Open-access Las huellas del silencio en tres novelas del conflicto armado colombiano

Os rastros do silêncio em três romances do conflito armado colombiano

The traces of silence in three novels of the Colombian armed conflict

Resumen:

Este artículo interpreta las relaciones entre los usos literarios del silencio y las formas de violencia que transitan por algunos personajes femeninos, dentro de las novelas Abraham entre bandidos, de Tomás González (2010), Muchacha al desaparecer, de Marta Renza (2009) y Candelaria, de Germán Castro Caicedo (2000). En esencia, este análisis intenta determinar la manera en que el silencio configura las representaciones sociales de las mujeres en las obras, al mismo tiempo que expone la forma en que éste se incorpora en los mecanismos de la violencia ejercidos hacía estos personajes. El estudio del silencio en la literatura abre un horizonte de sentidos que permite ampliar su dimensión simbólica e inferir lugares de enunciación, a través de la comprensión de sus dinámicas en las prácticas discursivas de las novelas que hacen parte del corpus.

Palabras clave: Silencio; Lenguaje; Género; Violencia; Literatura colombiana

Resumo:

Este artigo interpreta as relações entre os usos literários do silêncio e as formas de violência pelas quais passam algumas personagens femininas, nos romances Abraham entre bandidos, de Tomás González (2010), Muchacha al desaparecer, de Marta Renza (2009) y Candelaria, de Germán Castro Caicedo (2000). Em essência, esta análise tenta determinar a forma como o silêncio configura as representações sociais da mulher nas obras, ao mesmo tempo em que expõe a forma como é incorporado aos mecanismos de violência exercidos sobre essas personagens. O estudo do silêncio na literatura abre um horizonte de significados que permite ampliar sua dimensão simbólica e inferir lugares de enunciação, por meio da compreensão de sua dinâmica nas práticas discursivas dos romances que compõem o corpus.

Palavras-chave: Silêncio; Linguagem; Gênero; Violência; Literatura colombiana

Abstract:

This article interprets the relationships between the literary uses of silence and the forms of violence that some female characters go through within the novels Abraham entre bandidos, de Tomás González (2010), Muchacha al desaparecer, de Marta Renza (2009) y Candelaria, de Germán Castro Caicedo (2000). In essence, this analysis tries to determine the way silence configures women’s social representations in the works, while it exposes how it is incorporated into the mechanisms of violence exerted on these characters. The study of silence in literature opens a horizon of meanings that allows expanding its symbolic dimension and inferring places of enunciation, through the understanding of its dynamics in the discursive practices of the novels that are part of the corpus.

Keywords: Silence; Language; Gender; Violence; Colombian literature

Bullicio Sé que hay un bullicio entre el silencio. Eso lo sé. Sé que el silencio es apenas una máscara del grito. Sé que una flor estruendosa baila en sus raíces. Sé que todo el germen del lenguaje habita en el alma de lo impronunciable. (Sandra URIBE, 2018, p. 45)

Introducción

Este artículo deriva de un proyecto de investigación cuya finalidad es analizar las relaciones entre el lenguaje y la violencia en un conjunto de producciones culturales colombianas (novelas, películas y canciones) producidas en las tres últimas décadas. Para el caso de la presente publicación, se recogen algunos resultados del análisis de dichas relaciones en tres obras literarias contemporáneas, cuyo tema es el conflicto armado colombiano. Se parte de la observación de los usos del lenguaje en las novelas, para establecer los modos en que el silencio interviene en la representación de las mujeres que aparecen en las obras, así como las formas de violencia que recaen sobre aquellas.

La elección de las novelas Abraham entre bandidos (Tomás GONZÁLEZ, 2010), Muchacha al desaparecer (Marta RENZA, 2009) y Candelaria (Germán CASTRO CAICEDO, 2000) está motivada por la presencia de personajes femeninos que permiten ampliar los sentidos de lo real a través de la ficción literaria, y que proponen distintos horizontes de análisis para la comprensión de la gramática del silencio en los diversos usos del lenguaje literario. Dada la naturaleza performativa de este, se busca establecer cómo aquello enunciado, en un determinado contexto, produce un efecto de sentido y adquiere cierta materialidad en el entramado de las novelas.

De esta forma, el silencio se estructura en un ejercicio pendular entre lo sincrónico y lo diacrónico; es decir, se redefine entre sus usos denotativos -y sus contenidos fijos- y las nuevas connotaciones que aparecen con la secuencia de acciones, cargadas de múltiples sentidos al interior de la trama literaria. Es así como el silencio y sus modos de enunciación abren una ventana a la experiencia pluridimensional en el universo literario de sus personajes; al tiempo que posibilita la interpretación de algunas condiciones materiales y simbólicas en las que se crean y recrean los discursos sobre las mujeres.

En clave de todo lo expuesto, el presente escrito plantea ahondar en las huellas del silencio en las obras mencionadas; se trata de entender esas huellas como signos, índices de una significación connotada e imbricada a instancias sociales, políticas e ideológicas que enmarcan unas formas de existencia de lo femenino y de lo masculino. En esta medida, el silencio es síntoma de un estado o condición mayor, por lo que su lectura puede contribuir a entender sus diversas significaciones, las dinámicas y las prácticas a las que se asocia. En las novelas del corpus, se constata que el silencio habita en los imaginarios sobre los géneros y en las relaciones entre estos, por lo cual, adquiere un status de práctica discursiva, en tanto representa una forma de expresión vinculada a ciertos actores y encaminada a ciertos usos.

Lenguaje, literatura, violencias y silencios

Hablar del silencio implica enfrentarse a una paradoja. De un lado, desde el punto de vista de la literatura, la escritura, entendida como acto lingüístico, se baña en las palabras. A contracorriente, el silencio es ausencia de estas; pese a ello, este propicia un caudal de interpretaciones, de significaciones en los textos. El silencio en la literatura es polisémico y entreteje relaciones ambivalentes con el texto del cual emana (Véronique LABEILLE, 2007). Esto se materializa en las obras estudiadas, en tanto el acto de callar metaforiza una condición o una forma de existencia pasiva atribuida a los personajes femeninos. En una doble vía, el silencio emerge como una marca en las mujeres, que se solemniza y perpetúa en las prácticas sociales y discursivas y, a la vez, como un dispositivo que regula las interacciones entre hombres y mujeres. Rebecca Solnit (2016) menciona que a lo largo de la historia se han activado diversas formas para callar a las mujeres. El silencio es una de éstas, a través de éste se les excluye y despoja de la posibilidad de contar y compartir sus ideas sobre el mundo. Para la autora, este planteamiento se alimenta del hecho de considerar que aquello que plantea o expresa una mujer tiene un valor inferior a aquello que es formulado o comunicado por un hombre, lo cual ha minado la posibilidad de éstas de expresar su opinión, exteriorizar su pensamiento y tejer puentes y oportunidades.

Por otro lado, en una aproximación muy general e intuitiva, el silencio es evocador de calma, de sosiego, de paz, contrario a aquello que irradia la violencia, asociada a la fuerza y resonancia de los golpes, de los alaridos. No obstante, en el entramado de las obras, se pone en evidencia esa naturaleza contradictoria del silencio, ya que, en medio de múltiples violencias, la del silencio -discreta, sutil, enmascarada- llama la atención porque devela el efecto contundente y el carácter político de esta práctica, tomando en cuenta que el acto de hablar requiere de una licencia, de un lugar de poder; así mismo, el acto de callar denota un sometimiento. El bloqueo de la capacidad de verbalizar o de reconocer como válido lo expresado, comporta una significación que es leída en los dominios de una cultura y de una sociedad. Retomando los planteamientos de Solnit (2016), la lectura poética del silencio como aquello no dicho e inefable, que advierte de los límites expresivos del lenguaje, puede calificarse como tal cuando hay un deseo de callar, es decir, cuando el silencio está mediado por una elección. No obstante, para la autora, en el caso de las mujeres, ese silencio ha sido más bien impuesto y condicionado por el género, con lo cual, éste representa un dispositivo de interacción social que neutraliza la voz y activa un núcleo de violencia.

Desde la perspectiva del presente estudio, el silencio se expresa a través del discurso y del ejercicio de una práctica jerarquizada; en cuanto al primero, en las obras el silencio es narrado, descrito con palabras que exteriorizan su valor en el marco de una sociedad, por lo que este se incorpora al repertorio de las prácticas enunciativas, el silencio es ya una palabra que, en ocasiones, se superpone al llanto, a los gritos, esto apelando a su valor semántico (Maurice BLANCHOT, 1990). En cuanto a la segunda, el silencio se afinca en las rutinas del poder, cuando se usa para doblegar la voluntad.

Los vínculos entre el ejercicio expresivo y las condiciones de posibilidad de la función enunciativa que impregnan los usos del silencio rememoran la categoría “práctica discursiva”, la cual, siguiendo a Michel Foucault (2007), no consiste en el ejercicio expresivo por medio del cual “un individuo formula una idea, un deseo, una imagen; ni con la actividad racional que puede ser puesta en obra en un sistema de inferencia; ni con la “competencia” de un sujeto parlante cuando construye frases gramaticales” (FOUCAULT, 2007, p. 198), no solo es una serie de enunciados que se expresan de diversas formas; las prácticas discursivas hacen parte de, y ayudan a construir, el modo en que los seres humanos interactúan, relacionan e interpretan el mundo, aun cuando esto escape a la voluntad. Funcionan como conjuntos de reglas tácitas que definen momentos históricos y sus modos de enunciación. Se materializan en las instituciones, en patrones de conducta general, en formas de transmisión y difusión de la información, de ahí que, permite la evidencialidad del conocimiento y naturalizan modelos de apropiación de este.

Es claro entonces que las prácticas discursivas pueden constituir modos de comprender y ser en el mundo, que resultan condicionantes para la mirada y la interacción con los otros. El concepto en cuestión da cuenta de la potencialidad del lenguaje para construir la realidad, gracias a su performatividad y a sus propiedades simbólicas de desplazamiento y de productividad (Charles HOCKETT, 1971). Las prácticas discursivas son acciones mediadas por el lenguaje que encarnan formas de pensar, decir y hacer en el horizonte de una sociedad. Desde la perspectiva de Foucault, el poder y sus relaciones circulan en el discurso, y, de manera simultánea, el discurso ofrece un conocimiento del mundo, jerarquizado, homogéneo y sistemático, que no es ajeno a la mecánica del poder.

A través del lenguaje se van modelando tipos de violencias. En el caso de las obras analizadas, las violencias ejercidas a través del silenciamiento y del silencio se dirigen hacia las mujeres, entendidas como lo(as) Otro(as), en tanto que se encuentran en los márgenes de la historia hegemónica, la cual elabora, de manera sistemática, procesos de exclusión y formas de relación “entre la diversidad de los pueblos y la unidad humana” (Tzvetan TODOROV, 2005, p. 13). Estas formas de exclusión contienen cargas semánticas, incluso desde el silencio, que relacionan a las representaciones de lo(as) Otro(as) con expresiones que aluden al peligro, a la pérdida de valores tradicionales, a la desaparición de la familia heteronormativa como institución hegemónica y base de la sociedad. De hecho, cuando Teun A. Van Dijk (2005) analiza la semántica del discurso sobre lo(as) Otro(as), encuentra que las personas relacionadas con esta categoría son asociadas a problemas, y raramente se habla en términos de “su vida diaria, trabajo y sus contribuciones tanto a la cultura como a la economía” (p. 18). En efecto, en esta acción de invisibilizar los aportes de la mujer (o del sujeto Otro) en el entorno social en el que está inmersa, al ignorar su experiencia de vida y al silenciar su voz, se ejerce, a través del lenguaje, una forma de violencia contundente.

Desde esta óptica, el sujeto femenino (lo Otro) funciona como una “identidad” fijada en la que se expresan los imaginarios y las representaciones sociales construidas alrededor del sexo, del género y del cuerpo. En este sentido, dentro de las novelas el género se percibe como una categoría política, en tanto que, hace parte de un ordenamiento jerárquico, propio del patriarcado. A partir de la noción de género, se instauran modos de organización de los sujetos para monopolizar y distribuir los poderes. De este modo, el género se convierte en un principio de organización social. Sin embargo, no opera de forma neutra y simétrica en las relaciones hombre-mujer, por el contrario, las mujeres quedan sometidas a una relación de sujeción económica, social, cultural, sexual, afectiva, lingüística y política, para terminar ocupando el lugar del subordinado.

En contraste, el concepto de género planteado por Butler determina que el género “es un estilo corporal [sic], un <<acto>>, por así decirlo, que es al mismo tiempo intencional y performativo (donde performativo [sic] indica una construcción contingente y dramática del significado)” (Judith BUTLER, 2007, p. 271). En esta lógica, el género no debe considerarse como una identidad fija, inamovible, inherente y esencial a ciertos tipos de sujetos, pues no funda una manera de actuar, ni determina el origen de los distintos actos sociales; se trata de una identidad formada en el tiempo con una fragilidad evidente en distintos escenarios; dicha identidad se instala en un espacio exterior, la representación, mediante una repetición performática de los actos.

Se observa cómo, a través del lenguaje, se asignan rasgos identitarios a la mujer, algunos de ellos con cierta carga de violencia, situados en unas prácticas discursivas, respecto al género como una construcción enmarcada en una temporalidad social. De allí que “el género también es una regla que nunca puede interiorizarse del todo; <<lo interno>> es una significación de superficie, y las normas de género son, en definitiva, fantasmáticas, imposibles de personificar” (BUTLER, 2007, p. 274). Luego, Butler parece indicar que la mujer, que habita el mundo y es construida a través del lenguaje, responde a la dimensión de la imaginación, de la fantasía, que arroja luces sobre la realidad, esta última, definida por límites bastante imprecisos.

Así, el imperio de la ficción ofrece insumos esenciales para entender las formas de construcción del conocimiento y comprender los modos de identidad en los diversos usos del lenguaje. De esta manera, la literatura colombiana estimula a una apertura de sentidos ante la realidad nacional, una ampliación del horizonte de posibilidades para entender las formas de representación de la condición humana y, específicamente, de las mujeres, permitiendo así identificar, analizar e interrogar las dinámicas de las violencias socioculturales que se gestan en la Colombia imaginada y concreta.

El silencio como entramado de violencias

La lectura de las obras en cuestión ha permitido identificar diferentes usos del silencio como dispositivo regulador de las interacciones entre géneros. Dicha lectura toma relevancia en cuanto la literatura convoca y pone a circular imaginarios sociales, entendidos estos como una serie de postulados acumulados a lo largo de la historia individual y comunitaria, que emergen en la cotidianidad y actúan como reservorio invaluable de las relaciones sociocognitivas de una cultura (Lucero DE VIVANCO, 2009, p. 219). Cada imaginario social es construido de manera colectiva y lingüística, y permite al individuo determinar el lugar que ocupa dentro de la colectividad, esto es, su manera de autorepresentarse y de relacionarse con los demás. Es, en esencia, aquello de lo que se habla en los grupos humanos y los modos de enunciación de aquello hablado.

A fuerza de lenguaje, los imaginarios configuran fábulas, dogmas, símbolos, códigos, etiquetas, ideales y mitos en los que se reflejan formas de entender el mundo, algunas estables y otras inconstantes, y crean patrones de comportamiento que permiten entender el uso de las representaciones y de las ideas construidas coparticipativamente.

Es así como, en las obras literarias escogidas para esta investigación, se encuentran elementos discursivos que configuran determinados imaginarios sociales en los que el silencio se manifiesta como un modo de enunciación que se asigna a los personajes del universo narrativo. A través de una lectura transversal de las obras, se propone analizar las relaciones entre las formas del silencio y las representaciones de los personajes femeninos a partir de la construcción de tres perspectivas, a saber: callar como rótulo de lo femenino, el ruido para los hombres y la performatividad del silencio: acuerdo tácito, castigo y destino.

Al transitar por el universo literario y las tramas narrativas de las obras seleccionadas, se reconocen las imágenes de tres mujeres: Judith (en Abraham entre bandidos), Eugenia (en Muchacha al desaparecer) y Candelaria (en Candelaria); quienes, en diferentes fragmentos de sus respectivas novelas, quedan expuestas a interacciones en las que se les deja sin voz o se las condiciona a ciertas actividades.

La novela Abraham entre bandidos aborda el tema del secuestro, y hace de este el hilo conductor de la narración. El escenario que teje González para su obra es el conflicto bipartidista entre liberales y conservadores que se vivió en Colombia a mediados del siglo XX. Así las cosas, cuenta la forma en que, en el año de 1954, los amigos Saúl y Abraham son secuestrados por unos bandoleros, liderados por el excompañero de la escuela primaria de Abraham, Enrique Medina. Es en esta marcha obligada que los amigos se convierten en testigos de la descomposición moral y ética de algunos seres humanos, presencian las angustias, abusos y asesinatos que -a través de la tropa de bandoleros y secuestrados- ocurren en medio de las montañas de Colombia; pero también, Saúl y Abraham se enternecen, incluso llegan a comprender, y a apreciar a algunos de sus victimarios; tal y como lo evidencia el comportamiento de Abraham y la tristeza que este siente cuando el niño que hace parte de la tropa de bandoleros que lo secuestró, y a quien llaman por el alias de “El Piojo”, es asesinado:

Como sucede en las pesadillas, Abraham olvidó de inmediato y con infinito alivio a todos aquellos muertos que aún no habían muerto y, en cambio, sintió todavía muy cerca a Piojo que, a veces sólo pálido, a veces ensangrentado, silencioso, había estado al lado de él en la piedra como si fuera uno de sus hijos (GONZÁLEZ, 2010, p. 184).

En esta obra, el autor presenta una reflexión sobre la insensatez de la violencia, la manera en que esta roba la vida de los inocentes y convierte a seres ingenuos en posibles asesinos despiadados; presenta esa violencia que se distancia de cualquier sesgo ideológico, que carece de propósitos y que, en todo caso, hace parte de la condición humana que la sufre, la padece y la replica, como es el caso del “el Piojo” a quien Abraham termina viendo como su hijo.

En esta novela, González muestra el tránsito que, desde el bandolerismo, hacen las guerrillas liberales para, finalmente, consolidarse como las FARC (Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia), guerrilla de origen rural que propendía por el derecho de los campesinos a la tierra y que, paulatinamente, fue distorsionando su propósito inicial.

En medio de esta narración, aparece un personaje femenino, la hija de Susana y Abraham, cuyo nombre es Judith. Ella se convierte en el mayor apoyo de su madre, mientras su padre padece las inclemencias del secuestro. Periódicamente, Judith se dedica a investigar sobre las acciones que ha tomado la fuerza pública para facilitar el regreso de su padre. No obstante, este personaje femenino se encuentra con el silencio de los militares, el cual está vinculado al lugar de enunciación de Judith, a lo que se espera de ella, al deber ser, a eso que es “inherente” a su condición de mujer, a guardar silencio; de ahí que, el hecho de preguntar, exigir respuesta o increpar, sea asumido como un acto impropio, un acto de alevosía que, por tanto, debe ser ignorado. Así, las reclamaciones y demandas de Judith pasan de largo en la interacción que esta sostiene con el coronel, a quien ella intenta convertir en su interlocutor, aun cuando él se resista a entrar en su frecuencia discursiva, tal y como aparece en la siguiente cita: “Judith respondió que el ejército debería estar ahí para proteger a todos, fueran del partido que fueran. El coronel la miró en silencio por un momento, como si no hubiera oído o no tuviera importancia lo que ella quisiera opinar sobre el asunto” (GONZÁLEZ, 2010, p. 36).

En efecto, esta actitud del coronel le muestra a Judith su invisibilidad ante la mirada masculina, la cual se presenta como árbitro de la acción comunicativa, esto es, determina quién puede hacer uso de la palabra a través de una conversación, y quién no. En consecuencia, el silencio de este representante de la ley y del orden, dentro de la narración, funciona como una medida discriminatoria, en el marco de una identidad infravalorada a lo largo de la historia. Este tipo de silencio alude a una posición asimétrica en términos discursivos. No solo no se menciona lo femenino, adicional a ello, se le niega su posibilidad de enunciación. Sobre esta situación, Solnit (2014) señala que el silencio cuenta con diversos círculos, como el infierno de Dante; de esta forma, en los primeros círculos se encuentran las inhibiciones internas, las dudas al interior de la misma persona que desea hablar, las represiones, las confusiones y la vergüenza que hacen que sea difícil o imposible enunciar lo sucedido; adicional a esto, se encuentra el miedo al castigo y condena al ostracismo por hablar. Luego, vienen los círculos externos del silencio que, según Solnit (2014), están constituidos por las fuerzas que intentan silenciar a quien, finalmente, decide hablar. Estas fuerzas operan haciendo uso de la humillación, la intimidación y de la violencia, incluida la muerte. Finalmente, en el anillo más externo, cuando la historia ha sido contada y la hablante no ha sido silenciada directamente, el relato y la narradora quedan desacreditados.

La acción de callar como rótulo de lo femenino toma forma, también, en Eugenia, la protagonista de Muchacha al desaparecer. Esta obra de Renza relata la serie de asesinatos padecidos por los estudiantes de las universidades públicas, perpetrados por las fuerzas del Estado y sus entes de control. En efecto, la novela retoma las desapariciones de estudiantes que se presentaron, intermitentemente, en Colombia durante el siglo XX -desde junio 8 de 1954, cuando se registra la primera muerte de un estudiante por cuenta del Batallón Colombia-; de este modo, la novela presenta los abusos de un gobierno mafioso, específicamente, en las décadas de los ochenta y de los noventa (no olvidar que Pablo Escobar ocupó un escaño como representante a la cámara en el Congreso Nacional en 1982) que recurre a la represión violenta de uno de los movimientos más fuertes en Colombia y en América Latina, el Movimiento Estudiantil.

En este escenario, el aparato de seguridad del Estado impuso su fuerza represiva a los jóvenes que se tomaron las calles para manifestarse en contra de la corrupción, de la falta de inversión social y, en general, en contra de los vicios del gobierno. Desde esta perspectiva, el contexto de la novela Muchacha al desaparecer está inmerso en las detenciones ilegales, la persecución y los asesinatos ocurridos entre los años ochenta y noventa de la historia colombiana, cuando la agitación estudiantil se constituyó en la expresión más enérgica de la lucha popular, y desde la cual se rechazó la privatización de la educación y la limitación de los cupos en las universidades públicas. En consecuencia, el Estado cobró la vida de una larga lista de estudiantes que aún no ha concluido. Esta situación es el hilo conductor de la novela de Renza, a través de su personaje Eugenia, quien es una joven que desaparece, sin dejar rastro alguno, después de un mitin organizado en el paro de estudiantes.

Eugenia es una lideresa estudiantil que se dedica al trabajo de base, a la organización popular en el marco del Paro Nacional (dentro de la novela); ella reúne a los estudiantes y les propone acciones del Movimiento en la coyuntura nacional. En estos ejercicios asamblearios, Eugenia vive una constante disputa consigo misma sobre sus modos de enunciación, sobre la manera en que su mensaje es recibido por los compañeros varones. Ella se interroga sobre el hecho de haber usado la palabra en público; pues, la sensación de haber actuado como una usurpadora de esa potestad, la lleva a una introspección en la que delibera a través de un monólogo interno sobre las convenciones discursivas que debe usar, y las que no, para convertirse en una interlocutora válida frente a sus compañeros. Este personaje sostiene, a lo largo de la obra, una discusión constante consigo misma; hay momentos de la trama, en la obra, en que la voz de Eugenia parece bifurcada o emitida por dos personas diferentes; una que pregunta, otra que responde; una que es impetuosa y otra que es temerosa:

pero aún estamos aquí

¿dónde? ¿En este espacio esquizofrénico que llamamos país?

esquizofrenia la que voy a sentir cuando vaya a hablar con los de Artes. Eso me da más miedo que recorrer en plena madrugada las cinco cuadras repletas de basura que llevan a la casa. Tengo un peso en el estómago, me van a bombardear con preguntas y yo no tengo ninguna respuesta, tal vez más preguntas que ellos

pues que no te lo noten

la verdad es que no debo servir para esto de cantar la cartilla sin titubear. Apenas afirmo algo cuando ya lo estoy poniendo en duda y me embrollo y me dan ganas de llorar

resabios de niña más o menos bien metida a redentora. La realidad está allí, golpea a cada paso (RENZA, 2009, p. 29)

Esa percepción la detiene a dar el paso firme de convertirse en una presencia con voz propia en el espacio público y/o mundo masculino. En la obra, el rótulo del mutismo insertado a lo femenino es, también, instalado por su voz interior. Ella misma se lo autoinflige, quizás permeada por la idea de querer ser tomada en serio, en un escenario donde la credibilidad está asociada a la toma de la palabra, de la palabra masculina. La obra presenta a esta joven mujer organizando un motín ante una audiencia que pretende deslegitimar su discurso:

Voy a concentrarme en ser ecuánime, en no esgrimir la verdad como si fuera un arma arrojadiza

Esa frase ya te delata y tus deseos de concordia entre los hombres de buena voluntad me enferman. Esos están preparados para hacerte picadillo

picadillo, bocadillo, bordillo, toldillo, fondillo

te ibas a concentrar

escúchalos, “la insensatez y la irresponsabilidad de una acción descabellada, que no consulta la real voluntad de las masas”

¿cómo pueden usar esas palabras? (RENZA, 2009, p. 30).

Aunque Eugenia lo intenta, está situada en una posición de subordinación respecto a sus compañeros varones. La joven se inserta en la lucha política, al mismo tiempo que una de sus dos voces interiores le recuerda que ella, ingenuamente, aspira a encontrarse con identidades que están en condiciones equitativas respecto a ella, pero, eso solo es una performance de duales aparentes. Es decir, ella es estudiante, al parecer tiene los mismos derechos expresivos que sus compañeros hombres, pero esto no es así, cuando ella esgrime su discurso, inmediatamente, le llega la orden de callar. Orden que proviene no solamente de sus colegas universitarios, sino desde el interior de ella misma. Esto se nota cuando intenta mostrarse ecuánime, justa y se esfuerza en no usar un lenguaje que pueda ser visto como un ataque. No obstante, la presencia de ella es ya un “arma arrojadiza” que desestabiliza un orden internalizado y aprendido a lo largo de la tradición. Lo cierto es que, así ella no hable, ellos están preparados para hacerla “picadillo” y le recuerdan que el uso de las palabras que hagan referencia a lo público, “la real voluntad de las masas”, solo pueden ser monopolio masculino. bell hooks (2022) señala que atreverse a hablar en escenarios plagados de prácticas racistas, sexistas o de explotación de clases creadas para reprimir y silenciar es un ejercicio político, un acto de resistencia que tensiona a los sectores que aplican una política de opresión. Sin embargo, para quienes ocupan el lugar del dominado, del oprimido, hablar representa siempre un riesgo, un esfuerzo que éste a veces siente como inútil porque ese mismo contexto de silenciamiento ha minado su confianza y su credibilidad (SOLNIT, 2016). En ese sentido, el silencio de Eugenia emerge de un ejercicio de violencia hacia las mujeres legitimado socialmente, que consiste en negarles su voz y su capacidad de creer y defender sus ideas y opiniones. Debatida entre hablar y callar, entre retroceder e ir hacia adelante, Eugenia se cuestiona sobre el acto de desarrollar una voz, de hacerla resonar como contrapartida de silenciamientos instituidos.

De otro lado, está la novela Candelaria de Castro Caicedo, que cuenta con una variedad de escenarios fértiles en contrastes que oscilan entre el mar Caribe, las montañas andinas, con sus caminos impredecibles, y la fría Siberia, con la nieve incrustada en el rígido carácter de los personajes que transitan en ese lugar novelizado en la obra de Castro Caicedo. Ahora bien, el contexto en el cual transcurren los hechos que se tejen a lo largo de la novela lo constituye el mundo del narcotráfico, tan marcado por la muerte, las mentiras y la falta de humanidad.

En el marco de estas condiciones, aparece una mujer como Candelaria, quien se convierte en narcotraficante y en la “patrona” de un sector bastante representativo dentro del mundo ficcional de la novela. Al comienzo de la narración, aparece como una presencia gris, resignada en una relación marcada por la violencia, que no le otorga oportunidades de reconocer su valor; sin embargo, ella logra insertarse en el negocio de las drogas, y desde allí escala a una nueva posición. Candelaria inicia un proceso de supervivencia, de choque; pero también de resignificación de su propia vida en el universo masculino del narcotráfico, y esto le trae como consecuencia una relación específica con el silencio y con sus palabras. Pues, en este escenario del crimen, no existe una palabra para referirse a las mujeres que ocupan el lugar del jefe, razón por la cual su interlocutor debe inventarse una nueva categoría para nombrarla: “La Narca”, tal y como aparece en el siguiente fragmento de la obra:

¿Qué esperas? Toma tu propio camino. Aquí te conocemos, sabemos que eres una mujer, además de bella y de evasiva, astuta, y ahora muy adinerada […] conoces el negocio: eres un narco, o una narca, no sé cómo se dice, muy bragada” (CASTRO CAICEDO, 2000, p. 250).

La presencia de Candelaria obliga a sus compañeros de negocio a crear nuevas palabras para nombrarla, ella ya existe para los hombres, pues se ha incorporado en el lenguaje y ha comenzado a tener identidad en el entramado de su realidad. No obstante, esa identidad es asignada, no autoconstruida; ella se redefine a partir de las interpretaciones que le suministra el universo patriarcal en el que se encuentra.

Las mujeres que se analizan en las tres novelas parecen estar destinadas a asumir denominaciones externas a ellas, o a callar, y esto último constituye la diferencia entre estar vivas o muertas. Sus representaciones sociales y su posibilidad de existencia dependen de la relación que establezcan con los hombres. Tal y como se evidencia en la novela, específicamente, cuando el narrador relata algunos detalles sobre la vida de Candelaria, tanto antes como después del encuentro con dos hombres que hacen parte del negocio del narcotráfico; uno de ellos es temporalmente su pareja:

Ella trabajaba en una tienda, ganaba lo justo para medio vivir (...) y la vida se limitaba a levantarse temprano, trabajar sin descanso, regresar a casa hecha ceniza. Todos los días igual. Año tras año lo mismo. Cuando apareció Santos creyó que la perspectiva cambiaba.

Ahora le sucedía igual. La cercanía con Frank significaba para ella una nueva apertura (...) (CASTRO CAICEDO, 2000, p. 54).

Como se puede observar, la vida de Candelaria está direccionada por las dinámicas y el entorno de los hombres que la rodean; sus perspectivas, aperturas y rutinas gravitan alrededor de la vida de ellos. No existe autonomía para las mujeres dentro de la novela, el destino está señalado por los encuentros y desencuentros que se instauran en los pactos masculinos. Así las cosas, vemos que en la novela Candelaria las relaciones de poder que sostienen al mundo del narcotráfico instan a los varones a que asesinen a las mujeres que tuvieron algún tipo de cercanía con ellos, para garantizar el pacto de silencio entre las mafias. Los cuerpos de estas mujeres anuncian quienes están por dentro y por fuera de los márgenes del poder, quienes hacen parte del nosotros, y quienes son los(as) Otros(as). En uno de los fragmentos de la novela se lee:

[…] comenzaron a aparecer cadáveres de mujeres en diferentes sitios de la ciudad. La noche siguiente, otros. Y la siguiente y la siguiente. Las primeras sabían de la existencia del lugar, pero el número de muertes superaba cualquier cálculo. Frank pagaba por cada una y los matones habían encontrado en esa locura una manera de saldar sus decepciones o simplemente de meterse en la bolsa más dinero del que les pagaba con regularidad. Todas eran chicas entre los quince y los diecinueve años, clase pobre, algunas estudiantes, otras aspirantes a modelos, otras a presentadoras de televisión o candidatas en alguno de los setecientos setenta y siete reinados de belleza (CASTRO CAICEDO, 2000, p. 306).

La orden de callar a las mujeres cancela su humanidad, les niega cualquier reconocimiento de su autonomía y el derecho a elegir sobre su propia existencia. Una forma de exclusión que elimina su presencia frente al grupo social al que pertenecen. El mandato de callar lo padecen aquellas jóvenes sobre quienes recae una serie de condiciones de vulnerabilidad, algunas son mujeres empobrecidas, provenientes de lugares violentos, sin muchas oportunidades de escalar social y económicamente. En esencia, ellas son instrumentalizadas para acordar los pactos de silencio entre los hombres, para tener unos cuantos pesos más en los bolsillos, y para expiar el universo masculino de los narcotraficantes.

Por esta misma línea, vale la pena ahora detenerse en los imaginarios alrededor de las capacidades y roles lingüísticos de los hombres y de las mujeres, de los que se derivan una serie de creencias en torno al valor y reconocimiento de los temas tratados por cada género, lo trascendental y decisivo de aquello que expresan los hombres, frente a lo frívolo e intrascendente de las expresiones femeninas, ligadas sobre todo a las emociones. Sobre esto, Edwin Suaza Estrada (2017) recuerda el discurso de un destacado escritor, reconocido periodista de revistas literarias e historiador colombiano, quien es recordado como el primer hombre en publicar una historia literaria en Colombia titulada La Historia de la literatura en Nueva Granada (1535-1820); claramente, se habla de José María Vergara y Vergara (1831-1872), en el que sobresale un planteamiento: “el ruido para los hombres, el silencio para las mujeres”, eje de una serie de reflexiones concerniente a las actitudes de las mujeres y hombres, junto con sus respectivos roles sociales:

Para el hombre, el ruido y las espinas de la gloria; para la mujer, las rosas y el sosiego del hogar; para él el humo de la pólvora; para ella el sahumerio de alhucema. Él destroza, ella conserva; él aja, ella limpia; él maldice, ella bendice; él reniega, ella ora. No alces nunca tus ojos sino para mirar al cielo. Sé dócil a tus padres, en tal extremo, que ellos no tengan la pena de decirte con los labios lo que bastaría te dijesen con los ojos. Obedece siempre, para no dejar de reinar. Dios, tus padres, tu esposo serán tus únicos dueños; el mundo los llama algunas veces tiranos; la felicidad los llama guardianes (SUAZA ESTRADA, 2017, p. 125-126).

Se reconoce en este fragmento una mirada sexista, con aspiraciones ontológicas, en la que, prácticamente, el sexo femenino existe en virtud del servicio que pueda ofrecer a los varones. Ante este escenario, las mujeres deben abstenerse de habitar, simbólica y físicamente, el espacio público, de usar su voz y de hacer evidente su presencia. Situación que toma forma a través de las costumbres y creencias que postulan la quietud, el sosiego y el silencio hacia las mujeres, como rasgos esenciales; aunque sean paradigmas impuestos a través de las prácticas discursivas.

Expresiones como pólvora y ruido; verbos como destrozar, maldecir y renegar; posiciones sociales como dueños, tiranos y guardianes dan cuenta de las acciones y de los lugares que los varones deben habitar, esto es, el espacio público. Mientras que a las mujeres se les relaciona con el sosiego, el sahumerio y el silencio de la oración, para circunscribirlas al espacio doméstico.

En efecto, se parte de una mirada androcéntrica que no solo se instala en el lenguaje, sino también en el resto de las instituciones que atraviesan la historia del país, y del occidente en general, en donde se entendió el ordenamiento social como puesta en escena de oposiciones y contrastes entre hombres y mujeres. Justamente, sobre este tema, Thomás Laqueur (1994) da cuenta de cómo, hacia finales del siglo XIX, el profesor y urbanista Patrick Geddes acudió a una explicación un tanto inverosímil para justificar las diferencias de sexo-género. De este modo, la fisiología celular se convirtió en un factor diferencial, para hombres y mujeres, en la sociedad. En estas circunstancias, la dimensión discursiva de la ciencia fue usada para enfatizar en las maneras de representación social de unos y otras:

[…] el “hecho” de que las mujeres eran “más pasivas, conservadoras, perezosas y estables” que los hombres, mientras que éstos eran “más activos, enérgicos, entusiastas, apasionados y variables”. Pensaba que con raras excepciones -el caballito de mar, algunas especies de pájaros poco frecuentes- los machos estaban constituidos por células catabólicas, células que consumen energía. Se gastan el sueldo, en una de las metáforas favoritas de Geddes. Las células femeninas, por su parte, eran anabólicas; almacenaban y conservaban la energía” (LAQUEUR, 1994, p. 24).

En esta cita, Laqueur explica la manera en que uno de los representantes de la ciencia, Geddes, argumenta las diferencias entre los roles masculinos y femeninos. A pesar de que no hay evidencia que compruebe este mecanismo particular de las células -incluso si existiera esa evidencia- no se determina la relación que dicho factor biológico, aunque sea inconmensurable, sostiene con las diferencias psicológicas las funciones y los roles sociales que de allí se derivan.

De esta forma, la dimensión discursiva de la ciencia afianzó y recreó los imaginarios alrededor del hombre y de la mujer, creó unos modos y lugares de enunciación, “para el hombre el ruido y para la mujer el silencio”, determinantes de la relevancia que unos y otras tendrían en la sociedad. En esta medida, se encomendó a los hombres las funciones “importantes” en el marco social; el ejercicio de la política, la producción del conocimiento, la instauración de sistemas de ideas religiosos y el ordenamiento espacial del mundo, determinar dónde empieza lo público y dónde, lo doméstico.

Las huellas de dichas creencias constituyen el universo literario de la obra de González, Abraham entre bandidos, dado que los espacios físicos y los lugares están delimitados por roles, oficios, tareas y funciones femeninas y masculinas. Generalmente, salvo algunas excepciones, las vidas de las mujeres transcurren, esencialmente, en el espacio doméstico, y desde allí, se enteran de lo ocurrido en el mundo exterior:

Judith la había llevado a la habitación para darle la noticia, aparte, donde no las vieran los niños ni las muchas amistades que habían llegado. Y ya se doblaba Susana a llorar en la silla que buscó a tientas, ciega por el miedo, cuando se irguió de golpe y preguntó por Ana (GONZÁLEZ, 2010, p. 20).

Como se puede observar en la cita, el universo femenino se da en el ámbito privado, en el que se erige la imagen de lo maternal inevitable, del cuidado y de las labores domésticas como fundamento esencial de las mujeres, quienes hablan suave, donde nadie las vea, donde sean imperceptibles, donde lloran y buscan a tientas, ciegas por el miedo (p. 20). Ahora bien, este silenciamiento de las mujeres ostenta una intencionalidad política, aunque ellas no lo perciban, que ofrece la ilusión de libertad, mientras las mujeres desempeñan sus funciones como amas de casa y reinas del hogar. Es justo en estos instantes en los que entran las instituciones mediadoras del saber. Tal y como lo plantea Zandra Pedraza (2011), al exponer las condiciones de la Colombia republicana:

Estas actividades que materializan las tecnologías de gobierno, las del gobierno del hogar y de la educación de la familia, están reguladas por las orientaciones de modos particulares del saber asociados a la vida privada: la economía doméstica, la urbanidad, la higiene y la puericultura, entre otras (PEDRAZA, 2011, p. 117).

Evidentemente, el escenario doméstico y silencioso para las mujeres no apareció de forma espontánea; por el contrario, hace parte de un proyecto de nación que estuvo en manos de la intelectualidad criolla a mediados del siglo XIX, y que se instaló en los hogares a través de la palabra escrita.

Retomando la experiencia de Eugenia en Muchacha al desaparecer, se puede observar que la joven comprende que la palabra pública corresponde a un espacio que es vedado para ella; la estudiante toma conciencia de que ser mujer la ubica en el lugar de quienes están destinados a callar: en la novela se muestra cómo, Eugenia, cae en la cuenta de su otredad -como interlocutora válida en el espacio público-, después de la estrepitosa respuesta de sus compañeros varones:

Los muros salpicados de esas palabras altisonantes. Nosotros, los obispos del proletariado

Un debate entre sordos

Se oyen los portazos, las frases que no entendemos, el crujir de las muñecas

Estas discusiones son siempre entre una pared y otra

Qué estúpida eres (RENZA, 2009. p. 31).

En este fragmento se puede apreciar que en los utópicos interlocutores de Eugenia aparece una necesidad por reivindicar el lugar del proletario, de las masas y del pueblo; pero, estas manifestaciones reivindicativas están lejos de otorgar a las mujeres su lugar político y público, por lo menos para Eugenia, la estudiante que intenta organizar el motín en el paro. Rápidamente se establece un “Nosotros” y un “Otro”, lo que termina en un “debate entre sordos” (p. 31), al ritmo de manifestaciones de ira, ruido y violencia por parte de los hombres, que buscan acallarla, mientras una de las voces interiores de Eugenia increpa a la otra voz, por ingenua, por osar percibirse como interlocutora de los varones en el escenario público. Al parecer, esta situación viene de tiempo atrás en la historia, pues, tal y como lo percibe Laqueur, en el tiempo de la Revolución Francesa…

Es evidente que quienes se oponían al aumento del poder civil y privado de las mujeres -la gran mayoría de los hombres que se dejaban oír- aportaron pruebas de la inadecuación física y mental de las mujeres para tales progresos: sus cuerpos las hacían ineptas para los espacios quiméricos que la revolución había abierto sin reparar en las consecuencias (1994, p. 331).

No obstante, las feministas de la Revolución, al igual que Eugenia, hablaban el lenguaje de las leyes, como es el caso de Olimpia de Gouges, en su Declaración de los derechos de la mujer y la ciudadana, texto en el que se habló de las esferas separadas (pública y privada) y texto que le costó la vida.

A pesar de todos estos esfuerzos de las mujeres por incursionar en la esfera pública -tanto en la realidad como en la ficción-, a lo largo de la historia se han creado distintos discursos que legitiman su elisión de dicho escenario; mientras que el espacio público, el ruido y la pólvora quedan en las manos del universo masculino.

En la obra Candelaria de Castro Caicedo se halla este tipo de jerarquización, distribución de las funciones, la relación con el silencio y sus efectos reguladores; pues en diferentes apartes de novela se percibe en el personaje femenino, Candelaria, una dificultad para expresar sus ideas y la imposibilidad de exponer su voz; dado que dentro de las dinámicas de la trama existe una imposición tácita, la de no presentarse en el espacio público. Una facultad bloqueada que la desfigura y deshumaniza, tal y como se percibe en el siguiente segmento de la obra, cuando Santos, el esposo de Candelaria, expone:

- Difícil hablar en esos términos. Es que esta noche has estado irreconocible.

- ¿Por qué?

- Porque te he visto habladora, “opinadora” de cosas que no conoces bien. La mujer debe callar. ¿No te impresionaron acaso el porte y la elegancia de esa señora tan silenciosa? Me dice Frank que maneja fuerzas del más allá.

A mí me interesa lo del más acá, lo que me rodea y se encuentra a mi alcance, de manera que yo pueda controlarlo (CASTRO CAICEDO, 2000, p. 55).

Los términos que utiliza Santos para referirse a esta nueva faceta de Candelaria, la de ejercer su derecho a hablar, marcan con bastante detalle la sorpresa que lo atrapa, cuando ella se sale del libreto socialmente esperado, este la amonesta llamándola “irreconocible”, “habladora” y “opinadora”; como si fuera poco, trivializa su presencia y la compara con la de la esposa de su socio, a quien le atribuye las características de “tener porte” y ser “elegante”. En esencia, Santos le reclama a Candelaria por no convertirse en un objeto decorativo y silencioso, de hecho, le insinúa a Candelaria que no hable de asuntos de negocios pues -según su esquema mental- son roles y funciones que le corresponden solo a los hombres. En su lugar, le pone como ejemplo a la esposa de Frank, quien se ha dedicado a establecer contacto “con el mundo del más allá”.

Santos construye un(a) Otro(a) en la frecuencia discursiva, ese otro está encarnado en Candelaria, quien no puede aspirar a convertirse en un interlocutor válido en la conversación de los hombres. En este tipo de ejercicio discursivo se plantean unas jerarquías, y rigen unas normas invisibles que exponen una semántica del silencio, que enseña el lugar que se debe ocupar en los escenarios “públicos”, aunque clandestinos -el mundo del narcotráfico, en el contexto de la obra- en una nación como Colombia. Para el esposo de Candelaria, la mujer que habla pierde los roles y la performática construida para ella, pues, debido a la estructura patriarcal del país que se presenta en la novela, a una mujer no se le concibe como un par, ni como un emisor o receptor, sino como un Otro (interferencia) en el esquema comunicativo.

Ahora bien, el silencio en las novelas estudiadas tiene diversas caras. La performatividad de esta categoría hace que se oscile entre las semánticas del acuerdo tácito, el castigo y el destino. Así, en algunos casos, se asume como un “acuerdo” para mantener cierto orden, un estilo de vida y una forma de supervivencia, pues, finalmente, algunas actividades de la esfera privada se transforman en costumbres tan naturales que, sencillamente, son asumidas como una disposición que emerge en las rutinas cotidianas.

Es así como en Abraham entre bandidos, Judith asume el silencio como un compromiso tácito entre ella y su esposo, es la manera de mantener una forma de vida que la acerca a la tranquilidad, “Del trabajo de él, Judith nunca hablaba. Darío administraba los muchos bienes de Miguel Ángel, que, al decir de quienes no lo querían, goteaban sangre […]” (GONZÁLEZ, 2010, p. 123). En efecto, todo lo que tenía que ver con el papá de Darío, el señor Miguel Ángel, era “poderoso y turbio” (2010, p. 123), en la familia se vivía un crecimiento económico en medio de mucha mortandad. De esta forma, el criterio subjetivo queda sometido a un régimen del que ni mujeres ni hombres pueden escapar; esto es, la pertenencia a la institución familiar en la que prima una conducta regulada y ritualizada ante la presencia de ciertos integrantes del grupo, todo ello, para que se respeten los rangos y las diferencias dentro de la comunidad. Esto lo señala Pedraza (2011), refiriéndose al uso de la urbanidad en la burguesía señorial republicana:

Afabilidad y franqueza caracterizan al padre; al hijo, respeto y sumisión. Entre los esposos se establece una relación que exige mayor prudencia […]. En todos estos casos se ponen de presente los sentimientos y actitudes de superioridad e inferioridad que corresponden a estas relaciones (2011, p. 127).

De esta forma, se instala un régimen en la gramática de los modales y de las actitudes frente a cada miembro de la familia. Con base en este régimen, se van perfilando los espacios privados y sociales en los que se establecen los criterios frente a ciertos actos, se construyen opiniones, formas de actuar y de pensar. En estos entornos familiares, en los que se percibe una juiciosa aplicación de las reglas y prácticas discursivas que atraviesan la cotidianidad y que se instalan en las instituciones reguladoras de la ley, se obstaculiza el desarrollo de una autonomía y emancipación de la subjetividad; especialmente, en las mujeres. De ahí que el silencio se convierta en un pacto de familia, como ocurre con Judith y su esposo Darío, ante la mirada del patriarca, pues jamás se habla de la militancia conservadora de este, ni de la sospechosa compra de tierras a familias campesinas.

En otras instancias narrativas, como la de Muchacha al desaparecer (RENZA, 2009), el silencio funciona como castigo. Es una forma de expulsar a quienes se atreven a entrar en un escenario que genera y reproduce las desigualdades sociales. Tal es el caso de la desaparición de Eugenia, como lo manifiesta su mejor amigo: “Fuiste arrebatada, Eugenia, te arrancaron de esos portales que presentías vacíos de tu presencia” (p. 112). Es interesante la manera en que este último utiliza los verbos arrancar y arrebatar, quizás la connotación agresiva de estas palabras expresa, de forma contundente, la manera en que ella fue expulsada de su propia vida, despojada de los brazos de su madre, eliminada de las aulas de clase y devuelta al silencio de la nada.

Desde otra perspectiva, en la novela Candelaria, de Castro Caicedo (2000), se percibe una forma de silencio que sella el destino de la protagonista. No solo habla de su futuro tras las rejas en una cárcel en EE. UU, sino que también, sintetiza toda su vida, pues, finalmente “El monólogo había sido siempre su patrimonio concreto” (p. 378). Es decir, los diálogos con ella misma son la única riqueza de Candelaria, lo único que, de verdad, le pertenece y ha tenido a lo largo de su existencia. En oposición a la palabra pública, la de las leyes, y la de los hombres, que le negaron la posibilidad habitar un mundo que corresponde al universo masculino; “Luego de un silencio, el fiscal acercó la voz al jurado y dijo: - Está loca” (p. 378). Con esas palabras, Candelaria empieza a transitar por el encierro, por el silencio y el olvido.

La semántica del silencio se ejerce sobre los cuerpos sexuados y sus consecuentes identidades de género, plantea unos lugares de enunciación y recrea imaginarios sociales, todo ello, a través de las diversas prácticas discursivas que la legitiman. De ahí que la libertad y la autonomía de las mujeres sea un interrogante constante de los debates feministas en los que se trata de dar respuestas a preguntas sobre el origen de la violencia por medio del silenciamiento, la construcción de los roles y las funciones de género desde lo precultural, las condiciones de posibilidad que permiten la naturalización del patriarcado y todas sus formas de ejercer la violencia.

En esta línea, al suprimir el ejercicio de la palabra a las mujeres, también se les niega la posibilidad de apropiarse del mundo, de construirlo, de habitarlo, cambiarlo y de estar en él. Justamente, eso es lo que ocurre con Judit en Abraham entre bandidos, con Eugenia en Muchacha al desaparecer y con Candelaria en la obra de Castro Caicedo, que lleva el mismo nombre de la protagonista.

Por otro lado, cuando se cuenta con la posibilidad de mencionar al mundo y sus circunstancias, se establece un lugar en la realidad, un significado emancipatorio que, en la mayoría de las ocasiones, no es permitido a las mujeres que aparecen en las tres novelas, cuyas voces afloran y se desvanecen al ritmo de una sociedad que las fabrica continuamente y las circunscribe en unas prácticas discursivas que, en algunos casos, las deshumanizan. Es así como algunos personajes femeninos dentro del corpus elegido se alimentan de los vacíos que sustituyen a sus voces, y de todo lo vivido y lo andado que permanece en la penumbra. De este modo, en las novelas se asoman y se insinúan unas voluntades que quedan en pausa, a las que no se tiene total acceso, quizás porque estos personajes femeninos están formados de silencio.

Al final de este trasegar por las obras, el silencio se vislumbra como acción social del lenguaje, un acto que opera sin signos lingüísticos, y que, por tanto, lo trastoca y lo supera. En palabras de Marie Auclair y Simom Harel (2000):

El silencio, oído por todos, constituye un hecho de sentido: no inscrito, pero señalado y significativo. Así pues, se entrega a escribir, a leer, a ver y a escuchar como tal. Por consiguiente, da forma a un significado cuya textura y contextos son propios, estableciendo en su totalidad un horizonte literario y cultural. Frontera hipotética y mítica del sistema semiótico, sea pureza significante absoluta o sea sobre determinación límite de significantes. A menudo ignorado voluntariamente como hecho de representación, impone al creador y al receptor un cuestionamiento sobre la naturaleza misma del acto de representación que se está realizando ante él (p. 5).

El silencio está cargado de significaciones, aunque estas no se circunscriban a un signo evidente, material, sino a su huella en el paisaje semiótico -intencional e interpretativo- de las sociedades. El silencio interpela a los sujetos tanto cuando lo ejecutan, como cuando lo reciben; al mismo tiempo, este emite pistas sobre los lugares que le corresponden a cada cual en el teatro de las interacciones humanas. El silencio adquiere un estatus social y político, en tanto regulador de dichas interacciones, las cuales, como se ha mostrado en la lectura de las obras, son fruto de unas relaciones desiguales o excluyentes, génesis de conflictos sociales que se reproducen en los actos comunicativos. En consecuencia, el silencio en las novelas se integra a los mecanismos discursivos que materializan la agresión, por lo que comporta implicaciones para el tejido social y la representación e interacción entre diferentes grupos sociales.

Consideraciones finales

Este estudio espera ser un referente para la conformación de ejercicios académicos que estimulen la comprensión de la dimensión discursiva del silencio que atraviesa las obras literarias. Al mismo tiempo que evidencie los factores reflexivos y deliberativos del lenguaje, gritos y silencios incluidos en él, que establecen lugares de enunciación y la configuración del carácter de sus personajes. Por esta misma línea, busca interpretar las connotaciones y polisemias del silencio literario en las obras estudiadas, a manera de un ejercicio dialógico entre la creación estética y el acto político que confronta e interpela a los actores de la sociedad colombiana y latinoamericana sobre cómo la voz y el silencio se constituyen en acciones para perpetuar o resistir, incluso, desde la ficción. Extrapolando la crítica de Gayatri Spivak (2003), silenciar a los(as) Otros(as) sin ofrecerles un espacio o lugar de expresión, de “habla” es un acto de violencia engendrado en la represión verbal; en tal sentido, expresiones como “Calladita se ve más bonita”, u otras que aluden al silenciamiento, revelan las relaciones entre silencio, violencia y mujeres en las prácticas discursivas dentro de las obras literarias del conflicto armado. En consecuencia, el análisis de estas y otras expresiones que circulan en el mundo real y/o ficcional ayuda a comprender el impacto que acciones como acallar o hablar por los (as) Otros(as) tienen en el favorecimiento y perpetuación de las dinámicas de subalternización de ciertos grupos, y cuyo ejercicio dialógico con la ficción permite que tengan un lugar en la literatura.

En el mismo sentido, el presente artículo ha pretendido mostrar que la literatura tiene mucho que aportar en el proceso de análisis y revisión cultural, pues esta no es lo otro de lo real, ni su opuesto, sino más bien, es la ampliación del sentido de lo real, más específicamente de lo “real-imaginario”. Así, el saber que ofrece da luces para entender otras maneras en que se expresa la realidad, para decirlo en las palabras de De Vivanco, “El saber de la phantasia y la phantasmata es el saber de la imaginación y sus gestos: los imaginarios, la poesía, la ficción” (2009, p. 218). Es decir, lo imaginario posee una dimensión epistémica, y como tal se proyecta en las elaboraciones humanas y en la manera de entender y de experimentar el mundo, como un continuum material-simbólico que le da forma y sentido a la realidad.

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  • Como citar este artículo de acuerdo con las normas de la revista:
    ZÁRATE MENDIVELSO, Gincy; SÁNCHEZ RIVERA, Sonia Liced. “Las huellas del silencio en tres novelas del conflicto armado colombiano”. Revista Estudos Feministas, Florianópolis, v. 32, n. 1, e90178, 2024.
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Fechas de Publicación

  • Publicación en esta colección
    23 Feb 2024
  • Fecha del número
    2024

Histórico

  • Recibido
    19 Jul 2022
  • Revisado
    14 Set 2023
  • Acepto
    26 Dic 2023
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