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Revista Brasileira de História
Rev. Bras. Hist.
0102-0188
1806-9347
Associação Nacional de História - ANPUH
ABSTRACT
The Ibero-American independences have provoked important historiographical debates that have shown the importance of the revolutionary transformations that took place between the end of the 18th century and the beginning of the 19th century. The idea is to show that, in the 1820s, the revolutionary elements of nineteenth-century liberalism that formed the independent republics were implemented in almost all the Ibero-American territories. Thus, I am based on the concept of revolution to define the processes of independence in Ibero-America, highlighting that this occurred from the assumptions of liberalism. In this way, this reflection allows us to broaden our perspective and obtain a generalization about the processes of independence. With this, I show that the result of the processes of independence cannot be limited to the adoption of the republic as a form of government. The analysis, necessarily historical, must transcend towards the global understanding of these phenomena.
INTRODUCCIÓN
Hace algunos años, en un libro ya clásico, el profesor Marcello Carmagnani se refería al “otro Occidente” para resaltar la centralidad de los territorios americanos que habían pertenecido a las monarquías ibéricas - española y portuguesa - durante el proceso de transformación que sufrieron las sociedades occidentales desde la segunda mitad del siglo XVIII y hasta finales del siglo XIX (Carmagnani, 2004; Posada Carbó, 2020, pp. 107-111). Sin embargo, no siempre ha sido esta la posición que los estudios sobre los procesos iberoamericanos de independencia han ocupado en las agendas de investigación de la comunidad de historiadores dedicada a su análisis. Más bien al contrario, durante bastante tiempo, el foco del estudio revolucionario se concentró en las experiencias anglosajonas y francesa de finales del siglo XVIII y sólo en las últimas décadas ha emergido un interés por estudiar y analizar históricamente estos fenómenos en la América hispano-portuguesa2.
Este estudio de reflexión histórica parte de ese punto de vista y plantea de forma general, para el período cronológico de la década de los años veinte del siglo XIX, que Iberoamérica fue el centro neurálgico de experiencias revolucionarias que, desde los presupuestos del liberalismo, sentaron las bases de los nuevos estados-naciones republicanos, para el caso hispanoamericano, y monárquico, para el brasileño. Al contrario, las revoluciones de los años veinte del Ochocientos han sido estudiadas, generalmente, desde una óptica eurocéntrica que ha impregnado el relato historiográfico con la idea de un “ciclo revolucionario” exclusivo de una Europa - o más bien de un Occidente atlántico (Hobsbawm, 1991; Godechot, 1981; Palmer, 1964; Bayly, 2010) - en la que el Antiguo Régimen y la revolución estuvieron en constante lucha desde 1789 y hasta 1848, al menos. En esta imagen estereotipada de lo que fue la revolución “a la francesa” no han tenido cabida las experiencias iberoamericanas que, hasta muy recientemente, han estado constreñidas a la singularidad de cada caso en la literatura historiográfica especializada; bien por considerarlas ancladas en un eterno colonialismo, fruto de las luchas intestinas del caudillismo decimonónico, bien por reducir las transformaciones al ámbito estrictamente de lo político y centradas en la adopción de la república como forma de gobierno generalizada en todo el continente3.
En este sentido, la resistencia a adoptar el adjetivo liberal para definir los procesos de construcción de los estados-naciones iberoamericanos ha comenzado a resquebrajarse, en parte gracias a los importantes trabajos que la historia conceptual ha aportado en los últimos años (Fernández Sebastián, 2012a; 2021; Jaksic; Posada Carbó, 2011; Goldman, 2008; Caetano; Cuadro, 2014). Éstos demuestran que las críticas realizadas al liberalismo como algo exótico que fue trasplantado a Iberoamérica - y por tanto, ajeno a la idiosincrasia de las sociedades latinoamericanas - carecían de fundamento histórico y eran producto de un juicio anacrónico4. En consecuencia, el liberalismo iberoamericano era evaluado negativamente al no cumplir con los criterios básicos de las sociedades democráticas occidentales del siglo XX. Estas interpretaciones ahistóricas estigmatizaban, además, el liberalismo decimonónico al negarle la capacidad transformadora que sí le era atribuida a la república, cuyo ideario poseía raíces distintas y mucho más antiguas que el liberal.
Aunque este trabajo se ciñe fundamentalmente al caso hispanoamericano, las transformaciones sufridas durante estos años no dejan de tener relevancia igualmente en el espacio luso-brasileño, por cuanto la tesis que guía estas páginas enfatiza el papel del liberalismo revolucionario como eje principal de la creación de las naciones iberoamericanas a inicios del siglo XIX, adoptaran estas la forma republicana o monárquica de gobierno.
Así las cosas, se hacen necesarios una contextualización y un estudio históricos de los procesos iberoamericanos de la década de los veinte del siglo XIX que analicen la construcción de las primeras experiencias republicanas y monárquicas englobadas en las transformaciones del liberalismo revolucionario5. A ello se aspira desde una reflexión histórica e historiográfica sobre este período.
1. INDEPENDENCIA, REVOLUCIÓN Y LIBERALISMO
Algunos autores ya han señalado la construcción ideológica de la sinonimia entre los conceptos de independencia y revolución. Este reconocimiento ha sido fruto de la ausencia de funciones analíticas claras de uno y otro concepto, lo cual ha llevado a que las interpretaciones tradicionales establecieran las independencias como relatos fundacionales de las naciones, en las que una patria preexistente y esencialista era rescatada de la opresión a la que había sido sometida durante siglos. Estos relatos establecieron las independencias como una especie de “destino natural” que las naciones debían alcanzar en el contexto de las luchas contra un enemigo exterior simplificado éste en “España” y “Portugal”. Y en ese sentido fue que se identificaron con la revolución. Es decir, las independencias fueron consideradas revoluciones porque cumplían con la necesidad de construir el mito fundacional de la nación y la patria6.
A mi entender esta interpretación ha generado cierta confusión entre la concepción de la independencia y la revolución, pues ha limitado la segunda a los aspectos puramente políticos, visibles a partir de la ruptura con las monarquías ibéricas y la creación de repúblicas. Esto ha impedido que se hayan incluido los cambios sociales, culturales y económicos en la idea de revolución para esta época; que lo que haya perdurado sea que hubo una independencia, pero no una revolución. Inclusive, que se les exija a estos cambios una nitidez y consolidación apriorísticas al momento transformador, más bien propias de las décadas posteriores7.
Sin embargo, no se puede elidir que la conformación de las repúblicas hispanoamericanas y la monarquía brasileña supusieron también la construcción de estados-naciones cuyas características respondieron fundamentalmente al ideario liberal de la época. Y ello fue así porque el triunfo independentista se produjo frente a unas metrópolis cuyos rasgos estructurales característicos en dicho momento eran de Antiguo Régimen. Es decir, ni las monarquías hispana y lusa, ni sus territorios coloniales eran sujetos de soberanía, no al menos en el sentido iusnaturalista y moderno del término, por lo que las guerras de independencia no podían producirse entre naciones.
Lo que sí ocurrió en ese primer tercio del siglo XIX fue un proceso, con distintos ritmos y fases, que terminó por transformar las estructuras jurídicas, políticas, sociales, económicas y también culturales y simbólicas - obviamente visibles en su crecimiento posterior a lo largo del siglo - tanto de esas monarquías como de sus antiguos territorios coloniales. Este proceso, aunque de raíces más profundas, se inició con la crisis de las monarquías ibéricas y se consumaría en la década de los años veinte del siglo XIX, en un momento, precisamente, de reacción absolutista en Europa cuando la independencia fue el paso dado para salvar la revolución en Iberoamérica. Por esta razón, el liberalismo revolucionario no podía triunfar sin romper políticamente con la forma de gobierno que la metrópoli encarnaba y tampoco podía aceptar la fórmula francesa de la monarquía constitucional8. Es decir, fue muy difícil aceptar el liberalismo junto a la monarquía, sobre todo si el modelo monárquico era el de la Europa restauracionista9. La identificación de la reacción con la monarquía no dejó otra salida que la república como forma de gobierno para quedar a salvo de los absolutismos europeos, al menos en la etapa anterior a los años veinte. Y también provocó que muchos de los protagonistas de la época identificaran las características del liberalismo sólo como posibles en un gobierno republicano.
Además, cabe remarcar aquí las diferencias de coyuntura de la década de los veinte al respecto de la fase anterior y el vigor que la contrarrevolución tuvo en algunos territorios, como por ejemplo en México, donde las propuestas de independencia se produjeron también desde planteamientos antiliberales y reaccionarios, precisamente para mantenerse a salvo de la revolución liberal que se estaba llevando a cabo en el centro neurálgico de la monarquía. En este sentido, la nueva historiografía apunta a una interpretación más plural y compleja del fenómeno independentista, de la revolución y del liberalismo, en tanto que el primero no puede más ser identificado única y exclusivamente con este último. Propuestas de independencia las hubo en América tanto para desligarse de la monarquía española como para conservarla y en muchas de ellas la religión jugó un papel fundamental como discurso alternativo al del liberalismo y que apelaba también a la actualización de los lenguajes y medios de expresión políticos desde la “modernidad” (Eastman, 2011, pp. 428-443; Isabella, 2015, pp. 555-578; Escrig Rosa, 2021, pp. 1493-1548).
De este modo, considero que la identificación entre revolución e independencia ha respondido más bien a una construcción historiográfica a la hora de interpretar esta última como el momento fundacional de la nación y que, no necesariamente, ambas fueron cronológicamente de la mano. Siendo así debemos contemplar que pudo haber más de un camino a la independencia y que, igualmente, se podía haber producido una independencia sin revolución (liberal), como deseaban los contrarrevolucionarios y una revolución sin independencia, como esperaba el constitucionalismo gaditano, por ejemplo.
Más allá de todo eso, soy consciente de las reticencias a adoptar el sintagma “liberalismo revolucionario” o “revolución liberal” para explicar lo acontecido en los territorios iberoamericanos durante la década de los veinte del siglo XIX. Además, y aunque esta reflexión se centre en esta década, no puede analizarse sin tener en cuenta la coyuntura histórica precedente, puesto que se trata de una fase inmersa dentro de un proceso más amplio. Por otro lado, sustantivizar lo liberal o adjetivar lo revolucionario tampoco creo que genere ninguna diferencia en este caso, dado que el sintagma adquiere su significado cuando se completa como tal. Es decir, el sentido se obtiene al unir ambos, dado que existieron - y existen - liberalismos que no fueron revolucionarios y revoluciones que no fueron liberales. Insisto, pues, en la condición histórica de los procesos liberales y revolucionarios que acontecieron en este período en Iberoamérica10.
Por todo ello, cuando me refiero a la revolución lo hago en tanto que el Estado implantado por las monarquías absolutistas ibéricas en América fue sustituido por estados-naciones cuyas transformaciones liberales no se circunscribieron exclusivamente a la adopción de la república como forma de gobierno, una vez proclamada la independencia, sino que incluyeron también cambios en aspectos sociales, culturales y económicos que fueron profundizándose a lo largo de toda la centuria. Ello no significa que no puedan reconocerse las pervivencias del régimen anterior que sobrevivieron a estos cambios y que, en la mayoría de los casos, se adaptaron a los nuevos parámetros que imponía el Estado liberal11. Negar lo anterior sería entender el liberalismo revolucionario como un sistema aniquilador que pudo hacer tabla rasa de todos los aspectos que conformaban el Estado colonial y concederle a éste la peculiaridad de ser el único sistema político en la historia surgido de ideas enteramente desconocidas y novedosas, en una suerte de feliz autogénesis. Y sabemos que no fue así. Los elementos liberales se adaptaron al nuevo lenguaje político constitucional que puso en práctica unas, también, nuevas formas de configuración de los espacios institucionales y de gobierno de las monarquías y de las repúblicas, al mismo tiempo que generaron una cultura política con significados y prácticas distintas y revolucionarias, entre las que se incluyeron las modernas concepciones sobre la soberanía y la nación, o la representación, entre otras.
Con ello no quiero insinuar que el debate sobre las continuidades y rupturas para estos procesos no haya aportado grandes avances al conocimiento histórico, aunque sí reconocer que, precisamente por ello, carece de sentido enquistarse en él. Si hubo continuidades es porque éstas se distinguen en un contexto diferente - y por tanto de cambio - al que operaban con anterioridad y, por tal motivo, son reconocibles como tales. Además, pretender que aquello que continúa siga exactamente igual tras dos décadas de guerra y cambios políticos profundos, es reducir al absurdo un elemento de análisis que puede aportar mucho a la comprensión histórica del período. Nada ni nadie sigue igual después de una guerra, por más que lo intente. Ni en éste ni en ningún otro período de la historia. Por ello, las continuidades formaron parte del proceso de adaptación a las prácticas liberales que, por otro lado, tal y como ha afirmado un sector de la historiografía especializada, no pueden reducirse a un conjunto normativo de derechos individuales, sino que deben atender a sus elementos ilustrados, corporativos - y en ese sentido, republicanos - que provenían de la tradicional cultura constitucional del mundo hispánico12. Lo cual no supone tampoco una afirmación de ausencia de ruptura, sino todo lo contrario. Tal y como vienen insistiendo algunos autores, la revolución vino acompañada necesariamente de la reacción, consecuentemente, el liberalismo del antiliberalismo13. Si algo demuestra la crítica desde los presupuestos antiliberales, es la existencia de una profunda ruptura que debería tenerse más en cuenta a la hora de asumir con cierta facilidad las evidentes continuidades como una muestra tajante de ausencia de revolución. De este modo, los casos que evidencian que hubo un sostenimiento de unas determinadas prácticas en regiones concretas en los inicios del proceso revolucionario, no deberían utilizarse para negar las transformaciones sustanciales que acontecieron de forma general en la conformación de las nuevas repúblicas hispanoamericanas. Lo valioso de estos ejemplos es, precisamente, que muestran la capacidad para ilustrar las dificultades y conflictos que la instauración del liberalismo generó, no tanto por los presupuestos teóricos en los que se basaba, sino por los profundos cambios que su aplicación suponía. Las resistencias a éstos no hacen más que confirmar su propia existencia. El liberalismo no era un modelo desenfrenado de libertades individuales sin ningún tipo de control (fueran estas políticas o económicas) sino que estaba basado en una concepción moral del bien común y del compromiso virtuoso. Así, en esta etapa inicial de construcción de los estados-naciones, el republicanismo y el liberalismo no fueron tan incompatibles. Es más, los ideales republicanos permearon el discurso liberal hasta el punto de que ambos elementos no pueden contraponerse en un análisis histórico de los lenguajes políticos del momento. Ello permite establecer un planteamiento general que ofrezca una explicación de conjunto de los procesos de construcción de los estados-naciones iberoamericanos en la segunda década del Ochocientos sin perderse en las particularidades.
2. ¿QUÉ LIBERALISMO?
En los últimos años ha habido una revalorización del estudio del liberalismo clásico que ha puesto en duda la concepción de éste como una ideología o sistema político que responde a unas características perfectas, acabadas e inamovibles. Esto ha generado una profusión de investigaciones que, desde distintas metodologías, se han acercado a la definición del liberalismo, particularmente decimonónico, con la intención de superar los mitos sobre él establecidos. En particular, y para la época que ocupa este estudio, ya he señalado que la historia conceptual e intelectual ha aportado nuevos enfoques desde los cuales aproximarse a lo que pudo significar, para los actores y actrices del momento, aquello que se llamó liberalismo14.
Es conocido que los términos liberal y liberalismo comenzaron a pronunciarse en los debates de las Cortes de Cádiz para definir al conjunto de ideas que defendían algunos diputados peninsulares y americanos y que se difundieron principalmente a través de la prensa de la época. Es decir, que empezaron a usarse en castellano algunos años antes de que se establecieran sus correspondientes en inglés o francés (Fernández Sebastián, 2012b, pp. 261-301). En este sentido, el estudio del liberalismo decimonónico supone necesariamente atender a su condición histórica para definir con cierta precisión qué características revestía el liberalismo al que nos estamos refiriendo. Es por tal motivo que hoy en día se ha aceptado pluralizar el término y hablar de liberalismos, en un intento de mostrar la complejidad y diversidad que, en cada momento y lugar, pudo reunirse bajo este nombre.
Desde mi punto de vista, este plural no sólo debe vincularse al reconocimiento y confirmación de la existencia de una multiplicidad y variedad de experiencias territoriales - para el caso iberoamericano - sino también a la propia concepción histórica del liberalismo que, por su génesis y lógica holística, encierra una calidad diversa. Por tal razón, y en aras de ofrecer claridad histórica al respecto, se ha aceptado el uso de la etiqueta “primer liberalismo” para referirse al conjunto de discursos, ideas y prácticas liberales que dieron lugar al inicio de la construcción de los estados-naciones, tanto en Europa como en Iberoamérica (Vázquez, 1995, pp. 11-41; Annino, 1995, pp. 43-91; Fernández Sarasola, 2011b, pp. 547-583; Breña, 2006). Es decir, el sintagma no sólo debe remitirnos a un momento concreto en el tiempo - primer tercio del siglo XIX, en este caso - sino a una serie de características propias, generales y específicas, de cada una de estas experiencias identificadas como tales. Además, parece una obviedad resaltar que si hubo un primer liberalismo es porque se reconoce que tras él pudo haber un segundo, un tercero, o un cuarto. No obstante, esto no debe limitar la explicación al hecho de que este liberalismo referido fue el que aconteció primero, sino que debe propender a buscar lo que distinguió a éste del resto. El esfuerzo que los historiadores debemos realizar es el de explicitar qué características tuvo el primer liberalismo que lo diferencian del resto de los liberalismos acontecidos en otros lugares y momentos de la historia.
Afirmar lo anterior plantea dos reflexiones. Primero, que si reconocemos el primer liberalismo como el conjunto de prácticas e ideas que generaron una cultura política naciente con la configuración de los estados-naciones iberoamericanos, debemos estudiarlo no sólo desde una aproximación a las cuestiones políticas sino también en relación al resto de aspectos que los conformaron, sean sociales, económicos, jurídicos, culturales o simbólicos. O al menos intentarlo. Lo que incluye tener en cuenta las resistencias al triunfo de ese liberalismo. Segundo, para ello se debe establecer una cronología consustancial al proceso de formación de los Estados y no a su crecimiento posterior. Es decir, en este caso se debe distinguir entre el momento matricial y definitorio de los estados-nación, que se produce con el proceso de las independencias y la evolución que éstos tendrán ya en la segunda mitad del siglo XIX.
Al respecto de lo último, uno de los principales tópicos que se han repetido en casi todas las historiografías nacionales iberoamericanas ha sido el de contraponer drásticamente liberales y conservadores a mediados del siglo XIX. En muchos casos, estas diferencias irreconciliables surgieron a partir de la fundación de los partidos políticos que se arrogaron la calidad de “liberales”, y que relegaron a sus adversarios - los conservadores o moderados - al espectro ideológico opuesto. El acta de nacimiento de estos partidos - en ocasiones con claras connotaciones peyorativas referidas al faccionalismo que en sí mismo integraban - muy concreta en el tiempo y casi siempre mediado el siglo, también ha generado dificultades para encontrar propuestas liberales en tempranas etapas anteriores. Sin embargo, las tendencias liberales fueron definiéndose a lo largo de todo el siglo XIX, produciéndose, en algunos casos, una tardía fundación de partidos políticos con una clara definición ideológica. De ahí que, tradicionalmente, los procesos que dieron origen a los estados-naciones no se plantearan, en la mayoría de los casos, como sustentados por el liberalismo sino sólo como independencias y, en el mejor de los casos, amparados bajo el ideario del republicanismo. Tal vez sea una perogrullada preguntarse entonces ¿por qué no hubo partidos republicanos en Iberoamérica en el siglo XIX? Y no me refiero a que defendieran la formación de una república, obviamente, algo innecesario en un régimen ya republicano, como sí lo hicieron los partidos de este tipo fundados en Estados monárquicos - como España y Brasil, por ejemplo - sino a partidos cuyos principios fueran los del republicanismo clásico.
En tal sentido, ya se han comenzado a marcar las diferencias entre el primer liberalismo y el que se desarrolló a partir de los años cuarenta y cincuenta del siglo XIX. Algunos autores se han esforzado en destacar la importancia de este liberalismo temprano para Iberoamérica al sugerir que los distintos ritmos de aplicación y desarrollo en cada territorio pueden entenderse como desenvolvimientos propios del mismo (Jaksic; Posada Carbó, 2011, pp. 26-27). Las diferencias, en cada caso, también estriban en lo que algunos autores han venido en llamar la “nacionalización” del ideario liberal, producida en la segunda mitad del siglo XIX, encarnada en los líderes de la independencia y en una lectura nacionalista de la misma. Fue así en algunos lugares, tal como Venezuela, Colombia, México, Argentina y Perú, donde el proyecto nacional de las elites políticas, mediada la centuria y en adelante, se hizo coincidir con el ideario liberal. Lo cual vino a reforzar una relectura interesada del primer liberalismo como experiencia histórica y susceptible de ser interpretado como pasado, desde el mismo momento en que se comenzó a construir su historiografía. Los liberales de la segunda mitad del siglo XIX presentaron una imagen idealizada de aquel. Esa particular “ilusión retrospectiva” decía más de las preocupaciones de su presente que del momento pretérito al que se refería. Muchos de estos liberales construyeron un pasado “nacional y democrático” originado en la independencia, y del que luego bebió la historiografía tradicional nacionalista, que explicaba a ésta como el rescate de la nación oprimida por una monarquía extranjera.
Pero el desarrollo de las investigaciones sobre los procesos de las independencias iberoamericanas ha mostrado también que las evidentes líneas divisorias, que durante tanto tiempo separaron nítidamente a liberales y conservadores, son cada vez más difusas. No son pocos los especialistas que coinciden en señalar que los proyectos políticos de las elites iberoamericanas bebían del tronco común de la gran familia liberal y diferían, según los casos, en apreciaciones en torno a la extensión del sufragio y la representación, la mayor o menor interferencia en cuestiones económicas, el papel primordial o no del ejecutivo, la soberanía o autonomía provincial, etc. No es difícil realizar un repaso por los escenarios políticos de la segunda mitad del Ochocientos y encontrarse con que, una vez consolidada la independencia y dados los primeros pasos para la formación de un Estado propio sancionado en una Constitución, en casi todos los países surgió un partido que se apropió del adjetivo liberal y confinó a sus opositores políticos a la etiqueta de conservadores. A veces desde el gobierno y otras veces desde la oposición. La crítica al modelo revolucionario desplegada a partir de la década de los treinta, sobre todo tras la lectura de los textos de Benjamin Constant, llevó a estos liberales a posicionarse en contra de la preeminencia del legislativo y a aplicar la diferencia entre derechos y libertades civiles. El modelo de gobierno representativo no pudo ya ser sustituido, dado el arraigo y el “manto democrático” que proporcionaba al sistema, pero sí pudo ser dirigido por un estricto control electoral y un amplio poder para el ejecutivo. Sólo hay que recordar que en algunos Estados se incluyó un cuarto poder, moderador (Brasil) o conservador (México), para reforzar el dominio sobre los legislativos.
En este sentido, liberales y conservadores se diferenciaron por su planteamiento de mayor o menor inclusión representativa y parlamentaria y, a pesar de que coincidieron en las cuestiones básicas del orden institucional, mantuvieron enfrentamientos por el poder a lo largo de todo el siglo. En algunos casos, los partidos conservadores o moderados entablaron encarnizadas batallas dialécticas por presentarse como los verdaderos defensores de la libertad y, generalmente, del progreso. En Colombia, el Partido Moderado Progresista fundado en 1848, se definía como “el partido liberal neto, liberal en realidad, no liberal de nombre” (Calderón; Villamizar, 2012, p. 215). En Venezuela los liberales moderados que accedieron al poder con la Constitución de 1830, fueron etiquetados como “Partido Oligarca” por resistirse al sufragio universal, a abolir la esclavitud o al reparto de tierras. Éstos prefirieron asumirse como el partido del orden o el partido de los libres, hasta que la historiografía los encuadró definitivamente en el Partido Conservador (Straka, 2011, pp. 89-118; Guerrero; Leal; Plaza, 2012, p. 483). En Brasil los liberales moderados que defendieron la monarquía constitucional a partir de los años treinta y el regreso a la Carta de 1824 - llamados realistas o restauracionistas por la historiografía - fueron la base del futuro Partido Conservador, cuyas raíces liberales han sido, normalmente, puestas en duda15. Para el caso mexicano, hasta hace poco se había ignorado el predominio inicial del liberalismo e incluso la Constitución de 1836 había sido tildada de conservadora por su organización centralista. Un ejemplo de cómo el triunfo del primer federalismo sobre las bases del republicanismo liberal relegó a cualquier opción centralista y/o monárquica a la etiqueta de “conservadora”. Es más, el caso mexicano es paradigmático en ese sentido, ya que sus dos experiencias monárquicas a lo largo del siglo XIX convirtieron a la monarquía en una especie de anatema vinculado a lo extranjero (primero español, luego francés) e identificado no sólo como conservador sino, en ocasiones, como reaccionario, imposible de ser liberal. De este modo, el triunfo del Partido Liberal frente a la impuesta monarquía acabó por identificarlo con lo verdaderamente mexicano y con la república.
3. SEÑAS DE IDENTIDAD DEL PRIMER LIBERALISMO
Llegados a este punto cabe preguntarse cuáles son los rasgos fundamentales que definen a este primer liberalismo, aquellos que los estados-naciones surgidos de los procesos de independencia en Iberoamérica compartieron con los sistemas liberales y representativos de la época. La generalización es útil en tanto que seamos capaces de obtenerla del valor contingente de los casos particulares en los que también se incluyeron elementos propios de la cultura jurídica hispánica que compartían y de la que se independizaron. Así, en mayor o menor medida, estos primeros liberalismos compartieron una serie de características que, según el territorio, se aplicaron con mayor o menor profundidad.
En primer lugar, el proceso revolucionario trajo consigo la formación de Congresos o Asambleas electivas con pretensiones constituyentes que se dieron a la tarea de elaborar una Constitución o unas leyes para los nuevos Estados, fueran estos unitarios o federales. Todos confeccionaron una Constitución como norma básica y garantía de libertades la cual contenía la formulación específica de la declaración de derechos naturales del hombre: libertad, igualdad, propiedad y seguridad, fundamentalmente. Cada una de las constituciones establecidas durante la década de 1820 en Iberoamérica insertó en su articulado, en alguna medida, buena parte de las características de este liberalismo. En muchas de ellas puede seguirse de forma clara la influencia del constitucionalismo gaditano - sobre todo en los territorios donde estuvo vigente - pero también del francés y, en menor medida, del norteamericano y británico (Chust, 2010, pp. 403-450; Portillo Valdés, 2016).
En éstas puede apreciarse de forma clara una mezcla de elementos iusracionalistas con otros de origen tradicional, fruto del especial carácter del liberalismo hispánico. Las primeras constituciones iberoamericanas no se sustrajeron a los contenidos característicos del liberalismo y reconocieron, también, los derechos y la división de poderes (Fernández Sarasola, 2011a, p. 322). En tal sentido, muchas de las constituciones recogieron los derechos subjetivos en apartados específicos que contenían una “declaración de derechos”, separándose del modelo gaditano y con una influencia mayor de las constituciones norteamericanas. Las que no lo hicieron, incluyeron igualmente alguna referencia a los mismos y a su protección por parte del Estado. Así, otra de las características específicas de este primer liberalismo puede observarse en la división de poderes en legislativo, ejecutivo y judicial, y en algunos casos, la inclusión de un cuarto poder que contuviera las posibles veleidades revolucionarias de las asambleas.
Otra cuestión fundamental de estos liberalismos es la vinculación de la concepción de la nación a la soberanía. El principio de soberanía nacional - o popular, según el caso - fue reconocido prácticamente en casi todas las primeras constituciones, siendo una de las premisas básicas del liberalismo revolucionario desde la Declaración de Derechos de Francia, en 1789. La asunción de la soberanía contribuyó a que la nación fuera interpretada como el nuevo sujeto político en nombre del cual se construía el nuevo modelo de Estado.
Ligada a esta última cuestión se produjo la adopción de un sistema representativo que extendió el sufragio como instrumento más generalizado de participación política. En este sentido, el ejercicio del sufragio quedó vinculado a la condición de la ciudadanía. En muchas de estas primeras Constituciones se aplicó la elección indirecta como medio de contener el ascenso imparable de los sectores populares y medios a los derechos políticos. El sufragio censitario fue la fórmula más utilizada y aunque las exigencias económicas en muchas ocasiones no eran elevadas, mantenían fuera de la capacidad de sufragar a buena parte de la población. Por otro lado, y dado que en varios casos los gobiernos hispanoamericanos pretendieron construir sociedades de “pequeños propietarios” incentivando el acceso a la propiedad de la población libre, indígenas, mestizos, negros y zambos, centraron las distinciones en las capacidades de los electores al introducir requisitos de alfabetización en alguno de los niveles para evitar la participación política de estas clases. En la práctica, en zonas densamente pobladas por estos sectores, supuso la restricción del derecho al voto, otorgándolo a una minoría blanca educada que acabó por representar el “ideal del nacional”. Otra condición básica del ideario liberal fue la asunción de la educación pública y gratuita como sustento de la nueva ciudadanía nacional. La implicación del Estado en la educación tenía también intereses nacionalizadores para unas repúblicas nacientes que asumieron la tarea de construir nuevas identidades políticas. Para tal, contribuyó mucho el establecimiento de la libertad de imprenta que supuso otro de los rasgos diferenciadores de este primer liberalismo. La prensa no fue la única vía para expresar las opiniones ciudadanas, sino también la creación de sociedades literarias y patrióticas y la apertura de centros de cultura como bibliotecas o museos, los cuales formaron parte de un vector de construcción de identidad y de nacionalización.
Un elemento distintivo más fue el sostenimiento de la religión católica como única en el Estado y la apropiación del Patronato por parte de los nuevos gobiernos. La peculiaridad católica del liberalismo hispanoamericano respecto de otros, también ha sido ya establecida. La confesionalidad e intolerancia de la práctica de otras religiones, fue interpretada durante bastante tiempo como un factor demostrativo del “atraso” o “escaso liberalismo” que representaba este primer constitucionalismo. Sin embargo, la historiografía ha renovado estos presupuestos y ha asentado con suficiente rigor el papel que la religión jugó en el proceso revolucionario de construcción de las nuevas naciones, considerándole fundamental para cohesionar, en medio de las guerras y de las tendencias centrífugas independentistas, una identidad nacional y de unidad16. Casi todas las constituciones, con pocas excepciones, recogieron la exclusividad confesional del Estado, aunque no todas incluyeron su obligación de proteger la religión.
En otro orden de cosas, cabría consignar aquí de forma somera, las características económicas y fiscales que estos primeros liberalismos implementaron - o al menos trataron de hacerlo - en sus Estados. La aplicación de una fiscalidad liberal en base a los principios de igualdad, proporcionalidad y uniformidad que incluía contribuciones directas y, en la mayoría de los casos, la abolición de las cargas coloniales, fue una aspiración generalizada de las elites políticas liberales y revolucionarias surgidas de los procesos de independencia. Aunque no siempre pudo aplicarse, este primer liberalismo aspiró a extender la premisa del “todos pagan”, lo que, al menos teóricamente, desmontaría jurídicamente los antiguos privilegios impuestos por la colonización y destinados a la hacienda del rey. Vinculada a esta cuestión se encuentra la liberalización de las trabas al comercio colonial para la importación y exportación. En los inicios, muchas de las nuevas repúblicas suprimieron estas cargas, así como los privilegios y monopolios, sin establecer nuevas vías de recaudación. De modo que, en ocasiones, andando el siglo, tuvieron que restaurarse algunas de estas tributaciones y aranceles para no quedar ahogados en la inundación de productos más baratos que otros estados liberales más consolidados - como Gran Bretaña o los Estados Unidos de América - realizaron de los mercados iberoamericanos.
Finalmente, la defensa del Estado por parte del ciudadano con el establecimiento de milicias cívicas y la formación de un ejército nacional supusieron, al mismo tiempo, un elemento de control social y de nacionalización. En algunos territorios, como en Brasil y México, las milicias revolucionarias fueron encuadradas más adelante, en la Guardia Nacional (Halperin Donghi, 2005; Hernández, 2007, pp. 223-246).
Estas características, tan sintéticamente descritas aquí, son las que definen la formación de un Estado-nación de base liberal y que en el caso iberoamericano se pueden rastrear, de forma general, a partir de la fase de los años veinte del siglo XIX. En este sentido, se deben tener en cuenta algunas consideraciones. En primer lugar, que el proceso revolucionario, al ser tal, sufre avances y retrocesos durante todo el período puesto que, en algunos territorios, la guerra sigue presente hasta finales de la década. Ello supone que la legislación emanada de los órganos políticos no siempre se aplicó con igual extensión a todo el territorio y que no todas estas características se dieron al mismo tiempo y con la misma profundidad. Lo que no invalida, a mi modo de ver, el carácter liberal y revolucionario que las medidas proyectadas poseían en el esquema político que los legisladores idearon, más allá de su perfecta puesta en práctica.
En segundo lugar, es preciso realizar el esfuerzo de pensar los orígenes de los estados-naciones en clave histórica y evitar la construcción retrospectiva de historiarlos desde sus fronteras actuales. Sólo admitiendo que los actuales territorios formaron parte de entidades políticas mayores o tuvieron unos orígenes nacionales que no siempre se correspondieron con los del presente, se podrán comprender los procesos revolucionarios liberales de manera global. El peso de una interpretación nacionalista fuertemente arraigada en algunas historiografías ha impedido considerar como historia propia algunos períodos de formación del estado-nación. Es decir, en algunos casos, la historia nacional es considerada única y exclusivamente a partir de la preceptiva declaración de independencia y ha soslayado otros momentos en los que, aun formando parte de otra entidad política, se estaban produciendo las transformaciones liberales que más adelante configurarán el Estado y la nación. Es el caso, por ejemplo, de la Banda Oriental cuya declaración de independencia no se produce hasta la firma de la paz entre Brasil y las Provincias del Río de la Plata en 1828, tras la mediación británica, y cuya primera Constitución no se sanciona hasta 1830. Si bien es cierto que a partir de esta fecha es cuando se empieza a construir el Estado uruguayo propiamente dicho, no lo es menos que las transformaciones liberales sobre las que se asentará, tuvieron lugar desde la década de 1820, cuando el territorio pertenecía a Brasil como provincia Cisplatina. Y ello porque el imperio brasileño independiente sentó las bases de su Estado liberal a partir de 1822 pero ya había iniciado un proceso de cambios desde la Revolución de Oporto de 1820, mientras todavía pertenecía a la monarquía portuguesa. Casos similares pudieron ser el de Ecuador o Venezuela, cuyas primeras constituciones nacionales datan también de 1830, aunque algunos de los aspectos liberales que he señalado estuvieron presentes en sus territorios durante la década de 1820 mientras formaban parte de la República de Colombia.
En los territorios donde la legislación gaditana estuvo vigente también se produjo una situación parecida. México desplegó algunas de estas características desde la aplicación del primer liberalismo hispanoamericano en su territorio, tanto en la década del diez como desde inicios de 1820. Centroamérica asumió parte de éstas también desde 1821 y hasta 1823, mientras su suerte quedó unida a la del imperio de Iturbide y, después, a partir de 1824 con la confederación independiente. En Perú, los primeros años de la década de los veinte supusieron la confluencia de las medidas liberales aplicadas por la restauración de la Constitución gaditana y las que San Martín instauró durante el Protectorado. Además, los acontecimientos militares determinaron buena parte de la formación del estado-nación en sus primeros compases, pues si bien al inicio de la década Charcas pertenecía administrativamente al Río de la Plata, Perú había mantenido las pretensiones de integrarlo a su Estado, pero la guerra desarrollada en este territorio prácticamente desde 1808 acabó por configurar una opción independiente para el mismo a partir de 1825. En el Cono Sur, la experiencia federal de las Provincias Unidas del Río de la Plata generó un escenario de ausencia de una nación unitaria y propició un desarrollo desigual de las bases del liberalismo en cada región, que sin duda han sido mejor estudiadas en Buenos Aires que en otros territorios de la campaña. Las luchas permanentes de las provincias por resistirse a la centralidad porteña dificultaron, en muchos casos, la aplicación de estas medidas en zonas rurales donde la guerra y la ausencia del Estado dominaron el escenario político.
CONCLUSIONES
En estas páginas he querido mostrar parte del fructífero debate que se ha desarrollado en las últimas décadas en torno a los procesos de independencia. La historiografía especializada ha aportado importantes avances sobre éstos, pues ha superado en buena medida las interpretaciones tradicionales y nacionalistas. Frente a las tesis que abogan por las independencias como puntos de llegada de la crisis de las monarquías ibéricas, donde la quiebra institucional y política estaría protagonizada por los elementos comunitarios - y en ese sentido republicanos - que supondrían una continuidad en los planteamientos de los nuevos gobiernos establecidos, este trabajo sostiene que la cuestión diferenciadora debe centrarse en la ruptura que supuso la adopción del ideario liberal y la implantación del sistema representativo cuyo carácter fue revolucionario.
En diálogo crítico con las interpretaciones tradicionales y algunas recientes, planteo que estos procesos pueden ser considerados como revolucionarios, no porque rescataron a las naciones oprimidas por el colonialismo de las monarquías ibéricas, sino porque formaron parte de las transformaciones en clave liberal que se extendieron por todo el Occidente atlántico, y cuyo resultado fue la construcción de estados-nación en forma de repúblicas independientes (o monarquía para el caso brasileño). Con ello quiero insistir en la idea de que la cuestión nacional fue inherente a la cuestión revolucionaria liberal, y no tanto a la independencia. Y fue así porque lo que delimitó la revolución fue la construcción de Estados, no de naciones. O de estados-naciones, por ser redundantes.
Además, si bien la historiografía ha insistido en el carácter revolucionario de las transformaciones del momento 1808-1812, se ha tomado menos en cuenta lo que supusieron las experiencias de la década siguiente, englobadas, la mayoría de ellas, en procesos de construcción nacional que omitían su inclusión en un largo ciclo revolucionario. Así, en este texto he puesto de relieve la centralidad de esa segunda década como parte de una revolución entendida no sólo como la ruptura independentista sino como el punto de partida para la construcción de los estados nacionales iberoamericanos en las siguientes décadas del siglo XIX. No en vano fueron estas revoluciones las que terminarían por liquidar los viejos imperios ibéricos.
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Madrid
Siglo XXI
2005
POSADA CARBÓ, Eduardo. The History of Democracy in Latin America and the Caribbean, 1800-1870: An Introduction. Journal of Iberian and Latin American Studies, v. 26, issue 2, pp. 107-111, 2020.
POSADA CARBÓ
Eduardo
The History of Democracy in Latin America and the Caribbean, 1800-1870: An Introduction
Journal of Iberian and Latin American Studies
26
2
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2020
PORTILLO VALDÉS, José María. Historia mínima del constitucionalismo en América Latina. México: El Colegio de México , 2016.
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PORTILLO VALDÉS, José María. Crisis atlántica: autonomía e independencia en la crisis de la monarquía hispana. Madrid: Marcial Pons , 2006.
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ROSAS LAURO, Claudia. El miedo en el Perú: siglos XVI al XX. Lima: Pontificia Universidad Católica del Perú, 2005.
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SÁBATO, Hilda. Republics of the New World: The Revolutionary Political Experiment in Nineteenth-Century Latin America. Princeton: Princeton University Press , 2018.
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SCHWARZ, Roberto. As ideias fora do lugar: ensaios selecionados, São Paulo: Penguin; Companhia das Letras, 2014.
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1995
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2012
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WASSERMAN
Fabio
El mundo en movimiento: el concepto de “revolución” en Iberoamérica y el Atlántico norte (siglos XVII-XX)
Buenos Aires
Miño y Dávila Editores
2019
1
Trabajo realizado en el marco del proyecto PID2020-120048GB-I00.
2
Son clásicas ya las obras de Rodríguez O. (1996); Annino, Castro Leiva y Guerra (1994); Guerra (1992); Halperin Donghi (1985); Lynch (1983).
3
Algunas obras que sí incluyeron la visión iberoamericana de estos procesos revolucionarios son: Rodríguez O. (1996); Portillo Valdés (2006); Pimenta (2017); Fernández Sebastián (2012a); Piqueras, (2005); Guerra (1992); Vovelle et al. (2012); Sábato (2018).
4
Quizá la más conocida fue la de Schwarz (2014). Para la discusión, véase Palti (2007).
5
Un trabajo reciente que aborda la diversidad de experiencias a la que nos referimos se encuentra en Frasquet, Escrig Rosa y García Monerris (2022).
6
Quintero (2011); Altez (2012). Una síntesis de la literatura sobre estas interpretaciones tradicionales puede verse en Chust y Serrano (2007).
7
Al respecto se podría aplicar lo que Koselleck denominó “temporalidades del concepto”, para sostener que los de independencia y revolución han permanecido inmutables en las interpretaciones posteriores al hecho histórico (Koselleck, 1993).
8
Fue así en el caso de las repúblicas hispanoamericanas, ya que el proceso luso-brasileño comporta algunos matices que le permitieron a la experiencia revolucionaria ser posible bajo la monarquía constitucional y la continuidad de la dinastía Braganza.
9
Recientes trabajos sobre la influencia de la Restauración en Iberoamérica, en Gutiérrez Ardila y Ossa Santa Cruz (2018).
10
Sobre la revolución en este periodo y para el caso de las experiencias iberoamericanas, las referencias son abundantes. Puede consultarse, a modo de ejemplo, Wasserman (2019); Chust y Frasquet (2013); Vanegas Useche (2013); Chust y Serrano Ortega (2018); Cid (2019); Altez y Chust (2015). También, anteriormente, los planteamientos de Hamnett (1995, pp. 56-58). Sobre la “revolución liberal” aplicada al caso español, véase Fernández Sebastián y Capellán de Miguel (2019, pp. 131-144).
11
Una interpretación diferente puede seguirse en los trabajos publicados por el grupo de investigación HICOES. Historia del Derecho (Coloquios de historia del derecho, 2021). También Annino (2015, pp. 37-52).
12
Sobre el republicanismo de la monarquía española véase Lario González (2017, pp. 626-641); Garriga, Lorente y Clavero (2007). Algunos trabajos que recogen esta tradición aplicada a los territorios americanos: Entin (2009, pp. 451-477); Hernández Chávez (1993); Botana (1984); Aguilar Rivera y Rojas (2002).
13
La reacción antiliberal al primer liberalismo en América ha sido poco estudiada. Al respecto pueden consultarse algunos trabajos como Rosas Lauro (2005); Escrig Rosa (2021); Echeverri (2016).
14
La bibliografía sobre liberalismo es ya inabarcable. Por todos, véase el reciente Freeden (2019). Una referencia más sobre el análisis conceptual para este proceso en Fernández Sebastián; Aljovín De Losada (2015).
15
Needell (2011, p. 245-278) y Lynch (2012, pp. 75-115) son dos autores que defienden el origen liberal de los conservadores en Brasil. Véase también el clásico Mattos (1987).
16
A modo de ejemplo, y sin ánimo de ser exhaustivos, véase Eastman (2012); Enríquez, Aguirre Salvador y Cervantes Bello (2015); Serrano (2008); Di Stefano (2004).
Authorship
Ivana Frasquet
Universidad de Valencia, Valencia, España. ivana.frasquet@uv.esUniversidad de ValenciaEspañaValencia, EspañaUniversidad de Valencia, Valencia, España. ivana.frasquet@uv.es
Universidad de Valencia, Valencia, España. ivana.frasquet@uv.esUniversidad de ValenciaEspañaValencia, EspañaUniversidad de Valencia, Valencia, España. ivana.frasquet@uv.es
How to cite
Frasquet, Ivana. Ibero-American Independences on Debate: Reflections on Revolutions and Liberalisms in the 1820s. Revista Brasileira de História [online]. 2022, v. 42, n. 91 [Accessed 14 April 2025], pp. 101-122. Available from: <https://doi.org/10.1590/1806-93472022v42n91-06>. Epub 28 Nov 2022. ISSN 1806-9347. https://doi.org/10.1590/1806-93472022v42n91-06.
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