Open-access Luce Irigaray, ¿pensadora queer?

Luce Irigaray, queer thinker?

Luce Irigaray, pensadora queer?

Resumen:

¿Es posible considerar a Luce Irigaray, junto con su crítica del carácter falogocéntrico del lenguaje, una pensadora queer? Esta propuesta es extraña (queer), pues, por un lado, la hegemonía del construccionismo discursivo de Judith Butler ha degradado la potencia de las ideas de Irigaray mediante la adjudicación espuria de un esencialismo metafísico. Por otro lado, se asume con frecuencia que el monismo lingüístico de Butler constituye el prisma teórico que subyace a la totalidad del campo de los estudios queer. La conjunción de ambos motivos impide responder afirmativamente a nuestro interrogante. En contra de ellos, este artículo reúne a Irigaray con pensadores queer a partir de la postulación de una dimensión ontológica -no esencialista- que involucra la peligrosidad de la potencia gestacional y productiva de una alteridad radical respecto del lenguaje.

Palabras clave: Luce Irigaray; diferencia sexual; negatividad queer; materia

Abstract:

Is it possible to consider Luce Irigaray, along with her critique of the phallogocentric character of language, a queer thinker? This proposal is strange (queer), because, on the one hand, the hegemony of Judith Butler's discursive constructionism has degraded the power of Irigaray's ideas through the false adjudication of metaphysical essentialism. On the other hand, Butler's linguistic monism is assumed to constitute the theoretical prism that underlies the entire field of queer studies. Both reasons make it necessary to answer affirmatively to our question. Faced with them, this article brings Irigaray together with queer thinkers based on the postulation of an ontological dimension -in the essentialist- that involves the gestational and productive potential of radical alterity in relation to language.

Keywords: Luce Irigaray; Sexual difference; Queer negativity; Matter

Resumo:

É possível considerar Luce Irigaray, junto com sua crítica ao caráter falogocêntrico da linguagem, uma pensadora queer? Essa proposta é estranha (queer), pois, por um lado, a hegemonia do construcionismo discursivo de Judith Butler degradou o poder das ideias de Irigaray por meio da alocação espúria de um essencialismo metafísico. Por outro lado, muitas vezes é assumido que o monismo linguístico de Butler constitui o prisma teórico que fundamenta todo o campo dos estudos queer. A conjunção de ambos os motivos impede uma resposta afirmativa à nossa pergunta. Contra eles, este artigo reúne Irigaray com pensadores queer a partir da postulação de uma dimensão ontológica -não essencialista- que envolve a periculosidade do poder gestacional e produtivo de uma alteridade radical no que diz respeito à linguagem.

Palavras-chave: Luce Irigaray; diferença sexual; negatividade queer; matéria

Introducción

Gender Trouble de Judith Butler (1990), publicado a finales del siglo XX, marcó el clímax del posestructuralismo en la teoría feminista angloamericana. La creciente aceptación de que el Sujeto debía entenderse como un artefacto discursivo produjo la proliferación y la rápida adjudicación de una incómoda etiqueta: ‘esencialismo’ (Teresa DE LAURETIS, 1990). El monismo lingüístico de cuño butleriano instaló de súbito un hiperconstruccionismo a partir del cual toda preocupación por el cuerpo, la materia y el sexo suscitó rápidamente sospechas (Stacy ALAIMO; Susan HECKMAN, 2008). Aún en nuestros días, la grilla analítica resultante articula de forma binaria los términos esencialismo y construccionismo sin reconocer matices ontológicos. Su aplicación, y la consecuente asignación simplificada de un esencialismo espurio, resulta epistémicamente violenta para el espesor teórico y político de propuestas conceptuales capitales para el pensamiento feminista.

María Luisa Femenías (2000) observa el modo en que Butler atribuye a Simone de Beauvoir un punto de vista esencialista, y ofrece argumentos convincentes de lo contrario. Teresa de Lauretis (2014) nota el modo en que Butler arroja a Monique Wittig al campo del esencialismo, pese a que la feminista materialista francesa fue la primera en proponer la desaparición de la categoría Mujer. Las ideas de Luce Irigaray sufren el mismo destino en las páginas de Gender Trouble. Lamentablemente, existen pocos abordajes académicos, con escasa circulación en nuestro medio académico local, tendientes a romper la fuerte identificación entre la diferencia sexual postulada por Irigaray y el esencialismo (Diana FUSS, 1989; Margaret WHITFORD, 1994). Por este motivo, el presente artículo se propone hacerle justicia1 al espesor ontológico del pensamiento irigarayano. Butler nos alerta sobre la peligrosidad de la metafísica de la presencia y de cualquier apelación, explícita o subyacente, a un ámbito extradiscursivo. Si aceptamos, sin más, su temprana advertencia a inicios de los años 1990, Irigaray y su noción de diferencia sexual deviene, sin más, sinónimo de esencialismo, fundacionalismo y sustancialismo.

La amenaza del esencialismo no sólo concierne al feminismo, también recorre algunos sectores de la teoría queer. La vertiente queer de cuño butleriano -o cualquier otra afincada en la particular recepción norteamericana del pensamiento de Michel Foucault- se edificó en contra de concepciones de la sexualidad y del deseo que no reconocen el poder productivo del dispositivo de la sexualidad (Michel FOUCAULT, 2008) o de la matriz de inteligibilidad heterosexual (BUTLER, 2007). Por el contrario, algunos exponentes notables del pensamiento queer, como Guy Hocquenghem (2009), Leo Bersani (1995) y Lee Edelman (2014), afirman la fuerza del cuerpo, del deseo y de la sexualidad como una negatividad queer irreductible al lenguaje. Pero la producción misma de Butler parece estar integrada en el dispositivo o a la matriz críticamente observada, puesto que se han hegemonizado sus claves de lectura. A partir de la fuerza normativa de lo que podría denominarse como matriz de inteligibilidad butleriana suelen ordenarse las diferentes posturas onto-epistemológicas y las posiciones teóricas existentes. Si tanto el feminismo de Irigaray como el pensamiento queer de Hocquenghem, Bersani y Edelman comparten el estigma del esencialismo circulante en el primer segmento del pensamiento de Butler, se debe a que apelan a referencias anatómicas que suelen ser interpretadas literalmente en términos de fundacionalismo biológico y de reificación de la diferencia sexual.

Como fuere, nos preocupa el modo en que ciertas apropiaciones hegemónicas del posestructuralismo butleriano, y su grilla esencialismo/construccionismo, degradan el espesor filosófico de la propuesta ontológica -no esencialista, como se intentará señalar- de Irigaray. Aún más, desde tales coordenadas la mirada de Irigaray -y su aparente invocación a fundamentos ontológicos para el ser mujer- se vuelve una referencia reaccionaria que amenaza la proyección política y la potencia crítica de las disidencias sexo-genéricas y sexuales. Es preciso destacar que, afortunadamente, propuestas críticas como la que aquí se presenta son posibles debido a que la hegemonía del pensamiento temprano de Butler tropieza, al menos en nuestros contextos locales, con la brecha que existe entre el pensamiento de la filósofa y los movimientos de dislocación, apropiación y recepción en torno a sus argumentos (Nayla Luz VACAREZZA, 2017; Carla RODRIGUES, 2019).

Aquí se ofrecen lazos de filiación conceptual entre las ideas de Irigaray y una ontología queer -esbozada por los teóricos señalados-, no esencialista, que reconoce tanto la potencia de una negatividad queer no reductible al lenguaje, así como la agencia de la materia más allá del poder productivo que inicialmente Butler concede a los juegos discursivos2. Así, lejos de vincular sus ideas con una perspectiva esencialista políticamente poco deseable, proponemos inscribir a Irigaray en una genealogía queer. Como veremos, esto es posible porque la propuesta filosófica de Irigaray en torno a la diferencia sexual es ontológica (FEMENÍAS, 2000). La dimensión ontológica que anida en su propuesta entraña una alteridad radical -imposible de ser subsumida en el lenguaje falogocéntrico- que nos enfrenta con el carácter abierto, dinámico y gestacional de la materia. Algo muy próximo a lo que Karen Barad (2007) y Jane Bennett (2010) refieren en términos de potencia material de un dominio ontológico con el que el lenguaje tropieza, el cual no debe pensarse en términos sustancialistas o esencialistas. Aquí afirmamos que la diferencia sexual a la que alude Irigaray no señala ni postula una esencia Mujer, pues esta diferencia no es un lugar sino un proceso incapaz de contener y proyectar forma alguna de identidad. Es decir, la diferencia señala un límite material a la significación que, bajo los términos del orden simbólico fálico y masculinista con el que contamos, alude a la peligrosidad de lo femenino -cuando lo femenino es una identidad simbólicamente postulada para lidiar con tal peligrosidad.

Es cierto, la posibilidad de vincular a Irigaray con algunas derivas no butlerianas de la teoría queer puede resultar sorprendente, acaso dudosa. Esto se debe al modo en que Butler, y el seductor giro lingüístico sobre el que cabalga la radicalidad de sus ideas tempranas, han hegemonizado las claves que ordenan, retroactiva y prospectivamente, la cartografía tanto de los debates feministas como de otras miradas gestadas en el espectro crítico de los estudios queer que no reconocen el poder omnímodo del lenguaje, la representación, los discursos, el significado, la significación y la hermenéutica3. Afirmamos que Irigaray puede ser recuperada como una pensadora queer debido al registro ontológico en el que se inscribe su noción de diferencia. La idea de alteridad radical con respecto al lenguaje que se desprende del planteo de la autora nos enfrenta con la posibilidad de transformación radical del orden representacionalista, falogocéntrico y cisheteronormado -que los apegos apasionados de Butler con el lenguaje contribuyen, finalmente, a consolidar. ¿Existe algo más propiamente queer que la gesta de esta posibilidad radical de cambio?

El esencialismo espurio de Irigaray

Las controversias sobre el esencialismo dominaron gran parte de la escritura feminista desde los años ochenta. Contra la aparente univocidad, Alison Stone (2004) nota la amplia gama de significados presentes en las formas en que el feminismo utiliza la noción de esencialismo. Cressida Heyes (2000), por ejemplo, señala cuatro sentidos de esencialismo: metafísico, biológico, lingüístico y metodológico. A criterio de la autora, las formas de esencialismo metafísico y biológico se anudan con supuestos realistas e ingenuos que suponen verdades pre-sociales. Se trata de la creencia de que las cosas tienen propiedades necesarias para que sean lo que son. Así, el esencialismo feminista opera como el supuesto de que existen propiedades que cualquier mujer debe reunir, necesariamente, para ser mujer. Aún más, el esencialismo, señala Stone, se desliza fácilmente hacia el biologicismo, porque las propiedades necesarias de las mujeres se identifican demasiado fácilmente como atributos naturales, anatómicos o biológicos. Con la franca expansión del posestructuralismo dentro del feminismo angloparlante, la asignación de esencialismo, y la crítica concomitante, circuló como forma de ataque a todo punto de vista que atribuyera relevancia a cualquier existente real que no involucre al lenguaje. Por este motivo, las pensadoras feministas a menudo utilizan materia, ontología, esencialismo y biologicismo como términos intercambiables, excluyendo la posibilidad de que las características esenciales de las mujeres también puedan ser culturales.

En efecto, el esencialismo se constituyó en un diagnóstico indeseado y temido, utilizado por el posestructuralismo para sofocar la afirmación de, o la preocupación por, la existencia de atributos materiales y reales del cuerpo. Tal como afirma Stone (2004), la antipatía feminista hacia el esencialismo se extendió rápidamente contra la persistencia de ciertos rasgos biológicos difíciles de sortear dentro del feminismo. En este contexto, la categoría de género prometió depurar todo resabio esencialista. Al garantizar, de una vez por todas, la desconexión entre los significados sociales y la naturaleza del cuerpo, el género se incrustó fuertemente en los debates feministas. Sin embargo, lejos del deseo construccionista de elidir completamente la amenazante materialidad corporal, el género consolidó la tensión incómoda entre esencialismo (biológico) y construccionismo (social). El construccionismo social hizo del cuerpo y del sexo un sustrato biológico inerte, aunque peligroso por su insistencia material -imposible de ser expugnada- y, también, debido a sus resonantes ecos deterministas, causales y esencialistas. Confundir sexo y género implicaba colapsar la potente contingencia de los arreglos sociales en la superficie plana, pétrea, esencialista y determinista de la biología. Actualmente pueden señalarse dos cuestiones al respecto. Por un lado, Stone (2006) insiste en que los construccionismos sociales no están exentos del esencialismo, puesto que un patrón o atributo particular, aunque construido socialmente, puede postularse para todas las mujeres. Por otro lado, el siglo XXI se ha acompañado de un giro material abocado a reconsiderar el estatuto ontológico de la materialidad. Algunas de las exponentes notables de estos nuevos materialismos feministas consideran la agencia de la materia, independientemente de la cultura y el lenguaje, y se niegan a definir al cuerpo y al sexo como una superficie pasiva y determinista conducente a la metafísica de la sustancia (Vicki KIRBY, 2008; Elizabeth GROSZ, 2010).

Es claro que el segmento inicial del pensamiento de Butler (2007, 2008) se apuntala en la fuerte denuncia a cualquier forma de esencialismo, incluso la de aquellos construccionismos sociales fundacionalistas sobre los que cabalga la categoría de género. Estos, afirma Butler, mantienen una cercanía peligrosa con el esencialismo ya que, si bien no asumen un papel determinante de las propiedades corporales naturales para el destino social de cada uno de los sexos, aceptan su existencia real y extradiscursiva. En efecto, la esencia Mujer aún sobrevuela tales consideraciones. Por lo tanto, a criterio de Butler, el fundacionalismo biológico que subyace al “no se nace mujer, se llega a serlo” (Simone de BEAUVOIR, 2007, p. 207) o al “sistema de sexo-género” (Gayle RUBIN, 2018, p. 8) supone el carácter natural del dimorfismo sexual y retiene la peligrosa y amenazante creencia en propiedades esenciales de los cuerpos.

Son conocidas las reacciones feministas frente al posfundacionalismo butleriano. El antiesencialismo niega a las mujeres la posibilidad de proyectar cualquier característica compartida. Si no hay nada más allá de los juegos del lenguaje en virtud de lo cual las mujeres puedan identificarse políticamente, entonces se desvanece la posibilidad de efectuar reclamos políticos en tanto grupo social oprimido. A pesar de las críticas teóricas, se consideró estratégicamente la posibilidad de apelar a propiedades aglutinadas bajo el intento de articular un fundamento para la unidad de la identidad y el sujeto político Mujer (Linda ALCOFF, 1988). Entonces, el esencialismo fue declarado ontológicamente peligroso, pero políticamente fértil.

La idea de esencialismo estratégico comenzó a diseminarse hacia fines de los años ochenta gracias a Gayatri Spivak (1993). Esta noción permitía reconocer que el esencialismo biológico niega la diversidad social de las vidas de las mujeres. Aun así, en contextos políticamente delimitados, las feministas deben dar crédito al esencialismo para la acción colectiva. Desde aquí, es posible pensar que el aparente esencialismo biológico o metafísico adjudicado a la propuesta feminista de Irigaray es, en rigor, un esencialismo estratégico (GROSZ, 1989; WHITFORD, 1994). Aunque la escritura de Irigaray describe, en reiteradas oportunidades, cómo las mujeres son realmente, así como ciertos ritmos corporales conectados con la naturaleza y compartidos por las mujeres, esto se debe a que su política anclada en la diferencia requiere particularmente una identificación estratégica con, y una posterior revalorización de, aquellos términos mediante los cuales el orden simbólico falogocéntrico produce lo femenino como otredad degradada. Cualquier estrategia política es efectiva solo si es capaz de reconocer e intervenir en los eventos sociales reales, procesos y fuerzas que conforman el orden social -y las estrategias deben articularse, indefectiblemente, en los mismos términos simbólicos con los que se entreteje la subordinación.

Entonces, Irigaray afirma estratégicamente la existencia de atributos comunes a todas las mujeres. Su apuesta política opta por enfatizar aquellos atributos fácticos simbólicamente mediados del cuerpo como intento ineludible de apelar a la materialidad inmediata capaz de contrarrestar el carácter fálico del lenguaje. Es decir, Irigaray se empeña por afirmar estratégicamente aquellos elementos comunes que la positividad de las identidades y de los términos del lenguaje falogocéntrico delimita como femeninos, y no puede ser de otro modo dado que el orden simbólico ancla allí el fundamento de la existencia simbólica de lo femenino. Irigaray recrudece el esencialismo que el orden simbólico pone en marcha al producir otredad, pero tales esencias son simbólicamente implantadas y, por lo tanto, están fálicamente mediadas. Ciertos rasgos fácticos convergen en función de una nominación simbólica (Kathleen LENNON, 2012). El orden simbólico podría transformarse y las características fácticas persistir sin retener ninguna esencia llamada mujer (Naomi SCHOR, 1994).

Butler (2007) señala que “el empeño de Irigaray por obtener una sexualidad femenina específica de una anatomía femenina específica ha sido el centro de debates antiesencialistas durante algún tiempo” (p. 92). Ante las alusiones a la anatomía femenina que pueblan el pensamiento de Irigaray, Butler señala como contrapartida deseable a Monique Wittig para enfatizar que la valoración de Irigaray se encuentra excesivamente centrada en la genitalidad femenina y, por lo tanto, en “un discurso reproductivo que marca y recorta el cuerpo femenino en ‘partes’ artificiales como ‘vagina’, ‘clítoris’ y ‘vulva’” (p. 298). Butler confronta a Irigaray con Monique Wittig al relatar que “en una conferencia en Vassar College le preguntaron a Wittig si tenía una vagina y contestó que no” (p. 298). Es cierto, las referencias de Irigaray a la anatomía son muy obvias como para ignorarlas. Aun así, si tenemos en cuenta el espesor ontológico de los escritos de Irigaray, la apelación a tales características anatómicas -los labios de la vulva son el ejemplo paradigmático- se desliza demasiado fácilmente hacia el esencialismo biológico como para que su propuesta, sencillamente, se clausure allí. En su conocido ensayo titulado Cuando nuestros labios se hablan,Irigaray (2009b) no agota sus reflexiones en la literalidad de los datos anatómicos, más bien se apoya alegóricamente en ellos para sugerir que la genitalidad femenina es alusiva respecto de la potencia que anida en un ámbito que no es reductible a lo Uno, es decir, que no es reductible al orden simbólico falogocentrado que, narcisisticamente, se autoduplica a sí mismo mediante el lenguaje.

La acusación de esencialismo, señala de Lauretis (1990), suele utilizarse contra intentos feministas de deslindar

las propiedades especificas […], las cualidades […], o los atributos necesarios […] que las mujeres han desarrollado o a que han sido ligadas históricamente, en sus diferentes contextos socioculturales patriarcales, que las convierten en mujeres y no en hombres (p. 81).

En estos términos, el término esencialismo parece connotar una crítica que toma por blanco al feminismo mismo, puesto que este conjunto de atributos, propiedades y cualidades dan contenido y consistencia a un sujeto político en función del cual se persigue la transformación social. Las preocupaciones feministas de Irigaray (2007) se traducen en una fuerte crítica hacia las estructuras políticas, sociales y epistemológicas que producen simbólicamente la otredad que excluye. No llama la atención que la autora, dentro del orden simbólico en el que se encuentra imbuido su pensamiento, afirme una feminidad articulada y, al mismo tiempo, denostada por el lenguaje falogocéntrico. Este tipo de esencialismo, que de Lauretis vincula con las modalidades de estigmatización producidas en el interior del feminismo, es propio del compromiso político irigarayano de identificar la feminidad y luchar por la transformación de las representaciones que la producen y petrifican como lo Otro. Queda claro el carácter contingente de estos constructos simbólicos cuando notamos que Irigaray no entiende necesariamente a la mujer como “un ser absoluto o una substancia en el sentido de la metafísica tradicional” (DE LAURETIS, 1990, p. 80).

Irigaray (2007) nos propone pensar en un orden simbólico hommosexual4 y, a partir de allí, especular sobre una diferencia radicalmente ajena al lenguaje capaz de deshacer las oposiciones propias que el registro de la representación postula -ámbito donde opera la construcción simbólica y degradada de lo Otro como falsa diferencia. Dentro de los dominios lingüísticos, no existe, en rigor, diferencia sexual puesto que se trata de un mismo sexo -lo Uno- que proyecta desde sí lo Otro -como mero reflejo de lo Uno. Tal como afirma Milagros Lores Torres (2011),

lo femenino es el efecto de un imaginario masculino hommosexual y falogocéntrico que prevé para las mujeres un proceso de subjetivación condenado a la subordinación y exclusión, para posibilitar la representación del sujeto masculino que subyace en todo discurso (p. 1114).

Así, el orden simbólico logra consolidar polaridades que responden a un discurso falogocéntrico incapaz de alojar una diferencia que suponga un límite a su pretensión de dominio. Por tanto, la diferencia falogocéntricamente labrada es hommosexual. Dentro del orden simbólico imperante las aparentes diferencias binarias son, en rigor, la manifestación de la in-diferencia de un único sexo.

En el seno de las categorías con las que contamos, Irigaray intenta hacer sitio a lo imposible de ser nominado y pensado: aquello radicalmente ajeno a la diferencia simbólica entre varón y mujer. La diferencia ontológica recupera la exclusión radical que el orden simbólico efectúa y, al mismo tiempo, encubre por medio de sus constructos simbólicos. Irigaray nos invita a pensar cómo la diferencia anatómica entre los sexos se deshace en la virtualidad de la diferencia ontológica. Si las identidades sexuales simbólicamente labradas suponen una estructura de diferencias anclada en relaciones de oposición entre identidades pre-existentes, la dimensión ontológica de la diferencia a la que Irigaray refiere se vincula con una alteridad que hiere la red de diferencias en la que reposa lo Uno. Los términos de la diferencia sexual simbólicamente articulada sólo cuentan dentro de una sala de espejos planos, esto es: una lógica especular donde se proyecta el perpetuo reflejo hommosexual de lo Mismo.

Con todo, Butler (2007) señala que “el hecho de volver a la biología como la base de un significado o una sexualidad femenina específica parece derrocar la premisa feminista de que la biología no es destino” (p. 92). ¿Debemos adscribir al dictum butleriano que clausura la potencia del trabajo teórico de Irigaray mediante la adjudicación de esencialismo y, por lo tanto, condenarlo como contraproducente para la política feminista? La propia Irigaray (2009a) afirma que el falogocentrismo extrae su fuerza del “recurso a la anatomía como criterio irrefutable de verdad” (p. 53). Varias pensadoras, animadas por la sospecha ante aproximaciones simplistas, se han preocupado por abordar sus escritos desde otra lectura. Diana Fuss (1989) y Margaret Whitford (1994), por ejemplo, aseguran, con diferentes matices, que el esencialismo adjudicado a Irigaray debe entenderse como una posición ineludible dentro del orden simbólico falogocéntrico más que como una afirmación que encubre intereses metafísicos fundacionalistas. En todo caso, sugieren, sólo pasando estratégicamente por el esencialismo es posible pensar y analizar aquella cripta representacional que Irigaray denomina lo Otro. Spivak (1993) afirma que Irigaray debe ser leída desde las claves contextuales de la escritura experimental francesa, ajenas al contexto angloamericano, que ponen en primer plano la retórica.

Aquí sugerimos, como veremos, un doble gesto, simultáneo, en la escritura de Irigaray. Por un lado, asistimos a un momento positivo donde Irigaray no puede sino reflexionar en torno a las identidades tal como emergen en el lenguaje falogocéntrico. Por otro lado, la autora asedia su escritura con una dimensión negativa, difícil de advertir por no ser plenamente articulable bajo los carriles del significado lingüístico. Mediante este segundo movimiento, Irigaray esboza, luchando con la restricción que impone la positividad del lenguaje, un límite a lo simbólico. Es la captación de este segundo movimiento, sutil y subyacente, el que nos permite depurar cualquier forma de esencialismo atribuido a la autora, así como notar que las alusiones a la anatomía son alegóricas de aquello imposible de ser nominado bajo los términos falogocéntricos con los que contamos, esto es: la potencia ontológica de una ajenidad radical, una pura negatividad no reductible a lo simbólico, una “diferencia siempre en desplazamiento” (IRIGARAY, 2009a, p. 10).

Los labios como alegoría de la negatividad queer

Pese a las interpretaciones canónicas del pensamiento de Irigaray, el registro ontológico en el que se inscribe su noción de diferencia sexual no se vincula necesariamente con un dimorfismo sexual metafísico. Como hemos visto, Irigaray ataca radicalmente el carácter monosubjetivo de nuestra tradición metafísica occidental. Por ese motivo puede ser considerada una pensadora queer, particularmente si entendemos por queer toda crítica radical y constante hacia los términos identitarios y su carga normativa infundida por el lenguaje. Claro está que sería más sencillo identificar el ángulo queer de sus ideas si la pensadora francesa optara por figuraciones más disonantes respecto a los constructos simbólicos que pretende socavar. Si Butler anuda esencialismo con las referencias anatómicas por las que opta Irigaray, desde otro ángulo, Ping Xu (1995) detecta en tales referencias una estrategia a la que denomina mimetismo. Puesto que la tradición falogocéntrica es esencialista y sexuada de principio a fin, Xu afirma que quienes acusan de esencialista a Irigary ignoran su uso del mimetismo. Cuando la autora apela a la especificidad sexual femenina, imita el discurso falogocéntrico que fabrica hechos y verdades esencialistas y sexuadas sobre lo femenino para perpetuar el orden simbólico. Xu sugiere que:

Con el acto de imitar, Irigaray no sólo es capaz de poner al descubierto la naturaleza esencialista y ‘sexuada’ de la tradición falogocéntrica, al mismo tiempo evita ser reabsorbida por el reduccionismo del orden falogocéntrico. A través de esta ‘repetición lúdica’, es decir, al asumir deliberadamente un gesto aparentemente esencialista pero verdaderamente ‘sexuado’, Irigaray es capaz de lograr la ‘diferencia sexual’ frente a la característica ‘indiferencia sexual’ existente en la tradición falogocéntrica, y ella es capaz de ‘bloquear la maquinaria teórica’ (XU, 1995, p. 78).

Sólo mediante la repetición lúdica propia del mimetismo es posible redoblar hiperbólicamente el esencialismo hasta exponer su raigambre simbólica. Así, Irigaray invoca aquella diferencia ontológica capaz de soslayar la indiferencia sexual y, por lo tanto, escapar y bloquear la maquinaria falogocéntrica.

En su registro ontológico, es decir: como límite de la pretensión expansionista del orden simbólico y en tanto alteridad radical respecto del falogocentrismo, Emily Anne Parker (2017) denomina la diferencia sexual más claramente como diferencia elemental. Incluso, tal como afirma Luisa Posada Kubissa (2014), “en Luce Irigaray, el concepto de diferencia sigue el rastro de Gilles Deleuze: la diferencia es aquí lo-otro, lo no-idéntico, que cuestiona toda posibilidad de identidad” (p. 66). Debido a que el lenguaje no puede funcionar como base material de la vida, Deleuze (2002) afirma un campo inmanente de diferencias puras. El autor no se refiere a aquellas diferencias entre identidades ya identificables, la diferencia pura implica un proceso de diferenciación constante y sin fundamento. La diferencia pura es la relación que una cosa tiene solo para sí misma, es decir, la relación que una cosa tiene consigo misma y con ninguna otra cosa, ni siquiera con el lenguaje. La diferencia entre identidades sexuales producidas por el orden simbólico falogocéntrico se aleja rotundamente de la noción ontológica de diferencia sexual/elemental/pura irigarayana, pues esta última es inaprensible e imposible de ser delimitada absolutamente por la significación lingüística. La diferencia pura no es una cosa: es un proceso capaz de desarticular la “economía del logos [que] define la diferencia sexual en función del a priori lo Mismo” (IRIGARAY, 2009, p. 54).

En la misma dirección, lejos de anudar apresurada e ingenuamente la alusión a la genitalidad femenina con cualquier marco esencialista, Lynne Huffer (2013) encuentra en Irigaray ecos antifundacionalistas de la mirada queer de Leo Bersani. En su ensayo ¿Es el recto una tumba? (1995), aclamado por la teoría queer antisocial contemporánea (Jack HALBERSTAM, 2018; EDELMAN, 2014), Bersani hace uso de la anatomía como sitio de figuración para una negatividad virtual en la que resuena la alteridad radical que Irigaray señala. El ano, para Bersani, es sitio de una sexualidad que no conduce a ningún fin social, un (a)topos corporal/sexual que sólo despliega placer por el placer mismo, es decir: abre un espacio/no espacio dentro de lo simbólico que interrumpe la consecución de lo simbólicamente idealizado. Este lugar anatómico que, para Bersani, se vuelve alegórico de un no lugar y, por ello, se expande virtualmente a todos los lugares, es el ano, pero, al mismo tiempo, no es exactamente el ano en tanto parte anatómica simbólicamente parcelada.

Antes que Bersani, Hocquenghem (2009) pudo distinguir el ano territorializado por la economía simbólica/sexual fálica propia del Edipo, por un lado, y el ano como potencia deseante no reductible a la función significante del falo ni a la privatización que le es impuesto, por otro. La significación fálica clausura el ano como fuente de placer. La exaltación del falo depende de la represión del ano, pues el uso deseoso del ano no implica ningún propósito fálicamente codificado, sino el placer por el placer mismo. Esto hace del ano un sitio en el que -más allá de esa parte anatómica discreta y del sentido social que se empeña en ocluirlo- se agita la fuerza virtual de una negatividad que perturba la arquitectura fálica del orden social y sus instituciones. Lejos de postular el ano como un lugar corporal políticamente más valioso que la genitalidad -esto supondría reabsorber la potencia deseante en la positividad de una identidad- aquí nos interesa rastrear cómo, a partir de la negación fálica, emerge una alteridad radical, de forma evanescente, infructuosa e incompleta. Con la represión del ano, la maquinaria social fálica intenta lidiar con la perturbadora potencia deseante que recorre la inmanencia de toda materialidad corporal.

La represión del ano que enfatiza Hocquenghem encuentra resonancias en la represión de lo femenino tematizada por Irigaray (2007, 2009). En ambos casos se contempla la existencia de una negatividad que recorre, perturba y hiere los términos que el orden falogocéntrico proyecta como diferencia sexual simbólica. Irigaray intenta señalar la misma ajenidad radical con respecto a un orden simbólico que inscribe la diferencia oposicional en el cuerpo. Los labios de Irigaray abren un espacio para la diferencia sexual tal como cobran existencia dentro de un orden simbólico que inscribe y reduce la diferencia en la anatomía del cuerpo. Pero, al mismo tiempo, abren un espacio alternativo para la diferencia como aquello que no es. No hay forma de decirlo, no hay forma de capturar esta negatividad perturbadora con la positividad del lenguaje, excepto como un límite y una imposibilidad que nunca encuentra sitio fijo dentro de los dominios representacionales del falogocentrismo. Para la producción de la (in)diferencia sexual, el orden simbólico opera mediante la negación. Aún más, en aquello negado resuena más hondamente aquella negatividad que hiere ontológicamente lo simbólico con el filo material de la diferencia.

Del mismo modo que la potencia disruptiva del ano no se anuda esencialmente con el ano, la peligrosidad de lo femenino no encuentra un fundamento metafísico en una esencia Mujer. Pero, debido a la represión simbólica que allí opera, ano y mujer se vuelven constructos simbólicos que intentan domeñar aquel orden ontológico no subsumible en el lenguaje. Por tanto, ano y mujer se vuelven sitios privilegiados para la irrupción de la peligrosidad simbólicamente inarticulable que anima la radicalidad de la crítica queer. En estos términos, la crítica de Irigaray puede ser considerada queer en tanto nos enfrenta con lo simbólicamente impensable, con aquello que perturba “la escena de la representación: la indiferencia sexual que la subtiende, garantiza su coherencia y su clausura” (IRIGARAY, 2009, p. 54).

Edelman (2014) es quien postula cabalmente la idea de una negatividad queer. Al respecto, Kent Brintnall (2019) señala que, si bien la fuerza de la negatividad que Edelman postula es irreductible a lo simbólico, tal negatividad logra figurarse con más fuerza en algún conjunto de cuerpos o identidades. Mediante esta figuración, lo simbólico nombra, define, adjudica significados como estrategia para excluir, censurar, resistir y restringir aquella fuerza que se opone y amenaza al orden simbólico. Afortunadamente, la clausura y total dominio del significado siempre se encuentran impedidos por el trabajo de lo negativo. Habida cuenta de la irreductibilidad de la negatividad queer con respecto al ámbito del significado, el contenido positivo de estas figuraciones (ano y mujer, por ejemplo) es móvil y cambiante, pero en el interior de un orden simbólico que excluye la fuerza generativa de la materia y adjudica el exclusivo poder de crear a las ideas del logos, la alteridad radical que anima a la negatividad queer siempre se alegorizará en aquello que lo simbólico debe ocluir para garantizar la reproducción idéntica de sí Mismo.

En este contexto, la adjudicación de esencialismo al trabajo de Irigaray deviene una operación simbólica (fálica) tendiente a destruir la potente y peligrosa negatividad de la diferencia que la filósofa invoca con su gesto queer. Así, la diferencia irigarayana, en tanto espina clavada en la hommosexualidad de lo Uno, es un intento analítico de hacer lugar a la negatividad ontológica. Irigaray enfrenta al falogocentrismo con lo imposible, y anuda mimética y estratégicamente tal imposibilidad con la (in)diferencia sexual que el orden simbólico esencializa. Es cierto, las imágenes y categorías que nuestra pensadora escoge para figurar alegóricamente la potencia ontológica de la diferencia se deslizan demasiado fácilmente hacia lecturas literales que convocan al esencialismo. Pero una lectura especulativa de sus aportes, como la de Huffer, advierte el revés subversivo oculto en la superficie de sus textos: una inquietante negatividad que Penélope Deutscher (2002) identifica con un profundo replanteo del espacio, el tiempo, la cultura, la naturaleza, la ley, el lenguaje y la diferencia misma. Sin dudas, la complejidad de Irigaray reside en la constante colisión queer entre la (in)diferencia simbólica y la diferencia heterónoma (no hommosexual). ¿El resultado?, una elasticidad que, al articularse lingüísticamente, nos dice Deutscher, ingresa a un bucle conceptual que empuja la negatividad de lo radicalmente ajeno hacia las identidades simbólicas discretas que domestican, contristan y conducen, nuevamente, la potencia de la negatividad hacia la reductiva otredad simbólica. Este bucle, argumenta Deutscher, es medular en la filosofía de Irigaray. Se trata de una negatividad perturbadoramente queer con la que debemos lidiar si afrontamos la complejidad de su pensamiento.

La negatividad que los labios a los que acude Irigaray alegorizan se vincula ontológicamente con la potencia virtual de la diferencia que, en tanto ajenidad radical, es material e inmanente. La escritura de Irigaray anuda la inmanencia material de la diferencia ontológica con el problema de la trascendencia falogocéntrica de la (in)diferencia. Deleuze y Félix Guattari (1997) ofrecen claves al respecto:

El plano de inmanencia es a la vez lo que tiene que ser pensado y lo que no puede ser pensado. Podría ser lo no pensado en el pensamiento. Es el zócalo de todos los planos, inmanente a cada plano pensable que no llega a pensarlo. Es lo más íntimo dentro del pensamiento, y no obstante el afuera absoluto. Un afuera más lejano que cualquier mundo exterior, porque es un adentro más profundo que cualquier mundo interior: es la inmanencia, ‘la intimidad en tanto que Afuera, el exterior convertido en la intrusión que sofoca y en la inversión de lo uno y lo otro’ (p. 62).

Las lecturas que congelan los labios como una figura estática, anatómica, biológica y esencialista pierden de vista la potencia analítica de Irigaray, quien intenta señalar un borde inmanente en el que se desliza aquello impensable: la potencia generativa y gestacional de la materia (Astrida NEIMANIS, 2017). Irigaray nos dice:

Los labios de la misma forma -pero nunca definida sin más- se desbordan retocándose y remitiéndose uno al otro en un contorno que nada detiene en una configuración. Lo que ya habrá tenido lugar sin el concurso, el socorro de ningún objeto, ni sujeto. Otra topo-(logía) del goce. Ajena a la auto-afectación masculina, que sólo habrá visto en ello su negativo […]. Discontinuidad de un ciclo en el que el cierre es una grieta que confunde sus labios en su(s) borde(s) […]. El intervalo (de) ese contacto deformante es informulable en la simplicidad de presente alguno (IRIGARAY, 2007, p. 209-210).

Irigaray arriesga su escritura a la probable sagacidad de quien enfrenta sus páginas, pues sólo quien encuentre los ecos de la alegoría en la literalidad anatómica - único modo de captar de forma evanescente lo radicalmente ajeno - es capaz de vislumbrar la complejidad ontológica de su propuesta. Cuando Irigaray (2007) menciona “la entre-abertura de un espaciamiento - de un espacio-tiempo - que le sería heterogéneo debe de nuevo y siempre cerrar sus labios sobre lo inigualable que aquella dejaría aparecer en el funcionamiento del logos mismo” (IRIGARAY, 2007, p. 323), se coloca a sí misma en un delgado, confuso y productivo límite queer entre el esencialismo biológico y un anti-fundacionalismo. El más allá de la representación que Irigaray invoca a partir de su uso abiertamente paródico y deconstructivo de los labios deshace la anatomía como fundamento de un esencialismo biológico. La insistencia de Irigaray en ontologizar la diferencia radica en afirmar el carácter abierto, indeterminado y gestacional de la materia como condición de posibilidad de toda existencia.

Elizabeth Grosz (2011) no duda en afirmar que la diferencia sexual que Irigaray teoriza es, de principio a fin, ontológica. Más que las características posibles que definen tipos de sujetos, se trata de la agencia material de una naturaleza viva y dinámica en su totalidad. Es decir, la noción de diferencia, en tanto ajenidad radical, refiere a la peligrosa actividad de la materia. Una vez más, Irigaray no duda en utilizar la literalidad de la figura de la madre como alegoría resonante de la potencia gestacional de la materia. Irigaray señala, provocativamente, que

La/una mujer nunca se (en)cierra en un volumen. Para que esa representación se imponga para la figura de materna hay que olvidar que la mujer puede devenir tanto más fluida precisamente cuanto más encinta está, que la matriz, a no ser que se vea reducida -por él, por él en ella- en una apropiación fálica no obture la abertura de los labios […] Porque si ella(s) fuera(n) a la vez dos pero no divisible(s) en una(s), ¿cómo podría él orientarse? ¿Mediante qué rodeo inmiscuirse entre ella(s), en su(s) vientre(s)? 5 (IRIGARAY, 2007, p. 217).

Es notable la convivencia del registro simbólico con el registro ontológico en la propuesta feminista de Irigary. Solo la confusión entre estos planos produce el extravío hacía un posible esencialismo metafísico que nos hace perder de vista que su propuesta ontológica -en sintonía con los nuevos materialismos feministas no fundacionalistas - no elimina, más bien suplementa, su proyecto de transformar el orden simbólico falogocéntrico.

La potencia material como (a)topos

Irigaray (2007) nos dice:

(La/una) mujer hace señas hacia lo indefinible, lo inenumerable, lo informulable, lo informalizable. Nombre común indeterminable en cuanto a una identidad. (La/una) mujer no obedece al principio de identidad consigo misma, ni a una x cualquiera. Ella se identifica con toda x, sin identificarse con ella de manera particular. Lo que supone un exceso respecto a toda identificación con/de sí. Pero ese exceso (no) es nada: el vacío de la forma, la falla de la forma, la remisión a otra orilla en la que ella se-retoca sin/gracias a nada (p. 209).

Más que adjudicar una identidad o una esencia contenida en la materia, Irigaray parece interesarse por la obliteración del umbral ubicado entre los rasgos fácticos vinculados simbólicamente con la otredad producida y la materialidad que escapa a tal representación por su diferencia absoluta. Kate Ince (1996) señala que, en el contexto teórico de Irigaray, el sexo femenino configura un umbral quiasmático entre la materia y la significación, un sitio producido simbólicamente y perturbado por su alteridad irreductible. Cuando Irigaray se centra en la morfología del cuerpo femenino, nos propone detenernos en este umbral no explorado. Irigaray dice:

He intentado una nueva travesía del imaginario ‘masculino’, es decir del imaginario cultural […] para indicar su ‘afuera’ posible y para situarme en relación a aquel en tanto que mujer: estando a la vez implicada en el mismo y al mismo tiempo excedente/excesiva (IRIGARAY, 2009, p. 121).

A criterio de Irigaray, la ambigüedad anatómica femenina evade los límites fijos. Sus bordes indefinibles caracterizan la oscilación entre la unidad y la dualidad, aquel conducto que interconecta Lo Mismo y la diferencia, lo simbólico y la materialidad. Los labios (de la boca y la vulva), que repetidamente se tocan y se separan, figuran un umbral: no son un borde clausurado, tampoco están confinados al rechazo de la otredad. Nuevamente, la facticidad de ciertos cuerpos simbólicamente mediados condensa y presenta como inextricable lo representado y la materialidad irreductible que allí se despliega.

Como fuere, Irigaray ofrece claves ontológicas para pensar el silenciamiento de la potencia productiva de la materia, por un lado, y la peligrosidad que en tal orden simbólico adquieren aquellos cuerpos con capacidad de gestar. Estos cuerpos son denominados simbólicamente como femeninos e identificados con la peligrosidad generativa de la materia. Un orden (fálico) que adjudica la única posibilidad de engendramiento a las ideas del logos sólo puede proliferar y sostenerse a partir del dominio de la materia y de la feminidad devenidas otredad. Es en este sentido que Irigaray (2009) señala que lo femenino, “en tanto que ‘cercana a lo sensible’, a la ‘materia’” se encuentra sometida a “‘ideas’, especialmente acerca de ella, elaboradas en/por una lógica masculina” (p. 57). Aun así, ella puede “suscitar la ‘aparición’ […] de lo que debía permanecer oculto: la recuperación de una posible operación de lo femenino en el lenguaje” (IRIGARAY, 2009, p. 57).

La materia y lo femenino devienen simbólicamente lo Otro, y en ellas se proyectan los atributos de pasividad, clausura, inercia, también connotan exceso abrumador y continente negro opuesto a la claridad asociada con las ideas. La oscura potencia productiva de la materia resulta amenazante para la luz del logos masculinista. Sin más, como Irigaray (2007) lo señala, la producción simbólica de lo femenino como otredad es un intento falogocéntrico por borrar toda huella en la que resuene el origen material de las ideas. Lo Otro configura una cripta simbólica que no logra domeñar el carácter rebelde, productivo y excesivo de la materia. Tanto lo femenino como la materia vacilan constantemente entre las cualidades contradictorias antes señaladas. Por un lado, cobran existencia como lo Otro mediante la positividad de las representaciones, así parecen tener un lugar claramente definido en el orden simbólico -“cuerpo-materia marcado por sus significantes” (IRIGARAY, 2009, p. 72). Por otro lado, alegorizan una negatividad que no encuentra lugar en absoluto, por lo tanto, configura una potente alteridad radical -“un resto de cuerpo-materia ‘silencioso’ [que] soporta, para ellos, la doble función de lo imposible y de lo prohibido” (IRIGARAY, 2009, p. 72) - siempre fuera de lugar, siempre (a)topos (Adam KNOWLES, 2015).

Entonces, desde la mirada de Irigaray, mujer y materia devienen alteridad radical excluida del logos al mismo tiempo que son reabsorbidas en él al configurarse como otredad de lo Mismo. Esta trama de contrarios pone en tensión dos registros que operan simultáneamente: aquella negatividad que escapa por su plena diferencia, y aquella positividad que instala las nominaciones y las identidades que siguen los rieles de los significados lingüísticos. Más allá de los bordes identitarios que delimitan lo femenino y la materia en términos planos, inertes y pasivos, aquellos términos simbólicos enmascaran el peligroso a(topos) de una fuerza negativa, la inconmensurable agencia material que perturba cualquier posible armonía y clausura que el lenguaje se empeña por instalar. La noción de Chōra, con la cual la tradición filosófica occidental ha identificado tanto a lo femenino como a la materia, permite abordar las complejas contradicciones irreductibles que marcan la mutua implicación entre la pretensión de totalización, propia del plano del sentido, y su fracaso ontológico. La noción de Chōra nos enfrenta con una razón bastarda que sólo puede dimensionarse si comprendemos sus cualidades contradictorias. Así lo señala Irigaray (2007), pues se trata de la “coexistencia simultánea de los contrarios. Uno y otro […] Lo que quiere decir que siempre está sujeto a cambio. Siempre en otro lugar” (p. 149). La materia y lo femenino se manifiestan en la positividad de las representaciones falogocéntricas, aunque se encuentran agitadas por la coexistente y simultánea negatividad no reductible a la lógica del sentido y la razón.

Entonces, lo femenino es una representación masculinista para denominar aquella negatividad que amenaza lo simbólico y que, por lo tanto, es preciso domeñar. Irigaray ofrece los recursos ontológicos para comprender la peligrosidad que la potencia generativa de la materia supone para el orden falogocéntrico. En relación al cuerpo materno -sustrato material en el que la carne expone la potencia de desdoblarse productivamente- Irigaray menciona la necesidad de sofocar el origen material mediante la cripta representacional de lo Otro:

Madre, receptáculo que será preciso acotar bien por miedo a que no se pierda en el mismo, y a que el padre ya no pueda hacer que prevalezca la condición previa de su lógica. Pero sigue alimentándose de su potencia -indefinible a su vez, de la que el/ese lugar sería, según dicen algunos, la reserva más extraordinaria […] él extrae en todo momento de la madre-materia aquello con lo que (re)alzar la realización de su forma (IRIGARAY, 2007, p. 150).

Lo femenino y la materia cobran existencia simbólica en un orden falogocéntrico que las degrada y domina mediante sus mediaciones representacionales. Pero, al mismo tiempo, Irigaray (2007) menciona: “La mujer, en cuanto tal, no sería. No existiría, salvo en la modalidad del todavía no (del ser). Y en los (todavía) entres del devenir del ser, o de los seres, podría localizarse algo de su aespecificidad […] la mujer no tiene, y no tendría (un) lugar” (p. 150). Por lo tanto, lo femenino y la materia no son, en tanto pura negatividad, pura potencia virtual imposible de ser subsumida en identidades positivas.

Pese a las pretensiones falogocéntricas, la materia pone límites al control simbólico. En el sentido de su plena alteridad, de su pura negatividad, la materia y lo femenino no tienen medida. Lo femenino cobra existencia como efecto de una operación simbólica de silenciamiento. En las redes de la diferencia sexual simbólica, lo Otro de lo Uno queda superpuesto con la inconmensurabilidad de la agencia material que perturba al orden mesurado del logos. Afortunadamente, la imposición de la grilla representacional de identidades simbólicas que trasluce la pretensión de dominio no logra clausurar la potencia ontológica de la materia, pues su potencia generativa se revela esencialmente (a)topos, una pura negatividad sin lugar.

Tal como se ha sugerido, cuando Irigaray nos habla de la diferencia sexual, nos invita a abandonar la literalidad de la carga semántica que los términos poseen en el interior de la estructura lingüística (falogocéntrica). Cuando intentamos pensar la polaridad de la diferencia simbólica en tensión con la irreductible alteridad de la diferencia ontológica, caemos en la cuenta de que la autora nos enfrenta complejamente con lo que es y no es al mismo tiempo. Trazar la (a)topografía de la alteridad nos enfrenta con una doble lógica: por un lado, habida cuenta de su existencia virtual e intersticial, no tiene medida ni identidad en los términos simbólicos falogocéntricos. Por otro lado, tiene medida e identidad conferidas por las mediaciones representacionales. En suma, la alteridad radical de la materia amenaza el orden y la medida fálicos del logos. La potencia radica en el lugar imposible de aquello que no encuentra sitio en el ámbito del significado. El proyecto de Irigaray no propone la tarea imposible de tornar comprensible mediante mediaciones representacionales aquello inefable -tal es la estrategia falogocéntrica por excelencia-, sino de enfrentar los límites del sentido y el constante fracaso queer con el que nuestra razón (fálica) tropieza.

Comentarios finales

Ante los sentidos falogocéntricos que degradan la materia y lo femenino, Irigaray nos ofrece una noción de diferencia entendida como potencia ontológica y gestacional de un puro devenir indeterminado: una negatividad que impide la plena identidad de lo Mismo con lo Mismo, que altera la clausura, el determinismo y que, por tanto, asedia los monocultivos conceptuales masculinistas (empeñados en no reconocer sus enredos constitutivos con la matriz productiva de la materia). La autora advierte la potencia del horizonte sensible e inmanente sobre el cual todo aparece y deviene. Justamente, utiliza la expresión ‘cuerpos-materias’ para referir al objetivo hacia el cual el orden simbólico apunta para degradar lo femenino -epítome del desdoblamiento productivo de la materia.

Ahora bien, ¿Irigaray esencialista? ¿O más bien el feminismo posestructuralista necesita el fantasma de la esencia al punto de producirlo como lo Otro para su autodelimitación representacionalista? El interés de Butler por diagnosticar a Irigaray el mal del esencialismo opera a través de, y alimenta, el falso cisma entre la materialidad (pretendidamente esencialista) y el lenguaje (pretendidamente construccionista) (BARAD, 2007). Pese a sus críticas explícitas al constructo discursivo Mujer, en sus escritos tempranos Butler niega la actividad de la materia en virtud del monismo lingüístico al que adscribe. Por lo tanto, paradójicamente, resguarda del impacto perturbador de una alteridad radical a la figuración falogocéntrica más notable: lo femenino. Tras un aparente esencialismo, Irigaray puede ser identificada como una pensadora queer, pues su noción de diferencia nos traslada de súbito hacia la radicalidad de la crítica. Aún más, su preocupación confluye con el pensamiento queer en torno a la noción de negatividad, así como con los nuevos materialismos críticos feministas. Ambas perspectivas contemporáneas, al igual que Irigaray, insisten en la crítica del alcance omnipresente del lenguaje, los discursos, el sentido y la significación. Al rasgar el velo de la representación, el aquí considerado materialismo queer de Irigaray nos abre una vía especulativa para recobrar la actividad y la potencia del juego virtual y productivo de lo ajeno al pensamiento.

La adjudicación del rótulo de esencialismo constituye un gesto político lanzado contra los intentos de transformación de las relaciones de subordinación que recaen sobre ese producto simbólico, cincelado como estrategia falogocéntrica para sofocar la agencia de la materia, llamado Mujer. Si Butler (2007) identifica el problema apelando a un fundacionalismo metafísico, y sugiere una salida mediante el repudio de la materia (ontológicamente clausurada, indefectiblemente esencialista y sustancialista), Irigaray, por su parte, efectúa su crítica a la metafísica occidental al denunciar la homologación espuria entre materia y esencia. Tal como hemos insistido enfáticamente, a la hora de pensar la posibilidad de cambio y transformación, la autora apuesta por una noción de diferencia en cuyos dominios la representación fracasa. No podría ser de otro modo, pues allí habita la negatividad queer sobre la que cabalga el devenir indeterminado y abierto de la materia.

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  • XU, Ping. “Irigaray’s mimicry and the problem of essentialism”. Hypatia, Indiana, v. 10, n. 4, p. 76-89, Nov. 1995. Disponible en https://onlinelibrary.wiley.com/doi/10.1111/j.1527-2001.1995.tb00999.x. Consultado el 1/5/2021
    » https://onlinelibrary.wiley.com/doi/10.1111/j.1527-2001.1995.tb00999.x. Consultado el 1/5/2021
  • 1
    El propósito de ‘hacerle justicia’ a Luce Irigaray arroja un gesto crítico hacia Butler. No sólo pretende parafrasear una expresión de la pensadora norteamericana a partir de la cual reflexiona sobre la violencia normativa que se desprende de los requerimientos de la ‘Matriz Heterosexual’, también invita a una reflexión sobre el modo en que, lamentablemente, el propio pensamiento de Butler deviene marco normativo a partir del cual múltiples aportes teóricos, entre ellos el de Irigaray, son degradados teórica y políticamente.
  • 2
    La producción de Irigaray es vasta y sus ideas son complejas. Si bien no todos los segmentos de su producción respaldan mi lectura, tampoco respaldan absolutamente aquellas lecturas que la arrojan cabalmente al campo del esencialismo. En este sentido la lectura propuesta debe entenderse como intento de rescatar a Irigaray de perspectivas teóricas reaccionarias que ontologizan el dimorfismo sexual y así liquidan la proliferación de políticas tendientes a legitimar expresiones sexo/genéricas que no se ajustan al binario de género.
  • 3
    Es justo aclararlo, las consideraciones críticas respecto al pensamiento de Butler que organizan las ideas de este artículo se ciñen a su producción temprana (primera mitad de los años ’90 del siglo pasado). Al igual que la producción de Irigaray, la obra en proceso de Butler es vasta y compleja. Por ejemplo, iniciado el siglo XXI la autora recupera las ideas irigarayanas sobre la diferencia sexual desde la postulación de un rasgo ontológico de la materialidad corporal que, evadiendo posturas esencialistas, pone límites a la radicalidad del construccionismo lingüístico al que aquí referimos.
  • 4
    En el contexto de la lengua francesa, la doble m nos hace notar el sentido de una economía discursiva masculinista que, fálicamente, se recicla como lo Uno y excluye cualquier posibilidad de una diferencia no reductible a sus términos simbólicos. Dentro de esta lógica representacional, lo femenino es una creación, una elaboración secundaria.
  • 5
    Si aquí reemplazamos ‘mujer’ por ‘materia’ podemos captar las resonancias ontológicas de la diferencia irigarayana presentes en la noción de (in)diferencia sexual.
  • Como citar este artículo de acuerdo con las normas de la revista:
    MARTINEZ, Ariel. “Luce Irigaray, ¿pensadora queer?”. Revista Estudos Feministas, Florianópolis, v. 31, n. 1, e81226, 2023
  • Financiación:
    No se aplica
  • Consentimiento de uso de imagen:
    No se aplica
  • Aprobación de un comité de ética en investigación:
    No se aplica

Fechas de Publicación

  • Publicación en esta colección
    03 Abr 2023
  • Fecha del número
    2023

Histórico

  • Recibido
    10 Mayo 2021
  • Revisado
    15 Dic 2021
  • Acepto
    24 Ene 2022
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