Resumen
Este artículo presenta un análisis historiográfico sobre la fiebre amarilla en América Latina. Se muestra que las narrativas dominantes abordan la fiebre a partir de la dicotomía naturaleza-cultura, ya sea que la fiebre sea considerada como un actor histórico o que su historia aparezca vinculada a relaciones de poder. Se exploran algunas historias que asocian la enfermedad con la racialización del discurso de salud pública, la relación entre centros y periferias en la producción de ciencia y la salud pública norteamericana. Se argumenta que esta historiografía fija la naturaleza de la fiebre según el conocimiento médico contemporáneo (presentismo) y se sugiere que nuevos temas y perspectivas podrían emerger de un diálogo con la historia y la sociología de la ciencia.
fiebre amarilla; historiografía; América Latina; presentismo
Abstract
This article provides a historiographical analysis of yellow fever in Latin America. It shows that the dominant narratives approach the fever using the nature-culture dichotomy, either treating the fever as an historical actor or linking its history to power relations. This study explores some histories that associate the disease with the racialization of public health discourse, the relationship between centers and peripheries in the production of science, and US public health. It argues that this historiography fixes the nature of the fever according to contemporary medical knowledge (presentism), and suggests that new themes and perspectives might emerge from a dialogue with the history and sociology of science.
yellow fever; historiography; Latin America; presentism
La fiebre amarilla ha sido uno de los principales temas de investigación en los últimos años entre los historiadores latinoamericanos y latinoamericanistas, interesados en el pasado de la medicina tropical. Sin embargo, muchas de estas investigaciones se han realizado con supuestos implícitos que no han sido discutidos. Este artículo de revisión historiográfica analiza algunos de los supuestos de las principales investigaciones históricas revelando que la mayoría de los historiadores hemos asumido que las descripciones pasadas de la fiebre se refieren a la misma entidad clínica y biológica que conocemos actualmente y cuyos trazos se han definido por la medicina contemporánea. Identificamos el desarrollo de la bacteriología médica a fines del siglo XIX y comienzos del siglo XX como el momento de transformación de las viejas ideas médicas y la apertura del nuevo camino que condujo a las nociones médicas contemporáneas de uso corriente de la fiebre – como causada por microorganismos, un virus. Así, interpretamos las descripciones pasadas que aluden a la fiebre como manifestaciones de la misma enfermedad, aguda, viral, transmitida por mosquitos infectados, específicos, identificable a partir de síntomas clínicos como la ictericia, el vómito negro y la fiebre. Esta postura, que puede llamarse como presentista, nos ha obligado a construir la historia de esta dolencia asumiendo, por un lado, una distinción esencial entre naturaleza y cultura sin problematizar cómo ambas partes de esta distinción se co-producen y, por otro, pasando por alto el carácter contingente del conocimiento médico. Luego de una reflexión sobre el presentismo en la historiografía de la fiebre amarilla, se presentan en este artículo algunas narrativas que se han producido a partir de este punto de vista.
Reflexiones acerca de la historiografía presentista
Siguiendo algunos trabajos emblemáticos de la historiografía de la fiebre amarilla en América Latina – ver siguientes secciones –, puede señalarse que la historia de la enfermedad ha sido abordada, de forma consciente o no consciente, a partir del punto seguro de la comprensión científica de la fiebre según el conocimiento médico contemporáneo – lo que consideramos la “verdadera” fiebre amarilla. Así, tratamos la enfermedad como una realidad natural como si nunca hubiese cambiado e historizamos únicamente lo que nos aparece como obviamente contingente: las ideas, las instituciones, las acciones contra la enfermedad, las resistencias sociales etc. Así, las diferencias entre las descripciones pasadas de la fiebre y nuestra fiebre amarilla las imputamos a las diferencias culturales, institucionales, políticas, económicas. Estas diferencias las consideramos como dependientes de la acción humana, en contraste con la fiebre a la que consideramos como un hecho natural. Podría decirse que la historiografía de la fiebre amarilla en América Latina ha partido de la idea de una distinción esencial entre naturaleza y cultura. Y también puede señalarse que hemos sido algo reticentes a reflexionar sobre las consecuencias de este tipo de premisas para la investigación histórica.
Los historiadores de la enfermedad en América Latina – un campo que floreció en la región, en la década de 1990, asociado al estudio de la medicina tropical – encontramos en la historiografía norteamericana un piso epistemológico que justificaba el estudio de lo que consideramos historizable – las dimensiones sociales, culturales y políticas de la enfermedad. En particular, nos inspiramos en la definición de enfermedad planteada en 1989 por Charles Rosenberg (1992 , p.305) según la cual
la enfermedad es un acontecimiento biológico, un repertorio específico de constructos verbales que reflejan la historia intelectual e institucional de la medicina, una ocasión para la potencial legitimación de la política pública, un aspecto del rol social y de la identidad individual-intrapsíquica, una sanción de valores culturales y un elemento estructurador de las interacciones médico-paciente”.1
Esta definición contribuyó a mantener esta distinción entre naturaleza y cultura no solo en las historias sobre la fiebre amarilla, sino también en los relatos de otras enfermedades ( Cueto, 2000 , p.17, 20; Obregón, 2002 , p.27; Armus, 2003 , p.1; Löwy, 2001 , p.19). La definición de Rosenberg fijaba las bases biológicas de la enfermedad, frenando así el impulso socio-constructivista de la década de 1980 como han señalado algunos historiadores ( Wilson, 2000 ; Wright, Treacher, 1982). Ciertamente, el socio-constructivismo no solo interpretaba la medicina como una práctica social, sino que también creaba un espacio para la historización del conocimiento médico y de los hechos científicos mismos; es decir, de la misma naturaleza vinculada a la salud ( Jordanova, 1995 ; Wright, Treacher, 1982). A pesar de estos cuestionamientos a la definición de Rosenberg, los historiadores de la medicina tropical seguimos usando su definición esencialista de la enfermedad y en la que lo natural aparece separado de lo cultural. Pero, además, estamos ignorando las discusiones de la historia de la ciencia y de la sociología del conocimiento científico (SCC), campos que han realizado importantes contribuciones en la aproximación socio-constructivista de las enfermedades.
Precisamente, el historiador británico Michael Worboys denunció en 2011 que los historiadores de la medicina hemos sido lentos y resistentes a asumir los aportes de la historia de la ciencia y la SCC, a pesar de que compartamos con esas disciplinas el objetivo de descifrar cómo es producido el conocimiento sobre el mundo natural ( Worboys, 2011 , p.110; Warner, 1995 , p.165). Existen trabajos valiosos, complejas reconstrucciones históricas, sociológicas y antropológicas sobre cómo trabaja la ciencia y que han mostrado extensivamente que los hechos naturales y sociales son el resultado de procesos que involucran variadas estrategias y arreglos materiales. Estos trabajos enfatizan las bases materiales de las empresas científicas y las prácticas involucradas en la co-producción del mundo natural y social. Ha sido más difícil para los historiadores de la medicina que para los historiadores de la ciencia y los sociólogos del conocimiento científico enfrentar las implicaciones de historizar el conocimiento científico y los hechos naturales. Esta dificultad puede tener que ver con que los historiadores de la medicina han estado más interesados en aprender lecciones del pasado ( Jackson, 2011 , p.4-5) o con que deben lidiar con la salud, cargada como está con compromisos éticos (Müller-Willie, 2011, p.1-2) o con el hecho de que su trabajo tiene implícitamente sugerencias para la elaboración de políticas sociales sobre la salud y para las dimensiones socioculturales de la intervención sanitaria. Sin embargo, también puede ser posible pensar que esta dificultad exprese una doble resistencia: a abandonar la seguridad que ofrece fijar la “naturaleza” de la fiebre, según la respetada comunidad de médicos e investigadores biomédicos contemporáneos y a renunciar al reconocimiento y oportunidades profesionales que podrían derivarse de la proximidad intelectual a estos certificadores.
Una de las historiadoras que ha arriesgado incorporar reflexiones y métodos de la historia de la ciencia en la historia de la enfermedad es Ilana Löwy. En su trabajo sobre la fiebre amarilla en el Brasil, entre 1880 y 1950, nos aproxima a las complejidades con que se enfrentan los historiadores de las enfermedades que quieren problematizar la distinción cualitativa entre naturaleza y cultura ( Löwy, 2001 ). Löwy reconoce que los objetos como los virus que causan fiebre amarilla, o lo que identificamos como la enfermedad misma, son el resultado de varias mediaciones entre la sociedad y la naturaleza, el resultado de la actividad humana. Las enfermedades serían un fenómeno biocultural, “una mezcla de elementos hechos por el hombre” (p.19); la fiebre amarilla, en particular, sería una enfermedad que, además de la experiencia de los enfermos, es percibida gracias a los métodos que la hacen visible. Así, la historia de la fiebre sería inseparable de la historia de estos métodos. Siguiendo este argumento, Löwy identifica que, hasta 1930, la fiebre se diagnosticaba sobre la base de la experticia clínica, hallazgos patológicos del hígado e índices epidemiológicos. La década de 1930 habría sido un momento clave en la historia de la enfermedad, pues el conocimiento contemporáneo de la fiebre se hizo posible gracias a las tecnologías que hicieron aprehensible el virus (reproducción de la enfermedad en animales, vía anticuerpos etc.)
Con todo, esta transformación genera cierta tensión en el historiador de la fiebre que como Löwy se haya arriesgado incluir en la definición misma de la enfermedad las tecnologías que hacen posible su aprehensión y que quiere además comprender la historia de la enfermedad antes de la estabilización del saber contemporáneo sobre la fiebre. Así, por ejemplo, señala Löwy (2001, p.23), no se podría descartar que en las descripciones sobre la fiebre, hechas antes de 1930, se incluyeran otras patologías diferentes a las de los virólogos, pues los síntomas de la “verdadera fiebre amarilla” – alta temperatura, ictericia, vómito negro – no son específicos de la fiebre. Según la autora, es por esto que a la hora de afirmar que alguien sufre de la fiebre debemos establecer si estamos usando definiciones no especializadas, definiciones de los médicos o análisis de los laboratorios. En casos en que no se tenga la tecnología para hacer diagnóstico retrospectivo, o cuando nos enfrentemos a descripciones de médicos coloniales sobre las epidemias, “no sería importante si los sujetos sufren de leptospirosis, malaria, fiebre tifoidea o inflamación del hígado”, pues en últimas nuestro objeto no sería la fiebre misma ( Löwy, 2001 , p.23). La solución planteada por Löwy ante el dilema de historiar la fiebre amarilla antes de la estabilización del saber contemporáneo de la enfermedad es explicitar el criterio a partir del cual se define la enfermedad e ignorar el impulso a identificar en las epidemias del pasado las enfermedades de la biomedicina contemporánea. Es notable que Löwy resalte la mediación de las tecnologías como elemento central en el establecimiento de la naturaleza y definición misma de la fiebre amarilla. Las reflexiones de Löwy nos invitan a tomar más en serio el problema de cómo los historiadores de las enfermedades tropicales estamos pensando la relación entre los elementos naturales y culturales involucrados en la salud y enfermedad así como las implicaciones de esta posición en las investigaciones históricas.
Con todo, y a pesar de las sugerentes propuestas de Löwy, la historiografía de la fiebre amarilla en América Latina producida en las últimas dos décadas tiende todavía a dar por natural y fija la enfermedad, siguiendo la noción biomédica contemporánea, independientemente de las diversas narrativas que se han construido, como se explora en la siguiente sección.
Narrativas historiográficas
Los historiadores de la salud pública, de la medicina e historiadores ambientales hemos construido dos narrativas sobre la fiebre: la primera argumenta que la fiebre amarilla es un actor que ha dado forma a la historia; la segunda muestra que la historia de la enfermedad ha estado estrechamente vinculada a relaciones de poder. Esta última incluye historias sobre la racialización del discurso de salud pública, los centros y periferias en la producción de ciencia y la aproximación colonialista de la salud pública norteamericana.
La enfermedad con agencia
En la primera tendencia los historiadores usan explícitamente la noción contemporánea de la enfermedad, pero dándole diversos grados de agencia a la fiebre misma – o al virus o al mosquito –, parecida a la agencia que los historiadores damos a los actores humanos. Es el caso de John Robert McNeill (2010) , quien explora cómo los cambios ecológicos que afectaron el desarrollo de la fiebre amarilla y la malaria dieron forma al imperio, la guerra y la revolución en el gran Caribe, entre 1620 y 1914. Aquí la intención del autor es darle a la naturaleza – virus, plasmodios, mosquitos, monos, pantanos – protagonismo, junto a los hombres, en la historia política (p.2). La fiebre amarilla y la malaria son definidas por el saber médico contemporáneo y son considerados actores naturales que le dan forma a la historia y viceversa. Así, por ejemplo, argumenta McNeill, los cambios ecológicos que resultaron del establecimiento de la economía de las plantaciones en el caribe colonial desde 1640 habrían mejorado las condiciones de crecimiento y alimentación de las especies de mosquitos involucradas en la transmisión de la fiebre amarilla y la malaria. Pero además, los reservorios de virus existentes en las islas de Cuba, Jamaica, la Hispaniola y América del Sur y Central habrían sido importados de África con el comercio de esclavos y se habrían incrementado con el comercio Atlántico, en los siglos XVII y XVIII (p.49-50).
El presentismo con respecto al saber médico también le sirve a McNeill para explicar la mayor vulnerabilidad de extranjeros a la enfermedad en contraste con los locales a tiempo para destacar el uso o impacto político de esa diferencia. Así, la inmunidad habría ayudado a los españoles a proteger al imperio de los invasores británicos y franceses hasta finales del siglo XVIII, pero, además, algunos líderes de la independencia latinoamericana del siglo XIX habrían reconocido los efectos diferenciales de la fiebre amarilla entre los locales y extranjeros y habrían quizás ajustado consecuentemente sus planes de guerra con ese efecto en mente (McNeill, 2010, p.303). Por último, este autor también valora las medidas terapéuticas y preventivas usadas en el Gran Caribe a la luz de las nociones contemporáneas, reconociendo que podrían haber sido útiles frente a la enfermedad aún si estas medidas fueran producidas para otros objetivos (p.69-72).
En una línea similar a la de McNeill, la historiadora Mariola Espinosa (2008) también confiere a la fiebre amarilla alguna agencia histórica. Para ella, el virus de la fiebre amarilla tuvo un impacto crucial y duradero en las relaciones entre Cuba y América durante las décadas alrededor de la independencia de Cuba de la corona española (1878-1939). La Habana habría sido la fuente de la enfermedad que afectaba el sur de los EEUU y la isla se convertiría en fuente de preocupación para el gobierno de los EEUU, antes de que este país declarara la guerra a España, en 1898. Espinosa (2008 , p.27-29)) argumenta que luego que la economía del valle del Mississippi estuvo seriamente afectada durante la epidemia de 1878, la idea de que los EEUU debería adquirir Cuba, para asegurar la salud del sur, se convirtió en una conclusión inexorable para los americanos y Cuba fue invadida en 1898 para terminar la amenaza de la fiebre amarilla.
Así, la invasión a Cuba era en el fondo una guerra contra la enfermedad. Esta lucha contra la fiebre, que se extendió hasta 1910, tuvo como objetivo principal eliminar la fuente de la infección hacia los EEUU más que proteger la salud de los cubanos o aún la de la fuerza invasora. Por esta razón, los cubanos resistieron esta intervención colonial en salud, reconociendo que mantener la isla libre de fiebre amarilla beneficiaba, principalmente, a los EEUU. Espinosa describe también cómo los cubanos lucharon contra la caracterización norteamericana de Cuba como inherentemente sucia y seriamente afectada por la enfermedad y cómo se esforzaron para hacer saber que los EEUU eran dependientes de Cuba para la salud pública y no al revés, como los americanos querían hacerles creer (Espinosa, 2008, p.109-111).
Como el detallado trabajo de McNeill y Espinosa muestran, los historiadores podemos ciertamente deducir de las descripciones pasadas de la fiebre amarilla, cómo el virus, el mosquito y la enfermedad misma se desenvolvieron y cómo afectaron resultados históricos específicos. Es notable que ambos historiadores consideren a la enfermedad, el virus y el mosquito como actores con un cierto tipo de agencia que afecta resultados históricos o como actores que pudieron ser aprovechados para objetivos políticos particulares. Sin embargo, esta postura implica correr el riesgo no solo de que aceptemos, como explicación de la acción histórica, interpretaciones sobre el comportamiento de la naturaleza que son anacrónicas – una noción de la fiebre que no le pertenece a los actores históricos sino al historiador –, y, consecuentemente, asumir una postura que separa radicalmente la naturaleza – considerada como algo fijo y dado – y la cultura – lo propiamente humano y cambiante. Este presentismo en la historia de la fiebre amarilla también se encuentra en el segundo tipo de narrativa que ha dominado la historiografía de la fiebre amarilla en América Latina, esto es, la política de la fiebre amarilla.
La enfermedad y las relaciones de poder
La segunda tendencia en la historiografía de la fiebre amarilla está representada por los trabajos que describen las múltiples formas en que la fiebre amarilla creó oportunidades para establecer diferencias entre las personas, comunidades y sociedades – entendido esta producción de diferencias a través del conocimiento médico-científico como una forma de poder. Los temas que han dominado esta tendencia han sido la inclusión de nociones racializadas de la enfermedad dentro del discurso de la salud pública y de la medicina tropical en el siglo XIX principalmente; la distinción entre centros y periferias en la ciencia; y la aproximación colonialista de la salud pública norteamericana ya en el siglo XX.
Uno de los trabajos que directamente exploran la racialización del discurso de salud en relación con la fiebre amarilla es el que presenta Sidney Chalhoub (1993) sobre Brasil a finales del siglo XIX. Uno de los temas que preocupó a los médicos brasileros fue la mayor susceptibilidad de los blancos e inmigrantes europeos que de los africanos y afro-brasileros. Hasta 1870 habrían dominado explicaciones ambientalistas de la fiebre: los brasileros consideraron que la fiebre amarilla era producida en condiciones sanitarias pobres, de pantanos sucios y material animal y vegetal en descomposición. Las personas que habrían sido expuestas a estas condiciones – brasileros nativos de la ciudad de Río – tenderían a sortear mejor las epidemias que aquellos que apenas estaban familiarizándose con tal entorno, esto es, los inmigrantes recién llegados de Europa. En la década de 1870, continua Chalhoub, este lenguaje ambientalista habría adquirido un significado político y racial. La fiebre amarilla se había convertido en un desafío de salud pública en Brasil y uno de los principales obstáculos para el proyecto de los cultivadores brasileros. De acuerdo con este proyecto, los inmigrantes europeos eran aquellos que podrían cubrir las pérdidas en la fuerza de trabajo que traería la emancipación de los esclavos que eventualmente sucedería en 1888. La fiebre amarilla, que afectaba principalmente a los inmigrantes, se asumió entonces como un obstáculo a la transición de la esclavitud al trabajo libre. La fiebre amarilla fue percibida entonces como un obstáculo al progreso del país y la civilización. Es por estas razones que Chalhoub concluye que el pensamiento médico brasilero y las políticas sanitarias estuvieron profundamente informadas por una ideología racial específica y se habrían convertido en componentes activos en la realización del ideal de blanqueamiento.
Es significativo que Chalhoub incorpore en su relato las explicaciones ofrecidas por expertos decimonónicos acerca de la fiebre como, por ejemplo, el vínculo entre aclimatación y resistencia a la enfermedad. Este tipo de discurso de aclimatación y racialización también estuvo presente en Colombia, como se muestra al final del artículo. Considerar este tipo de explicaciones en las narrativas históricas nos aproximan más a la experiencia de la enfermedad en el siglo XIX que si partiéramos explícitamente de nociones presentistas, como es la tendencia dominante. En esto se distancia precisamente el trabajo de Chalhoub del abordaje de la fiebre hecho por McNeill y Espinosa. Quizás Chalhoub implícitamente aborda a la fiebre como la enfermedad que hoy conocemos, manteniendo de alguna forma la separación entre lo natural y lo cultural. Ello, no obstante, no le habría impedido argumentar que la enfermedad habría estado involucrada en la crisis del trabajo en Brasil y que habría contribuido a dar forma a las ideologías raciales.
El segundo tema a través del cual los historiadores han descrito cómo la fiebre amarilla ha estado involucrada en procesos de creación de diferencias entre las sociedades es el de la producción de conocimiento científico sobre la fiebre. Usualmente, estas historias asumen un argumento que permea la historiografía de la ciencia latinoamericana y es que la región es periférica en relación con las metrópolis o centros de producción científica, ya sea Europa o Estados Unido ( Basalla, 1967 ; Lafuente, Alberto, Ortega, 1993; Peard, 2000 ). Este enfoque ha dominado los trabajos históricos que intentan explicar la controversia alrededor del establecimiento del mosquito como el vector de la fiebre amarilla entre 1878 y 1900.
La mayoría de los historiadores ha estado de acuerdo en que el médico cubano Carlos Finlay hipotetizó correctamente que un mosquito transmitía fiebre amarilla pero también que la comisión científica norteamericana de fiebre amarilla que llegó a Cuba en 1900 confirmó esta hipótesis realizando experimentos convincentes dos décadas después ( Espinosa, 2008 , p.3; Birn, 2006 , p.49; Sutter, 2005 , p.71; Alcalá, 2012 , p.72). En esta perspectiva, Finlay no habría podido demostrar la hipótesis de su mosquito pues no sabía que este insecto no se vuelve infeccioso inmediatamente luego de picar a un paciente de fiebre amarilla. La comisión americana habría sido capaz de realizar experimentos exitosos al haber establecido ese hecho, probando así la hipótesis de Finlay ( Löwy, 2001 , p.61; Espinosa, 2008 , p.56, 108). Según esta versión, la falta científica del lado de Finlay explicaría que no se reconociera su trabajo por 20 años y también su posición secundaria en el descubrimiento del mosquito como transmisor de la fiebre amarilla. La historiadora Nancy Stepan, por su parte, había tratado de dar más crédito a Finlay preguntándose no aquello que estaba mal en la ciencia de Finlay sino por qué su hipótesis del mosquito necesitó dos décadas para que fuera tomada en serio por la comunidad científica o por qué la comisión americana demoró solo dos meses para confirmar la hipótesis de Finlay, a pesar de haber cometido los mismos errores de Finlay (Stepan, 1978, p.407-409). Stepan explica que el retraso en la aceptación de las ideas de Finlay se debió, en parte, a que los norteamericanos no creían en el trabajo científico que se realizaba en América Latina: no sería sino hasta la aceptación de los insectos vectores en las enfermedades como la filariasis y la malaria, establecida por la medicina tropical inglesa, así como la ocupación americana en Cuba, que habrían convergido los intereses y los recursos para hacer posible que los norteamericanos consideraran seriamente las ideas de Finlay (p.407-409). Finalmente, el historiador Françoise Delaporte argumentó que la posición de Finlay no fue original en su idea del mosquito como clave en la transmisión de la fiebre amarilla. Finlay habría tomado de la medicina tropical inglesa – aún si Finlay no lo reconoció – la noción de que los insectos son agentes transmisores de enfermedades. Lo que explicaría el éxito de la comisión norteamericana de fiebre amarilla sería la hipótesis de Ronald Ross de que el mosquito sirve como hospedero intermediario. Ross fue clave en tomar en cuenta el periodo durante el cual un microorganismo incuba en el cuerpo del insecto para hacer un caso experimental exitoso. El limbo de 20 años de la hipótesis de Finlay, según Delaporte (1991, p.8), no habría sido entonces debido a una negación intencional o no intencional de los americanos sino simplemente el tiempo que habría tomado develar el mecanismo de la infección de la malaria.2
Como muestra este caso, adentrarse en la controversia científica a partir del modelo centro-periferia y del presentismo en la comprensión de la enfermedad, implica un tipo de compromiso por parte de los historiadores con relación a lo que es considerado como ciencia verdadera y también a lo que se asume como verdaderos hechos científicos – la naturaleza. Quizás los historiadores podríamos dejar de juzgar anacrónicamente el trabajo científico pasado y dejar de fijar la naturaleza misma de la enfermedad. Podríamos historizar la ciencia, explorar las implicaciones de dicha historización en nuestras nociones de lo “natural” a la hora de hacer investigaciones históricas y revisar nuestras preguntas de investigación considerando las nociones que los actores mismos que investigamos definieron y con las que transformaron su realidad. En la última parte de este artículo de revisión histórica se enumeran algunos de los asuntos que debate la SCC con la intención de sugerir temas que podrían ayudarnos en esa tarea. Lo cierto es que historias que abordan el descubrimiento del mosquito como agente transmisor de la fiebre amarilla, así sean presentistas, nos han ayudado a comprender la política del insecto. Los historiadores han detallado cómo una vez el Aedes aegypti fue identificado como el vector de la fiebre amarilla, este hecho se hizo relevante para el proyecto expansionista económico y cultural norteamericano, de tinte colonialista, en América Latina. Erradicar el insecto de asentamientos marítimos se convirtió en el corazón de las campañas americanas contra la fiebre amarilla en América Latina en la primera mitad del siglo XX, impulsando así la expansión de la economía americana y su intervención en la región.
La política del Aedes aegypti se manifestó en el trabajo de uno de los actores influyentes en la salud pública latinoamericana de la primera mitad del siglo XX, la Fundación Rockefeller (FR). Los historiadores han descrito el rol de esta organización filantrópica norteamericana en la promoción de la salud pública entre las décadas de 1910 y 1940, alineados con los objetivos de “impulsar las economías en desarrollo, promover el bienestar internacional, mejorar la productividad y preparar al estado y a los profesionales para el desarrollo moderno” ( Birn, 2006 , p.25). Igualmente, los historiadores han denunciado la actitud estrecha y colonialista de la FR en sus proyectos de salud pública en Latinoamérica. Así, señalan, la FR trabajó a favor del proyecto expansionista norteamericano: contribuyó, por ejemplo, al saneamiento de Panamá en 1914 durante la apertura del Canal para evitar re-infestación de los EEUU por el tráfico comercial ( Cueto, 1994 , p.XII); participó con sus campañas en la lucha contra los sentimientos antiamericanos en el México post-revolucionario ( Solórzano, 1994 ); o usó sujetos en experimentos de tratamientos anti uncinariasis ( Palmer, 2010 ). Se ha descrito también que la FR trabajó con la idea de que las sociedades latinoamericanas eran incivilizadas ( Birn, 2006 , p.25; Mejía, 2004 , p.120) y que ignoró problemas sociales y de salud de mayor magnitud y preocupación ( Quevedo et al., 2008 ; Mejía, 2004 ; Espinosa, 2008 ). Por otro lado, los historiadores han mostrado cómo el trabajo de la FR en fiebre amarilla fue influenciado también por la política local. En México, por ejemplo, argumenta Birn (2006) , las campañas de la FR habrían ayudado a estabilizar y legitimar a México como estado y a crear las bases para desarrollos institucionales futuros en el México post-revolucionario mientras que otros historiadores han resaltado que no sería gracias a las campañas de la FR contra la fiebre amarilla sino a las campañas ejecutadas durante la dictadura de Porfirio Díaz, entre 1903 y 1911, que se habrían sentado las bases de la salud pública moderna mexicana ( Carrillo, 2008 ). Los miedos a los movimientos separatistas y al bolchevismo habrían, también, impulsado el apoyo del gobierno mexicano a la campaña de la FR ( Solórzano, 1994 ). En Perú, por otra parte, la participación de la FR contra la fiebre amarilla en 1921 fue tanto por el deseo del gobierno de Augusto B. Leguía (1919-1931) de incrementar la productividad y eliminar los efectos negativos de cuarentenas, cierre de puertos y de las epidemias mismas como por la motivación de diseminar un ideal inspirado en los estándares de vida y logros en sanidad de la urbanización norteamericana ( Cueto, 1992 ). En Brasil, la FR comenzó a trabajar en 1923 en el noreste del país donde la fiebre amenazaba la migración y el comercio. La campaña ha sido descrita como implementada entre la persuasión y la coerción ( Löwy, 2001 , p.139). Como muestran Löwy (2001 , p.144-145) y Magalhães (2016 , p.82-83), los médicos brasileros cuestionaron la afirmación de la FR en 1929 de que la fiebre estaba cerca de ser erradicada al describir casos de la fiebre que habrían incrementado al interior del país, en el norte y en Minas Gerais. Los médicos colombianos también habían descrito casos de fiebre amarilla al interior del país en 1929 y aún antes, la que se conocería eventualmente con la fiebre amarilla selvática ( Quevedo et al., 2008 , 2018 ). Así, la reemergencia inesperada de la fiebre amarilla en Rio de Janeiro a finales de 1928 y los brotes en Colombia terminaron por convencer a los miembros de la FR de que los bosques y selvas eran y habían sido fuente de fiebre amarilla por décadas, lo que resultó en una campaña masiva de dos décadas contra la enfermedad por lo menos en Brasil. La FR controló las investigaciones epidemiológicas a través de viscerotomías (análisis de hígado de personas que murieron de fiebre amarilla), la eliminación sistemática de Aedes aegypti y, desde 1937, la producción y distribución de la vacuna desarrollada en los laboratorios de la FR ( Benchimol, 2001 ). Cabe mencionar que la última gran epidemia de fiebre amarilla fue la de Río en 1928-1929 y que casos esporádicos posteriores han sido controlados con medidas antimosquito y vacunación ( WHO, 1986 ; Löwy, 2001 , p.165).
La fiebre amarilla sin el presentismo
Las dos tendencias historiográficas de la fiebre hasta aquí analizadas nos muestran la enfermedad como agente de cambios históricos, por un lado, y las maneras en que en su estudio o control se concretaron formas de poder específicas, por el otro. El hecho de que estos análisis se hayan hecho desde nociones presentistas no disminuye en nada la riqueza, calidad y aportes que han hecho a nuestra comprensión de la historia de la enfermedad. Lo que aquí se sugiere es que esta historiografía podría beneficiarse más al incluir, también, una reflexión sobre las implicaciones para la investigación histórica del presentismo y en ello nos pueden ayudar enormemente los análisis de la historia de la ciencia y de la SCC. Uno de los problemas de ignorar el carácter contingente del conocimiento científico, y por tanto de las cosas designadas por dicho conocimiento, es mantener la separación entre naturaleza y cultura. Así, hemos ofrecido explicaciones históricas a partir de nociones científico-médicas contemporáneas ignorando en algunos casos la visión de mundo y las preocupaciones de las personas y comunidades que los historiadores estudiamos.
Entre otras cosas, la SCC nos invita a ser imparcial con respecto a la verdad o falsedad, el éxito o fracaso en los argumentos de conocimiento y a ser simétricos en relación con las explicaciones causales sobre por qué cierto conocimiento se juzga como verdadero o falso ( Bloor, 1991 , p.7). El presupuesto aquí es que las explicaciones de las decisiones cognitivas de los científicos, reside no en la realidad natural ni en las estructuras lógicas de la cognición individual, sino en el carácter contingente involucrado en el trabajo científico (Barnes, Bloor, Henry, 1996, p.54-56; Barnes, 1981 , p.309). Esto significa que el contenido del conocimiento no está solamente predeterminado por las formas y estructuras de la realidad natural; que la aplicación de conceptos al mundo natural es en últimas un asunto de juicios inductivos, no de lógica deductiva; y que los significados y usos de tales conceptos son capaces de cambiar en el tiempo. Por otro lado, como la vasta historiografía de la ciencia ha mostrado durante las últimas tres décadas, la contingencia de la ciencia y de sus objetos de investigación está relacionada con varios factores. Primero, hay ciertas visiones del mundo dentro de las cuales lo que es considerado como trabajo científico y conocimiento válido es acordado por grupos que apoyan esas visiones – los “estilos de conocimiento” de Fleck (1986) . Más radicalmente, Fleck nos había sugerido que “solo aquello que es realidad para la cultura, es realidad para la naturaleza” (p.86). Segundo, que hay tecnologías literarias, como demostraciones públicas, debates en prensa, revistas y congresos científicos, libros y evaluación por pares, estilos narrativos etc., que hace posible que los científicos ganen el apoyo de expertos y no expertos y, como consecuencia, legitimidad como grupo vocero de la naturaleza ( Shapin, 1984 ; Secord, 2001 ). Tercero, que las prácticas a través de las cuales los científicos traducen sus objetos de investigación en inscripciones portables y de fácil circulación – tablas, números, curvas etc. – están en la base de los hechos científicos y de los argumentos de universalidad ( Latour, 1979 , 1987 , 1988). Cuarto, que no solo el conocimiento teórico y explícito sino también el conocimiento práctico y tácito es fundamental en los experimentos y según tradiciones científicas específicas ( Collins, 2010 ). Y, finalmente, que la ciencia se construye y circula en redes de personas y objetos, y de las cuales los científicos son apenas uno de sus componentes ( Latour, 1979 ).
Como se mostró en la segunda parte de este texto, es difícil encontrar en la historiografía de la fiebre amarilla en América Latina historias sensibles a estos aportes. Es posible que surjan temas nuevos si se repensaran las historias de la enfermedad tomando en consideración la SCC y la historia de la ciencia. Esto se ilustra a continuación con el caso de las nosologías de las fiebres en la medicina, el de las determinaciones climáticas y geográficas de las enfermedades, y el de los debates alrededor de la fiebre amarilla al interior de los países latinoamericanos, en particular Colombia.
El primer hecho a destacar es que las compresiones médicas de la fiebre amarilla – y de otras fiebres – antes de la estabilización del saber biomédico contemporáneo no coincidían con este saber. El presentismo explicaría en parte por qué, como denunció William Bynum en 1981 , a pesar de que el grueso de la literatura médica decimonónica se concentraba en las fiebres, los historiadores poco se interesaban en estudiarlas ( Bynum, 1981 , p.145). Ciertamente, las fiebres, junto con la inflamación, el envenenamiento, la hemorragia y las enfermedades específicas de los órganos, constituían un grupo importante dentro de las cinco categorías con las que se clasificaban todas las patologías. Esta clasificación de las enfermedades revela la tensión existente a lo largo del siglo XIX entre las nosologías del siglo XVIII y la anatomía patológica desarrollada a comienzos del siglo XIX. Así, las fiebres, cuando se consideraba que no estaban asociadas a una inflamación o a un origen orgánico, se les calificaba de “fiebres esenciales”, fiebres cuya base morfológica se esperaba establecer en el futuro. Dada la ausencia de una lesión orgánica que pudiera explicar las “fiebres esenciales”, los médicos usaron un sistema de clasificación de las fiebres de acuerdo con los síntomas, siguiendo la lógica de la botánica ilustrada que clasificaba las plantas en géneros, especies y variedades. El criterio para organizarlas en este esquema eran las variaciones de la fiebre en el tiempo y los síntomas asociados como el dolor de cabeza, las hemorragias, la diarrea, y las erupciones de la piel. Por ejemplo, en la tercera edición del libro francés de patología usado en Europa y América Latina, el Traité élementaire et pratique de pathologie interne , de Augustin Grisolle (1848) , las fiebres estaban divididas entre cinco géneros – las continuas, las eruptivas, intermitentes, remitentes y hécticas – dependiendo de los intervalos en los que sucedía la fiebre y en los síntomas asociados. Dentro del grupo de las continuas, Grisolle agrupó a la fiebre amarilla o el tifus de América, la fiebre tifoidea, el tifo de Europa, el tifo oriental o la plaga, la fiebre biliosa de los países cálidos – que se suponía era la más común en los Estados Unidos – y las fiebres inflamatorias. Caracterizó la fiebre amarilla por ictericia y vómito negro y la clasificó como típica de los países cálidos de América, algunas partes de África y el sur de Europa. Los extranjeros eran considerados como los más susceptibles a adquirir la fiebre que los nativos. Si pensamos en la fiebre amarilla según la medicina del siglo XX, este pensamiento, que nos parece al mismo tiempo familiar y extraño permitía aceptar situaciones como que los médicos podían también ver la transformación de una fiebre intermitente perniciosa en una fiebre remitente y luego en una fiebre continua con los síntomas de la fiebre amarilla.
En Colombia, por otro lado, los médicos de mediados del siglo XIX, agruparon las fiebres en dos géneros: las continuas y las periódicas. En contraste con Grisolle, cuyo libro de texto conocieron, los médicos colombianos agruparon a las fiebres eruptivas y las fiebres continuas en un mismo grupo, pero además identificaron a la variedad fiebre amarilla como perteneciente al grupo de las fiebres periódicas – perniciosas – y no al grupo de las continuas, como creía Grisolle. Los colombianos colocaron a la variedad fiebre amarilla en la especie de fiebres periódicas probablemente como una forma de enfatizar el origen miasmático de estas fiebres y que los médicos asociaron con la producción agrícola en las tierras cálidas. Esta asociación les permitió argumentar el origen local de las fiebres de la variedad amarilla y rechazar cualquier idea en favor de que la fiebre amarilla fuera importada. Los médicos colombianos siguieron al anti contagionista francés Nicolás Chervin en este argumento. Este médico había estudiado las epidemias del Caribe y de los EEUU, entre 1820 y 1822, y la epidemia en Gibraltar, de 1828, y defendió el origen miasmático y local de la fiebre. Los colombianos encontraron persuasivo este argumento de Chervin, pues les permitía resaltar su experticia científica cuando se comparaban con los europeos. Contrario a lo que un historiador concluiría a partir del modelo centro-periferia en la producción de conocimiento científico y por el cual Colombia sería periferia del saber Europeo, y contrario a asumir nociones presentistas de la enfermedad para prestar atención a lo que los médicos colombianos argumentaron, podemos entonces ver con claridad que, con respecto a las patologías que los médicos decimonónicos consideraron producidas localmente, como las fiebres periódicas, argumentaron que ellos estaban en condiciones de conocer la verdadera naturaleza de estas fiebres, por encima de sus colegas europeos por estar en contacto directo con estas enfermedades ( García, 2007 ).
Las premisas teleológicas y presentistas con respecto al conocimiento médico han impedido que los historiadores reconozcan como legítima la pregunta por la transformación de las fiebres continuas o discontinuas del siglo XIX en lo que hoy se llaman fiebres específicas (tifoidea, tifo, malaria o fiebre amarilla). Leonard Wilson (1978) y Dale C. Smith (1980 , 1982 ) han mostrado cómo las fiebres continuas, tifoidea y tifus lograron una definición anatomo-patológica hacia mediados del siglo XIX en Europa y América, pero pocos historiadores han estado interesados en cómo las fiebres periódicas se transformaron, en el pensamiento médico, en fiebre amarilla y malaria. La atención de los historiadores en las epidemias en Europa hasta 1857 y en aquellas norteamericanas hasta 1879 se han enfocado en los debates entre contagionistas y no contagionistas y en las políticas alrededor de las epidemias, siempre desde una perspectiva presentista ( Coleman, 1987 ; Humphreys, 1992 ).
El caso colombiano ilustra la pertinencia de la pregunta. La transformación de las fiebres periódicas en fiebre amarilla y malaria tomó más de dos décadas, desde el momento de la publicación de la primera descripción de las fiebres producida en 1859 hasta que se definió, hacia 1887, a la fiebre amarilla como una enfermedad diferenciada. Hasta 1886, las ideas de que las fronteras entre las fiebres continuas y discontinuas o periódicas era fluida y la teoría miasmática, según la cual las fiebres periódicas eran producidas localmente por la putrefacción de materia orgánica, constituyeron el marco de comprensión de estas enfermedades que encajaría en los argumentos de los médicos a favor de la construcción de una medicina nacional. Estos médicos argumentaron que el estudio de las patologías locales, como las fiebres periódicas de los climas cálidos, sería el camino para crear una medicina nacional y sobre la base un cuerpo de doctrina propio, aprovechando, como argumentaron, su situación privilegiada al encontrarse en el lugar de producción de las fiebres mismas – el clima cálido ( García, 2007 ). Estos argumentos cambiaron hacia 1887 cuando la práctica de las inoculaciones preventivas de microorganismos contra la fiebre amarilla, que se aplicó en México, Brasil y Colombia ( Benchimol, 1999 ; García, 2012a; Lozano, 2008 ; Warner, 1985 ), generó un debate entre los médicos colombianos que culminaron con la aceptación de la fiebre amarilla como una enfermedad específica, causada por un germen a ser establecido (García, 2012a). La retórica de construir una medicina nacional fue entonces reemplazada, desde finales de 1880, por una que expresaba la aspiración de los médicos a hacer parte de una “ciencia universal” gracias a la nueva bacteriología médica, en un proceso que involucró la transformación en las formas de conocer y de objetividad consideradas legítimas entre las élites científicas y médicas colombianas (García, Pohl-Valero, 2016).
Como muestra el caso colombiano, la decisión de no dar por sentado lo que la fiebre amarilla significa y de ser imparcial y simétrico en las formas en que nos aproximamos a la fiebre históricamente, hace posible ver que para la medicina decimonónica la fiebre amarilla era una variedad dentro de la familia de las fiebres y que podía transformarse en otra fiebre continua o periódica – dependiendo de la comunidad médica. Que habría entonces que explicar cómo los médicos agrupaban casos de las fiebres en cualquiera de los géneros, especies y variedades de las familias de las fiebres y por qué los médicos decidieron cuál fiebre era importada y cuál originada localmente. También que la explicación a estas decisiones de los médicos debería buscarlas el historiador no en la enfermedad misma como la conocemos hoy, sino en la contingencia histórica del conocimiento y de las cosas que designa. Desde esta perspectiva, es posible argumentar que la fiebre amarilla, tal y como la conocemos hoy, no existía en el siglo XIX o – para no aparecer muy relativista – que por lo menos la fiebre amarilla no era una enfermedad específica en ese siglo. Por su puesto, desde el punto de vista presentista es posible argumentar lo contrario, si tomamos la ictericia y el vómito negro como los verdaderos marcadores – clínicos – de la fiebre ( Stepan, 2001 , p.162-163). Claramente, estos dos síntomas fueron característicos de esta variedad de fiebres según la medicina del siglo XIX y parte de los criterios que la separaban de las otras fiebres, pero, ciertamente, la amarilla no estaba confinada a esta única definición. Al prestar atención a los marcos de comprensión y visiones del mundo a partir de los cuales se comprendió la “variedad” fiebre amarilla en el siglo XIX – lo que implica no solo abandonar el presentismo en la forma de hacer historia sino también abandonar la idea de la “naturaleza” que creemos constituye la enfermedad – puede verse que el clima y la geografía fueron considerados como parte fundamental de la identidad de las fiebres en formas diversas.
Los argumentos sobre el origen local de las enfermedades estuvieron asociados – por lo menos en Colombia – con ideas sobre la determinación climática de las enfermedades y de las personas, ideas que revivía nociones hipocráticas acerca del rol del clima en afectar el cuerpo, el temperamento y producir enfermedad.3 Los médicos colombianos articularon el hipocratismo, la geografía médica, la geografía de las plantas y las ideas transformistas pre-Darwinianas de las especies para explicar la distribución de las enfermedades y también para explicar las susceptibilidades de las personas a caer enfermas, siguiendo un argumento racializado para explicar esas diferencias (García, 2012b). Con respecto al último aspecto, siguiendo la idea de la inferioridad de los nativos y los afrodescendientes, heredada del periodo colonial, las élites médicas colombianas del siglo XIX consideraron a los llamados “negros” como más resistentes a las enfermedades de clima cálido de las tierras bajas, entre ellas las fiebres periódicas, gracias a siglos de aclimatación. Para los contemporáneos, los nativos de las montañas de los Andes y los descendientes de los españoles, estaban mejor adaptados a los climas europeos y a las tierras altas y, por tanto, eran más susceptibles a las enfermedades típicas de las tierras bajas. Esta susceptibilidad a las fiebres periódicas de las personas de las tierras altas habrían sido, en esta versión, la responsable de las epidemias de fiebre en las tierras de producción de tabaco, en la ribera del río Magdalena, durante las décadas de 1850. Aún más, siguiendo entonces las divisiones sociales entre las viejas castas coloniales, conocidas como blancos, negros y nativos – las llamadas razas de las nuevas repúblicas (1810) –, los médicos del siglo XIX extendieron este determinismo para explicar las divisiones del trabajo: los individuos de raza blanca estarían más capacitados para el trabajo intelectual mientras que los afrodescendientes serían más adecuados para el trabajo manual duro, bajo el sol quemante de las tierras bajas (García, 2012b).
Dada la preeminencia de las nociones climatológicas y geográficas con las que los europeos y las élites latinoamericanas entendieron las diferencias entre el viejo y el nuevo mundo luego del fin del gobierno de los españoles en América Latina ( Cañizares, 1998 ; Stepan, 2001 ), vale la pena entonces preguntarse si las comunidades médicas latinoamericanas decimonónicas también usaron el determinismo geográfico para la comprensión no solo de las fiebres, sino de las enfermedades en general. No sobra decir que este universo del determinismo geográfico, que actuó como un piso epistémico en el siglo XIX para comprender la naturaleza, el cuerpo, las enfermedades, y aún el destino histórico de las sociedades latinoamericanas, ha escapado a la mayoría de los historiadores de la fiebre amarilla en América Latina pues éstos últimos han trabajado a partir de la noción contemporánea de la enfermedad.
Algunos podrán argumentar que con la estabilización del saber sobre la fiebre, que se alcanzó hacia 1930, los historiadores de la fiebre amarilla en el siglo XX no necesitarían estar atentos a las versiones anteriores de las fiebres dado que, desde ese momento en adelante, la fiebre descrita por los médicos del siglo XX es la misma que la nuestra. Esto es lo mismo que afirmar que las nociones climatológicas, de determinismo geográfico y racializadas de la enfermedad, construidas desde la época colonial y que, con variantes, afectaron las visiones de las fiebres en el siglo XIX, habrían desaparecido gracias a la bacteriología médica o la medicina tropical hacia 1900. Esta es una hipótesis que debe explorarse históricamente pues la geografía médica no desapareció totalmente en el siglo XX, pero además la nueva ciencia de la eugenesia, que impactó a los países latinoamericanos desde la segunda y tercera décadas del siglo XX, daría nuevos contenidos a los argumentos medio-ambientales y racializados de la enfermedad. En Colombia, por ejemplo, los defensores de la medicina tropical de la primera mitad del siglo XX, al parecer imbuidos de argumentos eugenésicos blandos – esto es, la idea de que la transformación cultural y social podría mejorar la raza y no necesariamente el control de la reproducción o la mezcla racial de la eugenesia dura –, consideraron que las campañas contra enfermedades como la uncinariasis, la malaria y la fiebre amarilla servirían para fortalecer las futuras generaciones de las “razas” y para favorecer la colonización al interior del país (García, 2017a, p.70-73).
Por otro lado, si seguimos historizando la fiebre amarilla dentro del modelo centro-periferia en la historia de la ciencia que también ha sido presentista, tendríamos que aceptar que Fred Soper, trabajando para la FR, estableció por primera vez en 1935, el ciclo rural de la fiebre amarilla, esto es, que la fiebre amarilla no estaba confinada a los asentamientos marítimos, y por tanto tendríamos que ignorar que antes de que la FR hiciera investigaciones en Latinoamérica y Africa, los médicos latinoamericanos venían debatiendo la posibilidad de que la variedad amarilla de las fiebres periódicas o la fiebre amarilla del siglo XX sucediera al interior de los países. Ciertamente, Jaime Benchimol (1999 , p.15) ha sugerido que las epidemias de fiebre amarilla que ocurrieron en el siglo XIX al interior del Brasil, habrían ayudado a los higienistas, clínicos y bacteriólogos a defender la idea de la fiebre como una enfermedad específica de las regiones intertropicales. Desafortunadamente, parece que no hay todavía historiadores que hayan profundizado este caso para el siglo XIX. Magalhães (2016 , p.182-183) resalta, ya para el siglo XX, las críticas de médicos brasileros a la idea de que la fiebre solo ocurría en los centros urbanos marítimos y que inspiró las campañas de erradicación hasta entonces. En Colombia, los debates sobre las fiebres periódicas al interior del país – incluida la variedad fiebre amarilla – se intensificaron durante las décadas de 1880 y 1890 cuando las epidemias de fiebres periódicas ocurrieron a lo largo de los ríos y también camino hacia las tierras altas. Los médicos lucharon por identificar la naturaleza de estas fiebres, lo que creó dudas sobre si era la variedad de fiebre amarilla o no (García, 2012a). Pero, además, aún luego de que había establecido la existencia de la fiebre amarilla como una entidad específica y luego de que su transmisión por el mosquito fue aceptada hacia 1900, los médicos colombianos del siglo XX diagnosticaron fiebre amarilla selvática, en 1907, en ciudades cercanas a bosques, lejos de los centros marítimos. Este trabajo fue ignorado por los funcionarios de la FR entre 1916 y 1930s y por los historiadores hasta hace poco ( Quevedo et al., 2008 , 2018 ).
A manera de conclusión puede señalarse que el presentismo de los historiadores de la fiebre amarilla en América Latina explica en gran medida por qué han ignorado temas y problemas que quizás resultaron acuciantes para las sociedades sobre las que ellos construyen esas historias. Ciertamente, hay más historias sobre el descubrimiento del mosquito, los debates alrededor de la causa bacteriológica de la fiebre amarilla, las inoculaciones profilácticas inspiradas en ella durante la década de 1880 o sobre las campañas nacionales y de la FR contra la enfermedad entre 1910 y 1940, que sobre la naturaleza política de la nosología de las fiebres, los debates de los médicos latinoamericanos con relación a la variedad amarilla del interior de los países, la circulación de personas, conocimiento y objetos al interior de la región – como las inoculaciones preventivas mexicanas que llegaron a Colombia –, la identidad climática y geográfica de la fiebre o sobre la posible articulación de discursos eugenésicos en la medicina tropical de la primera mitad del siglo XX.
Los historiadores han descrito cómo las ideas sobre las influencias geográficas en la población, la naturaleza, los cuerpos y las enfermedades han dado forma a las visiones del mundo postcolonial ( Cañizares, 1998 ; Stepan, 2001 ; Larson, 2002 ). Hay pocas historias de la enfermedad en América Latina – presentistas o no – que apunten al hecho de que el neo-hipocratismo y la geografía médica, con su determinismo climático implícito, estuvo vivo hasta comienzos del siglo XX ( Stepan, 2001 ; Cueto, 2003 ; García, 2007 ). Esta dimensión ha escapado a los historiadores de la fiebre en particular por su decisión de considerar la naturaleza de la fiebre como un objeto fijo según la medicina contemporánea y separarla de la cultura. No hemos problematizado las implicaciones de dar por sentado la ciencia moderna, quizás porque los historiadores nos hemos beneficiado de la autoridad que nuestra sociedad confiere a la ciencia, pero sobre todo porque hemos ignorado los aportes que la historia de la ciencia y la SCC pueden hacer a la historia de la enfermedad.
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- WILSON, Leonard G. Fevers and science in early nineteenth century medicine. Journal of the History of Medicine and Allied Sciences , n.33, p.386-407. 1978.
- WORBOYS, Michael. Practice and the science of medicine in the nineteenth century. Isis , n.102, p.109-15. 2011.
- WRIGHT, Peter; TREACHER, Andrew. The problem of medical knowledge: examining the social construction of medicine. Edinburgh: Edinburgh University Press. 1982.
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1
“Disease is at once a biological event, a generation-specific repertoire of verbal constructs reflecting medicine’s intellectual and institutional history, an aspect of and potential legitimation for public policy, a potentially defining element of social role, a sanction for cultural norms, and a structuring element in doctor/patient interactions. In some ways disease does not exist until we have agreed that it does-by perceiving, naming, and responding to it” ( Rosenberg, 1992 , p.305).
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2
Aprovechando el debate entre médicos brasileros y argentinos acerca de las medidas profilácticas contra la fiebre amarilla que se dieron durante el segundo Congreso Latinoamericano de Medicina de 1904, Sandra Caponi (2000) propone que la emergencia de la medicina tropical y la referencia a los artrópodos como vectores necesarios para la propagación de ciertas enfermedades infecciosas “exige la asociación con otros saberes y con otros modos de construir el conocimiento” que eran ajenas a las investigaciones microbiológicas de entonces: la entomología, la epidemiología y la historia natural.
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3
Para un análisis con relación a la persistencia de las ideas sobre la influencia del clima en la salud y la enfermedad, ver la introducción del número especial del Bulletin of the History of Medicine , titulado “Modern airs, waters, and places” (Bashford, Tracy, 2012).
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Algunas de las ideas aquí expuestas fueron presentadas en el seminario Historia de Salud Global, coordinado por la Organización Mundial de la Salud, la Universidad de York y la Casa de Oswaldo Cruz/Fiocruz el 2 de diciembre de 2016 y en García (2017b).
Fechas de Publicación
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Publicación en esta colección
19 Jun 2019 -
Fecha del número
Apr-Jun 2019
Histórico
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Recibido
28 Jun 2017 -
Acepto
24 Oct 2017