Open-access IDENTIDAD Y ANTAGONISMO EN EL PENSAMIENTO DE ERNESTO LACLAU**

IDENTITY AND ANTAGONISM IN ERNESTO LACLAU’S THOUGHT

RESUMEN

En el presente trabajo se intentará determinar los aspectos fundamentales del pensamiento de Laclau a partir de la consideración del papel central que tienen en él el sujeto y lo otro, tanto en el ámbito individual como en el colectivo o político. Si bien las diferencias son condición de la actualización de la consciencia, se mostrará que la concepción del sujeto de Laclau presenta ciertas insuficiencias, las cuales se vuelven especialmente relevantes al momento de abordar lo político. Es pertinente advertir, como hace Laclau, respecto de los límites de una concepción política cuya base es una identidad individual y colectiva soberana. Sin embargo, se ha de reparar en el significado unitario que también define la existencia individual y colectiva. Para la consideración de la relación de identidad y diferencia, se acudirá a discusiones de alta significación en este asunto, y que tienen lugar en el contexto del idealismo y el romanticismo alemán (en particular a Kant Fichte, Hölderlin y Schelling). Hecha la salvedad sobre la dificultad indicada, se tratará de mostrar en qué sentido la concepción política antagonística de Laclau es adecuada para una comprensión no reduccionista de la indeterminación y alteridad que constan con lo político, y que vuelven imposible e indeseable su reducción, sin resguardos suficientes, según parámetros racionales.

Palavras-chave: Ernesto Laclau; El sujeto; Lo político; Identidad y diferencia; Idealismo filosófico

ABSTRACT

In the present work, we will determine the fundamental aspects of Laclau’s thought by considering the central role that the subject and the other have in it, both in the individual and in the collective or political sphere. Although the difference is a condition for unfolding consciousness, we will show that Laclau’s conception of the subject presents certain insufficiencies. They become especially relevant when addressing the political sphere. It is pertinent to warn, as Laclau does, regarding the limits of a political conception whose base is a sovereign individual and collective identity. However, one must pay attention to the unitary meaning that also defines individual and collective existence. To consider the relationship between identity and difference, we will resort to discussions of high significance on this matter, which take place in the context of German idealism and romanticism (in particular, we will attend to Kant Fichte, Hölderlin and Schelling). Having made the caveat about the difficulty mentioned above, we will show in what sense Laclau’s antagonistic political conception is adequate for a non-reductionist understanding of the indeterminacy and otherness that are part of the political sphere and that make its strict reduction to rational parameters impossible and undesirable.

Keywords: Ernesto Laclau; The subject; The political sphere; Identity and difference; Philosophical idealism

1. El estatuto del sujeto

En el pensamiento de Ernesto Laclau, “las identidades” se constituyen desde diferencias: poseen “naturaleza contextual” (Laclau, 1990, p. 24); ellas “son puramente relacionales” (Laclau y Mouffe, 2001, p. 97; cf. Smith, 1998, p. 88). Lo mismo pasa con la identidad del sujeto. El sujeto “no es una entidad separada de la estructura, sino que constituida en relación a ella” (Laclau, 1990, p. 30). El sujeto emerge de un contexto de diferencias. No existe con anterioridad a ellas. Laclau y Mouffe sostienen “eliminar toda referencia a un sujeto trascendental u originativo” (Laclau y Mouffe, 2001, p. 114). No hay interioridad ni espontaneidad “allende las ‘posiciones subjetivas’” (Jacobs, 2019; cf. Smith, 1998).

El sujeto emerge desde el discurso y se constituye en la práctica discursiva. Laclau postula “la producción del sujeto en base a la cadena de su discurso” (Laclau y Mouffe, 2001, p. 88). “[L]a identidad misma de la fuerza articuladora es constituida en el campo general de la discursividad” (Laclau y Mouffe, 2001, p. 114). “Por discurso” entiende Laclau “cualquier complejo de elementos en el cual las relaciones juegan el papel constitutivo. Esto significa que los elementos no preexisten al complejo relacional, sino que son constituidos mediante él” (Laclau, 2018, p. 68).

El “discurso”, por su parte, se incluye en “la infinitud del campo de la discursividad” (Laclau y Mouffe, 2001, p. 113). La discursividad y las relaciones sociales son el origen del sujeto, ellas son las que “juegan el papel constitutivo”; no es el sujeto el origen de discursividad y las relaciones. “Los sujetos no pueden, en consecuencia, ser el origen de las relaciones sociales – ni siquiera en el sentido limitado de ser dotados de poderes que hacen posible una experiencia – en tanto que toda ‘experiencia’ depende de precisas condiciones discursivas de posibilidad” (Laclau y Mouffe, 2001, p. 115). No hay una interioridad espontánea originaria que recién luego entre en relaciones con otras subjetividades, sino al revés (cf. Jacobs, 2018; Hudson, 2006, pp. 299-312; sobre la relación sujeto y lenguaje, cf. Derrida, 1973, pp. 50-52, 75-76, 82).

La estructura, sin embargo, no condiciona completamente al sujeto (cf. Laclau, 1990, p. 44). Hay indeterminación y, gracias a ella, un cierto campo para la libertad. La indeterminación depende, empero, no del sujeto, sino de la deficiencia de la estructura. La indeterminación no existe “porque yo tenga una esencia independiente de la estructura, sino porque la estructura ha fallado en constituirse a sí misma de modo pleno y, así también, [ha fallado] en constituirme a mí como sujeto [...]. Yo soy simplemente arrojado en mi condición como sujeto porque no he alcanzado constitución como objeto [...]” (Laclau, 1990, p. 44). La libertad humana es posible por una falla en la constitución estructurante: “Estoy condenado a ser libre, pero no porque no tenga una identidad estructural, como sostienen los existencialistas, sino porque yo tengo una identidad estructural fallida” (Laclau, 1990, p. 44).

La identidad del sujeto se va componiendo en la praxis. “[E]l sujeto es parcialmente autodeterminado [...]. La autodeterminación sólo puede proceder mediante un proceso de identificación” (Laclau, 1990, p. 44). El sujeto ejecuta articulaciones de elementos, las que lo van modificando y definiendo. “[L]os individuos no tienen una identidad preexistente, sino que afirman una mediante la participación continua en prácticas articulatorias. Este proceso transforma al individuo en un sujeto actuante” (Jacobs, 2019).

El sujeto social se constituye análogamente al individual. La agencia política no le corresponde a un ente predefinido de manera anterior a sus interacciones, sino que emerge a partir de operaciones de ecualización y exclusión que deslindan al todo (un pueblo) respecto de lo excluido. La constitución del todo colectivo exige así, a la vez: una exclusión de elementos y la configuración de una cadena de equivalencias entre una multiplicidad de demandas, las cuales pasan a ser efectivamente representadas por un significante vacío, una demanda que en cierta forma es símbolo de todas las demandas así agrupadas (cf. Laclau, 2018, pp. 70-71, 93-100; cf. Boucher, 2008, pp. 77-124; Hudson, 2006, pp. 299-312; Smith, 1998, pp. 86-115).

La idea de que las identidades se conforman a partir de diferencias, tiene, en el caso del sujeto individual, inconvenientes en los que reparan, de diversos modos, Fichte, Hölderlin y Schelling, y, contemporáneamente, Dieter Henrich y Manfred Frank.

El sujeto posee lo que Henrich y Frank llaman una “familiaridad” inaugural consigo mismo (Frank, 1984, p. 259). Esa familiaridad es evidente y sin ella no es inteligible una autoconsciencia. Se plantea, empero, la pregunta por cómo ella es posible. Esta pregunta emerge con especial intensidad en el contexto de la filosofía crítica de Immanuel Kant. Para Kant, el conocimiento supone un sujeto consciente que lo lleva a cabo. Cuando se trata de la familiaridad del sujeto consigo mismo, aparece, sin embargo, un problema: la subjetividad se escapa al conocimiento (cf. Kant, 1998). El intento de captarla en la reflexión produce siempre una división: entre el sujeto tematizado (como objeto) y el sujeto como quien efectúa la tematización, pero que, al ejecutarla, queda fuera de lo conocido. Fichte planteó esta cuestión de manera especialmente clara. Si el modo de adquirir consciencia de nosotros mismos es un acto reflexivo, tenemos que preguntarnos, entonces, ¿cómo nos volvemos conscientes, a su vez, de ese acto reflexivo? De ese acto, señala Fichte, “por su parte, nos volvemos conscientes en tanto que nuevamente nos pensamos a nosotros mismos como objeto, y así adquirimos consciencia de nuestra consciencia. De esta consciencia de nuestra consciencia nos volvemos, empero, nuevamente conscientes sólo en tanto que, a su vez, hacemos de ella un objeto, y de esa forma alcanzamos consciencia de nuestra consciencia y así hacia el infinito” (Fichte, 1962, p. 30). Pero es precisamente este regreso el que hace imposible explicar el surgimiento de la familiaridad inaugural y nuestra autoconsciencia. Dicho de otro modo: si mi experiencia de la familiaridad consciente conmigo mismo fuera resultado de reflexión, esa familiaridad no surgiría. El penúltimo estado de consciencia tendría que ser atestiguado por un último estado de consciencia. Pero, para ese último estado de consciencia vale la misma condición que para los anteriores: para volverse consciente de él mismo, tiene que haber sido objeto de otra consciencia. Es un estado de consciencia que era inconsciente y adquirió autoconsciencia recién gracias a que fue objetivado (y así al infinito).

La reflexión articula una insuperable dualidad. Identificar los dos momentos de la reflexión en el instante de la división exige tener un criterio que trascienda los límites del modelo reflexivo. Toda reflexión es relativa: es la relación de dos términos, que permanecen dos y no son uno. La relación de dos entre sí nunca explica por sí sola la mismidad de ellos; a menos que esa mismidad sea previamente sabida y luego resulte sólo reconocida (cf. Frank, 1984, pp. 275, 280). La única manera de resolver este problema es, para Fichte, una “consciencia inmediata” o saber directo del yo (Fichte, 1962, p. 30). La consciencia requiere un acceso a sí misma directo, previo a cualquier tematización hecha por una consciencia posterior (Frank, 2004, p. 77).

Aplicada a la teoría del sujeto de Laclau, la pregunta sería la siguiente: ¿cómo un “complejo relacional” que, en principio, es anónimo, puede llegar a saber de sí mismo y no por la vía de una relación o reflexión (que es inapta para procurar ese acceso)? Aquí hay dos pasos que deben ser explicados. Primero: el paso desde la división reflexiva hacia la unidad. Segundo, el que va desde la inercia de un sistema de diferencias y elementos hacia la espontaneidad vital, que experimentamos en primera persona como actividad que capta y pone en relación elementos.

Los elementos de un discurso pueden evidenciar la relación entre ellos. Pero: ni su mismidad o identidad ni su saber de sí mismos como siendo parte de esa mismidad se evidencian en ellos. Se puede pensar que entre los elementos de una estructura dada hay relaciones. Mas, desde ahí, hay un salto hacia la evidencia de la mismidad de esas relaciones y el saber de esas relaciones y su mismidad. Escribe Frank: “Dos o más elementos relacionados entre sí revelan muchas cosas, pero ellos no revelan que son idénticos entre sí y, además, que son conscientes de eso” (1984, p. 281). “La mera referencia entre dos elementos no podría ni en toda la eternidad producir su mismidad, y ciertamente no podría jamás conducir a una consciencia de esa mismidad” (1984, p. 260).

Debe reconocerse que la autoconsciencia requiere que el yo se tematice. Este es el momento de la discursividad (cf. Laclau, 2014, p. 115). La tematización empero no es suficiente por sí misma para que haya autoconsciencia. Se necesita, todavía (previamente), una captación del sujeto. “Es, de hecho, cierto (y un lugar común de la filosofía idealista tardía y romántica) que la consciencia (incluida la autoconsciencia) [...] presupone, además de su mero ser, en adición, series de opuestos, sin los cuales no sería capaz de determinarse y comprenderse como aquello que ella es. Estas series de opuestos no pueden ser otra cosa que eso que los estructuralistas llaman estructura (de un lenguaje, discurso, tradición, etc.). Pero esta dependencia de la estructura no es real; es, más bien, ideal. La dependencia de cualquier determinación concebible respecto de un ser previo es real. Pero la consciencia, entendida como el sujeto cognoscente, es, en el análisis final, dependiente de la estructura. Ella no puede simplemente concretarse a sí misma sin remitirse a un sistema fundamental de relaciones entre marcas o elementos. Sin embargo, no es que esas relaciones, sin más, produzcan la consciencia; ellas sirven exclusivamente a su autodeterminación ideal” (Frank, 1984, pp. 283-84). Primero, debe haber una captación de la unidad en la base de la división entre quien tematiza y lo tematizado, el sujeto debe acceder a su ser. Luego, sobre esa base, es posible efectuar una tematización reflexiva, que efectivamente tematice al sujeto (esa tematización remite, en todo caso, según veremos, a una indeterminación fundamental, a un Ab-Grund).

No obstante que el planteamiento de Fichte del problema es preciso, se presenta aquí, empero, una cuestión adicional. El acto del sujeto no coincide plenamente con su saber. La producción por la que se genera la autoconsciencia del sujeto es un acto: un acto de producción. El producto de ese acto es el saber de ese acto: el saber directo del sujeto de su propio acto de producción de la autoconsciencia. Hay, entonces, una diferencia: entre el acto de producción y su resultado. El acto es fundamento de la autoconsciencia. Uno (el acto o fundamento), por tanto, es previo al otro (lo fundado o producido, el saber del acto de producción de la autoconsciencia). El acto previo difiere, entonces, de aquello que el acto conoce. Pues el saber es el resultado o efecto del acto. Eso significa que el acto del sujeto no es originariamente sabido. En consecuencia: no hay visión en cómo el autoconocimiento emerge desde la actividad constitutiva absoluta del sujeto (cf. Henrich, 1967). El saber del sujeto que explica su familiaridad inaugural consigo mismo no es, así, intuición creadora, o sea, una en la que se aboliría la diferencia entre acto y saber del acto. Un sujeto que se autoproduce en sentido absoluto, un intelecto arquetípico, debe ser descartado.

Esta insuficiencia del sujeto es base de la indicación que hace tempranamente el filósofo y poeta Friedrich Hölderlin al idealismo subjetivo de Fichte. Aquél plantea que el saber que posibilita la familiaridad inaugural del sujeto consigo mismo es el saber no del acto de un sujeto absoluto, sino de una unidad en la base de la división sujeto-objeto. A esa unidad Hölderlin la llama “Ser [Seyn]” (1975-2008, XVII, p. 156). El Ser no depende del sujeto consciente. Sin embargo, el sujeto sí debe tener acceso a él, para alcanzar la autoconsciencia, aunque no un acceso reflexivo (pues se entra, entonces, en el problema identificado por Fichte), sino inmediato.

En la tematización de sí mismo, el yo se divide en sujeto y objeto. Pese a la división, el yo no cae en completa dispersión, sino que aparece como “mismidad [Selbigkeit]” (Frank, 1997, p. 751). Que la división del yo, que hace posible la consciencia reflexiva de sí mismo, no conduzca a la separación completa de yo-sujeto y yo-objeto, requiere “un saber inmediato previo al acto de la división originaria Ur-teilung” (Frank, 2004, p. 92). Hay un Ser transconsciente en la base de la división objetivante. El sujeto no puede acceder a ese Ser en la forma de un conocimiento reflexivo, el cual supone ya la división sujeto-objeto. Aquí se trata, en cambio, del saber del Ser en la base de esa división. Se ha de acceder a él directamente. Ese acceso directo al Ser es condición de la familiaridad inaugural del sujeto consigo mismo.

Como se trata de un sujeto finito y no arquetípico, el individuo accede al hecho de la unidad sujeto-objeto, no a la génesis de ella, que sería lo propio del intelecto creador. Si el ser humano sabe de sí mismo directamente, pero ese saber es de una unidad en la base de la división sujeto-objeto (el “Ser” trans-consciente), entonces el sujeto y el acceso directo al (hecho del) sujeto no coinciden aquí con un sujeto soberano. Se trata de un sujeto que emerge desde el Ser al cual está remitido, en cuya génesis carece de visión. El Ser muestra, así, carácter de fundamento abismal. Consta que hay una unidad en la base de la división. Sin embargo, esa unidad consta ocultándose: como factum que remite a un abismo (y no se deja determinar discursivamente, salvo en el modo de lo que, veremos, Laclau llama “investidura”; cf. Laclau, 2014, pp. 115-125).

Tampoco el reconocimiento del yo entre los objetos mundanos se explica mediante conocimiento reflexivo. Se requiere un saber de otro tipo. Nada conocido en el mundo sensoperceptible le permite al individuo saber todavía que allí se trata de él. Sin información adicional, la intuición objetivada le aparecería al sujeto como la intuición de algo simplemente, pero no como la intuición de sí mismo. Si yo sé del otro como yo-mismo, entonces, ese conocimiento objetivo debe ocurrir gracias a un conocimiento pre-objetivo o directo. Re-conocerse, volver a conocerse en la dimensión objetiva, supone un saber previo de la unidad del yo (cf. Frank, 1995, pp. 61-70; Hölderlin, 1975-2008, XVII, p. 156).

2. Lo político

2.1. Determinación y exclusión

Las consideraciones anteriores adquieren relevancia para la comprensión de lo político en Laclau. Él aplica en este ámbito la tesis de que las identidades se constituyen a partir de diferencias y no al revés.

Una totalidad política emerge cuando un antagonismo se articula de tal modo que una parte es expulsada y constituida como un otro, y la propia parte es articulada o unida a partir de un contenido determinado capaz de representar una multiplicidad de demandas. No hay, en cambio, una identidad previa de una totalidad política definida establemente (p. ej., a partir de un “espíritu del pueblo” o relaciones de producción capitalista; cf. Boucher, 2008, pp. 77-124; Hudson, 2006, pp. 301-302).

La determinación de la totalidad y la exclusión son aquí dos aspectos de lo mismo. La exclusión expulsa y permite trazar la línea determinante del afuera y el adentro. La determinación se logra, para Laclau, en el modo de lo que llama un “significante vacío” (Laclau, 2018, pp. 70-71, 93-100). Una totalidad política se constituye a partir de una operación doble, de exclusión y determinación del todo: “La única posibilidad de tener un verdadero afuera [de un todo] sería que el afuera no fuese simplemente un elemento más, neutral, sino que un elemento excluido, algo que la totalidad expele de sí misma en orden a constituirse a sí misma” (Laclau, 2018, p. 70). “[S]i la sistematicidad del sistema es un resultado directo del límite excluyente, es sólo esa exclusión la que fundamenta al sistema como tal” (Laclau, 2006, p. 38). Basta que la “totalidad expela algo desde ella misma para constituirse a sí misma” (Laclau, 2018, p. 70). O sea, es por una exclusión desde sí misma (como “pretotalidad”, podría decirse) de un elemento, que una totalidad logra alcanzar sus contornos, diferenciándose respecto de ese “afuera” que ella misma ha constituido, junto con su identidad.

Ha de constar un conjunto de “demandas” insatisfechas en un grupo. Esas demandas son, en principio, heterogéneas entre sí. Pese a ser distintas, deben asemejarse, al menos, en que se hallan, todas ellas, opuestas a un otro común. Esa equivalencia fáctica es consolidada por medio de un “elemento” que logra asumir la representación de las demandas y, en este sentido, determinar un frente entre la totalidad y una alteridad antagónica.

Para alcanzar el papel de representante de un todo político, es necesario que un significante particular (p. ej. el “Crédito con Aval del Estado”, en Chile, desencadenante de las manifestaciones estudiantiles de 2011; el “mercado” en la Europa del Este postmarxista) se vacíe de su contenido diferencial o específico (de su contenido “óntico”), el cual lo hace heterogéneo con las demás demandas. Así, ese significante puede (conservando parcialmente su sentido originario) devenir símbolo o representante de algo distinto, de una plenitud comunitaria perdida y la lucha por recuperarla.

Por un lado, el significante vacío representa un conjunto de demandas ecualizadas. Por otro lado, él fija la exclusión del otro antagónico.

2.2. Investidura y Abgrund

El significante que asume el papel de representante se vacía de su contenido óntico particular, para expresar o representar una plenitud ausente. Las distintas demandas se ecualizan. El otro responsable a quien se dirigen las demandas es fijado excluyentemente como lo que se opone a la mentada plenitud ausente.

Para explicar la figura, Laclau acude al psicoanálisis, al pensamiento de Antonio Gramsci y al de Martin Heidegger. En los tres, la operación tiene la forma de lo que llama la “investidura”: “[c]iertos contenidos son investidos de la función de representar” o “expresar” algo distinto de ellos, algo que no puede, empero, aparecer (Laclau, 2014, p. 121). La investidura transforma a un contenido óntico, parcial, acotado, en representante de algo que lo sobrepasa radicalmente, pero que no puede presentarse: la plenitud comunitaria perdida; la plenitud perdida en el origen de la propia vida (el niño); el fundamento de la existencia como abismal (Heidegger). El contenido es óntico. La función de representación o expresión es ontológica, en el sentido de que rompe los límites ónticos y abre la dimensión del fundamento perdido. “Esta función ontológica de expresar la presencia de una ausencia sólo puede efectuarse mediante la investidura de un contenido óntico” (Laclau, 2014, p. 121). Es así como se constituyen la identidad y la exclusión política.

La ausencia de lo que no puede aparecer no es una pura y completa nada en la que nada ocurra. Se trata, plantea Laclau, de la representación o expresión de un “Abgrund”, algo ausente que, en cierto modo, fundamenta como abismo: perturbando cualquier esfuerzo por fundar una identidad cerrada (Laclau, 2014, p. 118).

Una vez investido un contenido óntico, se articula una totalidad de demandas y se enfrenta a un otro antagónico. La relación antagónica opera en ambos sentidos. Ella perturba la identidad del orden en el que existo y lo pone bajo amenaza. Y la propia existencia pone en cuestión, de su lado, al otro excluido.

El antagonismo perturba mi identidad. Es un límite final, que pone en cuestión radicalmente. El antagonismo muestra los límites de toda objetividad; es experiencia del límite de lo social, de la contingencia de su Ser y su sentido. El otro pone en cuestión el acto instituyente; muestra que la identidad es definida en contextos “entrecruzados por la presencia de fuerzas antagónicas” (Laclau, 2014, 123). La investidura (la expresión de lo ontológico-abismal por parte de un contenido óntico particular) aparece como no-necesaria, sino arbitraria o contingente. El orden resultante es también, en consecuencia, contingente. El no-fundamento no alcanza para fundar una investidura. Y no hay relación “lógica” entre el contenido óntico y el fundamento ontológico. El orden politico no es un orden cósmico, sino el producto de una decisión contingente en una existencia contingente, remitida al abismo del Ser.

Además, el otro no me deja ser quien soy (cf. Laclau y Mouffe, 2001, p. 111). Él es, en el antagonismo, la “negación de un orden dado” (Laclau y Mouffe, 2001, p. 112). El orden y lo que soy son destructibles, quedamos amenazados. El “fundamento” del orden es un no-fundamento, pues permite que el orden sea destruido: mi orden y mi vida pueden ser destruidos, son “ab-gründig”, carentes de fundamento. Además se muestra la contingencia del sentido (plantea Laclau acudiendo al pensamiento de Lacan) (y, ya lo he dicho, de toda investidura; aquí Laclau se remite a Gramsci).

Se abre ante los ojos el abismo del Ser, el Ser como Abgrund. Él no fundamenta la investidura; tampoco sustenta mi identidad y existencia; ni el orden del que formo parte.

Laclau plantea que el ser humano se caracteriza por ser quien ocupa “el lugar” del “vacío” entre el contenido óntico y el Abgrund (Laclau, 2014, p. 115). Él es quien se halla en la diferencia ontológica. El ser humano es el ente concernido por el Ser. En la continuidad de los entes, el ser humano está más allá. Es afectado por la perturbación de su identidad o el desfondamiento de su existencia. El Abgrund (al que se accede a partir del antagonismo) perturba cualquier esfuerzo por fundar una identidad cerrada (cf. Laclau, 2014, p. 118).

Aquí convergen un motivo político y uno existencial. El otro político, el enemigo, no es simplemente lo que se opone físicamente, o lo que me discute dialécticamente. El antagonismo es una “‘experiencia’” y el otro es parte de ella. El antagonismo es la experiencia de perturbación (cf. Laclau y Mouffe, 2001, p. 111); allí el otro es “lo inquietante” (Plessner), “símbolo de mi no-ser” (Laclau y Mouffe, 2001, p. 111). El otro perturba mi pretensión de identidad (óntica), el orden al que pertenezco, poniéndolos en cuestión, mostrando la contingencia de su investidura y la contingencia de ellos como conformaciones. Me remiten así al abismo del Ser y a la precariedad del ser y el sentido.

2.3. Diferencia ontológica y lo político

Laclau entiende que esta diferencia ontológica aplica de manera eminente en el ámbito político (y al punto que “el campo de la ontología política sería también el campo de una ontología general”; Laclau, 2014, p. 123). El otro antagónico, el enemigo, es quien “me pone en cuestión” (de las maneras identificadas), él (como dirá Schmitt, de quien Laclau está cerca) “es mi propia pregunta como estructura” (Schmitt, 2015a, p. 90; cf. 2009; 2015b).

El ser humano bajo amenaza puede desentenderse de esa condición o asumirla. Él puede replegarse al “momento estrictamente óntico de los objetos”, en el cual “la instancia contingente de la institución originaria ha sido enteramente ocultada” (Laclau, 2014, p. 122). El ser humano se halla aquí evadido en los objetos, soslayando su remisión ontológica. Esta evasión se expresa de modo colectivo, cuando el énfasis está puesto en la administración y en “organizaciones y estructuras políticas en su sentido estrecho” (Laclau, 2014, p. 123). El ser humano puede volver, sin embargo, a reparar en su condición. Habría un “momento del retorno a aquella instancia originaria, hacia aquella institución contingente” (Laclau, 2014, p. 122).

El paso de un momento a otro es marcado por el antagonismo. “El acto instituyente sólo se muestra en plenitud mediante aquello que lo pone en cuestión” (Laclau, 2014, p. 123). La identidad (óntica) del sujeto y la agrupación muestran su condición ontológica (su remisión a una instauración contingente y a un “fundamento abismal”) cuando son puestas en cuestión y quedan amenazadas por el otro antagónico.

2.4. Círculo

Exclusión del otro y mitificación (por la agrupación de demandas según un significante vacío que representa una plenitud ausente) son dos aspectos de la misma operación. No hay totalidad antes de la exclusión. Pero la exclusión se hace desde una totalidad. “[E]l afuera no es simplemente un elemento más, de carácter neutral, sino que uno excluido, algo que la totalidad expele desde sí misma para constituirse a sí misma” (Laclau, 2018, p. 70). Entonces tenemos un círculo en la argumentación. La exclusión depende de la totalidad y la totalidad de la exclusión. ¿Cómo se sale de él?

Pienso que la respuesta puede ser dada a partir de la consideración de Laclau en conjunto con las ideas de Hölderlin y Schelling a las que he aludido. La captación de esa unidad en la base de la división está descartada por Laclau, en la medida en que no hay sujeto antes de la constitución discursiva del sujeto: no hay elementos preexistentes al discurso; nadie, en consecuencia, ni intelectual ni colectivo, que pueda captar un todo antes de la determinación discursiva-excluyente (cf. Laclau, 2018, p. 68).

La experiencia de la ruptura o división remite, en el pensamiento de esos autores, hemos visto, al Ser (trans-consciente o trans-subjetivo) como unidad en la base de la división, a cuyo hecho se accede, pero a cuya génesis no. El Ser es Ab-Grund. En esa falta de respuesta que es, además de fundamento, una amenaza, radica la fuente del antagonismo. El Ser opera como hecho abismal sabido, en la base de la división teórica sujeto-objeto y de la división práctica entre el sujeto y el objeto que no es yo.

La experiencia consciente requiere, empero, hemos visto, de un saber previo de la propia espontaneidad, antes de las operaciones de identificación y exclusión. El ser humano emerge a la vida consciente enfrentado a lo que se le resiste (y no simplemente ante una sucesión de estados puramente teóricos). Dentro de lo que se nos resiste está (debemos agregar ahora) lo que nos pone en cuestión.

Hölderlin formula a este respecto un argumento que opera en dos pasos. Primero, distingue la unidad y la división teórica de la unidad y división práctica. Luego, muestra que el saber de la unidad y división práctica es el que permite discernir el objeto-no-yo del yo-objeto. Escribe: “‘Yo soy yo’ es el ejemplo más apropiado de este concepto de una división originaria como división teórica, pues en la división originaria práctica el yo es opuesto al no-yo, no a sí mismo” (1975-2008, XVII, p. 156). La determinación teórica produce la diferencia yo-sujeto y yo tematizado objetivamente. Pero, si sólo tuviese lugar esa división teórica, entonces en principio todo lo objetivo sería yo. No ha sido aún explicada la posibilidad de distinguir, dentro de la dimensión objetiva, al yo-objeto y al objeto que es “no-yo”. Para eso se requiere, todavía: una división y un saber prácticos. Sin la división y el saber prácticos, sólo habría algo así como un yo-sujeto puramente contemplativo y su tematización objetivada. Para que surja esa esfera de objetos intuibles en la cual un no-yo y un yo puedan ser identificados y discernidos, debe haber una “división práctica originaria” y, con ella, una actividad práctica sabida que encara resistencia. Sólo entonces pueden emerger los objetos intuibles y la diferencia entre el yo y el no-yo.

La diferencia es entre el yo como agente sabido y un objeto. Aquí el objeto no es algo respecto de lo cual el yo permanezca en una actitud puramente representacional, sin capacidad de actuar sobre él, sino: algo que se opone al yo como agente, pero respecto de lo cual el yo puede actuar. Con la división aparece un sujeto-agente dotado de impulso activo y un objeto que es ambos: resistente y dúctil a su actividad (cf. Hölderlin, 1975-2008, XVII, p. 156; Herrera, 2020, pp. 226-228). El mundo objetivo es campo de acción para el yo. Para la agencia, el mundo emerge como lo que se le resiste y, a la vez, la permite. Agencia, en ese mundo, es una espontaneidad efectiva y, junto con ser efectuada, es situada en medio de la resistencia vivenciada en los objetos sobre los que opera. Captado como resistencia, lo objetivo es el no-yo. La operación de la agencia en el mundo objetivo es, por su parte, la operación de un yo que puede conocerse e identificarse en tanto que situado en las acciones realizadas.

La apertura práctica de la existencia, que ella emerja ante la consciencia como práctica, requiere el saber o aprehensión de la unidad en la base de la división práctica entre agente-sujeto y lo objetivo-práctico. Sin ella, la división práctica originaria conduciría a la dispersión. Habría una capacidad anónima de agencia (ignorada) y, separado de ella, el objeto práctico, de tal suerte que ni la consciencia práctica ni una agencia efectiva aparecerían. Gracias al conocimiento del todo, la división práctica puede dar origen no a una dispersión y una capacidad anónima, sino a un agente como parte intuida en una relación intuida con el objeto. En el “Prefacio al penúltimo bosquejo de Hyperion”, Hölderlin tiene en mente este saber de la unidad en la base de la división práctica. Si el ser, que aparece aquí como fuente de sentido “no fuese accesible”, si no hubiese “intuición [Ahndung]” de él, “nosotros no actuaríamos” (1975-2008, X, pp. 276-277). La aprehensión del todo original en la base de la división práctica es la condición necesaria de una acción efectiva.

La autoconsciencia práctica no es negable. No estamos simplemente ante una sucesión de estados de cosas respecto de los cuales tengamos una consciencia puramente teórica, pero sin consciencia de alguna capacidad de incidir en ellos (de hecho, una tal consciencia difícilmente podría ser llamada teórica, pues la consciencia teórica parte de la base de un sujeto que es, al menos, capaz de definir su modo y posición como observador). Podemos discernir, en cambio, aquí, tres modos de consciencia: lo que se nos enfrenta necesariamente y respecto de lo cual nuestra espontaneidad es impotente (obyecto; Gegen-Stand); lo heterónomo que, oponiéndose a nuestra espontaneidad, sin embargo puede ser doblegado (nuestra espontaneidad está aquí definida por una ob-ligazón a la que se enfrenta lo heterónomo); la espontaneidad práctica misma o capacidad de operar en el mundo. Ese discernimiento sólo es posible a partir de un saber de sí de la propia espontaneidad práctica.

Además de una ausencia de determinación, de la falla de la estructura en constituirse objetivamente de la que escribe Laclau (cf. Laclau, 1990, p. 44), es menester todavía que haya una espontaneidad o capacidad de actuar sabida de parte del sujeto mismo. El “‘sujeto descentrado’” de Laclau, plantea Jacobs, “está atrapado dentro de discursos que conjuntamente constituyen su identidad. Esto limita severamente el ‘espacio para maniobra’ del individuo [...] La visión altamente estructural de la teoría del discurso respecto del cambio político, deja poco espacio para que el individuo afecte procesos discursivos [...] es de hecho menos que idealmente posicionada para dar cuenta del papel de las intenciones personales en el cambio institucional. Es difícil combinar la insistencia en la agencia individual con la ‘producción del sujeto en base a la cadena de su discurso’ [Laclau y Mouffe, 2001, p. 88]” (Jacobs, 2019; cf., Bacchi y Rönnblom, 2014, pp. 174-175).

Despejar un campo para la acción no significa todavía que emerja, además, una capacidad de actuar. Tampoco la mera incapacidad de determinación completa alcanza para explicar la espontaneidad como algo distinto de la mera ausencia de determinación, vale decir: como algo activo y que sabe de sí. La nuda indeterminación como estructura fallida no puede convertirse en consciencia autoconsciente práctica si los elementos no son interpretados desde una capacidad de acción previamente sabida a la cual se enfrentan.

Sin saber de la espontaneidad, no tendríamos consciencia de lo que se nos resiste: ni de oposición física ni de antagonismo o puesta en cuestión. El llamado o exigencia de excluir algo supone ya que el algo que se busca excluir se nos oponga antagónicamente. Ahora bien, no es posible percibir antagonismo si no hay, de su lado, algo que se experimente como limitado o negado. Vale decir, sin saber de la propia espontaneidad práctica.

Además del saber práctico se requiere una comprensión ontológica y un saber de la diferencia ontológica. Sin saber de la unidad en la base de la división (yo-sujeto y objeto, yo y no-yo; agente y lo por ser actuado): no habría encarnación del sujeto, sino división radical sujeto-objeto, ni entonces un ámbito de posible encuentro y enfrentamiento. Si ese “Ser en el sentido más propio del término no fuese accesible, sin una intuición de él, nosotros no pensaríamos ni actuaríamos, no habría nada en absoluto (para nosotros); nosotros no seríamos nada (para nosotros)” (Hölderlin, 1975-2008, X, p. 277). El ámbito de roce y amenaza mutua entre individuos discontinuos sólo es posible si hay una tal unidad en la base de las divisiones. “El antagonismo” debe admitir, precisamente, “un tertium quid” (Laclau y Mouffe, 2001, p. 115). Si no se caería en la separación radical. El antagonismo (como enfrentamiento que es también encuentro entre “adentro” y “afuera”) requiere un ámbito previo e intuido, dentro del cual él pueda desplegarse como oposición. El antagonismo supone un tercero, pues sólo en ese tercero pueden desencadenar en su efectividad oposicional los opuestos. Ese tercero no es una cosa, sino un ámbito o mundo. Escribe Schelling, “Es imposible pensar a los opuestos [como lo primero], es decir, sin la unidad; pues todo aquello que se opone, es en sentido auténtico y de modo real sólo gracias a que ha de ser puesto en un uno y lo mismo” (1856-1861, I/4, p. 236; I/2, p. 390). Una cierta unidad común es requerida por el antagonismo. Debe añadirse la captación de ese todo. Digo “captación”, pues no puede tratarse de un simple estar espacial del sujeto en el todo. El todo es un ámbito de encuentro de un sujeto no-espacial (“interioridad”) con lo otro.

Sin esa unidad y el saber de ella no podríamos tener ante nosotros un antagonismo sabido. Tampoco, interpretar cierto grupo de oposiciones como poniéndonos en cuestión en el sentido radical de la expresión: a nuestra identidad y nuestra existencia.

La consciencia de antagonismo y de su gravedad existencial, tanto en sentido individual cuanto colectivo, requieren saber de la unidad total y de la identidad individual y grupal.

El saber del todo es condición del despliegue de un enfrentamiento. El saber del Ser y su carácter abismal, tanto en la base de la división (como “fundamento/no-fundamento” de unidad que evita la dispersión), cuanto como no-fundamento abismal y amenazante, son condición de la comprensión de un antagonismo como “símbolo de mi no-ser”, como posibilidad de pérdida radical. Gracias a ese saber, también una oposición positiva puede ser interpretada como amenaza.

Además de un saber del todo y su sentido unitario, es menester saber de la identidad del individuo, así como de una – análoga – identidad del colectivo. Sólo sobre la base de un saber existencial de su individualidad puede el ser humano no sólo tener la familiaridad inaugural consigo mismo y reconocerse y distinguirse en medio del mundo de los objetos. Además, ese saber existencial es condición de un saber de resistencia, de oposición y, en último término, de antagonismo (del otro como amenaza).

Algo similar ocurre en la identidad del colectivo político. El individuo que participa en el grupo debe poseer un saber que no se deja explicar simplemente como tematización reflexiva o lingüística. El individuo debe saber del todo en el cual emergen y se oponen los colectivos, y en el cual la participación deviene también posible. Pero, además, ha de tenerse un saber existencial o de pertenencia o participación, el cual debe constar previamente a cualquier tematización reflexiva que vuelva o retorne sobre él. Sólo entonces, como parte de la identidad del individuo, el colectivo puede operar como centro de un dinamismo que lo vuelve tematizable en la posterior reflexión.

Ciertamente, el ser humano emerge a la consciencia gracias a la determinación lingüística de la existencia (individual y colectiva). La determinación lingüística, empero, se hace ya sobre la base de un saber prelingüístico del todo unitario (lo que Hölderlin llama “el Ser”) y de la identidad individual y colectiva. Es manifiestamente posible admitir que un todo relacional, individual o colectivo, emerja propiamente a la consciencia (objetiva) una vez determinado discursivamente, ya efectuada “[l]a captación conceptual de esa totalidad” (Laclau, 2018, p. 69): como identidad individual o colectiva. Es así que una multiplicidad de elementos puede volverse pueblo político. Por su parte, la lucidez consciente individual requiere determinaciones (y exclusiones) en lo intuido como “centro” del sujeto (individual y colectivo). Pero la determinación conceptual y las operaciones de exclusión necesitan todavía una unidad en la base de la división y el acceso a ella, tanto en el caso individual como en el colectivo, pues sin el acceso directo a la identidad individual y colectiva no hay manera de explicar cómo se accede luego a ella mediatamente, en virtud de una tematización conceptual o reflexiva.

3. Lo otro político y la deliberación

No obstante las insuficiencias detectadas en la relación que Laclau establece entre la diferencia (y la discursividad) y la identidad, su pensamiento político logra, sin embargo, comprender al otro sin reducirlo. ¿Cómo es algo así posible, empero, dentro de una filosofía que como la de los románticos reivindica la unidad en la base de la división y el antagonismo? Es necesario reparar en lo planteado por Schelling: el antagonismo, si ha de ser antagonismo y no pura dispersión, necesita de una unidad total en la cual desplegarse. La unidad es diferenciada por el mismo Schelling radicalmente de la “unicidad [Einerleiheit]”, precisamente en la medida en que una es un contexto de posible antagonismo, mientras que la otra no (Schelling, 1856-1861, I/7, 341).

El énfasis de Laclau en el antagonismo existencial y político lo pone dentro de una tradición pluralista, existencial o no universalizante de lo político. Ocupa una posición parecida a la de un Schmitt o un Plessner, quienes reparan en el carácter irreductible del otro a cualquier posible articulación mental efectuada por las capacidades discursivas del ser humano (cf. Schmitt, 2009, 60; Plessner, 2003, 193). En línea con ellos, Laclau afirma la imposibilidad de reducir lo antagónico a operaciones dialécticas: “la fuerza antagónica muestra una exterioridad que ciertamente puede ser superada, pero no puede ser recuperada dialécticamente” (Laclau, 2018, pp. 85; 156). “[R]ecuperaciones dialécticas” son “imposibles” (Laclau, 2018, p. 164). Lo real no se reduce a la lógica.

La relación antagónica se distingue de la contradicción lógica. Si bien en ambas consta una “negatividad”, ellas se diferencian de dos maneras. Primero, mientras la contradicción opera en el ámbito del pensamiento, el antagonismo acontece en la realidad (cf. Laclau, 2014, p. 107). Segundo, la contradicción lógica es “entre objetos conceptuales” (Laclau, 2014, p. 111) que mantienen una identidad objetiva cerrada. En el antagonismo, en cambio, se trata de la “interrupción de identidad” que introduce una discontinuidad radical: “una diferencia ontológica emerge, rompiendo el campo de la objetividad” (Laclau, 2014, pp. 112, 113). Ha de repararse en que el campo de la objetividad no coincide con la unidad del contexto en el cual, precisamente, puede desencadenarse el antagonismo.

Al considerar el antagonismo como interrupción del campo de la objetividad, Laclau busca distanciarse del “modelo deliberativo (de Habermas), que encuentra en [...] procedimientos dialógicos [vale decir, del ámbito del pensamiento] la base para un consenso racional que elimina toda opacidad del proceso representativo” (Laclau, 2018, p. 169). “El papel central que juega la noción de antagonismo en nuestro trabajo [escriben Laclau y Mouffe, deslindándose de los “habermasianos”] clausura cualquier posibilidad de una reconciliación final, de cualquier tipo de consenso racional, de un ‘nosotros’ plenamente inclusivo” (Laclau y Mouffe, 2001, p. xvii).

El problema en el que se halla Laclau es de otro orden que la cuestión dialógica. Mientras él está tratando de dar con las condiciones ontológicas de lo político Habermas o cualquier pensamiento de la racionalidad deliberativa está considerando uno de los modos de interacción (el dialógico), del cual puede decirse que ocurre en una dimensión “de organizaciones y estructuras políticas en su sentido estrecho, el cual admite, perfectamente bien, corresponder con prácticas enteramente sedimentadas”, vale decir: ajenas a toda lucidez ontológica (Laclau, 2014, p. 123).

Si Habermas pone el énfasis en un proceso dialógico por el cual una intersubjetividad crítica se encamina al consenso, Laclau repara en el carácter irreductible del antagonismo a la vía racional. Identidades y proyectos hegemónicos contrapuestos no se desenvuelven sólo en la dimensión de las discrepancias y arreglos dialógico-racionales. En tanto que afectados por el enfrentamiento, vulnerables a la perturbación antagónica, quedan remitidos a un abismo, bajo amenaza, puestos existencialmente en cuestión. Puede decirse que mientras Habermas apunta a una etapa “normal” de la vida política, en la cual el diálogo es preponderante, Laclau eleva al foro las asimetrías sociales, cuya superación es requerida para que se vuelva posible un diálogo en igualdad de condiciones.

Laclau señala que él se distancia del pensamiento de la deliberación, debido a la “indecidibilidad estructural” de los asuntos políticos. La heterogeneidad fundamental entre lo ontológico por ser representado y el contenido óntico que lo representa produce que su relación admita ser decidida de diferentes maneras, sin que, empero, haya una razón para zanjar la discusión. La abismalidad del Ser provoca que cualquier esfuerzo por representar o expresar sea aquí insuficiente y por tanto, en principio, discutible.

La representación o expresión, hemos visto, se efectúa por medio de un contenido investido de una función de expresión o representación de algo distinto, que no puede aparecer. Esa representación, a la vez que ecualiza las demandas diferentes, determina la identidad política respecto de lo que ha sido expulsado.

Lo representado o expresado y que no puede aparecerse es el Ser, que es Abgrund o lo indeterminado. Y el representante es un contenido óntico determinado (cf. Laclau, 2014, pp. 118-121). El representante (un contenido óntico particular) es necesariamente incapaz de hacer plenamente presente un ser infinito como Abgrund. La elección del contenido, entonces, no resulta justificable por medio de cadenas lógicas de razonamiento. Es simplemente constitutiva. Consta así una “indecidibilidad estructural”. En virtud de ella, “si dos grupos diferentes toman decisiones diferentes, la relación entre ellos devendrá una de antagonismo y poder, desde que no existen fundamentos racionales para optar en un sentido u otro” (Laclau, 1990, p. 31).

Con su crítica, Laclau se distancia de un racionalismo como el de Habermas, pero, especialmente, también, de una versión menos conspicua de la teoría de la deliberación que ha permeado, sin embargo, en los cuadros de la nueva izquierda chilena, en el campo académico, pero también el político. Según ella, la deliberación política es un modo de interacción emancipatorio: supone reconocer al otro y sus argumentos; y conduce, por medio de la disciplina argumentativa, la admisión de posiciones que tengan a la vista el interés general. Si la deliberación opera sin intervención externa, produce, por reiteración de argumentaciones disciplinadas, educación política y el avance hacia una situación de reconocimiento radical (cf. Atria, 2006, 2013, 2018).

La dirección del argumento apunta a una subsunción de las actitudes humanas a la racionalidad crítica y el consenso racional según interés general. En este sentido, se declara “inaceptable” la posición del “escéptico”. “Aceptar respecto de alguna cuestión que hemos llegado al punto en el cual sólo puede decirse ‘esa es su opinión, yo tengo la mía’ es una posición inaceptable” (Atria, 2013, p. 209). En un ámbito de cuestiones disputables y en todas ellas, la alternativa es la siguiente: o bien escepticismo, o bien convencimiento respecto de la verdad. Sólo esta última posición es “aceptable”. Mas, entonces, se está dejando también fuera la posición comprensiva que reconoce, junto con la capacidad de la mente de elucidar la realidad y argumentar, es, empero, lúcida respecto de la finitud de esa mente, puesta frente a una realidad dinámica, resistente a las generalizaciones. En el contexto determinado por la noción de verdad que postula la versión considerada de la teoría de la deliberación, no hay espacio para el escepticismo o la duda. Ellos son denostados desde el inicio. Se identifica al escepticismo con el emotivismo (cf. Atria, 2018, p. 125; 2006, I, p. 46). “La postura del emotivista” o “escéptico” “en nuestras situaciones concretas es la de quien tiene poder fáctico [...] para confiar en que logrará salirse con la suya [...]. [El emotivista o escéptico] finge estar discutiendo, cuando lo que en verdad está haciendo es comportarse como un free rider de la deliberación [...]. ‘[E]motivista’ [o escéptico] es el nombre que recibe el que no ofrece argumentos, y quiere hacer que nosotros decidamos como él quiere sólo porque él lo quiere, sin siquiera molestarse en ofrecernos una razón que muestre que eso es lo correcto o lo que va en el interés de todos” (Atria, 2018, p. 124).

Aunque Habermas abogue también por un tipo de praxis cuyo horizonte es el consenso, él, sin embargo, es consciente de algunos límites de la operación deliberativa. “El sentido de la verdad, que está implicado en la pragmática de las afirmaciones, se deja explicitar cuando planteamos qué es la ‘redención discursiva’ de pretensiones de validez. Esta es la tarea de una teoría consensual de la verdad. Según esta concepción, yo puedo atribuirle a un objeto un predicado si y sólo si es esperable que todo otro individuo que pueda entrar en una argumentación conmigo le atribuya al mismo objeto el mismo predicado” (Habermas, 1984, p. 109). Previo al “si y sólo si”, para Habermas es inadmisible postular simplemente una exigencia de renuncia al escepticismo o de su prohibición. “Las partes en el diálogo han de incluir en la propia concepción del mundo aquellos aspectos de la interpretación del mundo del otro cuya invalidez no pueda ser probada” (Frank, 1988, p. 92). La versión chilena del pensamiento de la deliberación, en cambio, se salta esta salvedad fundamental. Pretende superar esa “invalidez que no puede ser probada”, declarando “inadmisible” la posición escéptica y afirmando la exigencia de que la deliberación llegue a un convencimiento.

Laclau se distancia de ambas versiones de la teoría de la deliberación. Puesto que además efectúa una justificación de la irreductibilidad de lo político al consenso, él ofrece la que me parece una alternativa más pertinente que la otra.

El “antagonismo”, hemos visto, se diferencia de la contradicción; no es “superable dialécticamente” (Laclau, 2018, p. 152; cf. p. 150; Laclau y Mouffe, 2001, pp. 122 ss.). En la seriedad del enfrentamiento no se trata de pasos lógicos. Toda identidad construida en el campo político es vulnerable a lo otro antagónico, pues el fundamento de toda identidad es siempre abismal. La identidad política es “existencial”, no “esencial” (Schmitt, 2015).

Si hay una diferencia de órdenes entre la operación deliberativa y el carácter antagónico y variable de la situación, entonces el escepticismo ante ciertas cuestiones no depende sólo de condiciones legítimamente superables por vía dialógica. Él es signo de esa diferencia de órdenes entre lógica y antagonismo; entre construcciones de identidades pretendidamente objetivas o cerradas (la situación racionalmente sellada del reconocimiento radical), y actos de investidura constitutivos de inestables identidades políticas. En un caso se trata de llegar a un acuerdo racional universal; en el otro, sólo puede tratarse de producir representaciones capaces de hacer sentido en contextos variables, afectados por demandas que se agrupan y dispersan según las circunstancias.

En tanto que Laclau repara en ese dinamismo y el carácter perturbable de cualquier identidad, su pensamiento permite limitar lo que podríamos llamar la “ansiedad del convencimiento”: el deseo de controlar, sin resguardos suficientes, la situación por medio de una razón ocular, escrutadora y disciplinante. Dada la diferencia de órdenes mentada, tal intento sólo puede llevarse a cabo como imposición.

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    Este trabajo se realizó en el marco del proyecto FONDECYT (Chile) Nr. 1230072.

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Fechas de Publicación

  • Publicación en esta colección
    11 Nov 2024
  • Fecha del número
    2024

Histórico

  • Recibido
    23 Ene 2023
  • Acepto
    03 Mayo 2023
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