Open-access Economía, política y salud pública en el México porfiriano (1876-1910)

Economics, politics, and public health in Porfirian Mexico (1876-1910)

Resúmenes

Este trabajo aborda el nacimiento de la salud pública moderna en México durante el gobierno de Porfirio Díaz (1876-1910) y examina los elementos científicos, políticos y económicos que lo hicieron posible: en primer término, la recepción por parte de los médicos mexicanos de los descubrimientos de la microbiología, la inmunología y la epidemiología; en segundo lugar, la concentración creciente del poder del Estado en asuntos sanitarios que fue paralela a su concentración de poder político disciplinador y permitió poner los nuevos conocimientos al servicio de la prevención de los problemas colectivos de salud; finalmente, la necesidad del imperialismo y la elite porfiriana de proteger sus intereses comerciales. El artículo hace un balance de los alcances y limitaciones de la salud pública del porfiriato, la cual se vio interrumpida de manera abrupta por la revolución iniciada en 1910.

salud pública; México; porfiriato; campañas; economía


The article examines the scientific, political, and economic elements that permitted the birth of modern public health in Mexico under the Porfirio Díaz administration (1876-1910). Firstly, a portion of Mexican physicians were open to the discoveries of microbiology, immunology, and epidemiology. Secondly, the State's growing concentration of power in public health matters ran parallel to its concentration of disciplinary political power and enabled this new knowledge to be placed at the service of collective health problem prevention. Lastly, both imperialism and the Porfirian elite needed to protect their business interests. The article evaluates public health achievements and limitations during the Porfirian period, abruptly interrupted by the revolution begun in 1910.

public health; Mexico; Porfirian period; campaigns; economics


ANÁLISE

Economía, política y salud pública en el México porfiriano (1876-1910)

Economics, politics, and public health in Porfirian Mexico (1876-1910)

Ana María Carrillo

Departamento de Salud Pública, Facultad de Medicina, UNAM - Edificio B, 6º piso — Ciudad Universitaria - CP 04510 México D. F. - farga@servidor.unam.mx

RESUMEN

Este trabajo aborda el nacimiento de la salud pública moderna en México durante el gobierno de Porfirio Díaz (1876-1910) y examina los elementos científicos, políticos y económicos que lo hicieron posible: en primer término, la recepción por parte de los médicos mexicanos de los descubrimientos de la microbiología, la inmunología y la epidemiología; en segundo lugar, la concentración creciente del poder del Estado en asuntos sanitarios que fue paralela a su concentración de poder político disciplinador y permitió poner los nuevos conocimientos al servicio de la prevención de los problemas colectivos de salud; finalmente, la necesidad del imperialismo y la elite porfiriana de proteger sus intereses comerciales. El artículo hace un balance de los alcances y limitaciones de la salud pública del porfiriato, la cual se vio interrumpida de manera abrupta por la revolución iniciada en 1910.

Palabras claves: salud pública, México, porfiriato, campañas, economía.

ABSTRACT

The article examines the scientific, political, and economic elements that permitted the birth of modern public health in Mexico under the Porfirio Díaz administration (1876-1910). Firstly, a portion of Mexican physicians were open to the discoveries of microbiology, immunology, and epidemiology. Secondly, the State's growing concentration of power in public health matters ran parallel to its concentration of disciplinary political power and enabled this new knowledge to be placed at the service of collective health problem prevention. Lastly, both imperialism and the Porfirian elite needed to protect their business interests. The article evaluates public health achievements and limitations during the Porfirian period, abruptly interrupted by the revolution begun in 1910.

Keywords: public health, Mexico, Porfirian period, campaigns, economics.

Introducción

La burocracia sanitaria y el reglamentarismo

El nacimiento de la salud pública moderna en México ocurrió durante las últimas décadas del siglo XIX y la primera del siglo XX. Desde luego, en el actual territorio mexicano hubo acciones de higiene pública desde la época prehispánica, y luego, en los periodos Colonial (1521-1821), del México Independiente (1821-67) y de la República Restaurada (1867-76). Pero el paso del sanitarismo a la salud pública tuvo lugar durante el gobierno de Porfirio Díaz (1876-1910), conocido como porfiriato.

En el presente artículo — el cual es parte de un trabajo más amplio sobre los saberes médicos y la salud pública en el porfiriato — trataré de mostrar que dicha transición fue posible porque durante esos 34 años se conjuntaron varios elementos científicos, políticos y económicos. En primer lugar, la recepción que los médicos mexicanos hicieron de los descubrimientos de la microbiología — que identificó al agente etiológico de muchas enfermedades —, de la inmunología — que las enfrentó con sueros y vacunas — y de la epidemiología — que explicó la forma en que algunas de ellas se propagaban. En segundo término, el proceso de concentración creciente del poder del Estado en asuntos sanitarios, el cual fue paralelo a su concentración de poder político disciplinador, y permitió poner los nuevos conocimientos al servicio de la prevención de los problemas colectivos de salud. Finalmente, la necesidad del imperialismo europeo y estadounidense y de la elite porfiriana de proteger sus intereses comerciales. Abordaré sólo tangencialmente otros factores ideológicos, culturales y sociales, también entrelazados con la salud pública.

A comienzos del porfiriato y desde 1841, la máxima autoridad sanitaria era el Consejo Superior de Salubridad. Originalmente, el Consejo tenía jurisdicción únicamente en el Distrito Federal, su presupuesto era insuficiente y contaba sólo con seis miembros.1 Sin embargo, esa situación iba a cambiar durante los siguientes años, particularmente de 1885 a 1914, periodo en que el organismo fue dirigido por Eduardo Liceaga, en opinión de Chávez (1987), el más grande higienista que ha tenido México.

En 1882, el Consejo Superior de Salubridad elaboró un dictamen sobre la higiene pública en el país. En ese dictamen, aseguraba que varios de los estados de la república carecían de juntas de sanidad, y donde las había, éstas no funcionaban de manera regular, además de que no había solidaridad entre las diferentes regiones del país en materia de higiene pública, "punto acaso el más importante para la prosperidad de un pueblo".2 Desde el punto de vista político, todos los estados se regían por la Constitución Federal de 1857 que servía de base a la particular de cada uno de ellos. En cambio, en el ramo de la higiene pública no sólo faltaban las bases generales, sino que no existía relación entre las diversas juntas de salubridad; de hecho, el Consejo Superior de Salubridad no tenía siquiera noticia precisa de los estados en los que había juntas de este tipo.

En el dictamen, el organismo sanitario propuso la constitución de un Consejo Nacional de Salubridad Pública con facultades ejecutivas, el cual debería concentrar las estadísticas de morbilidad y mortalidad y fungir como un cuerpo consultivo general en materia de salubridad, encargarse de todo lo relativo a la policía sanitaria marítima, convocar a congresos nacionales de higiene y formar, con la participación de todos los estados, la legislación sanitaria de la república.

Aunque este dictamen no pudo ponerse en práctica de manera inmediata, fue fundamental. Por un lado, porque delineó la forma en que el Estado porfirista se organizaría más tarde, estructural e ideológicamente, para enfrentar los problemas colectivos de salud. Por el otro, porque señaló la intención de la práctica médica de desplazarse del espacio político para articularse con el proceso de producción económica: se aseguraba en él que ante la multiplicación de vías férreas y comunicaciones telegráficas, y el desarrollo de la agricultura y el comercio, era indispensable lograr el mejoramiento de las condiciones sanitarias y la solidaridad de todo el país en materia de higiene pública; con higiene pública, enfatizaba, se lograría el aumento de la población y el vigor y la aptitud para el trabajo.3

La transición al capitalismo en México se dio durante todo el siglo XIX, pero avanzó de manera notable con Porfirio Díaz, sobre todo a partir de 1888 cuando México, con el reinicio del pago de su deuda externa, volvió de lleno al orden internacional (González, 1977). Sin embargo, la modernización se restringió a la capital de la república y a las zonas del país que eran proveedoras de productos agrícolas y de metales, ya fuera preciosos o empleados en la industria. Estas zonas fueron: la Ciudad de México que, a más de ser el centro político y económico de la región, se consolidó como la más importante aglomeración del país y el entronque de las vías de comunicación; el golfo de México, cuyo desarrollo fue impulsado por el puerto de Veracruz — el de mayor tránsito en la república —, y por la península de Yucatán que prosperó en el porfiriato por el valor creciente que tuvo el henequén en el comercio internacional. Otras zonas importantes fueron los puertos de Coatzacoalcos en el Golfo y Acapulco, Salina Cruz y Mazatlán en el Pacífico; la población de Cananea en Sonora, en la que hubo un resurgimiento de la minería, y ciudades del norte del país y de la región de istmo de Tehuantepec que se desarrollaron coincidiendo con ramales ferroviarios (Hermosillo Adams, 1988; Valadés, 1987; Menéndez, 1981; González Navarro, 1970).

Los 19.360 kilómetros de rieles que se agregaron durante la dictadura porfirista a los 640 dejados por los gobiernos anteriores vincularon al centro con los puertos exportadores y con Estados Unidos. Este desarrollo de comunicaciones, unido al crecimiento de ciudades estratégicas en la prestación de servicios para áreas mineras o agrícolas de peso y a la supresión de alcabalas en 1896, permitió la integración — si bien no total — de los mercados locales al de México, y de éste al mercado mundial (González, 1977).

Precisamente por la importancia estratégica de estas regiones, en ellas se impusieron medidas de saneamiento. Uno de los principales objetivos de dichas medidas era evitar las amenazas que las epidemias y endemias significaban para la reproducción de la fuerza de trabajo en haciendas y minas, y para el comercio en puertos y fronteras, en una época en que México y otros países latinoamericanos incrementaban sus exportaciones de acuerdo con el papel que les había sido asignado durante la llamada segunda revolución industrial (García, 1981).

El gobierno de México recibió préstamos para las obras sanitarias de mayor envergadura (como las realizadas en la capital de la república y el puerto de Veracruz) por parte de empresarios de los Estados Unidos (Liceaga, 1949) y de algunos países europeos con intereses económicos en ellos, como Gran Bretaña y Francia (Connolly, 1997). La imposición del saneamiento no fue fácil porque la República mexicana estaba organizada dentro del régimen federal de la Constitución de 1857, en la cual no se consignaba precepto alguno que hablase de facultades del poder federal para ocuparse de las cuestiones higiénicas, ni del Congreso para legislar sobre asuntos sanitarios (Gamboa, 1892). Pero, finalmente fue posible por la existencia de una burocracia sanitaria creciente que demandó que cada individuo o estado sacrificase un poco de su propia libertad en beneficio de toda la nación.

En 1891, fue promulgado el primer Código Sanitario,4 reformado en 1894 y 1902. Dicho Código dio al Estado porfiriano poder para penetrar en todos los espacios con la finalidad de vigilar la higiene privada y pública,5 así como para actuar en puertos y fronteras, los cuales — decía el doctor Liceaga — no pertenecían al estado en que se encontraban sino a la federación, y del mismo modo que ésta respondía ante un ataque militar, debía hacerlo ante las epidemias que causaban más muertes que la guerra (Liceaga, 1960).

En el II Congreso Médico Mexicano, realizado en San Luis Potosí, en 1894, Liceaga propuso la formación de una gran comisión de higiene para unificar las leyes sanitarias en toda la república.6 Si bien esta propuesta no llegó a concretarse, varios estados de la república (como Michoacán, Yucatán, Jalisco y Nuevo León) promulgaron códigos sanitarios prácticamente calcados del federal, y con esas disposiciones legislativas, la burocracia sanitaria mexicana organizó las primeras campañas de salud pública basadas en la bacteriología y la medicina tropical.

Una de las primeras tareas del Estado porfiriano fue hacer un diagnóstico de salud de cada región de México para estructurar una política sanitaria común para todo el país.

La estratégica geografía médica

Durante el porfiriato, la población mexicana sufrió epidemias graves de viruela, sarampión, tos ferina, escarlatina, peste, cólera e influenza; y endemias, como el paludismo que ejercía sus estragos en las regiones de clima tropical; la fiebre amarilla presente en las costas, sobre todo en las del golfo, pero en ocasiones también en las del Pacífico, y el tifo exantemático que afectaba al valle de México. También endémicas en todo el país fueron la tuberculosis, la diarrea, la enteritis, la neumonía y la bronquitis. Todos estos males se vieron agravados por el hambre y el alcoholismo, endémicos ellos mismos (Bustamante, 1982).

A finales de los años 1880, el gobierno federal envió a todas las municipalidades del territorio, un cuestionario en el que, entre otras cosas, les pedía información sobre las enfermedades que padecían y la mortalidad que éstas causaban. Cerca de dos terceras partes de las municipalidades del país contestaron, y a partir de esas respuestas, Domingo Orvañanos (1889), médico del Consejo de Salubridad y profesor de la Escuela Nacional de Medicina, escribió un ensayo de geografía médica y climatología.

Orvañanos hizo en su obra propuestas tras las cuales estaba la idea de que ante la enfermedad hay responsabilidad individual y social. Sugirió, así, censar a los enfermos de lepra, castigando la ocultación de los enfermos con penas severas; obligar a los enfermos de mal de pinto a someterse al tratamiento conveniente e impedir la comunicación íntima de los individuos enfermos con los que no lo estaban; realizar visitas médicas domiciliarias a las familias pobres o de poca ilustración que no solían ocurrir a un médico, para averiguar si había entre ellas enfermos de cólera; vacunar contra la viruela por persuasión o por fuerza; aislar a los enfermos de fiebre amarilla y de tifo; vigilar la observancia de los preceptos de la higiene privada por parte de la población, así como prohibir las honras fúnebres en presencia de cadáveres de personas muertas por enfermedades contagiosas.

Pero también aconsejó medidas de higiene pública, tales como desinfectar las habitaciones en donde hubiera habido enfermos de fiebre amarilla, viruela o tifo; desazolvar atarjeas a lo largo de los caminos de obras de ferrocarril, cuya construcción era seguida por las calenturas intermitentes; canalizar aguas de desecho y cambiar la distribución de agua por medio de cubos, por otra, a través de cañerías cerradas; desecar pantanos, plantar arboledas y abastecer a las poblaciones de agua potable (ídem). La geografía médica se puso, de esta manera, al servicio de la higiene privada y pública y fue empleada para justificar la intervención médica con apoyo estatal ante las epidemias o las endemias.

Hubo también una corriente higienista y de geografía médica entre los médicos militares (Meiners, 1990). En 1891, el general Alberto Escobar, director del Hospital Militar de Instrucción, propuso a la Secretaría de Guerra que dirigiera un cuestionario a los médicos militares para preparar, con base en sus respuestas, la Carta Geográfica Médico-Militar, de la que se carecía en México, la cual, aseguraba, era un asunto de estrategia militar.7

El cuestionario fue enviado, en efecto, a los médicos militares y con los resultados, el Estado Mayor publicó en 1907 un ensayo de geografía médico-militar (Escobar, 1907) que identificó a las enfermedades propias de cada lugar y su etiología conocida o probable. La geografía proporcionó información acerca de las zonas insalubres, dio elementos a los médicos militares para aconsejar a los generales sobre cuáles eran los lugares menos peligrosos para acampar, qué poblaciones era conveniente evitar y qué precauciones debían tomar los soldados para disminuir el número de bajas por enfermedad. La geografía médica militar consignó también datos relativos a los recursos humanos y materiales con que podía contarse en cada población para atender a los enfermos y heridos.

Con la geografía médica, se buscaba lograr el ideal dieciochesco de contar con trabajadores y soldados fuertes y sanos, y uno de los primeros pasos para alcanzarlo fue la extensión de la vacunación antivariolosa.

"El precioso preservativo": la campaña antivariolosa

Aunque la vacuna, descubierta por Jenner, había sido formalmente introducida al territorio de la entonces Nueva España desde 1804 (Fernández del Castillo, 1996), a finales del siglo XIX, la viruela era endémica en todos los estados y hubo en el porfiriato numerosas epidemias.

Las epidemias de viruela significaban pérdidas económicas y en vidas humanas: la de 1889, por ejemplo, afectó a todo el país, se prolongó durante más de un año y causó cerca de cuarenta mil muertes.8 También implicaban obstáculos para el comercio internacional, fuera por medidas tomadas por México para proteger sus fronteras (Dublán et al., 1910, p. 168) o por medidas impuestas a México por otros países.9

En la campaña antivariolosa, como después en el resto de campañas sanitarias, el Estado recurrió al convencimiento: impartió la vacuna gratuitamente a quienes no tenían medios para pagarla,10 gratificó a las madres de niños vacunados que los presentaban cuando tenían buenos granos de vacunas,11 creó la vacuna ambulante12 y aprovechó los días de mercado y de pago para conseguir que el mayor número de personas se vacunara.13 Otros métodos de convencimiento fueron la propaganda activa en la prensa, así como la utilización de escuelas y parroquias como centros de vacunación para vencer la resistencia de las madres a vacunar a sus hijos en las estaciones de policía.14

Pero cuando el convencimiento no dio resultado, la burocracia sanitaria intentó forzar a los padres a vacunar o revacunar a sus hijos. Para finales del periodo de estudio, la vacuna era obligatoria en muchas entidades de la república. Para que la ley se cumpliera, se emplearon numerosas estrategias: la omisión del deber de vacunar a los hijos o dependientes, o de llevarlos a los ocho días para saber si la vacuna les "había prendido", se castigaba con multas y hasta con la prisión. La ley no obligaba sólo a los padres o tutores: los directores de los planteles de enseñanza — públicos o privados —, los maestros de talleres, los dueños de fábricas y casas de comercio, los propietarios de haciendas o rancherías, así como los jefes militares estaban también obligados a cumplir o exigir que se cumplieran las disposiciones relativas a vacunación y revacunación (Consejo Superior de Salubridad, 1910).15 La viruela estaba dentro de las enfermedades que las personas que ejercían la medicina estaban obligadas a reportar a las autoridades sanitarias; el certificado de vacunación era requisito para admitir a los niños en la mayoría de las escuelas del país,16 y en época de epidemias, los agentes sanitarios buscaban en los lugares públicos e incluso en las casas a quienes no tenían huellas de haber sido vacunados y los vacunaban aun contra su voluntad; contaban para ello con el auxilio de la policía.17

La oposición de la población a la vacunación llegaba a superar a las medidas coercitivas; tal fue el caso de Oaxaca, donde en 1903 la vacuna se hizo obligatoria, pero la rebeldía popular obligó a suspender la actividad en 1908 (Gobierno del Estado de Oaxaca, 1993).

Las epidemias de viruela llegaban a durar cuatro meses o más; en ocasiones la letalidad por ellas era altísima y sus secuelas, terribles, pero cerca de cincuenta epidemias de viruela en el siglo XIX habían enseñado a la población a convivir con ella (Bustamante, 1977). No causaba el pánico que sí iba a provocar el solo nombre de la peste.

El acordonamiento de la peste

En 1902, la peste bubónica atacó al entonces territorio de Baja California y al puerto de Mazatlán, al parecer procedente de San Francisco. Mazatlán era entonces el principal puerto del estado de Sinaloa y el que representaba la más importante fuente de ingresos para el erario del estado. De 1877 a 1902, el valor de las exportaciones en el puerto había aumentado en 120%. De Mazatlán salían a puertos extranjeros metales preciosos, azúcar, tabaco labrado, mantas y jabón. En barcos extranjeros llegaban textiles, vinos, loza, papel, abarrotes, maquinaria y material ferroviario.18 Veinte años antes, una epidemia de fiebre amarilla había cegado el intercambio comercial del puerto; no fue casual que los grandes comerciantes de la región participaron activamente en el combate a la enfermedad.

En esa época, el bacilo pestoso, Yersinia pestis, había sido identificado por Yersin y Kitasato, y Pinard había demostrado que la trasmisión de la enfermedad se efectuaba principalmente a través de la pulga de la rata. Con esos conocimientos, los médicos mexicanos pudieron diagnosticar la enfermedad. En el momento que se comprobó bacteriológicamente la existencia de la peste en México, las autoridades políticas de Sinaloa dieron poder al Consejo de Salubridad para organizar una enérgica campaña capaz de cercar a la enfermedad (Liceaga, 1903).

En las poblaciones atacadas y en los distritos vecinos, las autoridades sanitarias vacunaron por voluntad o por fuerza con vacunas de Haffkine y Besredka; levantaron estaciones de observación con el fin de que quienes salieran de ellas no fueran vehículos de contagio y expidieron certificados a quienes estaban sanos y deseaban emigrar de la ciudad, por vía marítima o terrestre.19 Organizaron brigadas que buscaban, casa por casa, a los enfermos que pudieran ocultarse. Aislaron de manera rigurosísima a los enfermos, en el caso de la oligarquía, en sus casas y en el caso del pueblo, en lazaretos construidos con ese fin,20 a los que popularmente se consideraba la "mayor de todas las abominaciones".21 Incineraron casas, exterminaron a insectos y roedores y aplicaron las máximas penas posibles a los médicos — diplomados o indígenas — que no declaraban la existencia de un enfermo.22 Finalmente, establecieron alrededor de las zonas invadidas por la epidemia, un cordón sanitario que significó la clausura del tráfico, marítimo y terrestre, y provocó una escasez general de alimentos.23

Tratando de huir de la enfermedad y, al mismo tiempo, de las rigurosas medidas sanitarias, como Marcos Cueto (1991) relata para otras latitudes, la población huyó en masa de las zonas afectadas.24 Con el fin de evitar el secuestro de sus familiares por parte de las autoridades sanitarias, los pobladores ocultaban a los enfermos,25 exponiéndose a ser arrestados.26 Más tarde, acorralados entre sus casas incendiadas y el ejército que les impedía la salida de sus pueblos, o ciudades, en más de una ocasión se rebelaron, pero fueron reprimidos.27

El enterramiento de cadáveres de "epidemiados" se hizo en lugares especiales, se prohibieron los velorios y se promovió la incineración de los muertos. Según los datos oficiales, sólo en Mazatlán hubo 529 muertos de 738 enfermos registrados (Fernández del Castillo, 1956), pero otras fuentes hablan de más de dos mil muertos; es decir, más de 10% de la población del puerto (Carvajal, 1903).

Después de seis meses, la epidemia fue vencida. En opinión de las autoridades sanitarias, gracias a que se dio al ejecutivo federal la delegación transitoria de facultades para actuar ante la epidemia, pudo evitarse que ésta se extendiese a todo el territorio o que se acantonase en algunas poblaciones.

Aunque sólo hubo una epidemia de peste en el porfiriato, la lucha que el Consejo Superior de Salubridad y las autoridades políticas y sanitarias, federales y locales, dieron para combatirla serviría de ejemplo para las campañas sanitarias posteriores; las primeras de ellas, las emprendidas contra la fiebre amarilla y el paludismo.

En defensa del comercio nacional e internacional: campañas contra la fiebre amarilla y el paludismo

La fiebre amarilla — conocida en México como vómito prieto — asoló durante siglos a las costas de México y era la enfermedad que más afectaba al comercio de este país con los Estados Unidos. Algunos estados de la Unión Americana imponían cuarentenas hasta de tres meses a los buques mexicanos a causa de la presencia de la enfermedad en sus costas. Las principales zonas endémicas eran Veracruz, Frontera y Progreso, todas en el golfo; pero, durante el porfiriato, la construcción de los ferrocarriles favoreció la llegada de la fiebre amarilla a lugares que antes le eran inaccesibles (Crispín Castellanos, 1995).

En 1903, comenzó la campaña contra la fiebre amarilla en los puertos o ciudades con mayor importancia económica. Dicha campaña estaba basada en la teoría de Carlos Finlay consistente en eliminar al agente de trasmisión de la enfermedad, el mosquito Aedes aegypti (entonces conocido como Stegomya fasciata),28 y en separar a los enfermos de los sanos (López Sánchez, 1987). Los mosquitos, considerados hasta entonces cuando mucho molestos, empezaron a ser vistos como el enemigo número uno: en la prensa política de la época pueden leerse textos como éste: "inhumanos guerreros, dotados de espadas ... . Siempre malos, siempre perversos, siempre dispuestos a ejercer sobre la humanidad sus instintos de fieras hambrientas." 29

El ejecutivo del estado de Veracruz fue el primero que autorizó al gobierno federal para dirigir la campaña (Viesca, 1993). Con financiamiento del uno y del otro, se hizo la provisión de agua potable, la pavimentación de toda la ciudad, la canalización de los terrenos donde había pantanos y el llenado de las oquedades del suelo donde se formaban depósitos de agua en los que las hembras del mosquito podían depositar sus larvas. Además, agentes sanitarios visitaban a los no inmunes para sorprender a los enfermos y aislarlos de inmediato.30

El presidente de la república defendió la nueva teoría en su informe presidencial de 1901. Aseguró que ésta hacía cambiar totalmente las ideas que se tenían acerca de los medios de trasmisión de la fiebre amarilla y señaló como una medida eficaz para oponerse al contagio, el evitar la picadura de algunos insectos. Llamó a las autoridades locales a poner en práctica las medidas oportunas en consonancia con la indicada teoría.31 En algunos estados, los gobernadores respondieron a ese llamado, tomando la palabra en conferencias públicas para dar a conocer "la teoría del único contagio por el piquete del mosquito".32

A la campaña se opusieron muchos pobladores, comerciantes e incluso médicos. Manuel Iglesias (1907), nada menos que el futuro delegado del Consejo Superior de Salubridad en Veracruz, de quien dependería desde 1905 la campaña contra la fiebre amarilla en ese estado, había puesto en duda no sólo que los mosquitos fueran los únicos medios de propagación de la fiebre amarilla, sino, incluso, que la enfermedad pudiese ser trasmitida por ellos. Reconocería después que el buen éxito de la campaña lo había hecho cambiar de opinión.

La oposición de la población y de los comerciantes no tuvo que ver con las teorías, sino con la manera en que las medidas sanitarias coartaban su libertad o limitaban sus derechos. Algunos comerciantes se resistían a la desinfección de los barcos que podía afectar sus mercancías. Muchos documentos y noticias periodísticas del periodo dan cuenta de las artimañas con que los pobladores trataban de evadir las medidas de aislamiento y de intromisión en sus hogares a las que denunciaban como allanamiento.

Sin embargo, con rigor creciente, dichas medidas se impusieron y lo cierto es que en Veracruz, por citar el ejemplo más representativo, en los diez años anteriores al inicio de la campaña, hubo 1.952 defunciones registradas por fiebre amarilla y en los diez posteriores, únicamente 218.33 Cuando la campaña empezó a mostrar sus efectos, los propios comerciantes y algunos pobladores solicitaron que no se interrumpiese el servicio sanitario.

Después de Veracruz, Yucatán solicitó la intervención del Consejo, a pesar de que el organismo no tenía jurisdicción en el estado. Igualmente, solicitaron la colaboración del gobierno federal en el combate local a la fiebre amarilla, Tampico, Campeche, Nuevo León, Tabasco, Oaxaca, Chiapas, Colima, Michoacán, Jalisco, Sinaloa y Sonora (Vargas Olvera, 1991; Consejo Superior de Salubridad, 1910).

La inspección no se limitó a los puertos. También en algunas haciendas se elaboraron padrones de no inmunes, empleando para ello las listas con que se entregaba la paga y agregando a los familiares; como en el caso de las ciudades, se vigilaba a los no inmunes diariamente y se les aislaba si tenían fiebre.34 Algo similar se hizo entre los obreros y empleados de ferrocarriles, practicándoles un reconocimiento cada día y utilizando la autoridad de la empresa para obligarlos a aceptar el aislamiento en caso de que tuvieran fiebre (Liceaga, 1905a).

A diferencia de lo que se hacía en otros países tropicales, en México se continuaba la campaña durante el invierno. En 1910, no se registró un solo caso de fiebre amarilla, por lo que la enfermedad pareció eliminada del territorio nacional (Bustamante, 1958). No había sucedido lo mismo con el paludismo (endémico y típicamente rural), que si bien estaba más extendido no tenía la misma importancia estratégica.

A principios del siglo XX, los médicos mexicanos habían hecho ya la recepción de los trabajos de Laveran, Manson y Ross. Para prevenir el paludismo, proponían medidas generales, como convertir al cultivo terrenos pantanosos y medidas individuales, como la higiene, el descanso y una alimentación sana y abundante (Monjarás, 1906). (Ya entonces las campañas sanitarias implicaban, a veces, ironías involuntarias.) También en el caso del paludismo, proponían secuestrar a los enfermos que presentaban formas perniciosas, en lazaretos creados para ese fin.35

Desde 1903, Eduardo Liceaga llamó a los hacendados y agricultores a luchar contra el paludismo, al que señaló como enemigo de la riqueza particular y de la riqueza pública porque mataba a los hombres en la plenitud de su utilidad para el trabajo (Liceaga, 1905b). Con estos argumentos, convenció a Diego Redo, dueño de Redo & Company, de realizar un ensayo de combate a la malaria en la hacienda de El Dorado, en Sinaloa, una finca de gran importancia. El delegado del Consejo Superior de Salubridad llegó a la hacienda a principios de 1907, y para septiembre de ese año, habían logrado — de acuerdo con una carta de Redo a Liceaga — que no hubiese un solo caso de paludismo en la región.36 Esta experiencia se repitió después con buen éxito en algunas poblaciones de Baja California.37

En 1910, el presidente del Consejo Superior de Salubridad aseguraba que el paludismo era más importante que la fiebre amarilla tanto desde el punto de vista de su extensión, morbilidad y mortalidad, como por el hecho de que dejaba incapacitados para trabajar a quienes lo padecían largamente (Liceaga, 1910a). Sin embargo y a pesar de los esfuerzos mencionados, la lucha contra el paludismo no había tenido el mismo éxito que la campaña contra la fiebre amarilla, entre otras razones, porque no había para el saneamiento de las haciendas la misma presión internacional que había para el saneamiento de los puertos. Esta enfermedad de las mayorías siguió reinando como lo hizo otra enfermedad de la pobreza: la tuberculosis.

Metodizar la vida: guerra a la tuberculosis

La tuberculosis era un enfermedad que preocupaba de manera particular al Estado pues inutilizaba para servir en el ejército (Melgarejo, 1889), y a los comerciantes e industriales, así como a los trabajadores urbanos, ya que el mayor número de fallecimientos por las diferentes afecciones tuberculosas ocurría entre los treinta y los cincuenta años, es decir en la etapa productiva de la vida (Liceaga, 1910b).

En 1882, Koch identificó al bacilo que lleva su nombre como agente causal de la tuberculosis, y 13 años más tarde, Roentgen descubrió los rayos X. A partir de entonces, los médicos dispusieron de procedimientos seguros para elaborar el diagnóstico del padecimiento: la identificación del bacilo en el examen de expectoración y la radiografía para conocer la extensión y variedad de las lesiones tuberculosas.

Desde 1899, el Consejo dio a conocer al público y a los médicos el peligro del contagio de la tuberculosis y los medios más adecuados para defenderse de esta enfermedad mortífera, contagiosa y evitable (Liceaga, 1899). Tiempo atrás, los médicos militares habían aplicado medidas contra la tuberculosis: aislamiento de los enfermos y desinfección de sus esputos, así como inspección de carnes y leches destinados a los soldados (Escobar, 1890).

En 1902, el Consejo Superior de Salubridad solicitó que en las escuelas, cuarteles, oficinas y lugares de reunión se pusieran escupideras y se obligara a la población a no escupir sino en ellas. Pidió también a los médicos su cooperación como consejeros de la higiene privada de las familias (Liceaga, 1902). Puso a disposición de los médicos un departamento especial donde se hacía el análisis de los esputos de los enfermos de los que se sospechaba que padecían tuberculosis para buscar el bacilo de Koch; en el caso de los enfermos pobres, el análisis era gratuito (Liceaga, 1949).

Pero, la campaña formal contra la tuberculosis comenzó en 1907.38 De los propósitos de exterminar el germen y de evitar la ocasión de que éste penetrara al organismo humano, surgieron medidas como la prohibición de escupir en las paredes, en las cortinas, en los muebles y en el suelo; la separación de los enfermos de tuberculosis de fábricas, talleres o escuelas y su aislamiento en hospitales; finalmente, la separación del ganado tuberculoso de los establos y de los mataderos a fin de evitar que la leche o la carne — ya infectadas o vectores mecánicos del germen — lo llevaran al organismo predispuesto. El doctor Liceaga (1907a, p. 160) hizo un llamado a los poderosos, asegurándoles que la campaña contra la tuberculosis podía beneficiarlos desde el punto de vista económico: "Cuando los grandes industriales conozcan la doctrina de la trasmisión de la tuberculosis, harán sociedades cooperativas entre sus obreros a fin de retenerlos en sus fábricas con la esperanza de un asilo durante la enfermedad y un retiro cuando llegue la hora de la inutilidad para el trabajo o la época de la vejez."

Con el objetivo de "convertir en luchadores (contra la tuberculosis) a todos los individuos de cualquier clase, edad y condición" (Liceaga, 1907b, p. 354), destacados miembros de la Academia Nacional de Medicina se trasladaron de un punto a otro de la ciudad para dictar conferencias ante públicos diversos. Antonio Loaeza, por ejemplo, se ocupó de inculcar los nuevos conocimientos en el cuerpo de ferrocarrileros. Después de la cruzada contra la tuberculosis, ya sólo se emprendería durante el porfiriato la campaña contra la sífilis.

Control sexual para el control social: la lucha contra la sífilis

De acuerdo con diversos reportes de dermatólogos, durante el porfiriato la sífilis estaba muy extendida entre personas de todas las edades y clases sociales y en ambos sexos, aunque era más prevalente en los hombres que en las mujeres (González Urueña, 1908; Cicero, 1908).

La campaña formal contra la enfermedad comenzó en 1908, es decir, dos años después de que la comunidad médica mexicana hiciera la recepción del descubrimiento, hecho por Fritz Schaudinn, del Treponema pallidum como agente causal de la sífilis (Cicero, 1906), y dos antes de que diera a conocer la reacción de Wassermann para el diagnóstico de la sífilis (Otero, 1910) y el método quimioterapéutico de Ehlrich para su curación (Liceaga, 1910c).

Los médicos que propusieron la campaña retomaban la idea de algunos médicos extranjeros de que la educación contra las enfermedades venéreas39 era una necesidad de Estado con la que podrían salvarse millares de vidas. Proponían curar a los enfermos, crear consultorios médicos gratuitos, formar especialistas en enfermedades venéreas, exigir certificado médico prenupcial, tomar medidas de protección contra los enfermos — los cuales deberían tener carnés que indicaran que estaban recibiendo tratamiento médico —, dictar medidas preventivas en el ejército y seguir reglamentando la prostitución (González Urueña et alii, 1908).

Desde 1865, el Estado se ocupaba de la inspección sanitaria de las mujeres públicas. El Reglamento de Prostitución las obligaba a estar inscritas en la Inspección Sanitaria y a someterse a revisión semanal. En caso de estar enfermas eran aisladas en hospitales en calidad de presas.40 Muchos estados de la república promulgaron reglamentos inspirados en los de la capital y, también, recluían a las prostitutas enfermas. Las prostitutas tuvieron diversas estrategias de resistencia, como eludir la inspección oficial, sobornar a la policía sanitaria o hacerse revisar por un estudiante de medicina y en caso de estar enfermas, no asistir a la inspección (Lavalle Carvajal, 1908). Por ello, la burocracia sanitaria cambió la pena pecuniaria, que originalmente existía para las que faltaban a una inspección, por tres días de prisión (Liceaga et al., 1910). Las prostitutas también huían, declaraban que dejaban la prostitución y no lo hacían, y se rebelaban en los hospitales.

Además de que la prostitución masculina fue una omisión en el discurso médico porfiriano, como en el resto de los países donde la prostitución estaba reglamentada, se perseguía a la prostituta enferma pero no al hombre del que ella recibía la enfermedad. En un trabajo de ingreso a la Academia Nacional de Medicina, decía su autor que la Sanidad debía controlar incluso a las mujeres que tenían amantes sin ser prostitutas: "Los cuerpos femeninos que se venden o se regalan deben ser examinados periódicamente para evitar que trasmitan, en la medida de lo posible, a los cuerpos masculinos que compran o que reciben el obsequio, la serie negra de las enfermedades que deben conservar su epíteto de vergonzosas..." (Lavalle Carvajal, 1908, pp. 323-4).

Varios historiadores se han ocupado de la reglamentación de la prostitución en la sociedad civil (Delgado Jordá, 1993; Ríos de la Torre et al., 1990); en cambio, la inspección sanitaria en el ejército no ha sido objeto de análisis. Para los médicos militares porfirianos, las entonces llamadas enfermedades venéreas eran una preocupación central. Uno de sus reportes mostraba que del 1 de julio de 1889 al 30 de junio de 1892, la proporción de enfermos venéreos o sifilíticos en el Hospital Militar de Instrucción había sido de 27.02% (Gayón, 1898). Aseguraban que con esos enfermos la corporación sufría una pérdida de vigor, además de que representaban una carga económica para el Estado.41 El médico militar E. Jurado y Gama decía que a los soldados que padecían enfermedades venéreas acababa dándoseles de baja y que eran inútiles para el ejército y una carga para el erario (Jurado y Gama, 1892).

Por eso, desde la década de los 1870, en el ejército hubo intentos de inspeccionar a las soldaderas (esposas o compañeras del soldado), a los que éstas contestaron con protestas en masa y amenazando de muerte a las que se prestaran al reconocimiento (Rodríguez, 1891). En 1881, la Secretaría de Guerra expidió un reglamento para disminuir la propagación de las enfermedades venéreo-sifilíticas que estipuló la rigurosa vigilancia de las soldaderas sometidas al control sanitario y la persecución, con ayuda de la autoridad civil, de las clandestinas; las visitas corporales, regulares y completas, hechas al soldado por el médico militar del cuerpo; la secuestración absoluta de los soldados enfermos; su curación en el hospital y la imposición de penas a los que intencionalmente ocultaran su mal (ídem). Uno de los problemas de este reglamento fue que trató de equiparar a las soldaderas con las prostitutas (Jurado y Gama, 1892). A pesar de ello, fue impuesto, si bien esto no hizo disminuir el número de enfermos de sífilis y otras enfermedades venéreas en el ejército.

En general, el efecto de la campaña contra la sífilis — definida por sus impulsores como "lucha por la moral, por la decencia, y por las buenas costumbres" — fue prácticamente nulo porque no tomó en cuenta que la sexualidad obedecía a fuerzas más poderosas que el temor a la enfermedad.

Al tiempo que realizaba campañas sanitarias de alcance nacional, México participó de manera activa en la internacionalización de las políticas de salud pública en América, tanto en los congresos médicos panamericanos, como en las reuniones de la Asociación Americana de Salubridad Pública, en los congresos médicos latinoamericanos y, sobre todo, en las convenciones sanitarias internacionales (de las repúblicas americanas).42

Conclusión

En los 34 años de dictadura porfirista se dio una expansión creciente de la acumulación capitalista al interior de México, en el contexto del imperialismo (Hermosillo Adams, 1988). Dicha expansión demandaba la conservación de la salud colectiva — particularmente en lo relativo a la prevención de la peste, la fiebre amarilla, el tifo y el cólera — como precondición para el libre tráfico de mercancías y de personas. Esto explica que la acción sanitaria federal se relacionara con la sanidad local o mundial, sobre todo en los casos en que las epidemias y las endemias afectaban al comercio nacional e internacional.

En México, la decisión de dirigir la mayor parte de los esfuerzos sanitarios contra la fiebre amarilla, y no contra otras enfermedades — algunas de mayor extensión o responsables de un porcentaje mayor de la morbilidad y mortalidad del país —, estuvo dictada por los Estados Unidos. Para las autoridades sanitarias de ese país, todas las balas de la profesión médica debían ser disparadas contra ese solo enemigo (Wyman, 1898).

La política sanitaria fue empleada por el Estado porfiriano como medio para disciplinar a la población. En los hospitales, lo mismo que en los cuarteles, las cárceles, los asilos y las escuelas, se trató de enseñar a los individuos el orden, la puntualidad y la limpieza que eran factores necesarios para la reproducción de la fuerza de trabajo eficiente que requería la llamada segunda revolución industrial. Con el argumento de que los derechos individuales debían estar supeditados al bienestar de toda la sociedad, se sentaron las bases de políticas que autorizaban a la burocracia sanitaria a intervenir también en fábricas, haciendas, barcos, ferrocarriles, oficinas, mercados, rastros, templos, panteones, farmacias, parques, teatros, cinematógrafos, mesones, prostíbulos, cantinas y en las viviendas mismas para reglamentar y vigilar la higiene privada y pública.

Dicen Frenk Mora et alii (1993) que Liceaga consideraba al país como un todo que no podía someterse a centralismos. Lo contrario es cierto: en todo momento, este salubrista propuso la creación de una secretaría de Estado que tuviera bajo su dependencia todos los servicios sanitarios del país y aseguró que era necesario federalizar, desde el punto de vista de la salubridad, tanto los puertos y ciudades fronterizas, como las vías terrestres y fluviales, además de extender la acción del Consejo de Salubridad a todos los estados de la república.43

Esta aspiración de construir una unidad normativa y ejecutiva nacional en higiene pública que reglamentara todos los aspectos particulares de la higiene no se haría realidad antes del triunfo de la revolución del siglo XX. Sin embargo, durante el porfiriato, el poder del Consejo Superior de Salubridad fue creciente. Este organismo contaba originalmente sólo con seis miembros, pero llegaron a trabajar para él cerca de seis mil empleados, cien de ellos especialistas en diferentes ramos.44 A lo largo del porfiriato, su presupuesto aumentó poco más de 2.000% (de 36,000 a 742,000 pesos mexicanos) (Liceaga, 1949). Y mientras que a inicios del periodo, el Consejo era una institución local del Distrito Federal, después de la promulgación del Código Sanitario se transformó en un cuerpo consultivo y técnico con facultades ejecutivas, responsable del ejercicio de la administración sanitaria federal, del que dependían las juntas de sanidad de los puertos y poblaciones fronterizas, las autoridades y funcionarios del orden federal con residencia en los estados y los agentes sanitarios especialmente nombrados para cualquier punto de la república (Código..., 1891).

La ingerencia creciente del Consejo Superior de Salubridad en los estados profundizó un debate sobre autonomía local-sujeción al centro que ya llevaba un siglo. Sin embargo, al ver los buenos resultados de algunas de las campañas sanitarias, los poderes locales fueron aceptando la intervención del gobierno central en sus asuntos sanitarios. De acuerdo con algunos autores, la política sanitaria de la dictadura tuvo límites — unos económicos, otros de voluntad política, unos más de rechazo profesional o popular a determinadas medidas —, pero a pesar de las resistencias logró convertirse en una acción general, definida y permanente (Moreno Cueto et alii, 1982).

Los sanitaristas porfirianos estuvieron atentos a los adelantos que entonces tenían las ciencias médicas; dichos conocimientos influyeron en la promulgación de leyes sanitarias — las cuales fueron cambiando al tiempo que lo hacían las teorías médicas — y se pusieron al servicio de la salud pública que entonces nacía, y que se vería interrumpida de manera abrupta y durante casi una década por el movimiento revolucionario iniciado en 1910.

NOTAS

Recebido para publicação em fevereiro de 2002.

Aprovado para publicação em outubro de 2002.

Este artículo es una versión abreviada del libro inédito Salud pública y control social en el México porfiriano que obtuvo mención honorífica en el Premio Dr. Enrique Beltrán de Historia de la Ciencia, 1998.

Agradezco las valiosas sugerencias que recibí de los coeditores del número.

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  • Wyman, Walter 1898 'International Obligation with Regard to Epidemic Disease'. En Memorias del Segundo Congreso Médico Panamericano (1996) México, Hoeck y Hamilton, vol. 2, pp. 117-30.
  • 1
    Informe rendido a la Secretaría de Gobernación sobre los trabajos ejecutados por ese Consejo en el año 1879. Archivo Histórico de la Secretaría de Salud, México (en adelante, AHSSA),
    salubridad pública, Presidencia, Secretaría, caja 5, exp. 15, 134 f.
  • 2
    Dictamen del Consejo Superior de Salubridad sobre la organización de la higiene pública en el país. AHSSA,
    salubridad pública, Presidencia, Secretaría, caja 5, exp. 28, 13 f.: 1, 1882.
  • 3
    Ídem. Para un análisis de esta política en el mundo, véase el trabajo clásico de Rosen (1985).
  • 4
    Que no fue el primer Código Sanitario promulgado en un país latinoamericano, como afirman algunos autores (Frenk Mora
    et al., 1993).
  • 5
    Innumerables trabajos dan cuenta de este fenómeno en diferentes países; véase, por ejemplo, Corbin (1987).
  • 6
    Memorias del II Congreso Médico Mexicano. San Luis Potosí, 5-8 de noviembre de 1894 (México, Secretaría de Fomento, vol. 2, p. 431).
  • 7
    Gaceta Médico-Militar, 2, 1890-91, pp. 321-5.
  • 8
    Informe leído por el C. presidente de la república.
    Diario Oficial del Supremo Gobierno de los Estados Unidos Mexicanos, México, 16 de septiembre de 1889, p. 1.
  • 9
    Véanse, por ejemplo, las medidas perjudiciales para el comercio con México tomadas en 1890 por Texas en varios puntos de la frontera mexicana a causa de algunos casos de viruela. Informe leído por el C. presidente de la república.
    Diario Oficial del Supremo Gobierno de los Estados Unidos Mexicanos, México, 16 de septiembre de 1890, pp. 1-2.
  • 10
    Véase, por ejemplo,
    Periódico Oficial del Gobierno del Estado Libre y Soberano de Nuevo León, Monterrey, 2 de enero de 1906, p. 1.
  • 11
    Oropeza, José María. 'Apuntes para la historia de la vacuna en México'. AHSSA,
    salubridad pública, Inspección de la Vacuna, caja 3, exp. 20, fs. 49-182, 1921-22.
  • 12
    Véanse bandos de 9 de agosto y 18 de diciembre de 1871. AHSSA,
    salubridad pública, Inspección de la vacuna, caja 2, exp. 11, 153 f., 1876-78.
  • 13
    Periódico Oficial del Estado Libre y Soberano de Tamaulipas, Ciudad Victoria, 1 de octubre de 1907, p. 2.
  • 14
    AHSSA,
    salubridad pública, Inspección de la Vacuna, caja 3, exp. 20, f. 49-182, 1921-22.
  • 15
    AHSSA,
    salubridad pública, Inspección de la Vacuna, caja 2, exp. 1, 172 f., 1873-77.
  • 16
    'Reglamento de vacuna'.
    Diario Oficial del Supremo Gobierno de los Estados Unidos Mexicanos, México, 14 de julio de 1879, p. 1.
  • 17
    El Coahuilense.
    Periódico Oficial del Estado de Coahuila, Saltillo, 2 de junio de 1909, p. 1;
    Periódico Oficial. Órgano del Gobierno del territorio de Tepic, Tepic, 31 de mayo de 1908, p. 4.
  • 18
    Estadísticas económicas del porfiriato, citadas por Ortega
    et al. (1987).
  • 19
    El Correo de la Tarde, Mazatlán, 23 de diciembre de 1902, p. 1.
  • 20
    El Correo de la Tarde, Mazatlán, 19 y 30 de diciembre de 1902, p. 2.
  • 21
    El Popular, Mazatlán, 24 de diciembre de 1902, p. 3;
    El Correo de la Tarde, Mazatlán, 23 de diciembre de 1902, p. 2.
  • 22
    AHSSA,
    salubridad pública, expedientes de personal, caja 42, exp. 1, f. 129-133.
  • 23
    El Correo de la Tarde, Mazatlán, 30 de diciembre de 1902, p. 1.
  • 24
    El Correo de la Tarde, Mazatlán, 30 de diciembre de 1902, p. 2.
  • 25
    Boletín Extraordinario del Consejo Superior de Salubridad (peste), 3, México, 1903.
  • 26
    El Correo de la Tarde, Mazatlán, 31 de diciembre de 1902, p. 4.
  • 27
    AHSSA,
    salubridad pública, Presidencia, actas de sesiones, caja 12, exp. 3, sesión secreta del 7 de mayo de 1903, 299 f.
  • 28
    Más tarde se descubriría la existencia de varios vectores en la fiebre amarilla selvática.
  • 29
    El Reproductor, Orizaba, 24 de septiembre de 1903.
  • 30
    Véase, por ejemplo, 'Annual report presented to the American Public Health Association, in its meeting at Atlantic City', AHSSA,
    salubridad pública, congresos y convenciones, caja 8, exp. 4, 5 f.
  • 31
    Informe leído por el C. presidente de la república.
    Diario Oficial del Supremo Gobierno de los Estados Unidos Mexicanos, México, 16 de septiembre de 1901, p. 2.
  • 32
    Véase, por ejemplo,
    Periódico Oficial del Estado Libre y Soberano de Tamaulipas, 12 de enero de 1904, p. 3.
  • 33
    Estadísticas mensuales y anuales de mortalidad y morbilidad por fiebre amarilla en la república mexicana. AHSSA,
    salubridad pública, epidemiología, caja 6, exp. 5, 66 f., enero 1905-23.
  • 34
    Véase, por ejemplo, el caso de la hacienda de Omealca en
    Boletín Extraordinario del Consejo Superior de Salubridad (fiebre amarilla), 9, 1904.
  • 35
    AHSSA,
    salubridad pública, epidemiología, caja 6, exp. 3, 148 f., 1904-06.
  • 36
    AHSSA,
    salubridad pública, expedientes de personal, caja 55, exp. 3, 30 f., 1906-07.
  • 37
    AHSSA,
    salubridad pública, expedientes de personal, caja 55, exp. 4, 35 f., 1909.
  • 38
    Analizo las contradicciones que la campaña suscitó entre los médicos que planteaban como tarea primordial perseguir al bacilo y aquellos que consideraban indispensable mejorar las condiciones de trabajo y de vida de la población, en Carrillo (2001).
  • 39
    Utilizo en este trabajo términos como "enfermedades venéreas", "prostitutas" y "mujeres públicas" porque eran los empleados en la época, y no tienen aquí ninguna intención peyorativa.
  • 40
    AHSSA,
    salubridad pública, Inspección antivenérea, caja 2, exp. 26, 16 f., 29 de abril de 1880.
  • 41
    Calleja citado por Rodríguez (1891).
  • 42
    Este asunto y su importante relación con la tríada economía, política y salud pública deberá analizarse en otro momento.
  • 43
    AHSSA,
    salubridad pública, expedientes de personal, caja 42, exp. 2, f. 253-253b.
  • 44
    AHSSA,
    salubridad pública, congresos y convenciones, caja 5, exp. 5, f. 51-71, nov. 1902-oct. 1905. Sobre la organización y las variadas actividades del Consejo de Salubridad, consultar Martínez Cortés
    et al. (1997).
  • Fechas de Publicación

    • Publicación en esta colección
      10 Mar 2005
    • Fecha del número
      2002

    Histórico

    • Acepto
      Oct 2002
    • Recibido
      Feb 2002
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    E-mail: hscience@fiocruz.br
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