Open-access Movimientos estudiantiles en América Latina (1918-2011): aproximación historiográfica a sus rasgos compartidos1

Student Movements in Latin America (1918-2011): A Historiographical Approach to their Shared Features

RESUMEN

El artículo expone los resultados de una investigación historiográfica, con vocación interdisciplinaria, sobre los movimientos estudiantiles de América Latina. Más puntualmente identifica algunos rasgos presentes en cuatro grandes movimientos estudiantiles de los últimos cien años: el argentino de 1918, el brasileño de 1968, el mexicano de 1968 y el chileno de 2011. Un conocimiento relevante, entre otros aspectos, porque utiliza una escala de análisis temporal y espacial inédita en un campo donde priman los acercamientos a un solo movimiento estudiantil. Los rasgos compartidos por estos movimientos fueron identificados mediante un proceso sistemático de análisis de contenido que incorporó datos e interpretaciones provenientes de las principales fuentes tanto primarias como secundarias en la materia. Entre los rasgos identificados se cuentan el que en todos los movimientos se utilizara un repertorio de protestas similar y que en todos se defendiera la autonomía universitaria.

Palabras claves: historia comparada; interdisciplinariedad; América Latina; movimientos estudiantiles; rasgos compartidos

ABSTRACT

The article presents the results of one historiographical research about Latin American student movements from an interdisciplinary perspective. Specifically, it identifies some shared features of four big student movements of the last hundred years: the Argentinian of 1918, the Brazilian of 1968, the Mexican of 1968 and the Chilean of 2011. This knowledge is relevant, among other reasons, because it based on an original temporal and spatial analysis scale in a field that has been dominated by analyses that considered only one student movement. The shared features for these four movements were identified through a systematic analysis that incorporated data and interpretations obtained from the main primary and secondary sources in the subject. Among the most important common attribute identified, it was found that all movements used a similar protest repertoire and that all defended the university autonomy.

Keywords: comparative history; interdisciplinary, Latin America; student movements; shared features

Para quienes estudiamos los movimientos estudiantiles universitarios de América Latina (en adelante movimientos estudiantiles o solo movimientos) el año 2018 revistió un carácter especial. Se cumplieron cien años desde el movimiento argentino de 1918 y cincuenta años desde los movimientos de 1968 en Brasil, México, Uruguay y tantas otras esquinas del globo. Aprovechando esta conjunción de conmemoraciones se utilizó una escala espacio/temporal de análisis inédita - que abarca a toda América Latina y que se remonta hasta los inicios del siglo XX - para identificar algunos rasgos presentes en cuatro de los principales movimientos que irrumpieron en la región en los últimos cien años: el argentino de 1918, el brasileño de 1968, el mexicano de 1968 y el chileno de 2011. Movimientos escogidos, fundamentalmente, por sus vastas dimensiones - tuvieron alcance nacional - y por las incontables investigaciones que los han analizado.

La viabilidad de esta búsqueda de similitudes se funda, precisamente, en la amplia base de estudios de caso existente. Son tantas - y tan buenas - las investigaciones que se han dedicado a desentrañar cada uno de estos movimientos que dar un salto de abstracción, analizarlos de manera conjunta, no solo es un camino posible, también es, hasta cierto punto, un paso lógico y deseable. La viabilidad de esta búsqueda descansa, además, en la comprensión de que la época contemporánea de América Latina se inició a fines del siglo XIX. Deslinde basado en que fue entonces que las sociedades latinoamericanas comenzaron a experimentar, con distinto ritmo e intensidad, una serie de procesos económicos, sociales y culturales que marcan, hasta hoy, la cotidianidad de su población. Una presunción relevante, fundamentalmente, porque torna contemporáneos, y por tanto contrastables, a los cuatro movimientos analizados en este artículo.

En línea con algunas comprensiones de Donatella della Porta y Mario Diani (2015, p. 6) que señalan que para conocer adecuadamente a los movimientos sociales se debe confiar en aproximaciones interdisciplinarias, aquí se utilizará una perspectiva “socio-histórica” que los asume como fenómenos sociales que deben ser comprendidos en su contexto histórico. Perspectiva que, sin antagonizar con las principales matrices teóricas que analizan estos fenómenos - con derivas marxistas o funcionalistas más o menos marcadas - ahondará en una línea de interpretación que los concibe como expresiones propias de la época contemporánea. Línea que entiende, por lo mismo, que mientras en algunas sociedades del Atlántico Norte los movimientos sociales aparecieron en las últimas décadas del siglo XVIII, en América Latina ellos irrumpieron recién a fines del siglo XIX (Davis, 1999, p. 624-625; Tilly; Tarrow, 2015, p. 11 y 152).

Analizar los movimientos estudiantiles de América Latina bajo esta nueva escala espacio/temporal enriquecerá un campo de estudios marcado por aproximaciones a un único movimiento estudiantil - y que se enfocan generalmente en un solo hito, año y/o dimensión del mismo (Gill; DeFronzo, 2009, p. 203-204). Contribuirá, asimismo, a desmontar aquellas apreciaciones de sentido común que entienden que estos fenómenos o serían espontáneos -percepción tan extendida que inclusive permea el trabajo de algunos/as analistas - o serían conspiraciones - concepción frecuente en quienes se posicionan en contra de los movimientos. Y favorecerá, igualmente, una mirada interdisciplinaria en un campo donde prevalecen los estudios enmarcados en una sola disciplina, sea en la historia, la sociología, la ciencia política u otra (Berger; Nehring, 2017, p. 5-6).

Conforme al balance esbozado, aquí se comunicarán resultados preliminares de un estudio sobre los movimientos estudiantiles en América Latina que ya se prolonga por seis años. Estudio que partió con la caracterización exhaustiva de cada uno de los movimientos seleccionados (el argentino de 1918, el brasileño de 1968, el mexicano de 1968 y el chileno de 2011); que continúa ahora con la identificación de sus principales similitudes, familiaridades y/o puntos en común; que proseguirá con la elaboración de una cartografía de la reflexión historiográfica/sociológica sobre los movimientos estudiantiles latinoamericanos y que; finalmente, propondrá algunas herramientas analíticas para tornar inteligibles los puntos en común presentes en estos movimientos. Acorde a esta planificación aquí se exponen los resultados de la segunda etapa, aquella donde se distinguen las semejanzas, tanto formales como substantivas, apreciadas en los movimientos investigados.

Para identificar los rasgos compartidos la metodología utilizada fue historiográfica y cualitativa. Se estudiaron las principales fuentes primarias generadas por cada movimiento (volantes, manifiestos, petitorios y otros documentos afines) y las principales fuentes secundarias que los han analizado (artículos o libros, científicos o testimoniales, escritos por estudiosos/as o ex-participantes). El corpus de informaciones/interpretaciones obtenido fue sometido a un proceso sistemático de análisis de contenido, mediado por un programa computacional afín, cuyos resultados se organizan aquí en cuatro secciones. La primera presenta las coordenadas generales del encuadre socio-histórico utilizado. La segunda caracteriza, en lo fundamental, a los cuatro movimientos analizados. La tercera, donde se ubica el aporte original del artículo, identifica las convergencias, tanto de forma como de fondo, que evidenciaron estos movimientos, por ejemplo, el que en todos se utilizara un repertorio de protestas similar y que en todos se defendiera la autonomía universitaria. Y la cuarta, finalmente, subraya tanto la importancia como los límites de los hallazgos encontrados.

ENCUADRE SOCIO-HISTÓRICO

Para aprovechar al máximo los análisis venideros es necesario reparar en el principal supuesto donde adquieren sentido, a saber, que la época contemporánea de América Latina se inicia a fines del siglo XIX (González Casanova, 1985, p. 11; Fernández Retamar, 2006, p. 39). ¿Por qué es importante detenerse en este supuesto? Porque permite tornar comparables a los cuatro movimientos estudiantiles analizados. Lo mismo, pero con otras palabras, sería espurio identificar semejanzas si estos movimientos pertenecieran a momentos históricos disímiles, es decir, si se entendiera, por ejemplo, que la época contemporánea de América Latina comienza a mediados del siglo XX, con el fin de la Segunda Guerra Mundial, o a fines del mismo siglo, con el término de la Guerra Fría.

Para no dar espacio a malos entendidos se advierte que entender que la época contemporánea de América Latina comienza a fines del siglo XIX no significa que sociedades como la Argentina de principios del siglo XX o la chilena de inicios del siglo XXI serían iguales, tampoco equivalentes, solo se busca hacer notar que en ambas se experimentan algunos procesos claves que son similares y que generan, igualmente, problemas/desafíos semejantes. ¿Cuáles procesos? La industrialización, la urbanización y la secularización. Todos procesos que, conviene insistir, en cada sociedad se han expresado, todavía lo hacen, de manera particular dependiendo - entre otras variables - del momento en que se inician y la intensidad con que se despliegan. Sobre cómo estos procesos se empiezan a vivenciar desde fines del siglo XIX, y su incidencia en los movimientos estudiantiles, se agregarán algunas palabras.

La industrialización, en lo económico, es clave porque desde que se empiezan a mecanizar/tecnificar las labores productivas, así como a monetarizar las relaciones económicas, comienzan también a cambiar las formas de trabajar de la población (Tilly; Wood, 2010, p. 65). Cambios que hacen que aparezcan nuevos problemas e, igualmente, nuevas formas para encararlos, las huelgas por ejemplo. La urbanización, en lo social, es clave porque gracias a la incesante migración campo-ciudad - alentada por las transformaciones económicas reseñadas - y a las mejoras incrementales en materias como la salud pública, las ciudades vienen transformándose en el principal asentamiento de la población (Romero, 2011, p. 300). Escenario donde aparecen múltiples problemas/desafíos que están en el trasfondo de múltiples movimientos sociales y estudiantiles. Y la secularización, en lo cultural, es clave porque en el complejo tránsito desde una matriz teocéntrica (tradicional/eclesial) a otra antropocéntrica (moderna/estatal), vienen instalándose nociones sin las cuales ningún movimiento social podría ser comprendido, por ejemplo, las categorías de nación y progreso.2

Estos tres grandes procesos no solo son relevantes porque con ellos se inicia la época contemporánea de América Latina, también porque no es posible comprender la emergencia de los movimientos estudiantiles en la región sin considerarlos. Una presunción factible de aprehender siguiendo el siguiente razonamiento. El cúmulo de transformaciones asociadas a los procesos de industrialización, urbanización y secularización, y más aún las tensiones/conflictos a ellos asociados, es el que viene haciendo que desde fines del siglo XIX la educación - como ilustra Otaíza Romanelli (1985, p. 49ss) para el caso brasileño - sea crecientemente valorada por todos los sectores sociales de la población. Fenómeno que responde, entre otros factores, a que los conocimientos evaluados como fundamentales para desenvolverse en la sociedad ya no se aprenderían en los espacios de socialización tradicionales. Esta valoración positiva de la educación redunda en un aumento sostenido de los recursos, tanto públicos como privados, destinados a su concurso (Martínez Boom, 2004, p. 50 y 121). Siendo esta combinación entre valoración positiva y aumento de recursos la que viene provocando que todo el sistema educacional, también la universidad, aumente sostenidamente su matrícula.

¿Cómo influye este aumento de la matrícula universitaria en los movimientos estudiantiles latinoamericanos? Básicamente porque todos los mo­vimientos analizados fueron precedidos por un brusco aumento de la matrícula.3 Crecimiento que vino acompañado de tensiones que, al irse acumulando, se convirtieron en una parte del malestar detrás de los movimientos. Entre las tensiones “cuantitativas” están las asociadas a falta de vacantes, infraestructura o servicios complementarios (alimentación, transporte u otros); mientras entre las “cualitativas” se tienen las vinculadas al desajuste entre las necesidades/visiones de las nuevas parcelas de los sectores medios que ingresan incesantemente a la universidad y una institución acostumbrada a lidiar con preocupaciones de los sectores dirigentes (Marsiske, 1989, p. 11-12). Todas tensiones que, como podrá apreciarse a continuación, tuvieron un papel relevante también en los cuatro movimientos contrastados.

COORDENADAS GENERALES DE LOS MOVIMIENTOS ESTUDIANTILES ANALIZADOS

Para favorecer la exposición de las coordenadas generales de los movimientos analizados - el argentino de 1918, el brasileño de 1968, el mexicano de 1968 y el chileno de 2011 - se seguirá un mismo patrón: primero se identificarán algunos elementos claves del contexto nacional donde emergieron, después se describirán sus fases/hitos fundamentales y, posteriormente, se enunciarán las principales reivindicaciones levantadas. Cabe advertir que, por las limitaciones de espacio propias de todo artículo, no se describirá exhaustivamente cada movimiento. Más bien se bosquejarán sus trazos más característicos para presentar “en contexto” aquellos elementos que, en la sección siguiente, podrán apreciarse como compartidos.

El movimiento estudiantil argentino de 1918 no fue el primer fenómeno de este tipo en América Latina, pero sí fue, tanto por sus alcances como por sus implicancias, el que ha generado un impacto más duradero. Este movimiento, con epicentro en la ciudad de Córdoba, se escenificó en una sociedad de contrastes donde una boyante economía mercantil - asociada a los mercados de ultramar - coexistía con los severos desajustes que acompañaban los inicios de la industrialización y la urbanización (Devoto, 2010, p. 33-38). Córdoba, en particular, era entonces una de las provincias más ricas, también una de las más abiertas a las transformaciones socio-productivas, pero era, al mismo tiempo, una de las más conservadoras, una suerte de bastión del catolicismo nacional (Agulla, 1968, p. 27; Buchbinder, 2008, p. 20 y 71). Combinación que no resultó fácil de armonizar y que estuvo en la base del ciclo de movilizaciones que entre 1917 y 1922 protagonizaron, entre otros actores sociales, empleados municipales, ferroviarios y estudiantes universitarios (Agüero, 2016, p. 103).

Tres grandes fases tuvo el movimiento argentino de 1918. La primera, entre noviembre de 1917 y marzo de 1918, se inició en Córdoba luego de que los estudiantes de ingeniería repudiaran nuevos controles de asistencia y los de medicina protestaran por el cierre del Internado del Hospital de Clínicas (Buchbinder, 2008, p. 28-29; Ciria; Sanguinetti, 1968). La segunda, entre abril y junio de 1918, está marcada por la capacidad que tuvo estudiantado cordobés para lograr involucrar en el conflicto a todos los jóvenes universitarios del país y para conseguir, asimismo, que el gobierno nacional se involucrara en la resolución del mismo (Caldelari; Funes, 1998, p. 17; Romero, 1998, p. 46-47). Y la tercera, entre junio y octubre de 1918, incluyó varias manifestaciones multitudinarias, la difusión del emblemático Manifiesto Liminar de la Federación Universitaria de Córdoba, la realización del Primer Congreso Nacional de Estudiantes Universitarios y la toma del rectorado de la Universidad Nacional de Córdoba. Siendo esta última medida la que hizo que el gobierno federal interviniera una vez más en la disputa para darle la razón, finalmente, a los manifestantes (Portantiero, 1987, p. 53-54).

Conforme informan fuentes como el Manifiesto Liminar y las conclusiones del Primer Congreso Nacional de Estudiantes Universitarios, entre las exigencias estudiantiles destacaron tres: Reestructurar el gobierno universitario para sacar de los órganos de decisión a toda persona ajena al mundo educacional e incorporar en su lugar a docentes, estudiantes y egresados universitarios (Comisión, 1967, p. 53-55; Federación, 1988, p. 3, 4 y 7). Reorganizar los procedimientos para conformar el cuerpo académico - mediante medidas como la docencia y asistencia libre - para permitir la incorporación tanto de los buenos docentes que estaban siendo marginados como de las materias/perspectivas hasta entonces proscritas (Comisión, 1967, p. 57-60; Federación, 1988, p. 4-6). Y vincular más consistentemente a la universidad con la sociedad, es decir, involucrar a la institución en la resolución de los problemas que aquejaban a los sectores más desprotegidos a partir de prácticas conocidas, desde esos años, como extensión universitaria y/o educación popular (Comisión, 1967, p. 66-68).

El movimiento estudiantil brasileño de 1968 surgió en medio de las oscilaciones económicas y políticas que acompañaron a los procesos de industrialización por sustitución de importaciones vividos en toda América Latina en los años de la Guerra Fría (Reis Filho, 2014, p. 78). Oscilaciones que repercutieron en que la época dorada de la economía brasileña conviviera con persistentes señales de inestabilidad política/económica derivadas de problemas en la integración social y/o la repartición de la riqueza (Gremaud et al., 2008, p. 326-327 y 360-361). En este marco fue que a fines de marzo de 1964 se instaló una dictadura que ensombreció por más de veinte años la vida nacional. Dictadura que, a la postre, capturó la agenda de un estudiantado que venía movilizándose desde fines de la década de 1950 y que inclusive había conseguido paralizar por varios meses a las universidades del país - en 1962 - en demanda por participación estudiantil en el gobierno universitario (Araujo, 2007, p. 103-105; Cunha, 1983, p. 136-142).

Tres grandes olas de movilizaciones hubo en Brasil en 1968. La primera se desencadenó a fines de marzo, en Río de Janeiro, en protesta por el asesinato de un estudiante secundario a manos de la policía. Hecho ocurrido en los momentos previos a que se iniciara una nueva manifestación por las malas condiciones de un comedor escolar y que alimentó protestas en las principales ciudades del país (Brito, 1988, p. 162; Langland, 2013, p. 111-126). La segunda, el ápice del movimiento, se precipitó a fines de junio, también en Río de Janeiro, luego de una serie de hechos de violencia, conocidos como la “semana sangrienta”, que terminaron con un centenar de estudiantes presos y con un número indeterminado de manifestantes muertos (Reis Filho, 1988, p. 16-17; Ribeiro do Valle, 2010, p. 140-141). Fue en esta segunda ola cuando ocurrió la protesta más recordada de ese año, la marcha que el 26 de junio congregó a cerca de cien mil cariocas (Fávero, 1994, p. 56-57; Groppo, 2005, p. 95). La tercera ola de movilizaciones, en medio de una significativa represión dictatorial, tuvo entre sus hitos unos confusos enfrentamientos estudiantiles en San Pablo - la Batalla de María Antonia - y una particular operación militar al interior de ese mismo Estado que terminó con la detención de los cerca de mil participantes del 30° Congreso de la Unión Nacional de Estudiantes (Cardoso, 2001, p. 95 y 101). Ola que concluyó cuando la dictadura decretó dos disposiciones legales, el Acto Institucional N°5 y el Decreto-Ley 477, que inhibieron cualquier tipo de protesta (Sanfelice, 2008, p. 169-171).

La principal demanda estudiantil brasileña en 1968 fue acabar con la dictadura. Exigencia patente en exhortos como poner fin a la represión, elegir mediante voto popular a las autoridades nacionales y liberar a los manifestantes presos (Martins Filho, 1987, p. 153-164; UNE, 1980a, p. 114; UNE, 1980b, p. 120). Otra reivindicación relevante, expresada en rayados, quema de banderas estadounidenses e, inclusive, en ataques a dependencias de dicho país, fue poner fin al imperialismo. Imperialismo que el estudiantado advertía, entre otras situaciones, en la alianza educacional que la dictadura suscribió con Estados Unidos - los acuerdos “MEC-Usaid” (Dirceu; Palmeira, 2003, p. 64-65; UNE, 1980a, p. 114-115; UNE, 1980b, p. 118-120). También importante fue la exigencia por poner freno a los ataques contra la autonomía universitaria. Reivindicación rastreada en las demandas por participación estudiantil en los gobiernos universitarios - como en las comisiones paritarias de la Universidad de San Pablo - y en las exigencias por poner fin a las agresiones dictatoriales en contra de la universidad - como las invasiones sufridas por universidades en Brasilia, Río de Janeiro y San Pablo (Cardoso, 2001, p. 141-142; Motta, 2014, p. 96-97). Y otra bandera sobresaliente fue democratizar la universidad mediante la creación de instrumentos de apoyo socioeconómico para el estudiantado, la salvaguarda de la gratuidad de las universidades públicas y/o el aumento de vacantes para nuevos estudiantes (Fernandes, 1975, p. 138-139).

El movimiento estudiantil mexicano de 1968, en tanto, irrumpió en medio de acelerados procesos de urbanización e industrialización conducidos por un ejecutivo con una fuerte impronta corporativa y autoritaria (González Casanova, 1975, p. 45). Un escenario tensionado por el aumento constante de la población en situación de pobreza - pese a que en términos porcentuales ella disminuía - y por la robusta influencia simbólica que ejercía la Cuba rebelde a pocos kilómetros de distancia (González Casanova, 1975, p. 92, 138 y 175; Loaeza, 2014, p. 680-689). Antecedentes que, combinados, favorecieron el estallido de múltiples conflictos sociales, entre ellos los cuatro conflictos estudiantiles que en esos años escalaron hasta involucrar a varias instituciones del país, los de 1958, 1967, 1968 y 1971 (Rivas Ontiveros, 2007, p. 32, 33, 451 y 504). 1968, se recuerda, estuvo también friccionado por los Juegos Olímpicos que se realizarían en octubre. Acontecimiento que ponía sobre el país toda la atención - y presión - internacional que supone entrar al selecto grupo de sociedades capaces de organizar este tipo de eventos (Volpi, 2006, p. 16-17).

Cuatro fases tuvo el movimiento mexicano de 1968. La primera, durante los últimos días de julio, se inició cuando una pelea entre estudiantes de preparatorias y vocacionales creció en magnitud hasta precipitar una insólita intervención del ejército para tratar de contenerla: el disparo de un “bazucazo” contra un establecimiento educacional (Rodríguez Kuri, 2003, p. 183ss). La segunda, que se prolongó por todo el mes de agosto, estuvo marcada por una serie de marchas multitudinarias guiadas por el Consejo Nacional de Huelga (Álvarez Garín, 2002, p. 42ss; Castillo Troncoso, 2012, p. 85-86). La tercera, que abarca septiembre, se caracterizó por un agresivo accionar del gobierno materializado en la ocupación militar de las dos principales instituciones de educación superior y en la tristemente célebre matanza del 2 de octubre (Monsiváis, 2008, p. 147, 164 y 187). Y la cuarta, entre octubre y diciembre, corresponde al repliegue del golpeado movimiento.

La principal demanda del estudiantado mexicano, aquella que atravesó todo el petitorio del Consejo Nacional de Huelga, fue libertades democráticas. Demanda traducida en exhortos por poner freno al autoritarismo mediante la derogación de las leyes que impedían la disidencia política (Zermeño, 2010, p. 29-30). Otra exigencia importante, que tuvo en el rector de la Universidad Nacional a uno de sus más elocuentes defensores, fue que los uniformados no agredieran a las comunidades educativas (Monsiváis, 2008, p. 32-36; Guevara Niebla, 2004, p. 59-60). Entre las reivindicaciones relevantes se contó el que la universidad se orientara a resolver los problemas de las grandes mayorías mediante estrategias como, por ejemplo, una autogestión universitaria que generara conocimiento militante (CNH, 2007, p. 808; Comité, 1978, p. 52; Revueltas, 1978, p. 102 y 120). Y la última demanda con presencia significativa fue que la sociedad en su conjunto tomara conciencia de la opresión sufrida para, desde ahí, incorporarse a las filas del movimiento. Un llamado que se hacía con consignas como, por ejemplo, “¡Únete pueblo!” (Guevara Niebla, 2004, p. 165; Zermeño, 2010, p. 18 y 210).

El movimiento estudiantil chileno de 2011, por último, irrumpió en una sociedad que, de la mano de un neoliberalismo implantado a fuego durante en la última dictadura, evidenciaba alentadoras cifras macroeconómicas al lado de profundas inequidades en la distribución de la riqueza. Desequilibrio que, al decir de ciertos analistas, mostraba que la economía funcionaba bien aunque a costa de profundizar la segregación social (Garretón, 2012, p. 17, 93 y 94; Ruiz, 2015, p. 44, 48 y 94). Factores que han estado detrás del profundo malestar social que, en las últimas décadas, han expresado distintas movilizaciones sociales (Garcés, 2012, p. 15; PNUD, 2015, p. 97, 171 y 174). De hecho, solo en el campo educacional han irrumpido varios movimientos con dimensiones nacionales, entre ellos los de 1987, 1997, 2006 y 2011 (Donoso, 2013, p. 9-13; Muñoz Tamayo, 2011, p. 121-129).

Tres fases tuvo el movimiento chileno de 2011. Su ascenso, entre marzo y mayo, se dio luego de que estallaran diversos conflictos por asuntos concretos como becas de alimentación, transporte escolar o la venta de una universidad privada (Reyes; Vallejo, 2013, p. 89-99; Von Bülow; Bidegain, 2017, p. 317 y 328). Su clímax, entre junio y agosto, coincidió con el momento en que el estudiantado desplegó todas las medidas de presión que hicieron que el movimiento trascendiera, inclusive, las fronteras nacionales. Fue entonces que se registró la jornada de protesta popular que el 4 de agosto llenó de barricadas la capital y la manifestación que congregó a cerca de un millón de personas ese 28 de agosto en Santiago (Fauré; Miranda, 2016, p. 18; Mayol, 2012, p. 77-83). Su declive, entre septiembre y diciembre, obedeció a una suma de factores como, por ejemplo, el cambio que sufrió la agenda de los medios de comunicación luego de un accidente aéreo donde murió todo un equipo de la televisión local (Figueroa, 2013, p. 148-160).

Las principales demandas estudiantiles ese 2011, contenidas - entre otras fuentes - en las actas donde se registraban las reuniones periódicas de la Confederación de Estudiantes de Chile, fueron tres: Democratización de los gobiernos universitarios mediante la participación estudiantil en los órganos de dirección institucional y la conformación de organizaciones estudiantiles donde ellas estaban prohibidas (Confederación, 2011b, p. 27-32). Acabar con el lucro que obtenían algunas universidades, especialmente aquellas que presentaban los peores índices de calidad y que eran, coincidentemente, las que atendían al estudiantado con una base de conocimientos más desmedrada (Confederación, 2011d, p. 18 y 21; Vallejo, 2012, p. 61). Y que fuera gratuita la universidad para que así ningún estudiante se viera imposibilitado de estudiar por falta de recursos económicos (Atria, 2015, p. 128-129; Confederación, 2011c, p. 9-10; Confederación, 2011a, p. 1).

RASGOS COMPARTIDOS POR LOS MOVIMIENTOS ESTUDIANTILES ANALIZADOS

Al superponer estos movimientos para apreciar sus puntos de contacto, al mirarlos a contraluz, queda en evidencia que compartieron aspectos tanto de forma como de fondo. En términos formales el primer rasgo que sobresale, como advirtiera Renate Marsiske al estudiar el movimiento mexicano de 1929, es que fueron conducidos por fuertes organizaciones estudiantiles con gran legitimidad (Marsiske, 2006, p. 144). Organizaciones que, en América Latina, remontan sus orígenes a finales del siglo XIX cuando aparecen los primeros gremios estudiantiles.4 La Federación Universitaria Argentina - y la Federación Universitaria de Córdoba - fue creada, precisamente, en el marco del movimiento de 1918 (Buchbinder, 2008, p. 125). La Unión Nacional de Estudiantes de Brasil, conformada al final de la década de 1930, tuvo tanta fuerza durante la década de 1960 que ni siquiera la saña dictatorial pudo neutralizarla (Araujo, 2007, p. 23-28). El Consejo Nacional de Huelga (en México), aunque creado especialmente en el marco de las movilizaciones de 1968, contaba con precedentes en los movimientos de 1967, 1958 e, inclusive, en el de 1929 (Rivas Ontiveros, 2007, p. 601-603). Y la Confederación de Estudiantes de Chile, creada en la década de 1980, posee también raíces profundas que se rastrean hasta principios del siglo veinte con la fundación de la Federación de Estudiantes de la Universidad de Chile (García Monge et al., 2006, p. 222).

Dos precisiones sobre este primer rasgo formal. La primera es que, así como las organizaciones rectoras no nacieron de un día para otro, ellas tampoco fueron las únicas organizaciones actuantes en los movimientos. Estas organizaciones rectoras fueron, más bien, la punta de un iceberg que descansaba sobre un denso entramado organizacional que era, en último término, el que permitía que sus lineamientos fueran operacionalizados. La segunda es que, aun cuando el mundo organizacional estudiantil se aprecia como intrínsecamente diverso, cuando han faltado las organizaciones rectoras, como ocurrió en Colombia durante el tercer cuarto del siglo veinte, el malestar estudiantil ha tendido a expresarse en un sinfín de protestas dispersas y no como un movimiento social propiamente tal (Acevedo Tarazona, 2015, p. 114).

En términos formales el segundo elemento compartido por estos movimientos es que los manifestantes utilizaron una misma gama de medidas de presión para alcanzar sus objetivos: paros de actividades, ocupaciones de establecimientos educacionales, concentraciones masivas y marchas multitudinarias. Sobre las marchas, probablemente la manifestación más característica de este tipo de movimientos, se anota que en todos los casos fueron asombrosamente masivas. En Argentina, por ejemplo, algunas de las verificadas en Córdoba fueron tan pobladas que superaron en más de diez veces el número total de estudiantes universitarios de la ciudad. En Brasil, en tanto, pese a que el país se encontraba en medio de una dictadura hubo marchas que tuvieron varias decenas de miles de manifestantes. En México, asimismo, solo en la capital federal se desarrollaron cinco grandes marchas con cientos de miles de manifestantes. Y en Chile, igualmente, durante el apogeo del movimiento muchas marchas superaron, solo en Santiago, las doscientas mil personas.

Sobre este repertorio de protestas es necesario apuntar que en cada movimiento se desplegaron, también, otro tipo de medidas propias de las tradiciones nacionales de lucha estudiantil. Por ejemplo, desde mediados del siglo XX se observa en México una particular medida de presión que consiste en tomar autobuses para trasladar manifestantes o para forzar la satisfacción de demandas a cambio de no dañarlos. Sobre este repertorio es necesario reparar, también, que las cuatro medidas de presión que lo componen tuvieron ribetes particulares en cada movimiento. Por ejemplo, en Brasil se realizaron algunas marchas en sentido contrario al flujo vehicular para así generar más impacto y dificultar, de paso, la represión que se sufría. Peculiaridades que, de todas maneras, no tuvieron una magnitud tal que pudiera afectar el carácter modular - en la acepción de Charles Tilly y Sidney Tarrow (2015, p. 17, 59 y 154) - que ellas han tenido en los últimos cien años en América Latina.

En términos formales el tercer rasgo advertido es que, aun cuando estos movimientos fueron constituidos/dirigidos mayoritariamente por estudiantes universitarios, ellos también convocaron a otros actores pertenecientes a los sectores medios de la población - vinculados al mundo cultural/educacional. Incluyeron, por ejemplo, a algunas parcelas del estudiantado secundario, del profesorado universitario, de la intelectualidad y del mundo artístico. Una cualidad, la diversidad, propia de todo movimiento social (Tarrow, 1997, p. 96 y 267). Constatación que, para el caso de los movimientos investigados, fue advertida por algunos de sus principales analistas: Pablo Buchbinder para el argentino de 1918 (2008, p. 107), Daniel Aarão Reis Filho para el brasileño de 1968 (1988, p. 19-20), Sergio Zermeño para el mexicano de 1968 (2010, p. 205) y Manuel Antonio Garretón para el chileno de 2011 (2014, p. 227-228).

Para ilustrar este tercer rasgo formal se apunta que los cuatro movimientos fueron retroalimentados por algunos intelectuales jóvenes o, parafraseando a uno de los pensadores que acompañó al movimiento mexicano de 1968, José Revueltas (1978, p. 66), que supieron ser jóvenes. El movimiento argentino de 1918 fue secundado por pensadores como Deodoro Roca, Alejandro Korn y Alfredo Palacios (Marsiske, 2018, p. 209). El brasileño de 1968 por académicos como Helio Pellegrino o Florestan Fernandes (Zappa; Soto, 2008, p. 146). El mexicano de 1968 por intelectuales como el mismo José Revueltas, Heberto Castillo, Jesús Silva Herzog e, inclusive, por un Comité de Intelectuales, Artistas y Escritores (Guevara Niebla, 2004, p. 176-177). Mientras que el chileno de 2011 por intelectuales como Fernando Atria, Alberto Mayol y Manuel Riesco (Figueroa, 2013, p. 145-146).

En términos significativos el primer rasgo compartido por estos movimientos, adelantado por Renate Marsiske (1989, p. 12) en sus obras sobre los movimientos de principios del siglo XX, es que sus demandas presentaron una composición dual: algunas identificaron falencias gremiales o educacionales mientras otras lo hicieron en asuntos políticos o sociales. Comprensión compartida, aunque con matices, por analistas como Breno Bringel (2009, p. 104), José María Aranda Sánchez (2000, p. 246) y Andrés Donoso Romo (2017, p. 75). Esto significa que, aun cuando la memoria colectiva tienda a asociar cada movimiento con un solo tipo de demandas, en todos ha existido esta dualidad. Por ejemplo, aunque en los movimientos de Brasil y de México en 1968 primara una bandera política, acabar con el autoritarismo, ella coexistió con reivindicaciones educacionales que trascendían la coyuntura (Santana, 2014, p. 9; Draper, 2018, p. 226). En el mismo sentido, aunque en los movimientos de Argentina en 1918 y de Chile en 2011 sobresaliera una exigencia educacional - participación estudiantil en el gobierno universitario y poner fin a los constreñimientos del mercado sobre la universidad respectivamente -, en ambos hubo una dimensión social o política verificada en la preocupación por redefinir los vínculos entre universidad y sociedad. Por ejemplo, mientras en Argentina había quienes pretendían que la universidad irradiara cambios en el resto de la sociedad mediante mecanismos como la extensión universitaria, en Chile algunos/as entendían que la transformación de la universidad era solo el primer paso para transformar el neoliberalismo imperante (Romero, 1998, p. 21; Garcés, 2012, p. 138).

Para dejar bien asentado este rasgo se agrega que hay indicios que muestran que esta doble dimensión en las demandas estudiantiles también era patente para una parte de sus protagonistas. En Argentina, por ejemplo, las palabras de Osvaldo Laudet (1988, p. 89) -presidente de la Federación Universitaria Argentina - al inaugurar el Primer Congreso Nacional de Estudiantes, evidencian esta doble dimensión al defender con vehemencia que el movimiento se enfocara en lo estrictamente universitario. En Brasil, según informan líderes como José Dirceu o Vladimir Palmeira (2003, p. 34 y 63), esta dualidad atravesaba los debates al interior de la dirigencia estudiantil. En México, por su parte, esta tensión es rastreable en los escritos donde José Revueltas (1978, p. 107-120) insistía en que el movimiento debía procurar la autogestión universitaria por entender, entre otras cosas, que desde ahí se podrían propagar transformaciones a espacios extra-universitarios. Y en Chile, asimismo, esta doble dimensión estuvo presente en algunas comprensiones de su principal portavoz, Camila Vallejos (2012, p. 9), alusivas a que los cambios en la esfera gremial/educacional no podían disociarse del contexto político/social.

El segundo rasgo de fondo que presentan estos movimientos dice relación con que siempre una parte de los manifestantes juzgó críticamente la elitización que se vivía en la universidad. Fracción que aspiraba a que la universidad dejara de ser un espacio restringido a los sectores más acomodados, una “torre de cristal” como tantas veces se escuchó, para involucrarse en la resolución de las dificultades que aquejaban a las nuevas parcelas estudiantiles y a las grandes mayorías de la población. Consecuentemente, para contribuir a esta des-elitización se propuso:

  1. Viabilizar el ingreso y permanencia en la universidad de las nuevas parcelas estudiantiles provenientes de los sectores medios y populares de la población, sea a través de políticas de apoyo en materias como transporte, salud o alimentación estudiantil, o sea a través de nuevas vacantes, becas o rebajas arancelarias. Como ejemplo se tienen, en Argentina, la negativa a que se cerrara el internado del Hospital de Clínicas en Córdoba por comprenderse, entre otros aspectos, como un apoyo relevante para el estudiantado afuerino (Comisión, 1967, p. 65-66). En Brasil los persistentes anhelos por mejorar las condiciones del comedor escolar “El Calabozo” en Río de Janeiro, el mismo que detonara el movimiento (Brito, 1988, p. 158-162). En México las iniciativas para suplir la falta de vacantes con espacios de formación crítica, las así llamadas “preparatorias populares” (Draper, 2018, p. 253). Y en Chile la demanda por gratuidad de los estudios universitarios (Confederación, 2011c, p. 9-10).

  2. Involucrar a la universidad en los grandes problemas nacionales. Acercamiento de la universidad al pueblo (o viceversa) que se lograría o mediante la inclusión de contenidos, cursos o docentes más pertinentes en la universidad, o por medio de la instauración/fortalecimiento de la extensión universitaria. Como ejemplos se anotan, en Argentina, la demanda por acabar con el aislamiento universitario mediante cursos o conferencias abiertas a la comunidad (Comisión, 1967, p. 66-68). En Brasil los esfuerzos por reorientar la labor docente con materias o contenidos afines a dicha sensibilidad observados en las comisiones paritarias de la Universidad de San Pablo (Groppo, 2005, p. 112-113). En México los cursos, charlas o conferencias abiertas a la comunidad impartidos en Ciudad Universitaria (Ramírez, 2008, p. 57). Y en Chile las experiencias embrionarias de autogestión educacional que buscaron, entre otros propósitos, responder a las necesidades de los sectores populares (Fauré; Miranda, 2016, p. 16-17).

El tercer - y último - rasgo de fondo presente en estos movimientos fue la defensa de la autonomía universitaria, es decir, el resguardo de la autodeterminación académica, administrativa y financiera de las casas de estudios frente a las intromisiones de personas o instituciones ajenas al mundo cultural, educacional y/o universitario. Una cualidad, la autonomía universitaria, que Renate Marsiske (2004, p. 160-167) no solamente identifica como relevante para los estudios sobre movimientos estudiantiles, también la aprecia como marca distintiva de la universidad latinoamericana.

Para no dejar dudas sobre esta defensa de la autonomía universitaria se procede a subrayarla en cada uno de los movimientos analizados. En el movimiento argentino de 1918 ella estaba detrás de los exhortos por modificar el gobierno universitario. Se buscaba expulsar de los espacios de decisión a esos “notables” (léase oligarcas, conservadores y/o clericales) sin una vinculación directa con la universidad para incorporar, en su lugar, a los mismos miembros de la comunidad universitaria (entendidos entonces como los docentes, estudiantes y graduados) (Comisión, 1967, p. 53-55; Federación, 1988, p. 3, 4 y 7). En el movimiento brasileño de 1968 la autonomía era la que se defendía en las múltiples protestas en contra de lo que en esos años se entendía como “terrorismo cultural”, a saber, las agresiones que la dictadura ejercía contra la comunidad universitaria mediante procedimientos como la introducción de espías en los recintos universitarios, la apertura de procesos contra universitarios en la justicia militar o la invasión policial/militar de los recintos universitarios (Motta, 2014, p. 96-97; Ribeiro do Valle, 2010, p. 171 y 284). En el movimiento mexicano de 1968 la defensa de la autonomía fue el principal motivo detrás de las multitudinarias manifestaciones contra los ataques de las fuerzas de orden a establecimientos educacionales, primero ese insólito bazucazo, luego ante la ocupación militar de Ciudad Universitaria (Monsiváis, 2008, p. 32-36; Guevara Niebla, 2004, p. 59-60). En el movimiento chileno de 2011, en tanto, la autonomía se defendía de los condicionamientos que imponía el Mercado (con la venia del Estado) a la universidad en tanto institución y a los estudiantes en tanto deudores. Dicho con otras palabras, se condenaba la agresión a la universidad que significaba el que los asuntos monetario/financieros, tanto de la institución como del estudiantado, capturaran la agenda universitaria en desmedro de los asuntos educacionales (Atria, 2015, p. 282).

CONSIDERACIONES FINALES

Conforme lo expuesto varios son los rasgos compartidos por los movimientos estudiantiles de Argentina en 1918, Brasil en 1968, México en 1968 y Chile en 2011. En el plano formal fueron dirigidos por organizaciones legitimadas, usaron la misma gama de medidas de presión y aunaron tras de sí a parcelas importantes de los sectores medios vinculados a la educación. En el plano substantivo, en tanto, levantaron demandas gremiales/educativas junto a exigencias político/sociales, procuraron resguardar la autonomía universitaria y persiguieron des-elitizar la universidad.

Al poner estos rasgos en perspectiva se aprecia que su valor no reside tanto en su originalidad, pues muchos de ellos, como ha quedado demostrado, fueron identificados con distintos grados de sistematicidad en trabajos precedentes. Su valor reside, más bien, en la constatación de que ellos han estado presentes en estos cuatro grandes movimientos estudiantiles de América Latina. Por esto, si hasta ahora se contaba con un importante acervo de estudios de casos, con algunos esfuerzos embrionarios por pensar articuladamente a estos movimientos en escala nacional y con algunas hipótesis más abarcadoras - provistas, entre otros colegas, por Renate Marsiske -, a partir de este trabajo se cuenta también con una propuesta de rasgos compartidos por algunos de los grandes movimientos estudiantiles latinoamericanos de los últimos cien años.

Con todo, el hecho de que estos movimientos hayan compartido estos rasgos no significa que ellos se presenten de igual manera, ni que posean las mismas implicancias. Por ejemplo, así como es cierto que en todos los movimientos hubo organizaciones legitimadas en su conducción, el tipo de organización en cada uno varió en función de la tradición organizacional donde se emplazaba - siendo la mexicana la más dispar al comparársela como sus homónimas sudamericanas. Otro ejemplo, así como en todos los movimientos se defendió la autonomía universitaria, el lugar desde donde provenía la agresión variaba en función de las condicionantes históricas donde ellos irrumpían - siendo el movimiento chileno el que se enfrentó a un antagonista particularmente diferente, las políticas económicas de corte neoliberal. Conforme lo expuesto se aprecia que estos seis rasgos operan como una especie de “mínimo común” y no como una fórmula donde cada movimiento es fielmente retratado. Esto implica que, así como cada movimiento presenta estos seis rasgos, cada movimiento es mucho más que la suma de estos rasgos.

Se apunta, además, que estos seis rasgos probablemente no son los únicos que comparten los grandes movimientos estudiantiles latinoamericanos. Y es que la experiencia enseña que, si estos movimientos se analizaran bajo otros encuadres, o si se incluyeran otros movimientos en los análisis, otros elementos se podrían revelar como compartidos. ¿Cuáles? No hay cómo saberlo. Lo importante, más allá de estas posibilidades, es ser conscientes de que estudios con encuadres teóricos distintos, o bien que incorporen otros movimientos, podrían ayudar a contornear mejor estos rasgos identificados e, inclusive, podrían agregar algunos nuevos.

Es conveniente recordar, asimismo, que no porque este trabajo haya puesto el foco en los rasgos compartidos por estos movimientos significa que no existen diferencias, ni que ellas no deban ser estudiadas. Al contrario, sería deseable que ellas pudieran ser analizadas detenidamente tanto para ayudar a delimitar los alcances de este núcleo de rasgos, como para comprender mejor ciertas particularidades de cada movimiento.

Todos estos considerandos persiguen ayudar a dimensionar apropiadamente el paso que aquí se ha dado, contar con un baremo a partir del cual será más fácil pensar los movimientos estudiantiles en América Latina. La hoja de ruta de esta investigación prescribe que a partir de ahora se explorarán las causas o razones detrás de cada uno de estos rasgos. Tarea que, a mediano plazo, permitirá responder preguntas como: ¿Por qué en otros ciclos de protesta estudiantil no han podido conformarse organizaciones con la legitimidad suficiente como para conducirlas? ¿Qué podría explicar que en un movimiento estudiantil primen las demandas gremiales/educacionales o las políticas/sociales? ¿Por qué se ha hecho necesario proteger a la universidad latinoamericana de las agresiones externas? Todas preguntas que, se subraya, es posible comenzar a pensar gracias al acercamiento historiográfico, con vocación interdisciplinaria, aquí desplegado.

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Fechas de Publicación

  • Publicación en esta colección
    27 Abr 2020
  • Fecha del número
    Jan-Apr 2020

Histórico

  • Recibido
    14 Ago 2019
  • Acepto
    13 Ene 2020
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