Open-access “Lucro cesante y daño emergente”: Los fondos de capellanías en el financiamiento de los mercaderes de la Ciudad de México a fines del siglo XVIII

“Lucro Cesante y Daño Emergente”: The Funds of Chaplaincies in the financing of the Merchants of Mexico City at the end of the 18th Century

Resumen

En este ensayo abordamos de manera general las principales prácticas crediticias que permitieron a los grandes mercaderes del consulado de la ciudad de México imponer su dominio sobre los mercados de Nueva España, en particular, a fines del siglo XVIII. Exponemos cómo generaron sus fuentes de financiamiento mediante el establecimiento de un creciente número de capellanías, cuyos caudales dotales prestaron a los miembros de sus redes de negocios. Nos centramos en el estudio de las capellanías fundadas por dichos actores económicos y examinamos la forma en que invirtieron sus fondos dotales mediante el uso creciente del depósito irregular, lo cual fue posible por el fortalecimiento del estamento mercantil. El análisis que realizamos permite observar, además, la compleja articulación que había entre la cultura católica y la reproducción social de las redes de negocios en el Antiguo Régimen novohispano.

Palabras clave: crédito; redes comerciales; siglo XVIII

Abstract

In this essay, we broadly address the main credit practices that allowed the great merchants of the Mexico City consulate to impose their dominance on the markets of New Spain, particularly at the end of the 18th century. We explain how they made their funding sources by establishing an increasing number of chaplaincies, whose endowement flows were lent to members of their business networks. We focus on studying the chaplaincies founded by these economic actors and examining how they invested their endowment funds through the increasing use of irregular deposits, which was made possible by the strengthening of the mercantile estate. In addition, the analysis that we carried out allows us to observe the complex articulation that existed between the Catholic culture and the social reproduction of business networks in the Old Regime of New Spain.

Keywords: credit; commercial networks; XVIII century

En el transcurso del siglo XVIII Nueva España fue el mayor productor de plata en el mundo, no obstante, el metálico escaseaba en su economía local. Tal situación obedecía a que la plata tenía una doble función: era una de las mercancías de mayor demanda y el principal medio de pago a nivel internacional. La falta del circulante argentífero se debía, tanto a su concentración por los grandes mercaderes de la ciudad de México y las corporaciones religiosas, como a su continua extracción por concepto de remesas fiscales y comerciales. Dada la relativa escasez del metálico, el crédito desempeñó un papel fundamental en el financiamiento de las principales actividades productivas, la circulación comercial y el consumo.1 A partir de la segunda mitad del siglo XVIII, hubo un auge en la producción argentífera de Nueva España y aumentó la acuñación de moneda, en particular en las últimas décadas. Sin embargo, el metal blanco se extrajo del virreinato en mayores cantidades a causa de la apertura comercial dentro del Imperio español y de la extracción de sumas crecientes de recursos fiscales para sostener las guerras que enfrentó la corona con las principales potencias europeas. En consecuencia, los mercaderes o almaceneros del Consulado de la ciudad de México, que dominaban los principales circuitos comerciales y crediticios del virreinato, requirieron de mayor financiamiento.

El presente ensayo tiene tres objetivos fundamentales. Primero abordamos, de manera general, las principales prácticas crediticias que permitieron a los miembros del consulado imponer su dominio sobre los mercados novohispanos, en particular, a fines del siglo XVIII. En segundo lugar, exponemos cómo los mercaderes generaron sus propias fuentes de financiamiento a través de la erección de un número creciente de capellanías, cuyos caudales dotales se prestaron a los miembros más cercanos de sus redes de negocios, por medio del Juzgado de testamentos, capellanías y obras pías del Arzobispado de México.2 Asimismo veremos cómo dichas fundaciones permitieron a los almaceneros la reproducción familiar y estrechar sus vínculos con la jerarquía eclesiástica. Por último, examinamos la forma en que dichos mercaderes prestaron los fondos dotales de las capellanías mediante el uso creciente del depósito irregular, contrato que permitía garantizar los principales mediante la hipoteca de bienes raíces y fiadores, o únicamente con éstos últimos. Para ello ampliamos el periodo de estudio, partimos de las últimas décadas del siglo XVII y concluimos en los últimos años del siglo XVIII. El análisis que realizamos permite observar la compleja articulación que había entre la cultura católica y la reproducción de las redes de negocios en el Antiguo Régimen novohispano.

Con el propósito de realizar el presente estudio nos basamos en el análisis de sesenta y dos escrituras de fundación de capellanías establecidas por los principales mercaderes del Consulado, y veintiún documentos relativos al préstamo de sus fondos dotales. Dichos instrumentos corresponden al periodo que va de 1680 a 1798, pero nuestra búsqueda se centró en las dos últimas décadas del siglo XVII y las tres últimas del XVIII, así como en algunos protocolos de los años intermedios. Estudiamos los documentos emitidos por los miembros más destacados del cuerpo mercantil, los que desempeñaron los oficios de prior y cónsul, así como por algunos de los que se distinguieron por los cuantiosos caudales que manejaban. En el largo periodo de estudio estos mercaderes representaron entre el 20 y 30% de los integrantes de la corporación. No se trata de un estudio cuantitativo, dada la dificultad de localizar a los notarios que fueron fedatarios de dichos actores económicos y el enorme número de documentos que elaboraron. La muestra en que nos basamos se centra en algunas familias de almaceneros y comprende un mayor número de negociantes de origen vasco debido a la disponibilidad de los documentos del Archivo José María Basagoiti, que alberga los papeles de la Cofradía de Nuestra Señora de Aránzazu.

“HACERLE AMISTAD Y BUENA OBRA”: EL CONTROL CREDITICIO DE LA CIRCULACIÓN MERCANTIL

De acuerdo con la historiografía, los miembros del consulado de la ciudad de México disponían de elevados caudales para comprar con grandes beneficios las mercancías procedentes de Europa, Asia e Hispanoamérica. Con el fin de acopiar grandes cantidades de plata, dichos mercaderes habilitaban la producción minera, compraban del metal de rescate en gran escala y, dado que entonces no había bancos, recibían depósitos de rentistas.3 Además, solicitaban préstamos a familiares, a sus pares y a otros negociantes, así como al Juzgado de testamentos, capellanías y obras pías del Arzobispado de México, los conventos, las cofradías y otras corporaciones eclesiásticas (BRADING, 1975, p. 137-144; BORCHART DE MORENO, 1984, p. 66-72; p. 81-91; KICZA, 1986, p. 71-77; p. 102-105). Sobre este último punto, el fiscal de la audiencia de México, en 1777, escribió que en el comercio con:

las flotas el asilo de los comerciantes es el dinero de capellanías, el de hospitales, el de cofradías, el de religiosos y religiosas, el de pobres encarcelados, el de dotación de huérfanas, el de viudas y menores, y de otras obras piadosas, (…) sacan crecidas cantidades por el corto término de ocho meses, un año o dos, con las que se utilizan, benefician aún a el comercio de España.

Lo mismo sucedía cuando requerían caudales para adquirir los bienes orientales que arribaban al puerto de Acapulco en el galeón de Manila.4 Las ganancias de los almaceneros se elevaban notablemente cuando distribuían a crédito los ultramarinos y los bienes locales de mayor demanda, tanto en el virreinato, como en los principales puertos del Caribe y el Pacífico. Para ello articulaban complejas redes comerciales basadas en fuertes vínculos familiares, de paisanaje, compadrazgo y amistad (BORCHART DE MORENO, 1984; KICZA, 1986). Como planteó Jorge Gelman (1990, p. 116), el crédito era muy redituable para los grandes comerciantes porque obtenían beneficios por las dos operaciones, la venta y el crédito, y porque al unirlas adquirían una posición de fuerza que les permitía imponer los términos del intercambio. En consecuencia, tales actores económicos controlaron la circulación de la moneda y el crédito en Nueva España. En las ventas al fiado los mercaderes “ajustaban el precio” al que habían comprado los géneros, por lo regular con un aumento del 14% al 16%, en el que se incluían, sin precisarlo, los intereses. Los plazos de pago solían no ser mayores a un año y en garantía se realizaba una escritura de obligación.5 Para conocer el precio de las mercancías y la tasa de interés que imponían por el aplazamiento de las fechas de pago, es necesario analizar la correspondencia comercial y los libros de cuentas. En éstos se registraban las cuentas corrientes que los mercaderes abrían a los comerciantes de la capital y de provincia, los viandantes, artesanos y obrajeros (KICZA, 1986).

La capacidad financiera de los almaceneros les permitía adquirir las grandes cargazones de textiles y otros bienes europeos, que llegaban en las flotas procedentes de Cádiz, los cuales se despachaban al por mayor en la feria de Jalapa. Antes que se abriera la feria, los diputados del Consulado de México se reunían con los representantes de los cargadores de Indias para negociar los precios de las mercancías con la ventaja que les brindaba la disposición de gran liquidez.6 La posición monopólica del consulado de México fue vulnerada cuando Carlos III estableció el libre cambio dentro del Imperio, entre 1778 y 1789, porque suprimió el régimen de flotas y ferias. En adelante, la continua llegada de embarcaciones procedentes de los puertos españoles recién habilitados permitió a los comerciantes de las principales ciudades del interior del virreinato surtirse de mercancías europeas en el puerto de Veracruz. De esta forma se liberaron de los altos recargos que imponía la intermediación de los mercaderes de México.7

En 1791, Antonio de Bassoco dio su opinión al virrey de Revillagigedo, sobre las consecuencias negativas de la apertura comercial. Expuso que luego de la firma de la paz con Gran Bretaña, al reanudarse el tráfico con la metrópoli, entre 1783 y 1785, había remitido a España más de 500,000 pesos en moneda y frutos. De esta suma le retornaron poco menos de la mitad en mercancías, la mayor parte de la cuales no pudo vender debido a la competencia que se había desatado. También le pagaron “con mucha morosidad”, 100,000 pesos “a riesgo de mar en escrituras pagaderas a los seis u ocho meses del arribo a Veracruz de las embarcaciones que vinieron hipotecadas”, y tenia “entorpecidos en Cádiz” los restantes 156,000 pesos. En el “reino” tampoco le había ido bien, por lo que decidió “tomar el arbitrio de imponer el caudal a réditos, como lo tengo verificado de mucha parte, y lo haré de lo más que pueda, conforme vaya reduciendo a moneda lo que tengo en efectos, y recogiendo lo que está en España”.8 No obstante, los almaceneros lograron recuperar su posición central en la distribución de bienes europeos, al ofrecer mejores condiciones en las ventas al fiado. Para ello, hicieron acopio de una mayor cantidad de moneda mediante la inversión directa en la minería y el aumento de la demanda de crédito (KICZA, 1986, p. 104-107). Además, para evitar su dispersión, limitaron los pagos en numerario mediante la realización de trueques, la compensación de cuentas y el incremento del uso de libranzas (SÁNCHEZ, 2015, p. 48-51).

Los almaceneros más acaudalados del Consulado también invertían elevados capitales en Cádiz para financiar el comercio Atlántico mediante el otorgamiento de préstamos a riesgo de mar. Con el dinero recibido, los deudores, o tomadores, embarcaban mercancías en Castilla y luego de venderlas en Nueva España restituían el principal al acreedor. El contrato de riesgo de mar implicaba una operación de crédito y otra de seguro marítimo, ya que en caso de que se padeciera algún siniestro en el mar - naufragio, fuego, ataque enemigo u otro desgraciado suceso - el acreedor perdía los caudales adelantados y los intereses pactados. La responsabilidad de éste concluía veinticuatro horas después de el navío llegaba al puerto de destino. En garantía del préstamo se hipotecaban los navíos: “sus velas, jarcias, áncoras, casco, pertrechos, artillería, demás aparejos, fletes y aprovechamientos”9 y el plazo de reembolso solía ser de seis u ocho meses a un año. Los contratos podían realizarse para un solo viaje, llamado a “un riesgo”, o dos viajes, de ida y vuelta, a “dos riesgos” (BERNAL, 1992, p. 27-28; p. 30; LAMIKIZ, 2011). En las escrituras de riesgo que los comisionados del consulado otorgaron en Cádiz en 1761 y 1762 se impuso el 15% de interés (VALLE PAVÓN, 2007, p. 986 et seq.). Según un testimonio de 1793, en la época de las flotas los mercaderes prestaban en Veracruz a premio de 12% a “un riesgo” y 24% a “dos riesgos”, tasas que se redujeron a raíz de la introducción de los navíos sueltos al pasar de 4% a 6% a “un riesgo” y de 12% a 14% a “dos riesgos”.10 Al parecer, en estos casos los réditos, que representan el precio del dinero, se establecieron de acuerdo con la relación entre la oferta y la demanda del metálico. Es probable que la tasa de interés se haya reducido por la forma en que se dinamizó el tráfico mercantil y por el consecuente aumento que hubo en su financiamiento.

Por otra parte, la pequeña minoría de acaudalados mercaderes consulares que monopolizaba el tráfico de los preciados bienes orientales también requería de abundantes capitales. Para negociarlos había diferentes formas: 1) Los almaceneros podían enviar importantes sumas de plata a sus agentes arraigados en Manila para que les remitieran las mercancías asiáticas, dado que sólo estaban autorizados para cargar en el galeón quienes residían en Filipinas. 2) Para comprar en la feria de Acapulco, que se realizaba cuando arribaba la nao, los mercaderes o sus agentes tenían que llevar considerables sumas de moneda a fin de negociar precios favorables. 3) Podían otorgar préstamos por varios miles de pesos a los comerciantes de Manila que arribaban en el galeón, para que en los años siguientes les pagaran con mercancías asiáticas (KICZA, 1986, p. 83-84; YUSTE, 1998, p. 106-130). Debido a los riesgos implícitos en este tipo de créditos, los almaceneros imponían tasas de interés que iban del 32% al 35%.11

En el tráfico del cacao de Guayaquil, que tenía una enorme demanda en Nueva España, los almaceneros otorgaban a los navieros del puerto del Callao elevados préstamos a riesgo de mar para habilitar y avituallar las naves que desde Acapulco hacían el tornaviaje a el Callao, mediante la hipoteca del casco y la quilla de la embarcación. Los peligros y la incertidumbre que privaban en estas travesías explican la imposición del elevado premio o interés del 35%.12 Por otra parte, para adquirir los cacaos de Caracas y Maracaibo, que eran muy apetecidos en Nueva España y Europa, los mercaderes enviaban a los comerciantes y cosecheros venezolanos considerables sumas de plata, equivalentes al costo de la cantidad del grano que requerían, en los navíos caraqueños que partían del puerto de Veracruz. (MENDIZÁBAL, 2020)

Los mercaderes también recurrían al crédito en gran escala cuando se presentaban ciertas coyunturas favorables, como las generadas por los conflictos bélicos. Como ejemplo tenemos los cuantiosos préstamos que obtuvieron algunos de ellos para aprovechar las excepcionales ventajas comerciales que se presentaron durante la Guerra anglo- española de 1779-1783. Como consecuencia del cierre del comercio Atlántico, la corona autorizó de manera excepcional el tráfico de géneros asiáticos y europeos en los puertos del Pacífico meridional a cambio de cacao de Guayaquil y plata andina. En 1781 Isidro Antonio de Ycaza, que era yerno del acaudalado Francisco Ignacio de Yraeta, se asoció con Damián de Arteta, el apoderado de los comerciantes guayaquileños, para realizar las contrataciones mencionadas. Con el propósito de financiar sus negocios, Ycaza consiguió de Francisco Bazo Ibáñez, quien le compraba cacao desde años atrás, un préstamo por 51,250 pesos, a réditos del 5%, por seis meses de plazo. Por su parte, Arteta obtuvo de Yraeta un crédito por 104,000 pesos, a ocho meses de plazo, el cual fue garantizado con los fondos de la misma negociación, a condición de que destinara los rendimientos a su reembolso, sin pagar a ningún otro individuo. Suponemos que Yraeta otorgó este enorme préstamo porque estaba involucrado en dichas transacciones (VALLE PAVÓN, 2016, p. 96-97).

Por la confianza que había entre los almaceneros involucrados en los préstamos mencionados, los deudores únicamente obligaron su persona y bienes habidos y por haber es una fórmula que se utiliza en muchos prestamos de dinero. En el crédito que otorgó Yraeta a Arteta, se anotó que le prestaba el dinero “con el fin de hacerle amistad y buena obra”,13 lo que significaba que no pagaría intereses. Sin embargo, nos inclinamos a creer que dicha leyenda ocultaba el cobro de premios superiores al 5% anual, que era la tasa máxima autorizada por el derecho canónico. Esto parece corroborarse por el hecho de que, incluso en los préstamos que otorgaban los familiares más cercanos se imponían réditos, aun cuando fueran más bajos a lo acostumbrado. Isidro Antonio de Ycaza, quien continuó aprovechando las ventajas extraordinarias que ofreció el tráfico por el Pacífico durante la guerra, en 1783 obtuvo de la abuela de su esposa un crédito por 100,000 pesos para “engrosar sus tratos”, al 4% de interés anual y un plazo de cinco años. Para favorecer a su hijo, la acreedora estipuló que el depósito podría mantenerse después del vencimiento y, si llegara a morir antes de que lo hubiera restituido, tendría de seis meses a un año para hacerlo (VALLE PAVÓN, 2016, p. 97).

Los mercaderes recurrían a subterfugios para pactar préstamos con elevados intereses con el propósito de no violar la normatividad canónica. De acuerdo con ésta, quien cobraba réditos incurría en el pecado de la usura, que era equiparable al robo, porque se obtenía un beneficio ilegítimo. Se consideraba injusta la imposición de réditos, porque el dinero era un medio de cambio y daba valor a las cosas, pero era estéril por naturaleza, de modo que no podía reproducirse. Los canonistas, teólogos y letrados de la Universidad de Salamanca sostenían que la práctica de la usura debía ser castigada con la excomunión, además de negar la extremaunción y la cristiana sepultura. El cobro de intereses sólo era lícito como compensación al acreedor por las pérdidas que padecía por no utilizar el dinero prestado en otra inversión (“lucro cesante”) y por el riesgo que corría al otorgar crédito (MERCADO, 1977, p. 540-541; MOLINA, 1989, p. 123-145). Con la intención de frenar la ambición de los usureros, la legislación canónica impuso límites máximos a la tasa de interés.

En el Imperio Hispánico se establecieron diferentes tasas de interés, en distintos espacios, los cuales variaron con el tiempo. En Nueva España, durante los siglos XVII y XVIII, se consideraban ilícitos y usurarios los réditos que excedían el 5% anual. Como el comercio de largas distancias y al por mayor estaba sujeto a graves riesgos y eventualidades, los escolásticos defendieron la licitud de percibir intereses mayores en el préstamo mercantil (VÁZQUEZ DE PRADA, 1993, p. 26-29). Esto podría explicar porqué los mercaderes de México imponían réditos muy superiores al 5% cuando otorgaban crédito por montos elevados para comerciar en plazas distantes. En otros núcleos mercantiles de Hispanoamérica, también se otorgaban préstamos con altas tasas de interés, como el riesgo marítimo y otros contratos (WASSERMAN, 2018, p. 206-211).

Quienes practicaban la usura sólo podían obtener el perdón Divino cuando restituían a la persona afectada el dinero mal habido y la compensaban por los daños derivados de su privación (LE GOFF, 1987, p. 58-62). Sin embargo, debido a las dificultades que se presentaban para cumplir con dichas condiciones, cuando menos desde el siglo XVI, la iglesia católica fomentó la idea de que la “Bondad Divina” otorgaba el perdón mediante la realización de actos piadosos y obras de caridad, lo que se recomendó de manera particular a los mercaderes (MERCADO, 1977, p. 86). Es posible que los almaceneros de México se encontraran entre los principales fundadores de capellanías y obras pías porque les preocupaba el socorro de su alma, dado que sus principales negocios consistían en la compraventa de mercancías a crédito en condiciones ventajosas y con la imposición de intereses. Por esta razón, Juan de Urrutia Lezama, cuando se encontraba gravemente enfermo y al borde de la muerte, pidió a los tratantes que había designado para elaborar su testamento que cuando empezaran a recaudar y vender sus bienes, cumplieran con las limosnas, legados y obras pías que les había encargado para no dilatar el socorro de su alma.14

LOS FONDOS DOTALES PARA EL FINACIAMIENTO MERCANTIL

En las últimas décadas del siglo xviii, el libre cambio protegido dinamizó los intercambios dentro del imperio español, al tiempo que se extraían cantidades crecientes de recursos fiscales de Nueva España para sostener los sucesivos conflictos bélicos en que se vio involucrada la corona. En consecuencia, los mercaderes de México, que fueron los principales beneficiarios de la apertura comercial, requirieron mayor financiamiento para realizar sus negocios. Los fondos eclesiásticos constituían una de las principales fuentes de crédito para los almaceneros, pero, como ha mostrado la historiografía, dichos capitales tenían una baja rotación, mientras que algunas corporaciones, como el real fisco de la Inquisición, restringían el préstamo de sus fondos a quienes podían ofrecer garantías hipotecarias (WOBESER, 1994, p. 35-48; p. 79-88). Las capellanías fundadas por dichos actores económicos, han sido vistas como un medio para salvar el alma del fundador, promover la religión católica (BORCHART DE MORENO, 1984, p. 209-210; KICZA, 1986, p. 74-75) y dar a los hijos y otros allegados carrera eclesiástica.15 Más recientemente se mostró como uno de los principales objetivos que tuvieron los mercaderes de la cúpula del consulado para establecer fundaciones de misas radicó en destinar sus fondos dotales a los negocios que realizaban y en otorgar préstamos a los miembros más cercanos de sus redes de negocios a una tasa moderada (VALLE PAVÓN, 2020, p. 8-13).

En las postrimerías del siglo XVIII, los almaceneros generaron sus propias fuentes de financiamiento mediante la erección de numerosas capellanías con el fin de obtener mayor liquidez. En la misma época, los grandes comerciantes de Buenos Aires también establecieron fundaciones de misas para disponer de crédito dinerario (SOCOLOW, 1991, p. 120-122).

Las capellanías eran fundaciones perpetuas dotadas de un caudal que se otorgaba en préstamo para destinar los réditos que generara a la manutención y los estudios de algún pariente o allegado, con el fin de que profesara como sacerdote y oficiara un determinado número de misas por las almas de quien la instituía, sus allegados y las ánimas del purgatorio. Las fundaciones de misas también se instituían mediante la imposición de un gravamen sobre una propiedad raíz, para destinar la renta al mismo propósito. En los casos en que el sujeto nombrado capellán fuera menor de edad, sus padres o tutores, pagaban a un cura por decir las misas encomendadas, mientras el infante crecía y estudiaba para ordenarse. Los mercaderes eran sumamente piadosos y tenían una preocupación constante por la vida eterna, por lo que fundaban capellanías para ganar indulgencias y redimir las penas por los pecados cometidos, lo que les permitía reducir el tiempo de permanencia en el purgatorio. Asimismo, estaban interesados en fortalecer el culto divino al propiciar la ordenación de clérigos y la celebración de misas. Por tales razones se esforzaban porque sus vástagos, otros familiares y allegados profesaran como sacerdotes. María Ana de Arizávalo, viuda de Bernardo Miró y suegra de Pedro Ángel Puyade, quienes se dedicaba a la cría de carneros y su comercialización al por mayor en la ciudad de México, destinó parte de su fortuna y los gananciales que había recibido a la muerte de su marido, a la fundación de, cuando menos, dos capellanías por 4,000 pesos cada una, debido a su interés en que “se aumente el numero de sacerdotes que destinados a celebrar el santo sacrificio de la misa, y al confesionario sirvan de consuelo a los fieles y les animen a encomendarse a Dios”.16 Este argumento fue repetido por varios mercaderes cuando fundaban capellanías.

La erección de capellanías no sólo tenía objetivos espirituales, también constituían una estrategia para reproducir la posición social y económica de la familia. Los grandes mercaderes adquirían grandes haciendas con el propósito de fundar mayorazgos para sus primogénitos. A unas hijas les daban cuantiosas dotes con el objeto de establecer las mejores alianzas matrimoniales, y a otras las dotaban con cantidades significativas para que ingresaran a los conventos más prestigiados de la ciudad de México. Asimismo, establecían capellanías para solventar las carreras de los vástagos destinados al clero secular, en donde podían acceder a cargos que les brindaran distinción y cuantiosas rentas. Al igual que en el caso de las hijas que ingresaban a los conventos, dichas fundaciones permitían forjar un futuro promisorio para los herederos que abrazaban la religión, sin que se desintegrara el patrimonio familiar (COMAS D’ARGEMIR, 1992, p. 162-168; BOURDIEU, 1972).

Las capellanías tenían la ventaja de impedir la dispersión del patrimonio familiar, porque el fondo dotal quedaba vinculado o inmovilizado de manera perpetua, de modo que no se le podía dar otro destino. Los bienes raíces que habían sido gravados no se podían vender o enajenar, incluso para el pago de deudas y cargas fiscales. Por esto, las capellanías han sido consideradas mayorazgos pequeños. Para garantizar que los fondos dotales de las capellanías se conservaran dentro del mismo linaje, el nombramiento de los patronos y capellanes se hacía de acuerdo con el orden sucesorio de los mayorazgos. Como el caudal segregado se transformaba en un patronato, el capellán únicamente era beneficiario del interés o la renta que generaba, de modo que cuando moría célibe y sin descendencia, el mismo legado se podía destinar a otro miembro del clan. En esta forma, el patrimonio familiar no se dispersaba y se reforzaba la solidaridad del linaje (CLAVERO, 1974, p. 72-175; PRO RUÍZ, 1989, p. 585-586; p. 596; LEVAGGI, 1992, p. 22).

Los fundadores podían erigir capellanías eclesiásticas o laicas. En las primeras, también llamadas colativas, sus bienes patrimoniales se espiritualizaban, lo que significaba que pasaban a formar parte del fuero y la jurisdicción eclesiástica. El Juzgado de testamentos, capellanías y obras pías de la ciudad de México se encargaba de prestar el caudal dotal, se aseguraba de que los intereses que rendía se entregaran al capellán y de reinvertir el principal cuando se redimía. Asimismo, nombraba a los nuevos capellanes cuando había vacantes. En el caso de las capellanías laicas, el patrono cumplía dichas funciones. Las fundaciones laicas se establecieron en menor proporción que las espirituales. Algunos almaceneros instituyeron éstas últimas con la instrucción de que a la muerte del primer patrono o bachiller, pasaran con su fondo dotal al estado eclesiástico.17 El almacenero Isidro Antonio de Ycaza, que fue cónsul en 1802, estableció dos capellanías laicas para dotar de un patrimonio a los hijos pequeños de su primer matrimonio.18 En las escrituras de fundación precisó que ningún juez eclesiástico interviniera “en cosa alguna” relacionada con ellas, que el juez real y los patronos nombraran y removieran capellanes, y que el patrono o capellán que intentara hacerlas colativas debería ser privados de sus beneficios.19

Los almaceneros también se esforzaban porque sus parientes o entenados hicieran carrera en el estado eclesiástico para mantener o acrecentar el prestigio del linaje, estrechar sus vínculos con los prelados y aumentar su influencia en la administración eclesiástica. Esto tenía particular importancia para quienes formaban parte de la pequeña nobleza o habían obtenido títulos de Castilla. Con la esperanza de que los capellanes ocuparan cargos importantes en la estructura eclesiástica, solían incluir como requisitos que se ordenaran de presbíteros, cuando mucho, entre los 25 y los 30 años. Eliseo Antonio Llanos de Vergara, quien fue cónsul en 1767-1768, estipuló en su testamento que los hijos, nietos y descendientes de su hermano, que fueran nombrados capellanes perderían el beneficio si a los 25 años no se habían ordenado al menos de subdiáconos, aunque de preferencia debían haber alcanzado el grado de presbíteros (VALLE PAVÓN, 2020, p. 7). A través de estas exigencias había mayores posibilidades de que fueran designados curas de las parroquias con mejores ingresos y que llegaran a ser prebendados en los obispados más ricos del virreinato o en el arzobispado de México. Cuando los capellanes formaban parte de la jerarquía eclesiástica, o se vinculaban con sus miembros, podían favorecer a los mercaderes de diversas maneras. Una de ellas consistía en darles acceso a información privilegiada sobre los capitales que se redimían y estaban disponibles en el Juzgado de capellanías y obras pías, los conventos, hospitales y otros cuerpos religiosos.

Fig. 1
Esquema sobre el funcionamiento de las capellanías

Otro importante motivo por el que los mercaderes erigían capellanías, que es el que más nos interesa en esta ocasión, radicaba en que podían utilizar sus capitales dotales para financiar los negocios de los familiares, paisanos y amigos que formaban parte de sus redes de negocios. Como ejemplo tenemos la capellanía fundada en 1772 por el montañés José de Cevallos, unos meses después de haber sido nombrado cónsul del tribunal mercantil. Cevallos otorgó en depósito los 4,000 pesos del fondo dotal a Francisco Xavier Llanos de Vergara, quien provenía de un pueblo del arzobispado de Sevilla y presentó como fiadores mancomunados a su hermano y socio Eliseo Antonio y a Manuel Antonio de Quevedo. Este último, al igual que Cevallos era montañés y había sido su cajero. El vínculo entre el fundador y el depositario debió haber sido muy estrecho dado que el primero designó capellán al hijo pequeño de Francisco Xavier Llanos de Vergara (VALLE PAVÓN, 2020, p. 11). El mismo José de Cevallos, en 1783, fundó otra capellanía por 4,000 pesos, de los cuales prestó 3,000 pesos a Francisco de Urizar y a su tío Tomás de Urizar, que fue su fiador mancomunado. Estos sujetos también eran miembros del consulado de México y muy probablemente realizaban contrataciones con Cevallos.20

Los almaceneros establecieron sus propias capellanías, así como las de los parientes, socios y otros allegados que los nombraron albaceas, tenedores de bienes y, en muchas ocasiones, patronos de las mismas fundaciones. En la mayoría de los casos, los fundadores y los patronos destinaban las dotes de las capellanías a financiar a los jóvenes parientes y paisanos que estaban involucrados en sus empresas. Las casas mercantiles de la época solían incorporar a los sobrinos o paisanos procedentes de la metrópoli, en los que confiaban porque compartían valores como la lealtad y el empeño por el trabajo. En muchas ocasiones los sobrinos y, en menor medida los paisanos, contraían matrimonio con las hijas del patriarca u otras mujeres de la parentela. Para promocionar las incipientes carreras de estos jóvenes tratantes, los almaceneros les daban en depósito los fondos dotales de las capellanías. El tribunal del consulado comentaba al respecto: “es corriente en todo el reino sacar de cuantos juzgados y obras pías hay en él, dinero a depósito irregular con plazos, fiadores o hipotecas, por cuyo medio el mercader principiante, favorecido del pariente o de los amigos, se hace de un capital moderado para girar”.21 El caso del clan de los Yraeta, Ycaza e Yturbe ilustra con claridad esta situación. En éste podemos ver como, una vez que vencía el plazo de dichos préstamos, los caudales podían permanecer periodos mucho mayores en manos del prestatario. Y cuando éste moría el depósito se subrogaba a otro familiar miembro de la misma trama de negocios, de modo que la circulación de los capitales píos se mantenía en el seno de la parentela (VALLE PAVÓN, 2020, p. 9-10).

Una parte importante de los almaceneros que mandaban establecer capellanías en sus testamentos nombraba patronos a las personas de su mayor confianza, algunos de los cuales habían sido sus socios, albaceas y tenedores de bienes. Algunos de ellos depositaron los caudales de las dotes en sus propias casas o los otorgaron a sus allegados. En 1772 el acaudalado mercader Damián Gutiérrez de Terán, como albacea de Felipe Rábago Terán, estableció la capellanía de la que había sido designado patrono, cuya dote de 6,000 pesos depositó con su hermano y socio Gabriel, que entonces era cónsul del tribunal mercantil y sería prior en 1785-1786 (VALLE PAVÓN, 2020, p. 5) Otro caso similar es la capellanía que por mandato testamentario del montañés Alberto Rodríguez de Cosgaya, fundaron en 1778 sus paisanos y albaceas José y Servando Gómez de la Cortina, que eran tío y sobrino. Servando recibió en depósito los 3,000 pesos de la dotación de la capellanía, con la fianza de su tío José Gómez de la Cortina.22

“FLUJO PERENNE DE NEGOCIACIONES LUCROSAS”: EL DEPOSITO IRREGULAR

La historiografía sobre el crédito eclesiástico planteó que, en el siglo XVIII, la mayoría de las corporaciones religiosas que otorgaban préstamos sustituyeron de manera progresiva el contrato conocido como censo consignativo, por el depósito irregular. Los canonistas y teólogos no consideraban usurario el censo, porque era un contrato rentista que permitía comprar una pensión anual. El censualista, o acreedor, entregaba una suma de dinero al censuario, o deudor, a cambio de lo cual adquiría el derecho a percibir una renta del 5% anual, cuyo pago se garantizaba mediante la imposición de un gravamen sobre un bien raíz de su propiedad. Como el censo no gravaba al deudor, sino al inmueble, cuando éste se vendía o enajenaba, el nuevo dueño tenía que reconocer el gravamen y hacerse cargo del pago de la renta. Además, en los censos no se establecía un plazo para redimir el principal, decisión que quedaba a voluntad del deudor. Estas circunstancias, propiciaron una baja rotación del capital y que las propiedades raíces acumularan gravámenes que se perpetuaban a lo largo de décadas e incluso siglos, circunstancia que las hizo inseguras como garantía (WOBESER, 1994, p. 39-42).

Por otra parte, el depósito irregular, había sido autorizado en el Tercer Concilio Mexicano, celebrado en 1585, debido a que los bienes raíces estaban recargados de censos, lo que dificultaba la colocación de las dotes de las capellanías, por lo que se mantenían “infructíferas en poder de los albaceas o herederos”. Entonces se había ordenado que los capitales de dichas fundaciones se depositaran a réditos con los “gruesos mercaderes” (NUÑEZ DE VILLAVICENCIO, 1958, p. 6).23 En la Ciudad de México, el censo empezó a ser cuestionado a raíz de los serios perjuicios que causo sobre los inmuebles la inundación de 1629, la cual se mantuvo durante cerca de cinco años (BERTHE, 1993, p. 29-32). No obstante, el censo predominó porque las autoridades eclesiásticas consideraban que el depósito irregular encubría la usura. La Cofradía de Nuestra Señora de Aránzazu, en cuyas mesas de gobierno participaban los mercaderes de plata de origen vascongado más prominentes y acaudalados, colocó con algunos de ellos los fondos de varias capellanías y obras pías a través del depósito irregular, especificando que el dinero quedaría en sus manos hasta que localizaran una finca segura.24 En 1717 y 1718, el Juez de capellanías y obras pías del arzobispado de México cuestionó a la junta de gobierno de la congregación de Aránzazu por utilizar dicho contrato, tanto porque podía ser usurario, como porque los capitales se afianzaban mejor con la hipoteca de bienes raíces (LUQUE ALCAIDE, 1995, p. 186; p. 216-217).

Sin embargo, en 1767, el juez de capellanías explicó que la concentración de la población acaudalada en México había ocasionado que los inmuebles urbanos y las haciendas del arzobispado, así como de las ciudades y obispados cercanos, acumularan obligaciones de censos, algunos de los cuales eran muy antiguos. Planteó que muchos propietarios imponían cargas sobre sus inmuebles, sin haber pagado las anteriores, por la necesidad de dar mantenimiento a las casas y de habilitar las haciendas. Las fincas dedicadas a la producción agropecuaria también se sobrecargaban de gravámenes porque abarcaban grandes extensiones de territorio, pero sólo se criaba ganado o se cultivaban pequeñas porciones, por lo que sus rendimientos no correspondían a su valor. Por todos estos problemas dicho juez concluyó que se corrían grandes peligros al hacer imposiciones sobre bienes raíces (NÚÑEZ DE VILLAVICENCIO, 1958, p. 7-9). Aun cuando algunos compradores de inmuebles pagaban los gravámenes que soportaban, se ha calculado que en la segunda mitad del xviii la mayor parte de las propiedades urbanas y rurales estaban cargadas de deudas que sobrepasaban el 50% de su valor y podían llegar hasta el 90% (WOBESER, 1994, p. 104).

Cuando menos desde las dos últimas décadas del siglo xvii, varios fundadores de capellanías tuvieron dificultades para depositar las dotes a censo con seguridad, debido a que no encontraban inmuebles confiables. Para sortear este problema, decidieron colocar los fondos dotales en las casas de los mercaderes de plata, quienes los empleaban para habilitar la minería, financiar la compra de plata y otras mercaderías (VALLE PAVÓN, 2011, p. 565-598). Así sucedió en 1691, cuando el sobrino y albacea de Sebastián de Castañeda, estableció dos capellanías y una obra pía para que se realizaran misas y otros ritos católicos en la recién fundada capilla de Nuestra Señora de Aránzazu. Como dicho albacea no encontró fincas seguras para imponer a censo los 12,000 pesos del patrimonio de las fundaciones, los depositó temporalmente en la casa de Domingo Larrea para asegurar el pago de los réditos a los religiosos franciscanos encargados de oficiar las ceremonias en cuestión. El enorme prestigio del que gozaba Larrea fue suficiente para garantizar los caudales. El banquero se comprometió a restituirlos cuando el fiador ubicara un inmueble confiable para imponerlos a censo.25 No hemos encontrado algún mercader de fines del siglo XVII y principios del XVIII que erigiera capellanías a través del depósito irregular. Diego del Castillo, quien, en su testamento de 1683, mandó establecer una capellanía con un patrimonio dotal de 5,000 pesos que debía colocarse a censo sobre una finca que no tuviera otro gravamen, precisó que, de no ser posible, se impusieran sobre unas casas que tenía en la Ciudad de México.26

El censo consignativo favorecía al deudor, porque no lo obligaba a redimir los caudales recibidos, situación que para el acreedor era muy perjudicial. En 1744 el procurador del Colegio Máximo de San Pedro y San Pablo, solicitó al general Francisco de Echeveste 4,000 pesos, al 5% de interés anual, para liquidar al Real Convento de Jesús María un préstamo que le había otorgado por 30,000 pesos. El mercader impuso el dinero solicitado en el Colegio Máximo a través de un censo redimible, con la garantía de sus bienes y rentas. En la escritura se especificó que el Colegio pagaría a Echeveste 200 pesos “sin que se le falte con esta renta y tributo que anualmente le vende, mientras no se redimiere y quitare el dicho principal de censo”. Asimismo, se precisó que cuando el Colegio Máximo quisiera restituir los 4,000 pesos y los réditos que adeudara “los debía recibir el censatario”. Casi diez años después, en 1753, cuando Echeveste estaba cerca de la muerte, ante la imposibilidad de recuperar dicho caudal, en su testamento mandó fundar con él una capellanía laica para el bachiller Joseph Manuel de Meave.27

Como en el censo consignativo el dueño del dinero no podía pedir la redención del capital, los mercaderes prefirieron el depósito irregular para invertir los fondos dotales de las capellanías. En este contrato se podía establecer un plazo limitado para la devolución del principal, de modo que cuando vencía, el acreedor podía evaluar la situación de la propiedad hipotecada, para renovar la inversión o pedir el reembolso del dinero. En esta forma, el acreedor no se exponía a “las malas resultas de un concurso de acreedores” (NÚÑEZ DE VILLAVICENCIO, 1958, p. 10).28 La historiografía ha señalado cómo en la década de 1740, cuando la minería presentó un mayor grado de crecimiento, se incrementó el empleo del depósito irregular.29 La disposición de mayor cantidad de plata reactivó la actividad mercantil, de modo que los almaceneros debieron optar por colocar capitales a réditos a corto y mediano plazo, para tener mayor control sobre los mismos y utilizarlos de manera reiterada. Además, el depósito irregular no pagaba el derecho de alcabala.

En los documentos sobre la fundación de capellanías puede apreciarse que en las décadas de 1740 a 1770 los mercaderes recurrieron al depósito irregular para invertir sus fondos dotales, aun cuando continuaron prefiriendo la garantía hipotecaria frente a los fiadores. Entre otros ejemplos tenemos el de la capellanía laica establecida en 1747 por mandato testamentario de Sebastián de Ainziburu y Arechaga. El mercader José Ruíz de Castañeda, patrono de dicha fundación colocó los 3,000 pesos de su patrimonio con un individuo que hipotecó el ingenio de Santiago Tenextepango, ubicado en la jurisdicción de Cuautla de Amilpas.30 El depósito irregular también se utilizó con el respaldo de fiadores que poseyeran algún bien raíz, como fue el caso de la inversión de la dote de la capellanía que se fundó, en 1766, por mandato del difunto Manuel de Aldaco, quien había contraído dicho compromiso como albacea del general Francisco de Echeveste. Los 3,000 pesos del patrimonio de esta fundación provenían de un depósito irregular que Aldaco había colocado con un comerciante y su fiador, ambos vecinos de la ciudad de Santiago de Querétaro y el segundo propietario de una hacienda en su jurisdicción.31 En 1773 se erigieron seis capellanías, de acuerdo con los deseos de Juan Joseph de Aldaco y Fagoaga, cuyo fondo dotal de 24,000 pesos - cuatro mil pesos de cada una - se colocó mediante un depósito irregular con el Juez de balanza de la Casa de moneda, quien hipotecó una hacienda “de labor de temporal, cría de ganados y magueyales”, cercana a los pueblos de Apan y Tepeapulco.32

También empezamos a encontrar algunos casos de fundaciones en que los caudales dotales se prestaron por medio del depósito irregular con garantía de fiadores. En 1752, Antonio Villar y Lanzagorta fundó un patronato laico de misas, cuyos 3,000 pesos de patrimonio otorgó en depósito irregular a Manuel de Llantada Ibarra, por un plazo de cinco años, con el respaldo de dos comerciantes de los reales de minas de Guanajuato y Sombrerete.33 Es posible que don Antonio no exigiera a Llantada Ibarra una garantía hipotecaria porque habían realizado negocios en los años previos.34 A la muerte de Villar y Lanzagorta, el patronato de la capellanía quedó a cargo de la cofradía de Nuestra Señora de Aránzazu, la cual debía colocar a réditos el fondo patrimonial. Como el mercader conocía las dificultades que se presentaban para encontrar bienes raíces libres de gravámenes con los que se pudiera salvaguardar la dote, estableció que, si “hubiera un periodo corto o largo” para invertir los caudales, no se imputara “omisión o negligencia” a la cofradía, ya que “habrá de esperar a que se le proporcione la coyuntura de competente finca para la colocación y otro modo de seguro”. 35

En la década de 1770 algunos fundadores de capellanías se esforzaban por depositar los fondos dotales mediante la hipoteca de bienes raíces. En 1773, Ambrosio de Meave y Juan José de Echeveste albaceas, tenedores de bienes y herederos de Francisco de Echeveste, instituyeron la capellanía colativa con un fondo de 4,000 pesos. Nombraron patrona perpetua a la Cofradía de Aránzazu, y primer capellán propietario a Luis de Sau, hijo legítimo de Juan de Sau, mercader difunto que había realizado contrataciones en los reinos de Castilla con Francisco de Echeveste. Luego de casi tres años de buscar con quien colocar el capital dotal con la seguridad necesaria, lo prestaron a Joseph Germán del Valle, mediante un contrato de depósito irregular, con la hipoteca de una hacienda ubicada en la villa de Coyoacán del Estado y marquesado del Valle.36

En enero 1767 Nuño Núñez de Villavicencio, quien había sido Juez defensor del Juzgado de capellanías del arzobispado de México por cerca de diez años, elevó a su superior un dictamen en el que planteó que el depósito irregular tenía un uso extensivo en la ciudad y el arzobispado de México, y retomó los principales argumentos de los canonistas para demostrar que estaba libre “del vicio de la usura”. Planteó que los capellanes, quienes participaban de “las prerrogativas de la minoridad”, como las viudas y los huérfanos -que eran ineptos para “los tráficos y las negociaciones” o los maridos incapaces de administrar la dote de su esposa, podían depositar su “pecunia” con algún mercader, “no para acumular lucro sino para percibir alimentos”. Sostuvo que el cobro de interés se justificaba cuando había prueba de “lucro cesante” o “daño emergente”, lo que se cumplía en México porque abundaba el comercio y había “flujo perenne de negociaciones lucrosas”. Explicó que no era conveniente imponer a censo el dinero de las capellanías por los peligros que presentaban las propiedades sobrecargadas de censos, mientras que colocarlo a depósito irregular con hipotecas o fiadores era lícito y honesto (NÚÑEZ DE VILLAVICENCIO, 1958, p. 9-19).

Casi cuatro años después, en diciembre de 1770, José de Gálvez, el visitador general de Nueva España, uno de cuyos principales objetivos radicó en incrementar los ingresos de la corona, mandó imponer sobre el depósito irregular el 6% de alcabala.37 Esta medida perjudicaba, fundamentalmente, a los miembros del consulado de México, por lo que nombraron al banquero Ambrosio de Meave y a Fernando González de Collantes, para hacer un informe acerca de los graves perjuicios que ocasionaría dicha providencia. Con base en este documento, el prior y los cónsules elevaron una representación al monarca y al virrey para que suspendieran dicha medida. Plantearon que, a diferencia del censo, el depósito irregular no podía ser gravado porque no era un contrato de compraventa. Explicaron que, cuando un mercader utilizaba el depósito era lícito el cobro del premio del 5% porque hacían fructífero el dinero de los sujetos que no podían negociar por ser eclesiásticos o porque no lo acostumbraban; mientras que el almacenero que usaba el metálico para contratar “percibe los intereses que pacta por el justificadísimo título de logro cesante”. En el caso de las capellanías y obras pías, con los réditos de los depósitos “se proporcionan los alimentos de los eclesiásticos, se cumple la voluntad de los testadores, se casan las huérfanas, se sostienen las viudas y los menores y, en una palabra, se ponen en ejecución muchas obras del agrado de Dios, y del culto y veneración de su Santo Nombre”. Asimismo, advirtieron que, si se gravaran los depósitos con la alcabala,

no habrá quien saque dinero a réditos para habilitar las futuras ferias y, por consiguiente, se demorarán los retornos de las flotas con unos gastos y perjuicios inmensos, y se verificará el atraso de que todos los caudales de eclesiásticos y cofradías que viniendo a manos de legos habilitan el comercio, y la paga de derechos reales, quedarán perniciosamente ociosos, sin fructificar a sus dueños, ni pagar al Rey N. S. los derechos que causan.38

Ante las sólidas razones y advertencias que presentó el poderoso cuerpo mercantil, que fue respaldado por el arzobispo y el cabildo eclesiástico de México, el virrey marqués de Croix, con dictamen del oidor de la audiencia, suspendió la provisión dictada por Gálvez. La determinación del virrey fue ratificada por la corona. En dicha decisión también pudo haber influido, la grave enfermedad que entonces padeció José de Gálvez, la cual degeneró en la locura y lo obligó a retornar a la Metrópoli en noviembre de 1771. Más adelante Gálvez trató sin éxito de revertir dicha decisión.39 En el IV Concilio Provincial Mexicano de 1771, se examinó en profundidad el depósito irregular y, para seguridad de las conciencias, se aprobó su empleo “sin riesgo de pecado y sin el peligro de contraer la fea mancha de la usura”.40

CONCLUSIONES

En Nueva España la oligarquía de almaceneros del Consulado de México controló los principales circuitos comerciales por el dominio que ejerció sobre el circulante y el crédito. Estos actores económicos concentraban la plata para comprar al contado las mercancías procedentes del exterior y negociar por adelantado la adquisición de los géneros orientales, el cacao y otros bienes de alta comercialización, lo que les generaba altos rendimientos. Cuando realizaban estas últimas negociaciones imponían elevadas tasas de interés justificadas por los riesgos y peligros que se corrían en el tráfico marítimo. Con el propósito de aprovechar las coyunturas favorables para el comercio, como las que se presentaban durante las guerras, dichos actores económicos conseguían de sus familiares y de sus pares préstamos por cuantiosos montos a réditos muy moderados. En el caso de los almaceneros de origen vizcaíno pertenecientes al clan de los Yraeta, Ycaza e Yturbe, constatamos cómo la cohesión y solidaridad familiar posibilitó que se otorgaran cuantiosos préstamos sin la necesidad de presentar garantías. Habría que investigar en qué otras familias de mercaderes se dieron este tipo de prácticas y de qué naciones eran originarios.

En el Antiguo Régimen había una estrecha articulación entre la religión y la economía, lo que explica que los miembros del consulado de México hayan establecido capellanías con propósitos espirituales, para garantizar la reproducción familiar y generar fuentes de financiamiento para sus redes de negocios. A través de las fundaciones de misas, los almaceneros aliviaron sus preocupaciones escatológicas, dieron a sus parientes y entenados carreras religiosas, estrecharon sus vínculos con la jerarquía eclesiástica y otorgaron préstamos a sus allegados. Los grandes mercaderes articulaban sus redes de crédito a través de alianzas fundadas por vínculos tradicionales, como el parentesco, el paisanaje y el compadrazgo, los cuales se basaban en la confianza. Todo parece indicar que, conforme avanzó el siglo XVIII, los almaceneros fundaron un mayor número de capellanías para financiar los negocios de sus parientes y aliados, en particular de los más jóvenes que iniciaban sus carreras. En esta forma promovieron los negocios de quienes constituían el núcleo de sus redes y favorecieron la consolidación social y económica de dichas tramas de negocios.

En el caso de los mercaderes, comprobamos que, en el transcurso del siglo XVIII, el censo consignativo fue sustituido de manera progresiva por el depósito irregular. Suponemos que este fenómeno fue consecuencia, tanto del desarrollo creciente de la actividad mercantil, que disminuyo la presión de las autoridades eclesiásticas sobre la usura, como del fortalecimiento de la confianza en las redes comerciales. Consideramos que la inversión de los caudales dotales mediante el uso del depósito irregular, que permitía respaldar los préstamos mediante fiadores, constituye una muestra de que hubo mayor confianza entre los diversos grupos de mercaderes. Es posible que esto se debiera a que había mayor conocimiento de las fortunas de los garantes. Además, dicho contrato permitía acelerar la circulación del dinero crediticio.

Por otra parte, la alianza que había entre el Consulado y el Arzobispado de México se puso de manifiesto mediante el dictamen del juez de capellanías, que demostró con diversos argumentos que el depósito irregular no era usurario, así como por el apoyo que el arzobispo y el cabildo eclesiástico brindaron al cuerpo mercantil cuando se resistió a que dicho contrato fuera gravado con el derecho de alcabala. A pesar de la lealtad que las autoridades eclesiásticas y la oligarquía mercantil tenían a la Monarquía, se resistieron a aceptar la imposición de gravámenes a sus capitales. Este hecho constituyó un triunfo de los poderes corporativos de la ciudad de México en contra del reformismo borbónico que se esforzaba por extraer mayores excedentes de Nueva España. A fines del siglo XVIII, la creciente carga fiscal, unida a la continua extracción de recursos para sostener el comercio con la metrópoli, hizo que la búsqueda de una mayor rentabilidad del capital encontrara en el depósito irregular una estrategia adecuada para financiar sus negocios.

  • 1
    Acerca del estudio sobre la relación entre la escasez de circulante y el crédito en la economía de Brasil durante el periodo colonial: ALVES, 2020.
  • 2
    Dichos mercaderes también fundaban obras piadosas para sostener el culto católico y dar apoyo a las huerfanas de su mismo origen a través de las cofradías más prestigiosas, cuyos fondos dotales se utilizaban para dar financiamiento a los grandes productores agropecuarios y a otros comerciantes (VALLE PAVÓN, 2014, p. 565-598).
  • 3
    Los grandes mercaderes de la Nueva Granada y Buenos Aires también recibían dinero a réditos de particulares (TORRES MORENO, 2014, p.14; SOCOLOW, 1991).
  • 4
    REAL ACADEMIA DE LA HISTORIA (RAH), Madrid. Representación del Fiscal de México en 1777 sobre la licitud del depósito irregular. Manuscritos sobre América, t. V.
  • 5
    Véase como ejemplo: ARCHIVO GENERAL DE NOTARÍAS DE LA CIUDAD DE MÉXICO (AGNCM). POZO, Juan Manuel (notario 522). Obligación,18 dic. 1787. v. 3486.
  • 6
    Sobre los préstamos solicitados para participar en la feria de Jalapa, véase: BORCHART DE MORENO, 1984, p. 68-69.
  • 7
    De acuerdo con los cálculos realizados en 1791, el producto de las alcabalas del conjunto de Nueva España había aumentado 53.1% en los catorce años de comercio libre, respecto los catorce que le precedieron. En cambio, en la capital, en los doce años de comercio libre (1779 a 1990), únicamente se había incrementado en 1.5% con respecto al mismo periodo anterior. “Informe reservado del oidor oidor de la Audiencia de México, don Eusebio Ventura Beleña al excelentísimo señor virrey de Nueva España, conde de Revillagigedo, sobre el actual estado del comercio del mismo reino (1791)” (CASTILLO; FLORESCANO, 1975, p. 204-205).
  • 8
    ARCHIVO GENERAL DE LA NACIÓN (AGN), ARCHIVO HISTÓRICO DE HACIENDA (AHH), Ciudad de México. Consulta del virrey Revillagigedo a doce mercaderes sobre la situación del comercio, 1791. Consulados, v. 123.
  • 9
    AGNCM. JARABA, Ignacio (notario 328). Manuel Rodríguez de Pedroso, préstamo a riesgo de mar, México, 14 oct. 1747. v. 2203
  • 10
    “Informe reservado de don Tomás Murphy, dirigido al Virrey, sobre el estado que guarda el comercio de la Nueva España (1793)” (CASTILLO; FLORESCANO, 1975, p. 388).
  • 11
    En una escritura de obligación por 62.049 pesos para adquirir bienes orientales se registró la imposición de un premio del 32%. AGNCM. POZO, Juan Manuel (notario 522). Escritura de obligación, México, 19 abr. 1797. v. 3496. Kikza (1986, p. 84) encontró que en los préstamos a los comerciantes de Filipinas la tasa de interés podía ascender al 30%.
  • 12
    AGNCM. JARABA, Ignacio (notário 328). Manuel Rodríguez de Pedroso préstamo a riesgo, México, 14 oct. 1747. v. 2203.
  • 13
    AGNCM. LEÓN, Diego Jacinto de (notario 350). Obligación de pago, México, 7 dic. 1781. v. 2309.
  • 14
    ARCHIVO JOSÉ MARIA BASAGOITI (AJMB), Ciudad de México. Codicilo del capitán Juan Urrutia Lezama, 29 ago. 1696. Est. 2, t. III, v. 4.
  • 15
    En su estudio de las capellanías, Wobeser concluyó que un escaso número de comerciantes las erigía porque preferían invertir sus capitales en los negocios, en los cuales sus hijos tenían un futuro seguro, “por lo que no era necesario dotarlos de rentas” (WOBESER, 2005, p. 68).
  • 16
    AJMB, Ciudad de México. Capellanías fundadas por María Ana de Arizábalo, México, 15 y 16 feb. 1791 Est. 2, t. V, v. 7.
  • 17
    Como ejemplo tenemos las capellanías que fundaron los mercaderes el Francisco de Echeveste en 1746 y Antonio del Villar y Lanzagorta en 1752. AJMB, Ciudad de México. Est. II, t. V, v. 7.
  • 18
    Los fundadores podían nombrar capellanes a menores de edad con el propósito de favorecerlos con la renta y la esperanza de que profesaran como sacerdotes, mientras el capellán propietario crecía sus padres o tutores designaban un sacerdote para que oficiara las misas establecidas a cambio del estipendio o “pitanza” establecida. (VALLE PAVÓN, 2020).
  • 19
    AGNCM. BURILLO, José Antonio (notario 84). Testamento de Isidro Antonio de Ycaza, 9 dic. 1793. v. 540.
  • 20
    AGN. Capellanía de José de Ceballos con 4,000 pesos, México, 15 jul. 1783. Instituciones Coloniales, Bienes Nacionales, cj. 1841, exp. 3.
  • 21
    AGN, AHH, Ciudad de México. Consulado año de 1770. Expediente sobre la nueva providencia tomada por el Ilmo. Sr. Visitador General D. Joseph de Gálvez, para que se cobre el derecho de alcabala de los depósitos irregulares. Cj. 502, exp. 35, f. 10.
  • 22
    AGNCM. LEÓN, Diego Jacinto de (notário 350). Escritura de fundación de capellanía hecha por José y Servando Gómez de la Cortina y Agustín del Corral, como albaceas de Alberto Rodríguez de Cosgaya, México, 17 feb. 1778. v. 2306.
  • 23
    RAH, Madrid. Representación del Fiscal de México en 1777 sobre la licitud del depósito irregular. Manuscritos sobre América, t. V, f. 145.
  • 24
    Entre 1691 y 1706 dicha cofradía otorgó los fondos de cuatro capellanías y dos obras pías a los mercaderes de plata Domingo Larrea y Lucas de Careaga. AGNCM. MORANTES, Baltazar (notario 379). Indiferente Virreinal, Cofradías y Archicofradías, 1686. v. 2522; AGN, Ciudad de México. Expediente sobre el pago de réditos de la capellanía fundada por Juan de Urrutia Lezama por sus albaceas, México, 14 jul. y 22 ago. 1772. Exp. 2; AJMB, Ciudad de México. Título, fecha. Est. 2, t. III, v. 4.
  • 25
    AGNCM. MORANTES, Baltazar (notario 379). Depósito, México, 23 abr. 1691 v. 2522.
  • 26
    AGNCM. MORANTES, Baltazar (notário 379). Depósito, México, 12 abr.1691. v. 2514.
  • 27
    El almacenero estableció que cuando éste muriera dicho bachiller, la capellanía y su fondo pasaran a la jurisdicción eclesiástica. AJMB, Ciudad de México. Capellanía Francisco de Echeveste, 1756. Est. II, t. III, v. 4, f. 1-22v.
  • 28
    AGN, AHH, Ciudad de México. Expediente sobre la nueva providencia tomada por el Visitador General D. Joseph de Gálvez para que se cobre el derecho de alcabala de los depósitos irregulares. Cj. 502, exp. 35.
  • 29
    En la década de 1740, en la mayoría de los conventos del monjas de ciudad de México, que préstaban sus caudales a réditos, el empleo de depósito superaba al censo (LAVRIN, 1996, p. 195-204; 1985, p. 5-6).
  • 30
    AJMB, Ciudad de México. Capellanía de Don Sebastián de Ainziburu y Arechaga, 1747. Est. II, t. V, v. 7.
  • 31
    AJMB, Ciudad de México. Capellanía de Don Francisco de Echeveste fundada por Don Manuel de Aldaco, 1766. Est. 2, t. III, v. 4, f. 224-233.
  • 32
    AJMB, Ciudad de México. Fundación de seis capellanias de Juan José Aldaco y Fagoaga, 1773. Est. 4, t.V, v. 1.
  • 33
    AJMB, Ciudad de México. Capellanía fundada por Antonio de Villar Lanzagorta, albacea de Doña Bárbara de Santibáñez, su mujer, 1752. Est. II, t. V, v. 7.
  • 34
    AGNCM. ARROYO, Juan Antonio (notario 19). Poder, 6 abr. 1750. v. 147.
  • 35
    AJMB, Ciudad de México. Capellanía fundada por Antonio de Villar Lanzagorta, albacea de Doña Bárbara de Santibáñez, su mujer, 1752. Est. II, t. V, v. 7.
  • 36
    AJMB, Ciudad de México. Fundación de capellanía del general Francisco de Echeveste por sus albaceas, 1773. Est. II, t. V, v. 7.
  • 37
    Dicha orden se hizo extensiva a los depósitos que se habían otorgado con anterioridad, la alcabala se cobraría cuando se vendieran las propiedades hipotecadas, y los que se habían garantizado con fiadores, cuando se devolviera la suma depositada.
  • 38
    AGN, AHH, Ciudad de México. Consulado año de 1770. Expediente sobre la nueva providencia tomada por el Visitador General D. Joseph de Gálvez para que se cobre el derecho de alcabala de los depósitos irregulares, 1770. Cj. 502, exp. 35. En la Junta de comercio y los manuales mercantiles que se publicaron en Brasil a fines del siglo XVIII también se presentaron los argumentos por los que el “lucro cesante” y el “daño emergente” justificaban el cobro de intereses (CHAVES, 2001, p. 132-133).
  • 39
    RAH, Madrid. Representación del Fiscal de México en 1777 sobre la licitud del depósito irregular, 1777. Manuscritos sobre América, t. V, f. 111-156. Sobre el padecimiento de Gálvez y sus consecuencias políticas, RÍO, 2000, p. 111-138.
  • 40
    RAH, Madrid. Representación del Fiscal de México en 1777 sobre la licitud del depósito irregular, 1777. Manuscritos sobre América, t. V, f. 111-156.

AGRADECIMIENTOS

Agradezco a Luis Gerardo Morales, a Antonio Ibarra y a los dictaminadores anónimos del artículo por las valiosas críticas y sugerencias que me permitieron mejorarlo.

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Fechas de Publicación

  • Publicación en esta colección
    09 Oct 2020
  • Fecha del número
    Sep-Dec 2020

Histórico

  • Recibido
    02 Mayo 2020
  • Revisado
    06 Jul 2020
  • Acepto
    10 Ago 2020
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