Resumen
Este trabajo reconstruye los principales marcos teórico-interpretativos del concepto de populismo que tienden a fortalecer o debilitar la significación más extendida, negativa del concepto. Muestra de qué manera los argumentos clásicos en su contra -esto es: la indeterminación de la figura del pueblo y el hecho de ser un síntoma que irrumpe como consecuencia de un desfasaje en el proceso histórico modernizador- se sostienen en un presupuesto epistemológico discutible, a saber, que los grupos de individuos o las clases sociales tendrían intereses y voluntades políticas prefiguradas con antelación a la propia intervención política. Diferentemente, señalamos como los nuevos abordajes del populismo a aquellos que lo insertan dentro de una problemática teórica más amplia: la construcción y cristalización de las identidades políticas.
Palabras-clave: populismo; pueblo; identidad política; hegemonía; representación
Abstract
This work aims at reconstructing the theoretical-interpretative frameworks of the concept of populism which tend to reinforce or debilitate its general negative meaning. We point out how their rival classical arguments -the uncertainty of the people and the fact that populism would be a symptom which rises up from a defeat in an historical process of modernisation- are based on a questionable epistemological assumption: individual groups and social classes have interests and wills prefigured before political intervention. On the contrary, we describe as new frameworks of populism those which introduce this concept into a wider theoretical field: the construction and crystallisation of political identities.
Keywords: populism; people; political identity; hegemony; representation
Introducción
Los problemas que resultan de la ambigüedad a la que se presta el verdadero sentido de ciertos conceptos, elaborados por la ciencia e incorporados de modo tal a la vida social que devienen parte de su sentido común, son generalmente eliminados a través de una especie de vuelta a su marco de referencia. Dicho marco de referencia, en cuyo seno adquirieron originariamente su estatuto los conceptos, es lo que en la investigación comúnmente denominamos el “marco teórico”. De este modo, podríamos historiar y hasta desarrollar una genealogía más o menos completa de ciertas nociones capilares de las ciencias sociales -como la libertad, democracia, igualdad, consenso, Estado, poder, entre otras- sin mayor cuidado que el atenernos a una mínima fidelidad con el sentido en el que determinado autor o conjunto de autores -cuya convergencia de perspectiva los convierte en una “escuela” o “línea teórica”- las trabaja. Así es como, de modo muy simplificado, podemos decir que se organiza el sentido en la ciencia. Es, al mismo tiempo lo que nos permite apropiarnos y criticar los conceptos, al tomarlos como cosas que guardan cierta independencia por su relación heterónoma con la significación que los sitúa. Son insinuantemente esclarecedoras de la orientación privilegiada por el sentido común de aquellas producciones científicas las definiciones que encontramos en los diccionarios enciclopédicos. En este sentido, y dado que nuestro trabajo está centrado en una categoría de análisis político de uso frecuentemente despectivo, a continuación queremos reflexionar acerca de la definición de populismo que encontramos en uno de los principales referentes de la lengua portuguesa, el diccionario Houaiss: Acepções: política. Prática política em que se arroga a defesa dos interesses das classes de menor poder econômico, a fim de conquistar a simpatia e a aprovação popular. Locuções: política, sociologia. Uso: pejorativo. Assistencialismo.
Tomando como puntapié inicial esta simple definición enciclopédica, no obstante entendida como un ejemplo paradigmático de la significación que predomina en el sentido común, este artículo se propone intentar reconstruir los posibles bastidores teóricos que fortalecen o debilitan su contenido fundamental. Al mismo tiempo, una vez que admitimos que históricamente ha imperado un consenso bastante consolidado al interior de la comunidad académica respecto de su valorización negativa -dada su elástica, vaga e indeterminada capacidad explicativa- nos interesaría proponer como criterio teórico (y no necesariamente histórico o cronológico) de diferenciación entre los clásicos y nuevos estudios sobre el populismo el hecho de que lo contemplen o no como una forma de constitución de la identidad política. En otras palabras, proponemos demarcar la novedad teórica de aquellos abordajes sobre el populismo ya devenidos un tanto obsoletos para revisitarlos en nuestra contemporaneidad, en función de si los mismos parten o no del presupuesto de que existiría un fundamento (económico, axiológico, antropológico, étnico, sociológico, etc.) que justificaría a nivel teórico la correspondencia pretérita de los agentes sociales con un tipo de identidad, interés, ideología y actuación política específica. Por lo tanto, entendemos que los abordajes que parten de esta premisa determinista se inclinarían a reforzar el sentido negativo del populismo, siendo que aquéllos que no lo hacen tenderían a debilitarlo. Defenderemos el argumento de que son los enfoques clásicos del populismo los que generalmente se sostienen a condición de presuponer como válida dicha premisa teórico-epistemológica; mientras que las nuevas perspectivas, al encuadrar el tema del populismo en el marco de un campo de interrogación más amplio -que es el de la conformación de las identidades políticas- tienden a debilitar el sentido peyorativo instalado en el sentido común, al mismo tiempo que proponen, en cambio, concebir al populismo como un fenómeno inherente a la política. De esta manera, lo que aquí consideraremos como “clásicos” y “nuevos” abordajes del concepto de populismo responde a un punto de vista teórico específico adoptado y no a un criterio histórico cronológico, motivo por el cual hemos decidido entrecomillar dichos adjetivos.
Los “clásicos” argumentos críticos al populismo: la indeterminación del pueblo y el desajuste en la evolución histórica
Dentro de la literatura brasilera de los años ´60 encontramos que buena parte de la conceptualización directa o indirecta del populismo está sostenida en una lectura muy específica de la teoría marxista. En líneas generales, las dificultades que presentan las investigaciones basadas en este marco conceptual al momento de narrar, analizar y hasta comparar una variedad considerable de historias políticas recortadas bajo la palabra “populismo” se sintetizan en la imposibilidad metodológica y teórica de dar cuenta del concepto de masa y de pueblo (Weffort, 1986, p. 26). La definición de la identidad política de las clases sociales, determinada en última instancia por la economía, tanto como por su concepción de las identidades como siendo plenas y positivas, son algunos de los supuestos teóricos que encontramos frecuentemente detrás de algunas afirmaciones que se orientan a explicar el populismo desde un marxismo clásico.2 En este sentido, reconocer el populismo brasilero como un fenómeno de masas, pero partiendo del supuesto que la masa es solamente la apariencia (Weffort, 1986, p. 27) que toman las clases sociales en determinadas circunstancias históricas da cuenta de la presencia de cierta óptica esencialista. Al mismo tiempo que lo caracteriza como un fenómeno de masas estrictamente ligado al sistema capitalista, Francisco Weffort propone analizar la instancia política para poder definir la especificidad de clase de cada populismo. La hipótesis que sostiene la argumentación del autor es que el fenómeno del populismo tiene como precondición (I) la incorporación de las masas a la estructura política capitalista (por más precarizada3 que sea), y (II) partidos políticos incapaces de nuclear y organizar la acción política de la recientemente incorporada masa electoral de trabajadores políticamente aislados. La inexperiencia política sumada a la ausencia de partidos políticos eficientes generaría, según el autor, la sustitución de la relación política entre clases por una relación no-política entre individuos (Weffort, 1980, pp. 19-20). Así, el autor contrapone la organicidad política de la clase trabajadora a la vacancia electoral de individuos políticamente disgregados. En el populismo tendríamos una relación no-política entre individuos que forman una masa inorgánica, por un lado, y un poder externo catalizador de las aspiraciones materiales y espirituales de votantes inexpertos, por el otro. Finalmente llegamos entonces a la definición arriesgada por el autor bajo las anteriores premisas histórico-antropológicas:
O populismo, nestas formas espontâneas, é sempre uma forma popular de exaltação de uma pessoa na qual esta aparece como a imagem desejada para o Estado. É uma pobre ideologia que revela claramente a ausência total de perspectivas para o conjunto da sociedade. [...] A massa se volta para o Estado e espera dele ‘o sol ou a chuva’, ou seja, entrega-se de mãos atadas aos interesses dominantes. (Weffort, 1980, p. 36)
En términos similares, Octavio Ianni describe el populismo como un “estilo” en el ejercicio del poder, por él denominado “política de masas”, cuyo nacimiento y fin se limita en el Brasil al modelo de desarrollo económico industrial que pregonara el getulismo. Al mismo tiempo llama “democracia populista” al régimen o sistema institucional que resulta congruente con ese modelo de desarrollo económico y dentro del cual la “política de masas” se desenvolvería. Esta última noción apunta a poner de relieve la combinación de intereses económicos y políticos del proletariado, la clase media y la burguesía industrial -soslayando la explicación por el lado del interés común. Octavio Ianni desprende así la democracia populista del modelo económico específico (y de ahí la adjetivación de ésta) al señalar la creación y expansión de la industrialización brasilera como el resultado de una combinación táctica y efectiva de intereses de clase definidos en y por la actividad económica. Sin embargo, paradójicamente, ¿cuáles son los intereses de clase que el autor le atribuye al proletariado? Evidentemente no podríamos localizar aquí la movilidad social ascendente, producto de la política de masas y del modelo de desenvolvimiento industrial correspondiente, puesto que la creación y persistencia de una conciencia de movilidad social…
[...] favorecem a formação de um comportamento individual ou grupal voltado principalmente para a conquista e consolidação de posições na escala social. Durante esse período e nessas condições, a atividade política do proletariado -como coletividade- está muito organizada em termos de consciência de massa. Os interesses de classe, em particular os antagonismos com outras classes e grupos sociais, não se estruturam a não ser parcialmente. E não chegam a fundamentar posições e diretrizes políticas autenticamente proletárias, isto é, de classe (Ianni, 1971, p. 61).
Esta noción de “política de masas” es presentada como sinónimo de reformismo político y, por lo tanto, antitética a lo que el autor parece pensar como una verdadera política emancipadora para la clase obrera (Ianni, 1971, p. 98). De esta manera, encontramos que el populismo puede ser, en el mejor de los casos, caracterizado como el resultado de una “alianza” de clases, como un indicador del “momento, grado o estadio” de evolución en la toma de conciencia de la identidad de clase de la clase trabajadora. Por su parte, Octavio Ianni caracteriza la composición social del proletariado industrial brasilero -el blanco de la política de masas- como una población rural-urbana surgida de las migraciones del interior a las grandes urbes industriales, totalmente carente de experiencia y tradición política. Según Ianni, el horizonte cultural de este proletariado...
[...] está profundamente marcado pelos valores e padrões do mundo rural. Neste, predominam formas patrimoniais ou comunitárias de organização do poder, de liderança e submissão, etc. Em particular, o universo social e cultural do trabalhador agrícola (sitiante, parceiro, colono, camarada, agregado, peão, volante, etc.) está delimitado pelo misticismo, a violência e o conformismo, como soluções tradicionais. [...] Por isso, a definição do outro não é política, segundo a conotação para a qual tendem as relações entre vendedor e comprador de força de trabalho (Ianni, 1971, p.57).
Esta antropología del proletariado brasilero es lo que en el argumento del autor justifica el éxito de la política de masas para funcionar como una “técnica de organização, controle e utilização da força política das classes assalariadas, particularmente o proletariado” (Ianni, 1971, p. 63), lo cual cuaja en gran medida con los términos que utiliza Weffort acerca de la relación individual que sustituye a la relación de clase, la verdaderamente política, que mencionáramos anteriormente4. Podemos sintetizar entonces el populismo en la perspectiva de Ianni como un fenómeno político de cooptación, por parte del poder estatal, de una clase trabajadora carente de la trayectoria y del pensamiento político indispensables para actuar de acuerdo a una conciencia de clase auténticamente proletaria, obnubilada por el comportamiento individualista que resulta de querer disfrutar las ventajas del ascenso en la escala social.
Otro abordaje del populismo que concuerda bastante con el abordaje marxista clásico, en lo que se refiere a la alianza de clases contradictorias, es el enfoque desarrollista de la teoría de la dependencia de Cardoso y Faletto. Para estos autores, el período de transición que se abre para América Latina luego de la crisis mundial del ´29 habría comenzado a andar el camino del desarrollo para adentro con base en acuerdos y alianzas de poder entre clases y grupos con intereses contradictorios. Es éste el camino del llamado proceso de sustitución de importaciones que implantaron los populismos desarrollistas.
Estabelece-se assim uma conexão que dá sentido ao “populismo desenvolvimentista”, no qual se expressam interesses contraditórios: consumo ampliado e investimentos acelerados; participação estatal no desenvolvimento e fortalecimento do setor urbano-industrial privado. A necessidade de uma ideologia como a do “populismo desenvolvimentista”, onde coexistem, articulando-se, metas contraditórias, indica o objetivo de lograr um grau razoável de consenso e de legitimar o novo sistema de poder que se apresenta à nação apoiado em um programa de industrialização que propõe benefícios para todos (Cardoso y Faletto, 1970, p. 94).
Como podremos apreciar a seguir de manera más clara, la teoría de la dependencia y lo que aquí denominamos marxismo clásico no discrepan de manera significativa de las teorías estructural-funcionalistas, como la teoría de la modernización de Gino Germani, que conciben el populismo como un momento en el desenvolvimiento económico, social y político de las sociedades que emprendieran el camino del desarrollismo basado en la industrialización. Y, en este sentido, tampoco discrepan en cuanto a la idea de que habría una necesidad histórica para la emergencia pero también para el posterior declino del populismo. Sin embargo, la teoría de la dependencia consigue guardar cierta distancia con la antropología popular descripta por el marxismo clásico que comentáramos arriba. El problema con la teoría de la dependencia surge cuando le colocamos la siguiente cuestión: si partimos del supuesto de que todos los países subdesarrollados luego de la crisis del ´30 se orientaron hacia el mismo horizonte de desarrollo, que algunos países consiguieron alcanzar más rápidamente que otros, y que al mismo tiempo este modelo de desarrollo que fortalece el mercado interno contemplaba un espacio de representación política para las nuevas masas populares emergentes, entonces, ¿por qué no considerar a todas las alianzas políticas establecidas en las sociedades donde el objetivo permaneció inacabado como alianzas populistas entre clases contradictorias? En otras palabras, ¿qué tipo de alianza política entre distintos sectores o grupos de la sociedad no sería una alianza entre sectores o grupos con intereses contradictorios, es decir, de carácter populista? Podríamos imaginar una respuesta posible: las alianzas entre grupos que poseen intereses y metas semejantes. Pero si este fuera el caso, ¿tendría sentido seguir hablando de alianza entre intereses distintos? Volviendo al argumento de los autores, ellos afirman que dejando de lado la Cuba comunista, dentro del modelo capitalista el desarrollo con dependencia parece ser el único modo en el que inevitablemente los países de la periferia latinoamericana conseguirían alcanzar algo de desarrollo. Las alianzas económicas y políticas forjadas entre las burguesías nacionales y el capital financiero internacional se vuelven entonces el ejemplo más cristalino de lo que los autores entienden por alianzas, tal vez incongruentes y dispares, pero no contradictorias con el devenir histórico (Cardoso y Faletto, 1970, pp. 118-120). El hecho de que se generalicen las chances del modelo de desarrollo latinoamericano dependiente para toda América Latina con la única exclusión de Cuba, muestra a las claras el determinismo histórico-económico subyacente a la tesis fundamental del libro: en América Latina “desarrollo” y “dependencia” no son términos contradictorios, sino que van de la mano inevitablemente.
A las inconsistencias antropológicas que estarían en la base del populismo, desde la perspectiva clásica, hay que sumarle las vinculadas a la ideología, a la representación institucional y la carencia de una perspectiva normativa de la política. Tal es el caso del análisis de Taggart (2000), quien defiende que el populismo es un movimiento antipolítico, contrario a la representación e institucionalidad porque apela a dar vida a un pueblo y el concepto de pueblo es difícil de representar. Dado que el pueblo es una construcción más imaginaria que real, todo aquel que aspire a representarlo políticamente es, en el fondo, un oportunista maniqueo.
In summarizing the themes, it is possible to suggest that populism is a reaction against the ideas, institutions and practices of representative politics which celebrates an implicit or explicit heartland as a response to a sense of crisis; however, lacking universal key values, it is chameleonic, taking on attributes of its environment, and, in practice, is episodic. Populism is an episodic, anti-political, empty-hearted, chameleonic celebration of the heartland in the face of crisis. (Taggart, 2000, p. 5)
El pueblo, a diferencia de los sujetos políticos que se derivan de las utopías y las ideologías políticas, sería una figura imaginaria con la que los populistas movilizarían el corazón de los participantes, pero no su mente y su racionalidad (Taggart, 2000, p. 95). Este tipo de críticas al populismo, que apuntan a poner de relieve su carencia de racionalidad y coherencia, hacen (pre)suponer que existirían otras experiencias históricas no populistas en donde la pureza ideológica, la consistencia normativa llevada a la práctica en la actuación política de sus agentes y los intereses económicos que orientan políticamente el comportamiento de las clases sociales en cuestión serían algo verdaderamente cristalino y diáfano. El problema es que en la mayoría de los trabajos críticos al populismo estas otras experiencias no aparecen señaladas de forma clara y explícita, y por ello, acaban tornándose críticas que toman como punto de partida lo que “debería ser” más que lo que “es”, es decir, se vuelven críticas normativas-especulativas más que histórico-políticas. Algo parecido acontece con el enfoque ideacional de Mudde y Kaltwasser (2017). Para estos autores el populismo es una ideología deficitaria que, por su propia naturaleza antagonista, se opone al pluralismo. Aquí se nos ofrece una perspectiva ecléctica del populismo, al mezclar varias perspectivas analíticas (la cual incluye una lectura confusa de la obra de Ernesto Laclau), a pesar de que la dimensión ideológica (deficitaria) sea la más relevante. El hecho de que el recorte izquierda-derecha no se pueda aplicar en el caso del populismo, y así poder encuadrarlo dentro de otras experiencias políticas existentes, es el mejor indicador de su carencia de coherencia y unidad racional. Por un lado, los autores parecen estar informados acerca de la caja de herramientas teórica utilizada por Laclau, puesto que movilizan sus conceptos y las dimensiones esenciales de dicha perspectiva (frontera social, antagonismo, elite versus pueblo, demanda social, liderazgo, etc.); sin embargo, al desvincular dichos conceptos de la perspectiva global de la hegemonía -que es fundamentalmente una perspectiva discursiva de la política-, el manejo de este arsenal teórico carece de potencia explicativa.
We define populism as a thin-centered ideology that considers society to be ultimately separated into two homogeneous and antagonistic camps, “the pure people” versus “the corrupt elite,” and which argues that politics should be an expression of the volonté générale (general will) of the people. Defining populism as a “thin-centered ideology” is helpful for understanding the oft-alleged malleability of the concept in question. An ideology is a body of normative ideas about the nature of man and society as well as the organization and purposes of society. Simply stated, it is a view of how the world is and should be. Unlike “thick-centered” or “full” ideologies (e.g., fascism, liberalism, socialism), thin-centered ideologies such as populism have a restricted morphology, which necessarily appears attached to-and sometimes is even assimilated into-other ideologies. (Mudde; Kaltwasser, 2017, p. 6. El destacado itálico es de los autores)
Pasemos ahora a lo que podríamos llamar los abordajes que representan a la vieja tradición liberal argentina representada por el sociólogo Gino Germani. Este pensador entiende los movimientos nacional-populares como procesos políticos que emergen producto de la crisis de transición de las sociedades tradicionales a las modernas industrializadas. El populismo sería un tipo de totalitarismo, aunque de naturaleza diferente del nazismo alemán o del fascismo italiano, por más que compartan ciertas similitudes. Germani (1965) argumenta que el mundo posterior a la crisis del ´30 atraviesa una crisis epocal que vislumbra cambios radicales. En el área política, las instituciones democráticas del pasado no logran ajustarse a las nuevas sociedades en ebullición, tanto por el crecimiento de sus estructuras económico-sociales como por los nuevos volúmenes demográficos. La nueva conformación de las sociedades de masas supone la incorporación de grandes contingentes humanos a la vida política. Pero para que esta integración de las masas a la vida política se realice de forma civilizada -en sentido moderno- es necesario que los conceptos de libertad y democracia cobren la misma importancia para todos los ciudadanos y no apenas para sus dirigentes. Pero para Germani lo que sucede en las sociedades atrasadas, y que pone en riesgo a la democracia, es una escisión verticalista entre masa y dirigentes. Lo que significa que la sola incorporación de las masas a la vida política no alcanza para el fortalecimiento de la propia democracia. Y mucho menos es este el modo de concretizar el ideal social de confluencia armónica entre libertad y democracia (Germani, 1965, p. 237-238). Si fusionamos estas dos ideas, por un lado, el devenir de las sociedades de masa y su inevitable inclusión en la vida política, y, por el otro, la insuficiencia de las condiciones sociales, económicas y culturales para que dicha incorporación pueda significar el desarrollo de la libertad y la democracia como valores constitutivos de la ciudadanía entera, el resultado casi inevitable es caer en el argumento de la historia del autoritarismo totalitario, el engaño y la manipulación política del Estado sobre masas inexpertas “disponibles”.
La aparición de la masa popular en la escena política y su reconocimiento por la sociedad argentina pudieron haberse realizado por el camino de la educación democrática y a través de los medios de expresión que ésta puede dar. Desde este punto de vista no hay dudas de que el camino emprendido por la clase obrera debe ser considerado irracional; lo racional habría sido el método democrático. [Pero] si tenemos en cuenta las características subjetivas que presentaban las clases populares a comienzos de la década de 1940, su reciente ingreso a la vida urbana y a las actitudes educacionales, sus deficientes o inexistentes posibilidades de información y, sobre todo, los infranqueables límites que las circunstancias objetivas imponían a sus posibilidades de acción política, debemos concluir que el camino que emprendieron y que las transformó en la base social de un movimiento totalitario destinado a servir en definitiva intereses que les eran completamente ajenos, no puede considerarse, dentro del conjunto de condiciones históricas dadas, ciega irracionalidad. (Germani, 1965, p. 251).
Teniendo en cuenta este “clásico” de la antropología popular presente en el análisis de Germani, tal vez podríamos reconocer que al comienzo de nuestro recorrido por estas interpretaciones hemos cometido cierta injusticia con los exponentes del marxismo brasilero, siendo que muchas de sus premisas y conclusiones estarían fuertemente enraizadas en la sociología argentina de la época.
Otro sociólogo argentino, Torcuato Di Tella (1977), también concibe al populismo como el resultado de una coalición política anti- statu quo desarrollada en el tránsito de la sociedad tradicional a la moderna, paralela a las alternativas de alianzas liberal y obrerista. Sus actores sociales son, I) una elite de media o alta estratificación provista de motivaciones anti- statu quo, II) una masa disponible, movilizada por la revolución de las aspiraciones, III) y una ideología o estado emocional difundido que vincula a los líderes con los seguidores (Di Tella, 1977, p. 76). Por su parte, establece un criterio fundamental para clasificar a los populismos, según los grupos anti- statu quo incluyan o no, además de a la clase obrera, I) a numerosos sectores de la burguesía, como el ejército y el clero; o bien, II) solamente a individuos de la clase media inferior, incluidos los intelectuales. Otro criterio para medir la radicalidad del movimiento se define por la adhesión de I) grupos mayoritarios y aceptados, o II) minoritarios y rechazados en los círculos sociales dominantes de la clase de la cual provienen. (Di Tella, 1977, p. 77). El carácter y la intensidad de la radicalidad del movimiento depende de la articulación y del nivel de compromiso asumido por los grupos que no pertenecen a las clases obreras. La actuación de éstas últimas es observada como una variable constante, siendo que lo determinante es la actuación de las clases ajenas. De esta forma, si bien Di Tella no cae en el argumento marxista de la indeterminación y la apariencia de la identidad política popular, ni tampoco asume una antropología esencialista al estilo Germani, esta especie de congelamiento de la variable obrerista en la determinación del tipo e intensidad de la radicalidad del populismo nos da la pauta para pensar que Di Tella de alguna manera le estaría adjudicando a la clase obrera una identidad y una predisposición política prefigurada ahistóricamente.
Finalmente, comentemos el trabajo sobre el populismo del filósofo español José Luis Villacañas (2015). Podemos decir que la reflexión de este autor vendría a actualizar la explicación del populismo dada por los teóricos de la modernización. ¿Por qué? Porque para Villacañas el populismo ya no sería una suerte de “anomalía” arquetípica de la transición de las sociedades tradicionales a las modernas, sino un fenómeno intrínseco a las sociedades de masas modernas que tendencialmente se orienta a contrarrestar sus efectos nocivos entre la población más vulnerable (Villacañas, 2015, p. 38). Asimismo, el trabajo de este autor avanza sobre la perspectiva clásica de los autores de la modernización por el hecho de incorporar en el análisis político la dimensión discursiva -que solo en parte podríamos adjudicárselo a su conocimiento del trabajo de Ernesto Laclau. Es lo que le permite entender al populismo fundamentalmente como una construcción lingüística, puesto que no hay una traducción única y literal de las demandas sociales a la esfera pública, es decir, no hay un camino prefigurado y universal en el modo en el que se construye hegemonía. Sin embargo, encontramos deficiencias en su lectura del texto de Laclau a la hora de analizar la dinámica y el sentido de una de las funciones principales de la hegemonía que es la de lograr una articulación homogeneizante bajo la figura del liderazgo populista. Dice el autor:
La sociedad nacional ha quedado fracturada en dos. Si bien no hay ningún concepto que distinga a estos grupos, sí hay un sentimiento que los separa. Sobre este se funda su identidad. Todos los que pertenecen al pueblo gozan de ese sentimiento. Eso es todo lo que significa. Eso y el hecho de que han reunido todas sus demandas en una sola: ser pueblo. Con ella podrán atender todas las demandas dispersas. Como tal, esta demanda de ser pueblo no tiene representación concreta. Es una representación conceptualmente vacía y fluctuante […] El populismo necesita un denominador común concreto. Todas las demandas son equivalentes si hay alguien personal que las resuelve todas. Ese es el líder. Este no resuelve todas las demandas de una en una, ni unas sí y otras no, sino que las resuelve a todas […] La función del líder es transformar representaciones conceptuales siempre defectivas en representaciones afectivas. Lo irrepresentable desde el punto de vista conceptual se torna representable desde el punto de vista personal. (Villacañas, 2015, pp. 68, 75-76. El destacado en itálico es nuestro.)
En la sección siguiente veremos con mayores detalles los lineamientos generales del análisis del populismo de Laclau, que es al que quiere contraponerse, criticándolo, el profesor Villacañas. Sin embargo, debemos adelantarnos y advertir que condensados en esta última cita vemos emerger ciertas distorsiones analíticas del autor de la propuesta teórica de Laclau. Pues, para Laclau, la articulación de las demandas sociales que están en la base del populismo no es equivalente a la “reunión” de las mismas. Tampoco las demandas se reúnen “finalmente en una sola”, que sería la de “querer” ser pueblo. La identidad política no se constituye de un modo tan directo y autoconsciente. Por otra parte, Villacañas no contempla la dimensión “siempre-fallida” de la representación de las identidades políticas del modo como las piensa Laclau, es decir, no atiende a la dimensión de exceso o resto que está siempre presente en la operación de homogeneización hegemónica que el líder encarna. Al mismo tiempo, esta crítica nos permite recoger otra crítica clásica bastante extendida que es la que apunta a la centralidad del líder. Es decir, nos permite depararnos con un resquemor clásico frente al populismo que es el miedo al autoritarismo de tipo personalista. Pero nosotros entendemos que el miedo o la aprensión al populismo por aversión a la emergencia de un eventual despotismo ejercido por un hombre personal es seguir sin haber entendido verdaderamente el constructivismo y la performatividad constitutiva del enfoque teórico-político de Ernesto Laclau. Esto conduce a una serie de malinterpretaciones que tienen que ver con el modo de entender la relación entre el lenguaje y el afecto, por eso el autor puede llegar a traducir la diferenciación que establece Laclau entre conceptos y significantes por la diferencia entre representación conceptual abstracta y representación simbólica “personal” (concreta). El problema de Villacañas es que separa concepto (eminentemente racional) de afecto (el significante), cuando en realidad Laclau no trabaja sobre este recorte, puesto que su concepto de discurso deshace en sí misma la diferenciación entre pensamiento racional versus sentimiento irracional. El significante es siempre un entramado de palabras y pulsiones. Finalmente, y en relación con esto anterior, el problema principal de la crítica de Villacañas al modo como Laclau entiende la constitución de la identidad política es que la misma no se teje con el material de alguna base teórico-conceptual que pueda dar cuenta de las peripecias propias de la subjetividad, sino que se apoya en una perspectiva empirista y liberal de la personalidad, que es algo completamente distinto. Una de las consecuencias de asociar -erróneamente, según lo consideramos- el liderazgo político con el personalismo es entender que el populismo es incompatible con el institucionalismo, en general, y con el republicanismo, en particular. No obstante lo cual, deberíamos admitir que una buena parte de los malentendidos entre Villacañas y el trabajo de Laclau provienen de los déficit del propio Laclau en cuanto a la articulación de la teoría política de la hegemonía, el enfoque discursivo que adopta y la justificación que la misma puede alcanzar teniendo en cuenta los aportes del psicoanálisis freudiano y lacaniano tendientes a elaborar una teoría sólida del sujeto. De todos modos, y por las razones que fueran, la crítica de Villacañas a Laclau acaba también reproduciendo los prejuicios antropológicos de la perspectiva clásica marxista crítica del populismo. Es decir, a pesar de estar informado y conocer en profundidad las bases teóricas y los argumentos esgrimidos por el principal referente teórico del tema del populismo, que lo colocará en otro sitio diferente al encuadrado por parte de la discusión clásica, Villacañas acaba sosteniendo que el fenómeno del populismo suele acontecer en contextos culturales pobres, donde predomina un tipo de personalidad con baja capacidad crítica o en sociedades conformadas por yoes ideales débiles.
Llegando a este punto podemos decir que conseguimos desplegar los elementos analíticos que nos permiten vislumbrar lo que adelantáramos con el título de esta sección. Que la falta de especificidad de la categoría “pueblo” y la identificación del fenómeno populismo como sintomáticamente perteneciendo a un estadio específico de deterioro, atraso o precariedad en el desarrollo capitalista moderno son los clásicos argumentos críticos hacia el populismo. Los cuales, a su vez, contribuyen para justificar y reforzar en el sentido común la carga negativa del concepto.
Finalmente, nos gustaría presentar un tipo de abordaje híbrido, que por algunas razones podríamos colocarlo en los nuevos marcos teóricos, pero que decidimos, sin embargo, dejarlo para el final de esta sección de los clásicos como un ejemplo transicional entre ambos tipos de perspectivas. Es el caso del abordaje discursivo de Guita Grin Debert. Esta autora propone rechazar la noción de manipulación como el elemento clave en la explicación del populismo5, para pasar a comprender la heterogeneidad en la participación popular como el resultado del reconocimiento de individuos concretos de diferentes camadas sociales en un espacio abierto por el discurso político. Es propiamente el discurso el que interpela y constituye a los grupos en sujetos de acción política. En cuanto tales, son convocados a legitimar un determinado proyecto político y una concepción del propio lugar ocupado dentro de la sociedad. El análisis de los discursos de los cuatro gobernadores (Adhemar de Barros, Carlos Lacerda, Miguel Arraes y Leonel Brizola) realizado por la autora la aproxima del nuevo terreno analítico. Sin embargo, Debert (1979, p. 147) indirectamente continúa adscribiendo a la tesis marxista que reduce la identidad política a la posición económica de las clases sociales fundamentales. Pues todas las variaciones en la articulación del discurso populista que la autora analiza son reducidas a un mismo esfuerzo de las clases dominantes por establecer y legitimar en el universo simbólico un nuevo lugar de subordinación para las clases dominadas. De esta manera, la subjetividad política es formulada como el resultado de un espacio abierto por la discursividad, pero la reacción política que la genera es considerada en términos de respuesta de un público, al parecer, preexistente a dicha interpelación discursiva. Y para nosotros hay una salvedad infranqueable entre la discursividad que evoca un público anterior y la que convoca a la construcción de un proyecto político colectivo. Por lo tanto, Debert (1979, p. 148) no deja de atribuir escaso protagonismo y responsabilidad política a esos individuos interpelados y convertidos en sujetos por los discursos hegemónicos.
Los “nuevos” abordajes sobre el populismo: el encuadre dentro de la temática de las identidades políticas
Muy probablemente Ernesto Laclau sea el intelectual al que debamos imputarle la mayor responsabilidad por la apertura a esta propuesta teórica innovadora respecto de los clásicos, que permite interrogar el populismo tomando en cuenta una problemática más amplia, que es la de la constitución de las identidades políticas. Repasemos entonces brevemente la teoría de la hegemonía a partir de la cual el autor intenta comprender el concepto de populismo.
En primer lugar debemos destacar que para Laclau la operación política fundamental que está en juego en el populismo es la constitución simbólica de un pueblo. Esta operación de cristalización de lo6 político, en contraposición con la mera administración que la política supone dentro del orden institucional actual, es el desafío principal para cualquiera proyecto de hegemonía popular. En este sentido, analizar el modo por el cual esa unidad social es lograda -dado que se parte del presupuesto que la sociedad no existe por fuera de las prácticas sociales sedimentadas en la letra muerta de su institucionalidad- supone la imposibilidad de contemplar como unidad de análisis del populismo a un grupo social ya constituido. En cambio, el autor propone considerar como unidad de análisis mínima a la demanda social. De modo que no existiría populismo ni momento populista de la política sin que puedan visibilizarse y diferenciarse demandas sociales concretas. El condicionamiento para la emergencia del populismo es que existan en la sociedad diversos tipos de demandas sociales que perturben, de alguna manera, la continuidad armoniosa del ordenamiento social. Y el destinatario del reclamo es siempre un poder central que, o bien las atenderá, o bien seguirá ignorándolas. “A una demanda que, satisfecha o no, permanece aislada, la denominaremos demanda democrática. A la pluralidad de demandas que, a través de su articulación equivalencial, constituyen una subjetividad social más amplia, las denominaremos demandas populares (Laclau, 2005, p. 99)”. Las demandas sociales que el sistema de representación actual sí puede atender, de manera institucional, Laclau las llama demandas sociales democráticas puramente diferenciales, puesto que han sido satisfechas por parte del poder vigente. Luego, quedarían dos caminos para las demandas no satisfechas, o bien permanecen aisladas unas de otras, o bien se articulan equivalencialmente y se transforman en demandas populares. ¿Qué significa “articulación equivalencial”? Pues bien, dado que las distintas demandas sociales -como podría ser un reclamo por oferta laboral, aumento salarial, casamiento homosexual, concesión de tierras para pueblos originarios, etc.- no encuentran satisfacción por parte del poder-para-satisfacerlas, ellas empiezan a tornarse equivalentes entre sí. No debemos, sin embargo, confundir la equivalencia con la igualdad, la asimilación, la reunión o cualquier otro tipo de acoplamiento. La equivalencia no surge respecto del contenido específico de las demandas, sino en relación con la legitimidad que dichos reclamos empiezan a adquirir a partir del reconocimiento mutuo. Es decir, para que haya articulación equivalencial no es necesario que unos grupos adopten como propias las demandas de los otros, sino más bien que unas y otras demandas sociales insatisfechas reconozcan su legitimidad recíprocamente, de forma tal que ese mutuo reconocimiento las una y conduzca en la dirección hacia una movilización popular global contra el sistema de poder actual, superando parcialmente las particularidades específicas de cada una de ellas. Esta articulación es lo que define una frontera social interna de la cual surge una sociedad políticamente dividida en dos campos antagónicos: un adentro y un afuera de la representación institucional actual. La dislocación social originaria e irreductible que se produce entre la articulación de las demandas populares insatisfechas versus el poder hostil a ellas comienza a definir un antagonismo político en el cual “los responsables de que la plenitud de la comunidad sea precisamente el reverso imaginario de una situación vivida como ser deficiente, no pueden ser una parte legítima de la comunidad; la brecha con ellos es insalvable.” (Laclau, 2005, p. 113). La definición del antagonismo político que polariza el campo social presupone el privilegio de algunos significantes que condensan en torno de sí la identidad popular en tanto cadena equivalencial significativa totalizante, y, por expulsión, la identidad del adversario. Sin embargo, si bien las demandas sociales insatisfechas corporizan lo que excede a la representación posible dentro del sistema institucional vigente, no consiguen unirse espontáneamente puesto que sus especificidades pueden provenir de naturalezas muy diversas. La operación por la cual un elemento diferencial de la cadena de demandas sociales heterogéneas pasa a asumir la representación de la totalidad, homogeneizándola, es lo que Laclau define como hegemonía. En otras palabras, para que lo social se unifique es necesario de un desnivel, que se expresa cuando una particularidad asume la representación de esa totalidad imposible de representar directamente que es la comunidad. De esta manera, si alcanzan un cierto grado de movilización política, esas demandas populares -que al comienzo no pasaran más allá de un sentimiento vago de solidaridad- pueden llegar a unificarse en un sistema estable de significación. En este momento estaríamos asistiendo a la constitución de una identidad política popular que es algo cualitativamente distinto a la suma de los lazos equivalenciales forjados en un primer momento. Desde el punto de vista político, la presencia de tensiones en la instalación de este nuevo sistema significante da cuenta de una oportunidad histórica para el nacimiento de un proyecto político emancipatorio, verdaderamente alternativo. Sobre este eje, entendemos, se colocan las reflexiones más gramscianas de Laclau, donde mejor capturamos su idea de hegemonía en sintonía con la importancia que Gramsci le asigna a la batalla cultural e intelectual en la sociedad civil, en tanto táctica y estrategia revolucionaria. Y dado que para Laclau la identidad política popular no es aprehensible de modo directo, sólo puede constituirse a partir de los significantes que aspiran a representar la totalidad de sus demandas articuladas. Para lograr dicha representación es necesario que exista un adentro y un afuera; es decir, un límite objetivo sobre el cual disipar una alteridad que se expulsa de la propia identidad. Y ese límite objetivo es para Laclau justamente algo que se ubica a nivel de la nominación discursiva.
En este proceso de condensación [la encarnación de las demandas populares en significantes privilegiados que las representan en conjunto, como cadena] debemos diferenciar, sin embargo, dos aspectos: el rol ontológico de la construcción discursiva de la división social, y el contenido óntico que, en ciertas circunstancias, juega ese rol. El punto importante es que, a cierta altura, el contenido óntico puede agotar su capacidad para jugar ese rol, en tanto permanece, sin embargo, la necesidad del rol como tal, y que -dada la indeterminación de la relación entre contenido óntico y función ontológica- la función puede ser desempeñada por significantes de signo político completamente opuesto. Ésta es la razón por la cual entre el populismo de izquierda y el de derecha existe una nebulosa tierra de nadie que puede ser cruzada -y ha sido cruzada- en muchas direcciones. (Laclau, 2005, p. 115. La aclaración entre corchetes nos pertenece)
Esta doble atribución del discurso -articular las demandas sociales a través de significantes que las representan en conjunto y definir una frontera antagónica interna- lleva a Laclau a calificar de vacíos a los significantes que condensan la identidad popular. Dado que, por un lado, homogeneizan los sentidos específicos, diferenciales de las demandas sociales que conforman la cadena equivalencial reivindicatoria; pero, por otra parte, los significantes vacíos también representan aquello que es heterogéneo respecto del orden político legítimo vigente. Pero, ¿qué son los significantes vacíos? Para responder a esta pregunta recapitulemos brevemente lo que hemos desarrollado hasta aquí. En nuestro análisis anterior vimos que, para Laclau, la subjetividad política se produce a partir del funcionamiento de dos lógicas operatorias constitutivas: la lógica de la articulación o equivalencia, y la lógica del antagonismo o diferencia. El autor también afirma que la unidad de análisis del populismo son las demandas sociales que democráticamente irrumpen y tienden a desestabilizar el orden social vigente. Es decir, más allá de que efectivamente logren o no con posterioridad articularse en un movimiento popular, el “germen” de aquello que puede tornarse populismo es una demanda social democrática. ¿Por qué el autor califica de esta manera a la demanda social? Laclau defiende (2005, p. 158) que esta apreciación para nada obedece al hecho de que las mismas se expresen al interior de un régimen del tipo democrático, ni tampoco esto se relaciona con cierta legitimidad que la acción de la protesta tenga en cuanto a un juzgamiento normativo. Lo que tornaría a las demandas sociales democráticas, más allá de que se transformen o no en demandas populares, es el hecho de poseer dos características: i) la posibilidad de experimentar colectivamente diferentes carencias o insuficiencias y, ii) la posibilidad de exigir a un poder, legítimo y habilitado, una solución frente a las mismas. Pero esta justificación solamente tiene sentido si tenemos en cuenta lo que para Laclau significa el verbo “representar” cuando hablamos de política. En otras palabras, para entender por qué las demandas son democráticas debemos tener en cuenta su concepción performativa de la representación. Debemos concebir a la democracia como algo más que un mero juego competitivo institucional -como defienden las teorías económicas elitistas- pero también como algo diferente a la perfecta yuxtaposición entre voluntad ciudadana y acción política -como podría pasar, al menos idealmente, en la democracia directa. El verdadero elemento democrático en juego en la noción de demanda social que está en la base del populismo guarda relación con su idea de representación puesto que lo que define su carácter es la posibilidad del corrimiento de la frontera de lo que es legítimamente representable. Por eso la noción de representación de Laclau es inseparable de la de democracia y viceversa. En este sentido, el autor se coloca en las antípodas de aquellas teorías democráticas que consideran a la representación de manera instrumentalista, para la cual no existiría la “representación” como tal y sí electores habilitados y gobernantes independientes que toman sus propias decisiones políticas y al margen de la voluntad de la ciudadanía. Pero Laclau también toma distancia de la concepción de la representación estrictamente especular, para la cual habrían representantes y representados, y entre ellos una relación posible de transparencia cristalina. Lo que es interesante de la perspectiva de Laclau es que lo que tiene que ser representado, cuando hablamos de una representación que produce identificaciones que establecen identidades políticas, no es una positividad si no una carencia. Y por ese motivo la canalización popular de la dimensión de la representatividad no puede estar condicionada de antemano. Este es el punto de su teoría donde su idea de democracia -participación activa en la manifestación colectiva de las deficiencias del sistema- se conecta con su tesis acerca de la representación como una mutua contaminación entre la identidad del representante y la del representado. Al mismo tiempo, al ser ambas identidades construcciones discursivas, el elemento democrático de la representación de las identidades colectivas está en relación con la indeterminación del signo lingüístico. Esto es lo que para nosotros explica la siguiente afirmación del autor:
[La inscipcipon popular de demandas democráticas] no procede de acuerdo con un diktat dado a priori o teleológicamente determinado, sino que es una operación contingente que puede moverse en una pluralidad de direcciones. Esto significa que no existe una demanda con un “destino manifiesto” en lo que a su inscripción popular se refiere -y, de hecho, no es sólo una cuestión de la contingencia de su inscripción, porque ninguna demanda se constituye plenamente sin alguna clase de inscripción-. (Laclau, 2005, p. 160).
Aclaremos, de paso, que la demanda social es la expresión de una carencia social, que no es lo mismo que la suma de demandas individuales particulares. Por más que, por ejemplo, la falta de algún recurso básico para la vida cotidiana de las familias, como puede ser el agua o el gas, pueda ser una carencia de muchas casas particulares, cuando se la experimenta públicamente eso requiere siempre de cierta traducción a nivel social. Es decir, es en el nombre de alguna colectividad (el barrio, la localidad, la comunidad, el club, los jóvenes, los pueblos originarios, etc.) que la demanda se eleva. Y esto es algo diferente de la sumatoria de los nombres propios que ella pueda contener. Decíamos entonces que las demandas sociales que están en la base del populismo se orientan a alcanzar la canalización de una representación que es de naturaleza democrática al menos en potencia: siempre y cuando el sentido último de la protesta cobre vida en la experiencia y no esté condicionado de antemano o sus agentes sociales predestinados históricamente a llevar adelante tal reivindicación. El punto original de la perspectiva de Laclau en relación con su modo singular de comprehender la relación entre democracia y representación, entre la experiencia y la exigencia del tratamiento de las carencias sociales y el consecuente dislocamiento constante de las fronteras de lo representable, es que desde el origen, en el nivel de formulación inicial de la demanda social particular no existe ningún elemento con el cual poder atisbar o predefinir una articulación equivalencial que derive en una formación hegemónica populista. Menos aún, nada que nos garantice que esa formación establecerá un régimen democrático o el reconocimiento universal de la igualdad. Existe un elemento persistente en la formulación teórica de Laclau, que tiene que ver con la consideración de un rasgo igualitario que podría realizar un acto emancipador, pero siempre en potencia y sin últimas garantías. Por eso el nivel dislocatorio que la hegemonía popular supone -donde opera todo el poder del significante vacío, desde el abandono de la condición de flotamiento a la encarnación nominativa- no puede explicarse más que por un acto de decisión perpetrado sobre el abismo de una contingencia radical. Sobre la base de esta contingencia radical es que las identidades políticas populares se constituyen. En este sentido, en el populismo no se trata de hacer encajar los intereses de los representados con la mejor viabilización institucional que los representantes les puedan dar, sino de una relación de “mutua contaminación” entre los deseos o carencias de los representados y las expresiones institucionales que contingentemente puedan encarnar los representantes. La idea de representación que Laclau nos propone parece aproximarse de la idea que los antiguos tenían de la representación artística, como aquello que torna presente algo que está ausente.
La construcción de un pueblo sería imposible sin el funcionamiento de los mecanismos de la representación. La identificación con un significante vacío es la condición sine qua non de la emergencia de un pueblo […] El significante vacío es algo más que la imagen de una totalidad preexistente: es lo que constituye esa totalidad, añadiendo así una nueva dimensión cualitativa. Esto corresponde al segundo movimiento en el proceso de representación: desde el representante al representado. Por otro lado, si el significante vacío va a operar como un punto de identificación para todos los eslabones de la cadena, debe efectivamente representarlos, no puede volverse totalmente autónomo de ellos. Esto corresponde al primer movimiento que encontramos en la representación: desde los representados hacia el representante. (Laclau, 2005, p. 204.)
De esta manera, si pudiéramos localizar en la conceptualización de Laclau el punto que incomoda a los autores adeptos de las clásicas críticas al populismo, acerca del carácter altamente indeterminado del mismo, es justamente este vacío constitutivo de la representación que da forma a las identidades populares. Lo que nosotros defendemos es que es justamente este vacío constitutivo lo que torna al populismo una forma de construcción de la subjetividad política esencialmente democrática, puesto que desde la perspectiva de la hegemonía ella está siempre abierta a nuevas articulaciones y flotamientos contingentes. De esta forma, vemos que la cuestión de la representación es una temática que excede la división representantes- representados propia de la democracia cuando la concebimos en términos “reales” del régimen o forma de gobierno, o en los términos “ideales” del juicio normativo. Antes de eso, el populismo nos enfrenta con la necesidad de pensar teóricamente aquello que en una sociedad histórica determinada puede ser representable, y en cuáles son las operaciones que establecen tanto sus límites como la dislocación de los mismos. Ahora podemos apreciar mejor el porqué del hecho de que los significantes vacíos cumplan la función ontológica de representación de la división social, y al mismo tiempo sean la encarnación contingente del contenido óntico que permite la homogeneización de las demandas populares que conforman la hegemonía.
Pasemos ahora a comentar el trabajo de uno de los críticos del populismo más influyentes en el trabajo de Laclau, de tradición althusseriana, Emilio De Ípola. En un escrito de 1981 titulado “Lo nacional-popular y los populismos realmente existentes”, escrito en coautoría con Juan Carlos Portantiero, De Ípola se propone retomar la teoría política marxista y el concepto gramsciano de hegemonía para reelaborar el problema de la constitución política de las clases sociales en sujetos de acción histórica. Esto supone superar el análisis clásico de la alianza de clases, frecuentemente tomada como un mecánico agregado de realidades sociales ya existentes. En este sentido, para ambos es necesario distinguir el populismo del socialismo superando duplamente el clásico enfoque historicista del último y el meramente discursivo del primero. Es decir, para captar las verdaderas diferencias entre el populismo y el socialismo, los autores nos proponen apartarnos tanto del mero análisis de los socialismos realmente existentes como de aquéllos sobre el populismo que no contemplan las manifestaciones históricas específicas. La tesis central que se quiere defender aquí es que entre populismo y socialismo no hay continuidad sino ruptura ideológica y política (De Ípola; Portantiero, 1989, p.23). Si bien para los autores es evidente que no se puede tomar al populismo como un momento específico en el estado de desarrollo, queda claro que sí es un tipo de salida de una crisis estatal. Plantean que en las sociedades capitalistas existen dos principales centros de agregación que se enfrentan: por un lado, el dominante o “nacional-estatal”, y, por el otro, el dominado o “nacional-popular”. El actor principal del primer bloque es el Estado, cuya principal labor es la articulación de lo nacional en el sentido de llevar a cabo la acumulación y reproducción del orden social existente. Por ello mismo, la lógica que rige dentro del Estado es una lógica corporativa, que tiende a neutralizar las disputas y diferencias propias de la sociedad y a reconciliar los diversos intereses privados. Por el contrario, lo que está en juego políticamente para el segundo bloque es la articulación entre los intelectuales y la masa con el propósito de lograr la desestatización de la nación fetichizada. La principal crítica de los autores al populismo tiene que ver con su tendencia intrínseca a reducir y asimilar lo nacional-popular a lo meramente nacional-estatal. Bajo una concepción organicista de la hegemonía y de la mitologización de un jefe -en contraste con una concepción hegemónica pluralista, que permite la convivencia con la diferencia- los populismos homogeneizarían el terreno de lo nacional-popular convirtiéndolo en un espacio muerto, carente de efervescencias, críticas y disputas (De Ípola; Portantiero, 1989, p.28). Más adelante en su texto, señalando específicamente el caso argentino, los autores le dan cuerpo a estas ideas para sostener que, si bien el peronismo le otorgó por primera vez una identidad a la entidad “pueblo”, se la obtuvo pagando un precio muy caro puesto que condujo a la subordinación y el sometimiento de ese nuevo sujeto político al sistema político instituido encarnado en Perón. Un último comentario sobre la interpretación de De Ípola y Portantiero es que nos resultan altamente interesantes y sugestivas las críticas que nos proponen. Sin embargo, nos parece que la idea de realizar una crítica a los populismos “realmente existentes” desde una concepción socialista meramente teórica es caer en la misma trampa invertida que cuando pretendemos defender el socialismo teóricamente sin tener para nada en cuenta las experiencias “verdaderamente existentes”, por ejemplo, en el punto que toca a la propia concepción organicista de la política. Querer diferenciar críticamente, como lo hacen los autores, entre populismo histórico y socialismo teórico basándose en el argumento de que el primero sería estatista y el segundo no, desconociendo el hecho de que en la práctica concreta los socialismos no hubieran podido sostenerse en el poder sin la intervención y el fortalecimiento del Estado, acaba suscitando una comparación entre cosas de naturalezas tan diversas que termina obnubilando el potencial crítico del argumento. Claro que esta cuestión no escapa a los autores. Para la cual acaban respondiendo que lo que justifica el planteo y la diferenciación anterior es el reconocimiento de que para el caso del socialismo existiría una incongruencia entre su teoría y su historia, mientras que en ambas dimensiones el populismo sería coherente en su estatismo convicto.
Hay una línea de continuidad significativa entre la crítica de De Ípola y Portantiero hacia el populismo y la crítica que el investigador Gerardo Aboy Carlés le dirige a Laclau. En varios artículos de revistas académicas, si bien reconoce la enorme importancia de la conceptualización laclausiana de la lógica hegemónica como forma de constitución de las identidades políticas en general -lo que tornaría a la hegemonía un significante intercambiable por el de política-, sostiene que no toda identidad política es popular. En otras palabras, si bien asegura que todas las identidades políticas de alguna manera se constituyen a través de operaciones hegemónicas, no toda hegemonía que produce una identidad política es de tipo populista. En este sentido, Aboy Carlés parece no cuestionar la equiparación que Laclau realiza de la política misma a la hegemonía, pero sí la asimilación de ambas nociones a la de populismo (Aboy Carlés, 2007). Lo que caracterizaría al populismo es la forma de negociar esta tensión entre heterogeneidad y homogeneización presente en la constitución hegemónica de la identidad política. La forma específicamente populista de dominar la heterogeneidad social no se caracterizaría simplemente por una ruptura fundacional con el frente antagónico (como sostiene Laclau), sino por el hecho de haber, en el mismo movimiento de determinación identitaria, un proceso de expulsión e inclusión de la alteridad política. En este sentido, el populismo no se caracterizaría por un corte radical con la institucionalidad históricamente anterior sino por la negociación excluyente e inclusiva del adversario antagónico en la representación política legítima (Aboy Carlés, 2007). En sintonía con lo planteado por De Ípola y Portantiero, la crítica de Aboy Carlés sostiene que en el populismo no habría una separación tan tajante entre movilización popular o beligerancia e institucionalidad o compromiso. Sin embargo, podríamos decir que para Laclau tampoco hay una separación totalmente irreconciliable entre ambas dimensiones políticas. Si pensamos no sólo en el momento de constitución sino también en la instancia de consolidación hegemónica, la escisión entre beligerancia y compromiso representaría solamente un primer momento de la hegemonía, que no es incompatible con la institucionalidad en sí. Porque si bien la movilización popular logra articularse a partir de posicionarse en contra de un sistema institucional que no la representa, el referente que para Laclau verifica la estructuración de una nueva hegemonía es la corporización de la misma en un sistema estable de significación. Ello quiere decir que en la hegemonía populista la movilización popular está pensada en un sentido que va más allá de la beligerancia o insurgencia inicial, puesto que avanza hacia la consolidación de una nueva institucionalidad. Es más, es justamente porque la brecha insalvable entre el “nosotros” y el “ellos” de la que nos habla Laclau es con la representación legítima pasada y no con la institucionalidad en cuanto tal, por lo que De Ípola y Portantiero, por ejemplo, pueden sostener que en el populismo, a diferencia del socialismo, no habría renuncia sino (perverso) fortalecimiento del estatismo.
Mencionemos finalmente la propuesta de definir al populismo en función de la relación que establece con la democracia. En su libro La política en los bordes del liberalismo, Benjamín Arditi (2011) defiende la idea de que no sería pertinente identificar al populismo con la política sin más. Sin embargo, sí podríamos considerar al populismo como un sinónimo de la política dentro de las democracias liberales. Retomando los tres tipos de representación que desarrolla Pitkin -“actuar por otros”, “actuación personalizada por el líder”, “combinación de una identificación imaginaria con el líder con una dimensión simbólica fuerte”-, Arditi sostiene la tesis de que la representación populista se ubicaría en el cruce de estas tres formas de representación. Y que la misma se habría extendido de tal forma en la actualidad que habría llegado a convertirse en un rasgo propio de las democracias liberales contemporáneas. Para figurar esta singularidad del populismo, como siendo un síntoma de la democracia, el autor moviliza la metáfora de la “tierra extranjera interior” utilizada por Freud para caracterizar la instancia psíquica de lo inconsciente reprimido en su relación con el yo. En términos políticos, el populismo constituiría una “periferia interna” de la política democrática…
La cual funciona como un elemento paradójico que pertenece a la democracia (comparte rasgos tales como el debate público de asuntos políticos, la participación electoral o la expresión informal de la voluntad popular) y, a la vez, impide que ésta se cierre como un orden político domesticado o normalizado dentro de procedimientos establecidos, relaciones institucionales, rituales confortantes […] El populismo no es un sinónimo de la política, sino un síntoma de la política democrática. Le brinda visibilidad a la negatividad de lo político al convocar al pueblo a introducir un “ruido” en el espacio normalizado de la política. (Arditi, 2009, p.147-148)
Arditi también se apoya en la diferenciación trazada por Lefort entre la política y lo político para entender al populismo en sintonía con el argumento de Laclau, cuando inscribe su naturaleza antagonista y disruptiva en el campo de lo político. Concebir el populismo de esta forma, como periferia interna de la representación democrática liberal, que irrumpe sintomáticamente en la contingencia e impide la armonización institucional perfecta, nos conduce inevitablemente a una problemática más amplia que es la cuestión del alcance y el significado que adquiere para la ciencia política la idea de representación desde el punto de vista gnoseológico. Es decir, nos enfrenta con la necesidad de problematizar y redefinir los parámetros epistemológicos sobre los cuales la ciencia política tácitamente delimita su objeto de conocimiento. ¿Qué significaría representar, no sólo en el sentido que adquiere en las democracias formales - la relación más o menos cristalina entre representantes y representados-, sino en la dirección más fundamental que indique de qué forma y hasta dónde es posible expresar, materializar, canalizar, positivar una voluntad política, sea o no popular? Este es un asunto también filosófico, que sólo tiene sentido pensar si partimos del presupuesto analítico de que no existiría un fundamento ontológico de lo social que pueda determinar a priori la orientación política de sus agentes. Es este es el terreno filosófico pos-fundacional en donde este el concepto de populismo viene siendo explorado por parte de los abordajes que suscriben, de una u otra manera, a la perspectiva política de la hegemonía de Laclau y Mouffe. Pero volviendo al texto de Arditi, nosotros coincidimos con el argumento y la propuesta de considerar al populismo como un síntoma, pero no de la política democrática liberal sino de la democracia en lo que ella tiene de más radical. En la obra ya mencionada se defiende la idea de que el populismo no sería un sinónimo de la política (como sí lo es para Laclau), pero sí que podemos considerarlo como un síntoma de la política democrática. Arditi afirma que el populismo produce un efecto de incomodidad y extrañamiento sintomático para una institucionalidad homeostática, que, sin embargo, satisface algo consustancial con la propia naturaleza de la política cuando ella es de tipo democrática. Pero ese efecto perturbador y extraño puede significar dos cosas distintas: o bien puede expresar una demanda de mayor participación pública, una reacción ciudadana a la democracia “formal”; o bien supone el poner en jaque los cimientos básicos de la política democrática en cuanto tal, lo que genera el riesgo de caer en el totalitarismo (Arditi, 2011, pp. 151-152). De esta manera, y recordando que el autor moviliza una metáfora del síntoma freudiano basada en la diferenciación entre lo inconsciente reprimido en el ello y el yo como una instancia psíquica organizadora del sistema conciencia-percepción, la analogía que Arditi establece nos permite inferir que el populismo sería para él una manifestación sintomática porque viene a desestabilizar una instancia institucional reguladora supuestamente armónica y autosuficiente. Hasta aquí nosotros coincidimos plenamente con él. Ahora bien, la lectura que nosotros hacemos de su tesis cambia un poco cuando su argumento avanza en la dirección de establecer los motivos por los cuales podríamos decir que siempre existe una posibilidad inherente al populismo de convertirse en el reverso de la democracia. Con ayuda del pensamiento de Claude Lefort, Arditi esboza la explicación de que el populismo podría pasar de ser un síntoma de la democracia en sentido positivo -porque pone en jaque a “la política de siempre”-, cuando queda desdibujada la propia dimensión de la división entre la identidad política de los representantes y la de los representados.
Este peligro surge cuando la exacerbación de los conflictos no puede resolverse simbólicamente en la esfera pública y cuando una sensación de fragmentación social invade a la sociedad. Cuando esto ocurre, hay una posibilidad real de que aparezca “el fantasma del Pueblo-Uno, la búsqueda de una identidad substancial, de un cuerpo unido a su propia cabeza, de un poder encarnador, de un Estado liberado de la división” (Lefort, 1991a, p. 29) […] Esta confusión se refiere al caso del populismo en el Gobierno, cuando la ocupación temporal del poder ejecutivo es concebida como posesión y no como usufructo temporal, lo cual, a su vez, es conducente a un uso patrimonialista de los recursos públicos. La tentación de forjar una identidad sustantiva también hará su aparición cuando la paradoja del modo de representación se resuelva a favor del líder, es decir, cuando el líder ya no actúa por otros porque él o ella presumen ser la encarnación de esos otros, y, por consiguiente, creen estar autorizados a priori. El resultado de este mesianismo, de esta suerte de giro característico de la política de la fe es que la brecha que separa y permite distinguir a los representantes de los representados, y que pone un límite a la representación como un actuar por otros, comienza a operar de manera azarosa (Arditi, 2011, p. 154. El destacado en itálico es nuestro).
De esta forma podemos ver que para el autor el potencial subversivo del populismo siempre podría desarrollarse en estas dos direcciones opuestas -democrática o antidemocrática-, como las dos caras de una misma moneda. Pero, en nuestra opinión, el hecho de no haber cómo establecer a priori las garantías que aseguren uno u otro rumbo del populismo no tiene nada que ver con la cancelación o no de la diferencia entre representantes y representados. Para nosotros, en cambio, el reverso antidemocrático del populismo, inclusive cuando sea solamente una posibilidad en potencia, no tiene nada que ver con la cancelación de la división representantes/ representados porque no consideramos que sea esta la diferencia que caracteriza estructuralmente a la democracia. Para nosotros la división formal de la democracia no tiene nada que ver con la división entre representantes y representados. Esa es una división del gobierno representativo. Pues un régimen democrático moderno clásico, basado en la división representantes/ representados tranquilamente puede muy bien no estar comandado por un espíritu democrático, ni en el plano institucional ni en el plano de la sociedad civil. Lo que nosotros consideramos como la diferencia propia de la democracia es la división estructural que el lenguaje introduce en los seres hablantes entre significante y significado. Lo que hace de los representantes/ representados sujetos. En este sentido, lo que el autor apunta como el peligro del populismo, el espectro del pueblo-Uno o la perversión de la representación no tendría para nosotros tanto que ver con la cancelación de la división entre representantes/ representados y sí con el hecho de no viabilizar los canales y espacios comunitarios lo suficientemente plurales y heterogéneos mediante los cuales poder politizar el sentido, establecer la lucha simbólica por la significación de las palabras socialmente más relevantes. Por eso para nosotros el populismo debería ser concebido como un síntoma de la democracia (y no de la política democrática): porque convoca a una experiencia de politización del sentido de aquellas palabras que estructuran nuestra sociabilidad, el sentido de la realidad y el sentido de la pertenencia. En esta formulación que proponemos el populismo sería el síntoma de la democracia en su dimensión más radical porque lo que en ella resuena como veta verdaderamente igualitaria y emancipadora es la posibilidad siempre abierta a la politización del sentido. Por este contorno, podemos decir que el mayor peligro para la democracia no viene dado por el lado de la emergencia de liderazgos políticos fuertes, sino por la burocratización de la política. Es decir, cuando la sociedad queda presa en la homogeneización y estandarización del sentido que surge de la letra muerta de su institucionalidad. El hecho de poder politizar el sentido común es lo que garantiza políticamente la convivencia democrática, más allá del tipo de régimen de gobierno. Ello supone la existencia de una esfera pública plural y dinámica, y no solo instituciones gubernamentales abiertas a las demandas de la sociedad. Pero un buen ejemplo donde vemos que las instituciones de gobierno pueden dar discusiones políticas que se orientan a politizar el sentido común son las reformas de sus códigos y estatutos. Un ejemplo de ello se revela en la aprobación en el Parlamento argentino de la ley nº 26.994 en octubre de 2014, la cual permitió una modificación substancial del Código Civil y Comercial en la Argentina. 7 De todas las amplias modificaciones resultantes queremos destacar algunas vinculadas al Libro II, que versa sobre las Relaciones de Familia. El nuevo Código Civil de la República Argentina dice:
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artículo nº 402: ninguna norma puede ser interpretada ni aplicada en el sentido de limitar, restringir, excluir o suprimir la igualdad de derechos y obligaciones de los integrantes del matrimonio, y de los efectos que éste produce, sea constituido por dos personas de distinto o igual sexo.
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En el capítulo VIII, sección 2, dedicado al proceso de divorcio, el artículo nº 437 sostiene que la legitimidad del divorcio se basa en, o decreta judicialmente cuando el pedido de ambos o de uno de los cónyuges.
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En el capítulo II del Título V que versa sobre la “filiación”, el artículo nº 562 crea una figura legal inédita llamada “voluntad procreacional” que establece que los nacidos por técnicas de reproducción humana asistida son hijos de quien los dio a luz y del hombre o la mujer que también prestó su consentimiento previo, informado y libre con independencia de quien haya aportado los gametos.
¿Qué conclusión podemos sacar de estas modificaciones? Fundamentalmente, que existió allí una disputa política por el sentido de la palabra “familia”. El nuevo Código aprobado por el Parlamento reconoce la legitimidad del matrimonio entre personas del mismo sexo, el derecho de estas personas a adoptar niños, concibiéndolos naturalmente o a través de la fertilización asistida, con iguales prerrogativas y obligaciones que cualquier otro matrimonio heterosexual; el derecho de deshacer el contrato de casamiento o la unión de convivencia cuando sea el deseo de al menos uno de los cónyuges. Pero, ¿es el contenido específico de estas modificaciones lo que torna más o menos democrática a la sociedad argentina? Claramente no. Lo que es relevante políticamente no es el contenido en sí, ni tampoco la ampliación de derechos -desde el punto de vista jurídico liberal-, sino la posibilidad efectiva de una absoluta reformulación del significante “familia”. El hecho de que “familia” pueda ser un significante, y que por lo tanto esté o pueda estar siendo disputado su sentido. Es la posibilidad de subvertir la formulación significante establecida por las instituciones pasadas y consolidada en el sentido común de la gente lo que garantiza la dimensión democrática de la política. Y es igualmente importante que tal mudanza sea el efecto de unas discusiones y debates públicos a nivel institucional y comunitario, y no meros actos provenientes del juzgamiento de unos jueces vitalicios. El derecho que surge de la discusión política y del debate público en la sociedad y en el parlamento no tiene la misma carga democrática que el derecho que surge en retroacción como efecto de las interpretaciones de los jueces a los códigos actuales. De acuerdo con esta idea que proponemos, es la judicialización de la política lo que representa el mayor peligro para la aparición del pueblo-Uno del que nos habla Arditi, para el caso del populismo autoritario. Es decir, cuando a la política se la encierra en la “jaula de hierro” del lenguaje burocrático, cuando se cae en la dependencia de la interpretación del juez “imparcial”. En cambio, que la vida comunitaria y sus significantes más estructurantes -como lo son la “familia”, en tanto célula básica de la sociedad- puedan cobrar expresión en una legislación política viva, supone que estos dislocamientos significantes sean realmente posibles. Por este contorno podemos interpretar que el principal desafío para alcanzar institucionalmente el pluralismo que la democracia radical pregona no está vinculado a la “tolerancia”, sino a la posibilidad de articular una legislación política surgida de la lucha por el sentido, de las tensiones entre ideas y posiciones políticas diversas. Eso es lo opuesto a la arbitrariedad impuesta en nombre de una supuesta neutralidad valorativa para interpretar académicamente el lenguaje ya burocratizado por los formalismos enunciativos de un poder judicial que cree ser capaz de colocarse “por encima de las pasiones momentáneas del pueblo”. Por este motivo podemos decir que el dilema principal de la democracia no es el problema de la tolerancia con el otro diferente y sí la postura adoptada frente al deseo.
Comentarios finales
En este trabajo propusimos un criterio teórico para mapear los diferentes marcos teórico-interpretativos que abordan el concepto de populismo. Este criterio que propusimos, la presencia o no de una fundamentación ontológica de la acción política colectiva, nos sirvió entonces para diferenciar los abordajes “clásicos” de los “nuevos” pero sin lugar a dudas no es el único posible. Tampoco la literatura comentada es exhaustiva, puesto que no tendríamos lugar aquí para desarrollarla. No obstante, creemos que los autores trabajados representan, de manera altamente significativa, el cuadro analítico general sobre el cual la teoría política contemporánea viene encarando el tema del populismo. Mostramos de qué manera los argumentos clásicos en contra del populismo -esto es: la indeterminación de la figura del pueblo y el hecho de ser un síntoma o agente patógeno que irrumpe como consecuencia de un desfasaje en el proceso histórico modernizador- se sostienen en un presupuesto epistemológico discutible, a saber, que los grupos de individuos o las clases sociales tendrían intereses y voluntades políticas prefiguradas con antelación a la propia intervención política. Diferentemente, enmarcamos los nuevos abordajes del populismo dentro de una problemática más amplia: la construcción y cristalización de las identidades políticas. Este campo de indagación se abre a la reflexión en torno al concepto de populismo pues asume la contingencia radical en el lugar de la fundación ontología del ser social. De esta manera, dimos cuenta de la forma en la que los nuevos marcos teórico-interpretativos del populismo le otorgan a la identidad y a la representación un estatuto de negatividad radical. En el caso de Laclau, por diferentes razones, esto trae como consecuencia la equiparación del populismo a la política; en el caso de sus críticos, la iniciativa de desmenuzar y confrontar con esta provocativa afirmación.
Bibliografía
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Entendemos por ‘marxismo clásico’ lo que Laclau y Mouffe (2004) caracterizan como el resultado de un resto persistente de leninismo en la teorización marxista, que acabara empobreciéndolo luego de la crisis que este pensamiento atravesara a mediados de la década del ´70.
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Recordemos que el autor analiza en el texto que trabajamos un sistema democrático brasilero anterior a la dictadura cívico-militar de 1964 donde los analfabetos aún no votaban. Este es un dato que no siempre aparece mesurado en los análisis políticos con la importancia que, creemos, debería tener. Un dato sugestivo a tener en cuenta para comprender mejor este cuadro histórico es que, según datos censales del IBGE, en la década del ´50 la tasa de analfabetismo de la población de 15 años y más superaba el 50% y para 1960 llegaba a casi el 40% respecto del total. Información disponible en internet: http://www.ibge.gov.br/home/estatistica/populacao/censo2000/tendencias_demograficas/tendencias.pdf (Consulta de enero de 2013)
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Hallamos posible trazar en este punto un curioso paralelismo entre lo que Marx señala como condición histórica fundamental para la instauración de la explotación capitalista en el capítulo XXIV del tomo I de “El Capital” y los análisis de Weffort y Ianni que demarcan las condiciones históricas para lo que podríamos denominar “explotación política” de los trabajadores en el populismo. El escenario contradictorio que plantean ambos autores entre la capacidad formal de voto pero sin la organización partidaria que actuaría como mediación y garantía de la concientización y vehiculización de los intereses de la clase trabajadora nos recuerda la separación entre productor y medios sociales de producción en el pasaje del feudalismo para el capitalismo que analizara Marx.
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Puesto que: “Na ideia de manipulação, quando usada na caracterização do populismo, está implícita uma concepção do que deveria ser o modelo do comportamento político ‘certo’ das classes subalternas, frente ao qual todos os demais comportamentos são vistos como desvios que acabam sendo explicados pelo ‘atraso’ das classes populares e/ ou pela capacidade de manipulação das elites” (Debert, 1979, p. 145).
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Varios autores de la teoría política contemporánea trabajan bajo la diferenciación entre lo político y la política. Ver, entre otros, el clásico estudio sobre el concepto de lo político de Carl Schmitt (2006), y los trabajos de Lefort (1983), Rancière (1996), Mouffe (2007), Marchart (2009), Franzé (2015). Encontramos también esta diferenciación en los trabajos de Laclau a través de la distinción populismo-institucionalismo, a pesar de que, como se podrá apreciar parcialmente más adelante en este texto, no haya acuerdo entre los intelectuales seguidores de su obra respecto de qué lugar e importancia tendrían cada uno de estos polos en el enfoque político global de la hegemonía adoptado por Laclau. Personalmente consideramos que desde la perspectiva de Laclau debemos identificar al populismo como el equivale de la fuerza instituyente típica de lo político, mientras que el institucionalismo sería el momento de cristalización y estabilización típica de la política. De este modo, Laclau contrapone pero no torna mutuamente excluyentes a estos dos momentos de la política, a pesar de que el autor le haya dedicado un mayor esfuerzo y atención intelectual al estudio del populismo y casi nada al institucionalismo -y, por lo tanto, se haya inclinado a identificar en lo político el corazón y la razón de ser de la política en general.
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La legislación que iremos analizar parcialmente aquí puede ser consultada en internet, en el web del Ministerio de Economía y Finanzas Públicas: http://www.infoleg.gob.ar/infolegInternet/anexos/235000-239999/235975/norma.htm#11
Fechas de Publicación
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Publicación en esta colección
10 Feb 2020 -
Fecha del número
Sep-Dec 2019
Histórico
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Recibido
25 Mar 2019 -
Acepto
30 Dic 2019