña" (Castro Herrera, 1996).
Este reordenamiento significó también una reterritorialización del espacio continental, en una escala hasta entonces desconocida por la humanidad. Cada punto del continente fue redimensionado según una red multifacética de poder que respondía a la lógica y a las capacidades concretas de acción y de presencia efectiva de la potencia imperial. Lo local latinoamericano se constituyó según una relación con un global hegemónico. Las ciudades surgieron como producto de ese reordenamiento territorial, como centros de guarnición y de administración, como gestos del poder, y no como progresivo adensamiento de relaciones sociales según las virtualidades del territorio. Fue antes la ciudad capital que la aldea (Mariátegui, 1995; Rama, 1985).
Esto llevó a la formación de sociedades netamente concentradoras de poder político, social y económico, caracterizadas por profundos cortes étnico-culturales y por la rigidez de las estructuras sociales, que incluyeron la esclavitud africana. La lógica de la "economía de rapiña", cuyas ganancias dependían de la vinculación con el mercado global, alimentó y fue retroalimentada por estos mecanismos de exclusión. En todas partes, con dimensiones e intensidad variables, se incrementó la tendencia a la constitución de la naturaleza en mercadería (Polanyi, 1957, cap. 15).3
Sin embargo, esta reorganización social altamente excluyente no significó la desaparición absoluta de los pueblos indígenas o de sus culturas. Recomposiciones demográficas y mestizajes fueron constituyendo un magma cultural de origen americano, europeo y africano, donde sobrevivieron antiguos saberes sobre la naturaleza y se crearon otros nuevos.
En estas sociedades caracterizadas por una particular orfandad en relación a su propio pasado, y por la heterogeneidad y subalternidad de su herencia, la independencia vino a crear una nueva crisis de identidad. En efecto, fue cortado el vínculo con las metrópolis a comienzos del siglo XIX (con la excepción de Cuba y Puerto Rico), sin que esta circunstancia significara una transformación significativa en relación a las tendencias estructurales ya existentes. En todo caso, a los espectros tradicionales se sumaron otros nuevos. Las elites triunfantes continuaron reproduciendo los mecanismos de exclusión existentes, se preocuparon especialmente con la ampliación o establecimiento de sectores económicos para exportación (con nuevos y decisivos costos ambientales) y llevaron adelante la conquista de nuevos territorios a costa de los pueblos indígenas aún no sometidos, reproduciendo los mecanismos clásicos de la acumulación originaria (Alimonda; Ferguson, 2001; González; León, 2000; Rey, 1975).
Pero, al mismo tiempo, la independencia abrió la posibilidad de un nuevo tipo de relación con otros espacios político-culturales, aunque desde el exterior de los sistemas coloniales no ibéricos. Así, al mismo tiempo que esas nuevas metrópolis establecían los paradigmas de referencia de la modernidad latinoamericana, no hubo sino una interlocución desde un lugar de enunciación subordinada. América Latina no fue parte de la constitución de una cultura política democrática e integradora, como fue el caso de los dominios británicos, ni tampoco participó en un pie de igualdad en los avances de la investigación de las ciencias de la naturaleza. El positivismo tuvo más significados políticos que científico-cultural, así como el liberalismo fue más económico que político. El cosmopolitismo, presentado como sinónimo de modernidad, fue frecuentemente un recurso de elitización antidemocrática y, por lo tanto, antimoderno.
Así, América Latina llega a la contemporaneidad con una tremenda herencia histórica, "cuyos fantasmas pesan sobre los cerebros de los vivos". La exclusión social y económica y sus consecuencias siguen siendo norma corriente, así como la apropiación oligopólica de los recursos naturales y la depredación ambiental al servicio de la economía de rapiña.
Sin embargo, hay elementos positivos. Uno de ellos es que la propia heterogeneidad, como condición concreta de existencia y reproducción de la sociedad, crea la posibilidad de articulaciones plurales y de un riquísimo intercambio de experiencias socio-ambientales alternativas a la lógica de la rapiña, así como de lazos sociales cooperativos y solidarios. Son los espectros de las utopías del pasado andino (Flores Galindo, 1988; Burga, 1988), de las civilizaciones amazónicas o inclusive de las tradiciones libertarias ibéricas (Masjuan, 2001), combatidos, conjurados, renacidos una y otra vez. En la actual crisis de los paradigmas de la modernidad, la invocación de Mariátegui al socialismo indoamericano adquiere nuevas dimensiones, a partir de un rescate de tradiciones socio-ambientales autóctonas.
La propia identidad transnacional latinoamericana, a su vez, se alimenta de esos espectros, y de los que fueron creados en la Independencia. Los ejércitos transnacionales de San Martín y Bolívar, las proclamas de la Reforma Universitaria, la intensa continentalización de la política y la cultura en los años 60 y 70 del siglo XX constituyen otra fuente fantasmática de la identidad latinoamericana. Paradójicamente, las fallas de constitución de los Estados Nacionales de la región abren la posibilidad y el fundamento de esa identidad transnacional. Si en la década de 1920 Mariátegui podía proclamar en su revista AMAUTA "Todo lo humano es nuestro", con mucha más propiedad todo latinoamericano puede hoy proclamar como "suya" al conjunto de la herencia cultural y socio-ambiental del continente.
Por último, el mismo cosmopolitismo que tantas veces fue esgrimido como factor esterilizador de las capacidades de creación intelectual del continente, puede, en la actual crisis de los relatos hegemónicos, ser un factor positivo. Desde siempre, la cultura latinoamericana ha estado abierta al diálogo y al intercambio. No aceptando un lugar de enunciación subordinado, hay un espacio enorme disponible para que América Latina participe en la búsqueda y elaboración de alternativas para la crisis planetaria. El Forum Social Mundial y este propio evento son apenas ejemplos de las posibilidades potenciales para esas iniciativas.
Microhistoria y agroecologia
Si ustedes aceptan lo que ha sido dicho en relación a la macrohistoria ambiental latinoamericana, y que todo esto constituye un marco apropiado para acercanos a la agroecología, quizás resulte ahora más verosímil proponer la potencialidad de una fecundación recíproca entre la agroecología y la escala microhistórica.4
A lo largo de los últimos siglos, la naturaleza y las sociedades latinoamericanas han protagonizado en forma ininterrumpida, en todos sus niveles y escalas, sucesivos procesos de hibridación.
La propuesta clásica que considera a las culturas latinoamericanas como producto de procesos de hibridación es de Néstor García Canclini (2001). Este autor define "hibridación" como "procesos socioculturales en los que estructuras o prácticas discretas, que existían en forma separada, se combinan para generar nuevas estructuras, objetos y prácticas" (García Canclini, 2001, p. III). En la misma "Introducción a la edición de 2001" se defiende de las críticas recibidas por causa de este concepto, en nombre de la esterilidad que caracterizaría a las mulas, alegando:
Desde que en 1870 Mendel mostró el enriquecimiento producido por cruces genéticos en botánica abundan las hibridaciones fértiles para aprovechar características de células de plantas diferentes y mejorar su resistencia, crecimiento, calidad, así como el valor económico y nutritivo de los alimentos derivados de ellas. La hibridación de café, flores, cereales y otros productos acrecienta la variedad genética de las especies y mejora su sobrevivencia ante cambios de hábitat o climáticos. (García Canclini, 2001, p. IV/V).
En el mismo texto, García Canclini (2001, p. II) advierte que:
[...] la hibridación no es sinónimo de fusión sin contradicciones, sino que puede ayudar a dar cuenta de formas particulares de conflicto generadas en la interculturalidad reciente en medio de la decadencia de proyectos nacionales de modernización en América Latina.
Como en la naturaleza, la hibridación cultural puede tener resultados nefastos o positivos. Creemos que en la búsqueda de una interculturalidad creativa la microhistoria ambiental y la agroecología tienen un enorme potencial de fertilización mutua. Ambas se concentran en observaciones minuciosas a nivel local, que intentan abarcar todas las dimensiones de análisis, dando cuenta del desafío de la complejidad, pero sin dejar de tener como referencia interpretativa los marcos contextuales más generales. Ambas otorgan una importancia central a la configuración del lugar como "territorio", como soporte de un conjunto de significaciones otorgadas por la experiencia vital de la comunidad humana que ha interactuado con él y en él a través de sucesivas generaciones. En ese sentido, la microhistoria y la agroecología se construyen en una perspectiva crítica y eventualmente de ruptura en relación a la tendencia des-territorializadora de los discursos dominantes.5
Creemos que dos características metodológicas de la microhistoria, tal como son expuestas por sus practicantes (que llegan a definir al historiador como "detective"), tienen interesantes aproximaciones al trabajo de la agroecología. Una es la de su concentración en los datos empíricos de la realidad estudiada, expresándose "desde el más consciente realismo histórico, desde una noción de realidad externa en la que es el observador el que se supedita a los dictados del material empírico" (Barriera, 2002, p. 185), sin intentar "explicar" los acontecimientos de la unidad doméstica a partir de visiones globales preconcebidas y abstractas, y que por lo tanto permite captar lo diferente, lo particular - tal como la novela de Milton Hatoum (2000) de la que hablábamos al comienzo. La otra es la insistencia de Carlo Guinzburg en un compromiso, además de con la verdad y con la explicación, con la convicción y con la persuasión (Barriera, 2002, p. 206): el historiador-detective produce "pruebas" de sus hallazgos, y los resultados de su investigación se completan con una inserción en prácticas sociales alternativas, así como, entiendo, sucede con la agroecología, cuyo trabajo de observación sistemática se completa con una socialización lo más amplia posible de sus resultados.
Creo que vale la pena concentrarnos un poco en el tema de la hibridación cultural en lo que se refiere a técnicas agroecológicas de manejo. En este campo, a pesar de los pesares, la herencia latinoamericana es de una vastedad y riqueza insospechadas, que estamos descubriendo de a poco.
Por un lado, la herencia indígena está presente en enormes extensiones del territorio continental. En el momento actual, la gran mayoría de los pueblos originarios habita en territorios que, desechados en los períodos anteriores de nuestra historia por los poderes constituidos, son ahora las mayores reservas de biodiversidad, al mismo tiempo que espacio de ejercicio y recreación de diversidad socio-cultural. Para el caso de México (quizás el más extremo), Víctor Toledo viene insistiendo, en diferentes trabajos, sobre la coincidencia territorial entre estas áreas:
A una escala planetaria, la diversidad cultural de la especie humana se encuentra estrechamente asociada con las principales concentraciones de biodiversidad existentes. Este descubrimiento se ha nutrido de cuatro principales conjuntos de evidencias: a) el traslape geográfico entre la riqueza biológica y la diversidad lingüística y b) entre los territorios indígenas y las regiones de alto valor biológico, c) la reconocida importancia de los pueblos indígenas como principales pobladores y manejadores de hábitats bien conservados y d) la certificación de un comportamiento orientado al conservacionismo entre los pueblos indígenas, derivado de su complejo de creencias-conocimientos-prácticas. (Toledo et al., 2001, p. 7).
En función de esto, los autores proponen un nuevo concepto convergente: el de "diversidad bio-cultural".
En el área de México y Centroamérica existen más de 100 etnias de pueblos originales americanos. Estos indígenas representan el 37,21% de la población rural de México, y el 80,43% de la de Guatemala; en el conjunto de la región, son el 37% de la población rural. El 90% de la población indígena mexicana está en zonas forestales, y 39% de las áreas mexicanas de mayor diversidad biológica están en territorios indígenas.
Los saberes tradicionales de estos pueblos en relación a técnicas de manejo de la naturaleza, durante mucho tiempo menospreciadas, son ahora, como sabemos, altamente codiciados por diferentes formas de biopiratería. Desde luego que la microhistoria ambiental y la agroecología tienen mucho para aprender en este campo, pero también mucho para aportar en una tarea de defensa de esta herencia colectiva.
Pero fuera de los territorios indígenas, gran parte de esos conocimientos y tecnologías de pueblos originarios están presentes en sus descendientes mestizos, o en poblaciones rurales de otros orígenes, que recibieron una herencia local híbrida.
Sucesivas y diferentes migraciones desde diversas regiones de Europa, de África, de Asia y de Oriente, ellas mismas portadoras de herencias híbridas, fueron convirtiendo a la agricultura latinoamericana en un mosaico de riqueza variadísima. En este punto, la sola experiencia de Brasil, suficientemente conocida, es ampliamente ilustrativa. Cada región del inmenso territorio brasileño es un activo laboratorio de hibridación y de diversidad bio-cultural. Abundan los estudios como los de Ribeiro (2002) sobre la hibridación de conocimientos indígenas, portugueses y africanos en el cerrado de Minas Gerais, o el de Petersen, Tardin y Marochi (2001) sobre fusión de técnicas agrícolas y de formas de organización social del trabajo rural de origen indígena, cabocla y europea, en el sur del Estado de Paraná, y la bibliografía sobre la región amazónica, en particular, es inmensa (Gonçalves, 2001; Pádua, 2000).
Trabajando a escala local, la historia ambiental puede reconstruir estos procesos de hibridación, y recuperar experiencias que pueden significar aportes significativos para enriquecer las perspectivas agroecológicas. Me parece que caben aquí dos comentarios.
Por un lado, es importante reiterar que las prácticas agrícolas de las comunidades humanas no pueden ser estudiadas aisladamente, ya que forman parte de las complejas interacciones com la naturaleza, y están por lo tanto vinculadas a toda la organización social y a la propia simbolización del espacio, a través del lenguaje. Esto se aplica tanto a los pueblos indígenas americanos como a colonias de origen inmigratorio en el sur de Brasil, por ejemplo, donde existe una estrecha vinculación entre convicciones religiosas y prácticas agroecológicas (Almeida, 1999).
Es importante recordar, además, que los procesos de hibridación se dieron no solamente en el espacio productivo, sino también en relación a la configuración de pautas de consumo, como dietas y hábitos de alimentación, tanto en espacios rurales como urbanos. En su "Geografia da Fome", de 1946 (definido pioneramente como un estudio de Ecología Humana), Josué de Castro ([s. d.]) estudió detalladamente las características de estos regímenes de alimentación en las diferentes regiones brasileñas. Pero indiquemos también la importancia que tuvo, en áreas de intensa inmigración europea, la incorporación de tradiciones alternativas, cuyos portadores estaban vinculados con frecuencia al anarquismo ibérico, al socialismo centroeuropeo, o a diferentes credos religiosos (Ferreras, 2001). Creemos que la supervivencia de esas tradiciones acompaña, desde los centros urbanos, las posibilidades actuales de implantación y viabilidad de la agroecología como modelo alternativo de modernidad.
Al mismo tiempo, la agroecología puede iluminar y acompañar de cerca los procesos de investigación de la historia ambiental, sugiriendo perspectivas, resolviendo "impasses" y ayudando a formular nuevas preguntas. Este fortalecimiento mutuo no tendrá solamente implicaciones en términos de la producción de conocimientos en cada campo específico de saber. Un encuentro transdisciplinario para una recuperación de la experiencia latinoamericana de fusión "(agri)cultural" - como proponen Petersen, Tardin y Marochi (2001) - tiene también una importante dimensión política. Cuestionando los poderes establecidos de la monocultura y del pensamiento único, subvertiendo las convicciones productivistas de la "Revolución Verde" y de sus presupuestos cognitivos, se fundamenta una epistemología ambiental como base de una ecología política (Leff, 2003), una verdadera "ecología política de la diferencia" (Escobar, [s. d.]) basada en la diversidad biológica y cultural como gramática organizativa de la sociedad y de sus relaciones con la naturaleza.
La ecología política y la agroecología
Y aquí encontramos, como no podría ser de otra manera, a la ecología política, en una confluencia pertinente con la historia ambiental y con la agroecología.
Es sabido que la experiencia de las últimas décadas en América Latina ha llevado a un serio colapso a los modelos interpretativos que habían estado vigentes a partir de mediados del siglo XX en las ciencias sociales de la región, y que pretendían acompañar procesos de desarrollo y modernización. En nuestra perspectiva, es notable la crisis de una disciplina tradicional como la Sociología Rural, que ha llegado a ser considerada una especie de cadáver insepulto (Martins, 2000).
Desde los optimistas años sesenta, la perspectiva desarrollista y modernizante en las ciencias sociales viene contabilizando con desaliento una década tras otra como "perdidas". Sea en términos sociales, económicos o ambientales, los resultados de las diversas experiencias latinoamericanas, en especial en lo referido al mundo agrario, no pueden ser más decepcionantes. Sólo a título ilustrativo, veamos en un rápido repaso algunos elementos de esta situación, tal como fueron sistematizados por Altieri y Nicholls (2002) y por Díaz Gacitúa (2002):
Declinación y empobrecimiento de la población rural, que tiende a agravarse, inclusive por la ausencia o ineficiencia de las políticas públicas, por precios inadecuados y por el colapso de fuentes de recursos naturales;
Marginación de esos mismos productores rurales de los procesos de avance tecnológico, con un papel reforzado de intereses privados corporativos en la definición, implementación y ejecución de las políticas de investigación y extensión, paralela a la desactivación o subordinación de las instituciones públicas;
Aumento de la concentración del control de la tierra y de los recursos naturales por parte de la agricultura comercial. (Altieri; Nicholls, 2002, p. 282-283).
Junto con este modelo de agricultura, se ha incrementado el uso de agroquímicos.
La región consume el 9,3% de los pesticidas utilizados en el mundo. Sólo en América del Sur se invierten más de 2.700 millones de dólares anuales en importación de pesticidas, muchos de ellos prohibidos en el norte por razones ambientales o de salud humana. (Altieri; Nicholls, 2002, p. 283).
Políticas de apertura comercial que han introducido productos importados competitivos con la producción doméstica, al mismo tiempo que se procesa un acelerado proceso de urbanización de las pautas de consumo de la población rural;
Aumento del deterioro del patrimonio cultural indígena; los avances de la frontera agrícola y la implantación de nuevos regímenes de naturaleza (Escobar, 1999) en relación a las áreas de abundante biodiversidad (como la Reserva de la Biosfera de Montes Azules, en la Selva Lacandona mexicana, o el Madi en Bolivia) implican una amenaza efectiva y real para los pueblos indígenas, que constituyen, según el BID, una cuarta parte de los latinoamericanos en condiciones de extrema pobreza (Díaz Gacitúa, 2002, p. 35).
Sobreexplotación de recursos forestales y pérdida de la biodiversidad; según datos de la FAO, entre 1980 y 1995 Sudamérica tropical perdió 23 millones de hectáreas forestales, mientras México y Centroamérica perdieron 4,8 millones. Se estima que el 13,77% de las tierras de Sudamérica están degradadas por deforestación, sobrepastoreo, usos agrícolas inadecuados, sobreexplotación agrícola y daño bioindustrial.
Además se registran feroces alteraciones de los regímenes hidrológicos, y deterioros progresivos de las aguas dulces y saladas costeras;
Impactos adversos de los cambios climáticos globales; como si no bastase, tenemos cambios en los regímenes de lluvias, en los microclimas, en la epidemiología de plagas y en el rendimiento de cultivos, derivados de los fenómenos de cambio climático global. Los efectos de la corriente de El Niño son cada vez más pronunciados en el continente sudamericano, así como se registra un avance de la desertificación.
Junto con este catálogo incompleto de penurias, un verdadero agrocidio (Bartra, 2003), que algunos aún continúan saludando como éxitos, quiero llamar la atención para un fenómeno general que me parece que ha recibido comparativamente poca atención. Me refiero a profundas modificaciones en la propia composición de las clases dominantes latinoamericanas y de sus regímenes de hegemonía. En ese sentido, me parece que junto con los intensos procesos de recomposición de capitales y de internacionalización de los mercados internos se ha ido produciendo un resquebrajamiento de las formas tradicionales de control político en el medio rural. No se trata de que nuestras tradicionales oligarquías ya no existan, sino de que se han desplazado hacia los espacios más abstractos de los movimientos del capital financiero (o más agradablemente soleados de las playas del Caribe), mientras se ha verificado un intenso proceso de internacionalización de la propiedad de la tierra (Argentina, por ejemplo, un caso notable, con Georges Soros o Benetton como los mayores propietarios fundiarios del país).
México en el sexenio foxista, cuando se hacen sentir los efectos más perniciosos del TLCAN sobre el campo, es también aquí un caso extremo (Fritscher, 2002). La neutralización de los eficientes mecanismos de control clientelístico administrados por el PRI, que tenían un papel central en el ejercicio de la hegemonía, han llevado a potenciar a niveles inauditos a la protesta campesina, con la formación, en diciembre de 2002, del movimiento "El Campo no Aguanta Más" (Bartra, 2003), la proclamación, en agosto de 2003, de las Juntas de Buen Gobierno zapatistas (secundadas por el Consejo Nacional Indígena), y los acontecimientos de septiembre de 2003 en Cancún, durante la reunión de la OMC.
Creo que estos fenómenos, la reformulación de los bloques dominantes rurales y el desmontaje de dispositivos territoriales de control político a nivel local, seguramente han facilitado la actual eclosión protagónica de actores políticos oriundos del medio rural, en el conjunto de la región, y merecen aún ser estudiados.
Sin duda, si hay un registro importante que también la ecología política latinoamericana puede hacer para la agroecología es precisamente la vigencia estratégica de estos sujetos políticos constituidos por movimientos de base y origen agrario, que muy rápidamente (en realidad, con más dinamismo que nuestros tradicionales movimientos sindicales) han asumido la dimensión de solidaridad internacional de sus luchas.
No quiero extenderme sobre este punto, que supongo altamente conocido por todos ustedes. Pero no será demás insistir una vez más, como lo hizo Joan Martínez Alier (1995), en que en esas luchas sociales y políticas existe un componente ambiental significativo (el "ecologismo de los pobres"), y en que las demandas políticas de esos movimientos, al orientarse en la dirección de la autonomía, necesitan fundamentarse también en prácticas productivas alternativas. Son esos, por ejemplo, los comentarios que Víctor Toledo (2000) viene realizando en relación a la experiencia zapatista en Chiapas. Me parece que también en este punto la acumulación de conocimientos y de experiencia de la agroecología latinoamericana puede resultar un aporte más que significativo para el fortalecimiento de modelos alternativos de modernidad popular en nuestra región.6
Sin duda, la ecología política y la agroecología confluyen en un horizonte utópico de recomposición en sentido más democrático de nuestras sociedades y de sus relaciones con el medio natural. Toda la reflexión de la ecología política sobre el sentido social de la apropiación de la naturaleza, sobre la importancia de modelos tecnológicos menos avasalladores, sobre la justicia ambiental y la distribución ecológica, se conectan en múltiples formas con las perspectivas más utópicas de la agroecología.
Por su propia gramática epistemológica, la agroecologia se vincula con la defensa de la diversidad bio-cultural, y de los derechos colectivos de las comunidades vinculadas a la misma. Pero, de la misma forma que la ecología política, la agroecología debe mantener una vigilancia reflexiva sobre su propia práctica. No pueden devenir nuevos dispositivos despóticos inapelables.7 Su herencia plural no debe cristalizarse en un saber "técnico", autoreferente, supuestamente aislado de las demandas y necesidades sociales, sino dejarse "hibridar" por urgencias muchas veces contradictorias y utópicas. Pero de esa forma se irá delineando un camino de reconciliación no solamente político, social y ambiental, sino también epistemológico entre sociedad y naturaleza, entre el conocimiento y el respeto por una "economía de la naturaleza" y los imperativos éticos de la organización social, en la forma de una "economía moral" (para decirlo en términos del siglo XVIII).
Es lo que necesitamos de ellas, en este momento en que la crisis de los modelos dominantes parece irremediable, y en que resulta cada día más necesario disponer de respuestas efectivas. Movilizar todas nuestras identidades y poner en práctica todas nuestras herencias y capacidades, en Manaos, en Porto Alegre, en Cancún o en cualquier otro lugar de la región.
Recebido em 15/07/2005
Aprovado em 03/01/2006
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Fechas de Publicación
-
Publicación en esta colección
10 Jul 2006 -
Fecha del número
Jun 2006
Histórico
-
Acepto
03 Ene 2006 -
Recibido
15 Jul 2005