Open-access La discontinuidad entre lo humano y lo animal en la Historia natural de Buffon

Resumen

Según Buffon, la diferencia entre las capacidades cognitivas del hombre y las de los demás animales no podía ser explicada por causas naturales. La constatación de esas diferencias obligaba a aceptar que el Creador había dotado al hombre de un alma inmaterial que no tenía parangón en los animales. Aquí se pretende mostrar que esa claudicación del naturalismo buffoniano no responde a un presupuesto teológico, sino a la imposibilidad de compatibilizar esa supuesta heterogeneidad existente entre las facultades cognitivas animales y humanas con la explicación materialista del origen de las especies que Buffon fue delineando a lo largo de sus escritos. Si se piensa al hombre como algo excepcional, su origen también tendrá que ser entendido como algo milagroso.

Georges-Louis Leclerc, conde de Buffon (1707-1788); animalidad; Dios; humanidad; materialismo

Abstract

According to Buffon, the difference between man’s cognitive abilities and those of other animals could not be attributed to natural causes. Noting these differences necessarily meant accepting that the Creator had endowed man with an immaterial soul that was unparalleled among animals. This article seeks to show that Buffon’s abandonment of naturalism was not the result of a theological premise but of the impossibility of reconciling the presumed heterogeneity between animal and human cognitive faculties with the materialist explanation of the origin of species that Buffon outlined in the course of his writings. If man is assumed to be an exceptional being, the origin of the human race must also be seen as miraculous.

Georges-Louis Leclerc, Comte de Buffon (1707-1788); animality; God; humanity; materialism

Cenando con Buffon

En septiembre de 1785, Buffon recibió en su residencia de Montbard, cerca de Dijon, a Marie-Jean Hérault de Séchelles: un joven y reconocido abogado de ideas revolucionarias, pero aún vinculado a la corte y con alguna fama de libertino (Varloot, 1984, p.287). Esa visita, de varios días, dio lugar al libro: Visite à Buffon (Hérault de Séchelles, 1984), publicado anónimamente ese mismo año (Varloot, 1984, p.287). En dicha obra se describe la rutina doméstica del intendente del Jardín Real; y también son reportadas las definiciones sobre distintos asuntos que el anfitrión le habría confiado a su huésped a lo largo de las veladas que jalonaron la visita (Hérault de Séchelles, 1984, p.288).1 Entre esas definiciones, hay una particularmente impactante que alude al lugar que Buffon le daba a la divinidad en sus reflexiones como naturalista. Según Hérault de Séchelles (p.293), el autor de la monumental Histoire naturelle générale et particulière le habría confesado: “siempre aludí al Creador; pero hay que ignorar esa palabra y simplemente suplantarla por la potencia de la naturaleza, que resulta de las dos grandes leyes: la atracción y la impulsión”.2

El reporte de Hérault de Séchelles pudo estar sesgado por sus propias convicciones. También puede ser que el señor conde, conocedor de las inclinaciones filosóficas de su joven admirador, simplemente haya exagerado sus convicciones materialistas con el simple objetivo de hacer que la cena fuese más llevadera (Hérault de Séchelles, 1984, p.290). En tales circunstancias, excesos retóricos inocentes de ese tipo no son infrecuentes. No hay que olvidar que, conforme Kant (1991, §29) diría unos cuantos años después, “el beber desata la lengua”; y el pensamiento pierde las riendas del decir. Lo que sí es seguro, es que la obra de Buffon no carece de pasajes en los que esa atrevida substitución no es posible; y esos pasajes están vinculados, creo que casi exclusivamente, con la diferencia entre el hombre y los demás animales.

Esa diferencia, según Buffon, no podía ser explicaba por la simple mediación de causas naturales: sólo quedaba aceptar que el Creador había dotado al hombre de un alma inmaterial que no tenía parangón en los animales; y lo que aquí pretendo es señalar el porqué de esa claudicación, o autolimitación, del naturalismo buffoniano. Ella, diré, no responde a un presupuesto teológico; sino a la imposibilidad de compatibilizar la supuesta heterogeneidad existente entre las facultades cognitivas animales y humanas, con la explicación materialista del origen de las especies que Buffon fue delineando a lo largo de sus escritos. Si se piensa al hombre como algo excepcional, su origen también tendrá que ser entendido como algo excepcional: de eso no hay escapatoria. Si se refuerzan unilateralmente las peculiaridades de nuestra especie, o de nuestro género, su vinculación con el resto de la naturaleza se perderá de vista.

El origen de las especies según Buffon

Salvando esa cuestión, es verdad, casi todo en la Histoire naturelle générale et particulière podría confirmar el reporte de Hérault de Séchelles. Hasta puede pensarse que, en ocasiones, Buffon solo cita a Dios de forma puramente retórica (Martínez, 1992, p.567). Conforme el prestigio y el buen posicionamiento político de su autor, fueron consolidándose las eventuales referencias al Creador que pueden encontrarse en esas páginas, también se tornaron menos frecuentes y más fácilmente interpretables como metáforas de la legalidad natural. Por ejemplo: no muy lejos de la censura eclesiástica de la que había sido objeto en 1751 en virtud de sus tesis sobre la historia de la Tierra y de los planetas (Buffon, 1749b),3Buffon (1868, p.35) tomó distancia de una conjetura transformista, que él mismo había dejado deslizar, diciendo que “todas las especies surgieron plenamente formadas de las manos del creador” (Caponi, 2010, p.69-72);4 pero, diez años más tarde, en De la dégénération des animaux (Buffon, 1766, p.311-374), comenzó a articular una teoría materialista sobre el origen de las especies (Caponi, 2010, p.127-128) cuyas últimas piezas pueden encontrarse en Les époques de la nature (Buffon, 1988).

Según dicha teoría, existe un conjunto de especies originarias, algunas de ellas ya extintas – como es el caso del mamut (Buffon, 1988, p.144) –, que la naturaleza habría parido, ya completamente configuradas, en sucesivas andanadas (p.77, 142);5 existiendo otras especies que son formas derivadas, o degeneradas, de algunas de esas especies originarias (Buffon, 1766, p.360-363).6 Aunque no de todas ellas; porque, entre estas últimas, hay 14 a las que Buffon (p.335-356) reputa “nobles” o mayores (p.29),7 que son inmunes a la degeneración: tal es el caso del elefante que no es un mamut degenerado8 y diferentemente del puma que sí es una forma degenerada de pantera (p.369) o del asno que, como uno puede sospechar, es un caballo degenerado por los efectos del clima y de la alimentación acumulados a lo largo de generaciones (p.335).

Esa teoría, por supuesto, nos propone cosas para nosotros tan inconcebibles como la generación espontánea de mamuts, de elefantes o de caballos (Roger, 1983, p.165; Caponi, 2010, p.107); y la idea de degeneración que la complementa (Aréchiga, 1999) presupone una teoría de la generación y de la herencia que sabemos definitivamente falsa (Caponi, 2010, p.41; Galfione, 2013, p.823). Pero, aun así, todo eso apuntaba a la posibilidad de explicar el origen de las especies y de la vida, sin ningún recurso a nada que fuese ajeno a la pura legalidad natural (Caponi, 2010, p.139); y esto vale hasta para el propio concepto de “especie noble” (Buffon: 2007e, p.646; 1765, p.X).9

Buffon, en efecto, había delineado un esquema explicativo para dichos fenómenos en donde, prima facie, la divinidad no tenía otra función a cumplir que no fuese la de un gran legislador que, una vez creado el mundo e instituida su legalidad, podía dejar que la máquina cósmica funcionase por sí misma, sin precisar de sus intervenciones.10 En su Première vue de la nature, Buffon (1764, p.III) había dicho que “la naturaleza es el sistema de leyes establecidas por el creador”; y había agregado que ella, la naturaleza, puede “alterar, cambiar, destruir, desarrollar, renovar, producir”, por sí misma, todo los cuerpos y fenómenos del mundo, incluidos los seres organizados (p.IV). Su teoría sobre el origen de la vida y las especies era coherente con ese presupuesto; y, en cierto sentido, ni siquiera sus tesis sobre el alma humana traicionaban ese aspecto de su pensamiento. La dimensión animal del hombre, a la cual el alma se sobreañadía, se encajaba perfectamente en esa teoría.

Para nosotros, es verdad, la vía más razonable para explicar el origen de las especies sería la evolucionista (Caponi, 2010, p.110). Así, aunque también la sepamos falsa, la postulación de una generación espontánea de infusorios, seguida de procesos evolutivos de incrementos de la complejidad, que encontramos en Lamarck (1802), nos parecería mucho más verosímil: más próxima de las perspectivas darwinistas hoy vigentes (Caponi, 2010, p.139). Pero Buffon (1766, p.368-373) tenía sus razones para desechar esa alternativa (Caponi, 2010, p.119); y también es pertinente recordar que, aún en la primera mitad del siglo XIX (Rupke, 2009, p.147; Caponi, 2014, p.29) hasta el liminar mismo de la revolución darwinista (Rupke, 2010, p.150; Caponi, 2014, p.29), una perspectiva como la que Buffon había sostenido sobre el origen de la vida y de las especies, todavía era considerada plausible (Peisse, 1844, p.480-481).

Antes de Darwin, como lo ha dicho Nicolaas Rupke (2009, p.147) con alguna inexactitud, no todo era “creación o evolución” (Caponi, 2014, p.32-33): la “teoría de la autogénesis”, que es el nombre que Rupke (2009, p.147) le da a la postulación de un origen abrupto de especies complejas como elefantes o leones, también tenía sus defensores (Caponi, 2014, p.27). Entre ellos se puede contar a Pierre Cabanis (1844, p.480);11 a Jean-Claude Delamétherie (1805, p.161);12 a Herman Burmeister;13 y hasta a Prosper Lucas (1847, p.22). El propio Lyell (1832, p.179), incluso, llegó a sugerirla en el segundo tomo de sus Principles of geology (Ruse, 1983, p.107; Alsina, 2006, p.191).

Pero, independientemente de la plausibilidad de la que esa teoría podía gozar en el siglo XVIII o, incluso, en la primera mitad del siglo XIX, lo cierto es que Buffon no quiso apelar a ella para explicar el origen del hombre; o dicho con mayor con exactitud: lo cierto es que Buffon no podía apelar a ella para explicar el origen de lo que él consideraba como lo específicamente humano. Como ya lo señalé al inicio, sus ideas sobre las diferencias existentes entre las facultades cognitivas del resto de los animales y las del hombre no le dejaban mucho margen para eso. Como Daniel Dennett (1996, p.74-75) diría: si se establece un hiato muy grande entre “el hombre y la bestia”, siempre será necesario postular un skyhook, un guinche celestial, para así explicar el surgimiento de aquello que consideremos como privativo de los seres humanos.

Cuerpo humano y cuerpo simiesco

En De la manière d’étudier et de traiter l’historie naturelle, que es el discurso de abertura de la Histoire naturelle générale et particulière, Buffon (2007a, p.35) había afirmado que “la primera verdad que surge de este examen serio de la naturaleza, es una verdad quizá humillante para el hombre: él debe incluirse a sí mismo en la clase de los animales a los cuales se asemeja por todo lo que es material”; y esa idea es refrendada en De la nature de l’homme: en lo atinente a su dimensión material, corpórea, el hombre es un animal (Buffon, 2007b, p.186-187). Además, en lo referente a su morfología física, el parecido entre el hombre y los simios es innegable (Tinland, 1992, p.546): “disecando al simio”, dice incluso Buffon (1766, p.28), “se podría dar la anatomía del hombre” (Martínez, 1999, p.256; 2002, p.21); y eso merece una explicación que Buffon no hesitará en ofrecernos.

Pero no nos apuremos a proyectar en el texto de Buffon ideas que, en realidad, son de raigambre darwiniana (Caponi, 2010, p.131-132). Para él, la primera explicación de la “unidad de tipo” no está en la filiación común (p.134). Ése es el caso de las familias que se forman por la degeneración de una especie originaria (Buffon, 1766, p.335): en gran medida, el caballo, el burro y la cebra se parecen porque estas dos últimas especies son degeneraciones de la primera (p.335). Pero, eso no se aplica a la semejanza que existe entre el caballo y la jirafa (Caponi, 2010, p.133): cada una de estas especies originarias es el producto de procesos independientes de organización de la materia orgánica (Roger, 1988, p.LXX); y es eso lo que explica sus semejanzas y sus diferencias (Roger, 1989, p.546; 1993, p.580).

Ambas especies se parecen, primariamente, porque las leyes que rigen los procesos de amalgamamiento de la materia orgánica, responsables por la configuración de las diferentes especies originarias, son siempre las mismas (Roger, 1993, p.580). Eso es lo que explica la unidad de tipo, o de plan de composición, que se exhibe en la variedad de las especies animales (Buffon, 1868, p.35-36; 1766, p.28-29);14 y las diferencias más importantes entre esas especies tienen que ver con las diferentes condiciones iniciales en las que ocurren esos procesos de organización de la materia que dan lugar a las distintas formas de vida (Buffon, 1775, p.509-510).15 Siendo la degeneración la que explica las diferencias secundarias que existen en los linajes que, en algunos casos, ella misma produce (Caponi, 2010, p.137-138).

Para entender el significado que para Buffon podía tener la semejanza corporal entre el hombre y el simio, hay que situarse en ese horizonte: esa similitud es un caso extremo de una unidad de plano general a la que se ajustan todas las formas vivas (Buffon, 1766, p.28). El cuerpo del hombre, dice Buffon (p.32) en la Nomenclature des singes sigue “el plan común fijado por el creador para todos los seres organizados”; y aquí la palabra “creador” puede, en efecto, ser substituida por “potencia de la naturaleza”: el cuerpo de los hombres obedece a la misma legalidad que obedece la configuración del cuerpo de todos los animales, incluidos los simios. Pero, además de eso, en este caso, también tenemos que evitar recurrir a la teoría de la degeneración. El universo de los simios, según Buffon (p.368), está compuesto por tres familias derivadas de tres cepas diferentes: una es la familia de todos los monos del Viejo Mundo; las otras dos son familias del Nuevo Mundo, la de los sapajúes y la de los tamarinos (Roger, 1989, p.435); y el hombre no pertenece a ninguna de ellas (Buffon, 1766, p.335).

Segun Buffon, ni los monos eran hombres degenerados, ni éstos eran una variante de aquellos (Buffon, 1766, p.30). Según Buffon, el hombre es una de las especies originarias: no surgió por degeneración de ninguna otra (Roger, 1989, p.244); aunque su origen sea de hecho posterior al de cualquiera de las demás especies originarias (Buffon, 1988, p.150),16 incluidas aquellas que podamos considerar como cepas fundadoras de las diferentes familias de monos (p.161). Pero, además de ser una de las especies originarias, el hombre pertenece al conjunto de las especies nobles: esas que no degeneran (Buffon, 1766, p.335). En Variétés dans la espéce humaine, Buffon (1749a, p.371-530) había reconocido que el clima y la alimentación producen diferencias notorias entre los diferentes linajes de seres humanos; pero esas diferencias no serían degeneraciones como las que produjeron al puma a partir de la pantera (p.529-530).

En la lógica de Buffon (1988, p.144), la semejanza corporal entre el hombre y el orangután sería un caso semejante al de la semejanza, por él también percibida, entre el elefante y el mamut. Bajo su punto de vista, esa analogía de formas tampoco respondía a un vínculo genealógico (Caponi, 2010, p.108); sino que se explicaba por la semejanza entre las condiciones en las que ambas especies habían surgido y por la identidad de las leyes y de las fuerzas fundamentales que había regido ambos procesos de aglomeración de la materia orgánica (p.152).17 Para Buffon, en síntesis, no hay ningún nexo especial entre el hombre y los simios. Ellos no son más próximos a él que las otras especies de animales; y su semejanza es puramente corporal: no denota ninguna proximidad en lo atinente a capacidades cognitivas (Martínez, 2009, p.326). Los simios, decía Buffon (1766, p.38), pese a ser los animales corporalmente más semejantes a nosotros, no son los más inteligentes: el elefante, según él consideraba, sería mucho más inteligente que cualquier mono (p.37); aunque el parecido corporal de los simios nos haga pensar lo contrario (p.38).

Sensibilidad animal y alma humana

En el primer patio había un aljibe con un sapo en el fondo; nunca se le ocurrió pensar que el tiempo del sapo, que linda la eternidad, era lo que buscaba.

Jorge Luis Borges (1980b, p.526)

Ocurre que según Buffon (1766, p.30), “el alma, el pensamiento y la palabra no dependen de la forma o de la organización del cuerpo”. Así, decía Buffon (p.32), aunque el hotentote se parezca corporalmente con el simio, los separa el pensamiento y el lenguaje (Tinland, 1992, p.548; Martínez, 1999, p.259). En ese punto consideraba también Buffon (1766, p.32), la diferencia entre el hotentote y el más cultivado de los hombres civilizados, es muchísimo menor que la enorme diferencia existente entre un elefante y un gusano. Todos los hombres, pensaba Buffon (2007b, p.188), desde el más salvaje al más civilizado, están dotados de una capacidad reflexiva, totalmente ausente en los animales (Roger, 1989, p.326; Martínez, 1999, p.252); y es esa capacidad que les da el don de la palabra (Buffon, 2007b, p.187-188). Ésta, la palabra, es la evidencia empírica más clara y elocuente de esa diferencia entre el hombre y la bestia; y sobre ella se insistirá en De la nature de l’homme (Buffon, 2007b), en el Discours sur la nature des animaux (Buffon, 2003), y en la ya mencionada Nomenclature des singes de 1766.

Buffon no afirmaba que los animales fuesen autómatas insensibles (Roger, 1989, p.325; Martínez, 1999, p.251). Lejos de eso, les atribuía la capacidad de sentir placer y dolor (Buffon, 2003, p.56), cierta conciencia de su existencia actual (p.64), sueños (p.73), y hasta algunas pasiones simples como el miedo y el afecto (p.91). Pero es interesante apuntar que, ya en lo atinente a los propios sentidos, Buffon (p.46) haya planteado algunas diferencias significativas entre los hombres y los animales (Roger, 1989, p.323; Martínez, 1999, p.248). Buffon (2003, p.63) suponía que mientras la vista y el tacto estaban más desarrollados en el hombre, el olfato y el sabor estaban mejor desarrollados en los animales.

Esa no era una simple diferencia entre capacidades alternativas diferentemente desar-rolladas. Ahí no hay nada análogo a la diferencias entre murciélagos que no ven nada, pero escuchan mucho, y lechuzas que quizá no escuchan tanto, pero ven muy bien. Lejos de eso, la distinción de Buffon (2003, p.46) ya propone una jerarquía: según él, el olfato y el gusto son sentidos más vinculados con el apetito, y es por eso que los animales los tienen más aguzados (p.64). La vista y el tacto, en cambio, están más vinculados con el conocimiento (p.46); y por eso no es sorprendente que en el hombre estén más desarrollados. Como también lo está el oído en virtud de su importancia para el habla (p.47).

Pero vale detenerse un poco en los sentidos del tacto y de la vista: creo que no es casual que Buffon (2003, p.46) considerase que el primero era el sentido más importante para el hombre; afirmando, incluso, que era sólo por su intermediación que se podían “adquirir conocimientos completos y reales” (Buffon, 2007c, p.302). Digo esto pensando en esa distinción entre cualidades primarias y cualidades secundarias que los profesores de filosofía remiten siempre a Locke (O’Connor, 1968); pero que, como Edwin Burtt (1925) mostró en los sucesivos capítulos de The metaphysical foundations of modern physical science, fue percibida y apuntada de diferentes modos por todos los arquitectos de la física clásica. En todos ellos, esa dualidad está presente, y las cualidades primarias, en cuya delimitación y percepción la vista y el tacto tienen un papel privilegiado, son consideradas como las únicas que pueden ser objeto de verdadero conocimiento, o como aquellas cuyo conocimiento es más fundamental y seguro.

En efecto, las cualidades secundarias, como el sabor, el olor, el sonido y el color tienen la peculiaridad de ser percibidas por un único sentido: que podrá ser el gusto, el olfato, el oído o la vista. El sabor solo es percibido por el gusto; el olor por el olfato, el sonido por el oído y el color por la vista (Locke, 1939, II, VII, §10). Ya, las cualidades primarias como la extensión, la figura, la textura, el movimiento, el reposo, el número y la solidez (§9), claves para el conocimiento físico, pueden ser percibidas, o por más de un sentido que en el caso del hombre son siempre la vista y el tacto;18 o por un único sentido que es el propio tacto: precisamente aquel que para Buffon era el más importante de esos dos sentidos cuyo desarrollo, según él, sería mayor en el hombre que en los animales. Para Buffon, ahora lo podemos ver con claridad, el hombre estaba sensorialmente mejor dotado y predispuesto para el desarrollo de la ciencia; mientras que los animales estaban sensorialmente mejor dotados y predispuestos para satisfacer sus apetitos.

No era esa, de todos modos, la brecha realmente decisiva en la separación entre las capacidades cognitivas del hombre y las capacidades cognitivas de los animales. Para Buffon lo fundamental estaba en el hecho de que en el animal no existiese nada semejante a lo que él llamaba reflexión; es decir: la capacidad de distinguir, comparar y combinar sensaciones de todo tipo, formando nuevas representaciones. Sosteniendo algo que, en definitiva, no estaba muy lejos de Descartes, Buffon reducía las capacidades cognitivas de todos los animales a un sentido interno más a menos desarrollado, en donde todas las sensaciones se combinaban mecánicamente: asociándose, reforzándose o contrabalanceándose (Roger, 1989, p.327; Martínez, 1999, p.253).

La diferencia que Buffon establece entre reflexión y sensación no es muy difícil de explicar. Lo primero que tenemos que decir a ese respecto es que, según su modo de entender dicha distinción, la reflexión supone la capacidad de representarnos lo antes percibido o sentido (Buffon, 2003, p.69-70). Alguien ve el rostro de una mujer que lo seduce para robarle la billetera; y después, con dolor, lo recuerda: se lo representa, pudiendo ayudar a reconstruirlo en un identikit. La mujer usaba, además, un perfume intenso, inquietante, inconfundible y en algún sentido inolvidable (Buffon, 2003, p.73); pero, en otro sentido, el desdichado no puedo recordarlo: no puede representárselo como sí puede representarse el rostro que lo sedujo y lo humilló. Aunque, si volviese a percibir ese perfume, se daría cuenta inmediatamente de que ése fue, sin ninguna duda, el aroma de su perdición. Para el animal buffoniano, podemos decir, todo es como ese perfume; y nada es como el rostro de la mujer.

Pero del mismo modo en que al volver a sentir ese perfume, el hombre volvería a sentir toda la inquietud y hasta la vergüenza resultante de aquel episodio lamentable, percibiendo la voz, el rostro y el olor de Rusty, Rin-tin-tin puede recuperar todas las sensaciones agradables a eso asociadas (Buffon, 2003, p.68). Rin-tin-tin moverá la cola feliz; y el hombre se dispondrá a volver a perder su billetera. Pero ahí ya habrá una diferencia importante entre el hombre y la bestia. El hombre se entregará asociando ese perfume inconfundible, pero irrepresentable, con una situación pasada que él sí puede representarse, recordar y narrar, perfectamente; y también hará eso previendo algunas de las consecuencias de su comportamiento irresponsable: algo de lo que pasó antes puede volver a ocurrirle. Rin-tin-tin, en cambio, no podrá hacer esas asociaciones; porque para él todas las percepciones son igualmente irrepresentables: escuchar la voz de Rusty no le traerá representaciones de encuentros pasados; él solo sentirá que se le “llena de nuevo el corazón”, como a nosotros nos lo puede volver a llenar “un perfume de yuyos y de alfalfa”, aun sin evocar ninguna representación definida.

Es decir: estas consideraciones sobre la imposibilidad de representarnos perfumes – que ratifican lo que William Hudson (1893, p.247-251) ya dijo al respecto de aromas y sabores en las cinco páginas finales de Idle days in Patagonia – no van en desmedro de su capacidad evocadora de esas sensaciones: el sabor de la célebre madeleine de À la recherche du temps perdu (Proust, 1988, p.46) rescata representaciones nítidas de un pasado durante mucho tiempo olvidado, perdido; aunque él mismo, el propio sabor, sea en sí mismo irrepresentable. Pero además de eso, un sabor o un aroma pueden permitirnos recuperar sentimientos de placer, de dolor, de calma – asociados a ellos – de miedo, que también son irrepresentables; y, según Buffon, eso es lo que ocurre con los animales: las impresiones pueden evocarles sensaciones agradables o desagradables, que son ajenas a cualquier representación. Como lo que nos ocurre con ese aroma del humo de un cigarrillo que, muy fugazmente, nos hace recuperar una tentadora e indefinida sensación de placer que no llegamos a identificar, que no llegamos a asociar con ninguna representación; pero que quizá, muy vagamente, asociamos con cierto “tiempo perdido”, de alegría despreocupada.

Así, sin negar que los animales puedan asociar las impresiones presentes con sensaciones pasadas (Buffon, 2003, p.39), también puede decir que ellos no tienen recuerdos (Roger, 1989, p.324; Martínez, 1999, p.249); y con los mismos argumentos también podría haber dicho que ellos tampoco sienten saudades. Los animales, arguye Buffon (2003, p.65-68), solo están dotados de ese sentido interno que permite que una sensación presente evoque una sensación previa, pero trayéndola a un presente sin fisuras en el que no hay representaciones que remitan al pasado. La voz de Rusty produce agrado en Rin-tin-tin; pero él no tiene representación de Rusty con la cual asociarla: para él, recordemos, todo es sensación irrepresentable, como lo son los aromas y los sabores. Así, sin poder asociar ese agrado con ninguna representación, Rin-tin-tin solo puede disfrutarlo como si fuese la primera y la última vez que lo siente.

Algo quizá parecido, pero ciertamente no idéntico, a una paramnesia en la cual una sensación ahora percibida parece hacernos revivir una alegría vivida en el pasado sin que podamos acertar a decir cuál. Solo que, en ese caso, nosotros nos quedamos buscando ese supuesto recuerdo, esa representación, que no llegamos a identificar. El animal buffoniano, en cambio, no mancha ese rescate del placer pretérito que le está permitiendo la percepción del presente: simplemente lo vive, lo disfruta, sin empañar su sentimiento con el esfuerzo vano por recuperar un dudoso recuerdo perdido. Para Buffon un animal es algo así como un “autómata sentimental” que solo registra su presente, que nada sabe de su existencia pasada y que ignora todo porvenir. Siendo también esos los límites de su estrechísima conciencia de sí: el animal solo siente su existir presente (Buffon, 2003, p.67).

Como ocurre con el sapo que Borges (1980b) imagina flotando en el aljibe de la casa de Abelino Arredondo, el animal buffoniano no puede tener noción del tiempo (Buffon, 2003, p.64-66): vive en un presente perpetuo que hasta puede parecerse a la eternidad y que abarca, indistintamente, tanto al sueño cuanto a la vigilia (Martínez, 1999, p.250-252). Buffon (2003, p.67), ya lo dije, consideraba que los animales soñaban; pero también afirmaban que al despertar no percibían la diferencia entre las sensaciones que antes habían sufrido o disfrutado con aquellas que comenzaban a registrar en el momento de despertarse (p.79). Así, sus imágenes oníricas se integraban al registro de su sentido interno con los mismos derechos, y con el mismo peso que aquellas percibidas en la vigilia (Martínez, 1999, p.251).

Es también importante notar que mientras la sensación es algo puramente pasivo, la representación supone una actividad: las sensaciones son pasiones de la sensibilidad; y las representaciones son producciones del alma, generadas a partir de esas sensaciones. Por eso, decir que el animal no forma representaciones es también decir que no imagina (Buffon, 2003, p.80) y que tampoco puede figurarse, conforme ya lo dije, el futuro más inmediato (p.80). Y es por lo mismo que el animal no puede formarse ideas de las cosas que percibe. Comparando lugares en los que nos sentimos protegidos del sol abrasador, los seres humanos nos vamos formando la idea de “sombra”; y, así, conforme crecemos y aprendemos, vamos dejando de ser como animalitos y nos humanizamos (p.82-83). En cambio un perro, según lo que Buffon (p.79) nos dice, no puede formarse una idea como la de “sombra”, aun cuando perciba y sienta atracción por la penumbra en la que sintió fresco durante la tarde anterior (Martínez, 1999, p.250); y menos puede comparar la idea de “sombra” con la de “sequedad”, la de “ignorancia”, y la de “pobreza” para así formarse la idea de “privación”.

El Homo duplex

Pero esa última limitación, esa incapacidad de formarse ideas abstractas también afecta a la mayoría de los seres humanos: conforme Buffon (2003, p.80) lo reconoce, la capacidad reflexiva de la mayor parte de toda la humanidad, sólo llega a las ideas concretas; y la prueba que de ello nos da puede no ser conclusiva, pero es dolorosamente atendible. Buffon (2003, p.80) dice que:

si todos los hombres fuesen igualmente capaces de comparar ideas, de generalizarlas y de formar con ellas nuevas combinaciones, todos manifestarían su genio por producciones nuevas, siempre diferentes a las de los otros, y a menudo más perfectas; todos tendrían el don de inventar, o por lo menos el talento de perfeccionar. Pero no: reducidos a una imitación servil, la mayoría de los hombres únicamente hacen lo que ven hacer, sólo piensan de memoria y en el mismo orden que los otros han pensado; las fórmulas, los métodos, los oficios agotan toda la capacidad de su entendimiento, y los dispensan de reflexionar lo suficiente como para crear.

Como sea, aunque para desarrollar esas rutinas y aun para limitarse a la formación esas simples representaciones concretas, debemos suponer que el hombre está dotado de capacidades que Buffon reputa totalmente ausentes en todos los animales; y esa capacidad, que es la capacidad de reflexionar, o de pensar, supone que los hombres están dotados de un alma inmaterial:19 un alma que es explícitamente caracterizada como un souffle divin: un soplo divino (Buffon, 1766, p.32).20Buffon (2003, p.81) apela así a la idea del Homo duplex (Roger, 1989, p.330); que no está muy lejos del dualismo cartesiano. La misma ya había sido introducida en De la nature de l’homme (Buffon, 2007b, p.182-3); pero fue mejor enunciada en el Discours sur la nature des animaux. Buffon (2003, p.81) dice ahí:

El hombre interior es doble: está compuesto de dos principios diferentes por su naturaleza, y contrarios por su accionar. El alma, ese principio espiritual, ese principio de todo conocimiento, está siempre en oposición con ese otro principio animal y puramente material: el primero es una luz pura que acompaña la calma y la serenidad, una fuente saludable de la que emanan la ciencia, la razón, la sabiduría; la otra es un falso resplandor que sólo brilla por la tempestad y en la obscuridad, un torrente impetuoso que corre entrañando pasiones y errores.

Pero, si nos queda alguna duda de la naturaleza de esa duplicidad, podemos remitirnos al cierre de ese mismo discurso. Ahí leeremos: “quítese al hombre esa luz divina, y su ser será apagado y obscurecido, solo quedará el animal; él ignorará el pasado, no sospechará el futuro, y ni sabrá qué es el presente” (Buffon, 2003, p.118). Y esa excepcionalidad del hombre, ese hurtarse de lo humano al resto de la naturaleza, se hará también presente en la Nomenclature des singes (Buffon, 1766, p.33), perdurando hasta Les époques de la nature, donde Buffon (1988, p.160) dirá que “en el hombre la conducta es regida por el espíritu”.

En la primera y en la segunda visión de la naturaleza se nos había dicho que todo en la naturaleza debía explicarse por cuatro factores o elementos: las fuerzas de atracción y de impulsión que actuaban sobre los cuerpos brutos; y el calor y las moléculas orgánicas vivientes que explicaban los fenómenos propios de los seres organizados (Buffon, 1764, p.IV; 1765, p.XX). Y casi toda la Histoire naturelle générale et particulière le fue fiel a esa idea. Pero, a la hora de explicar la diferencia entre el hombre y el animal Buffon rompió sus propias reglas: rompió su compromiso naturalista, devolviéndonos al pensamiento teológico.

Ahí él apeló a un elemento ajeno a las fuerzas naturales y a la legalidad que supuestamente las regía, atribuyendo la peculiaridad humana a la intervención directa de un dios que ya no actuaba como mero legislador.21 El espíritu, el alma, no es mera materia bruta sometida a las fuerzas de atracción y de impulsión, ni tampoco es materia orgánica amalgamada por el calor: es “soplo divino”; y Buffon estaba forzado a pensarlo así: no tenía alternativa. Si la corporeidad humana, que fue producida por la misma materia y la misma legalidad que produjo la corporeidad de los otros animales, está imbuida y sometida a un principio totalmente ausente en cualquier otro ser vivo, esa excepcionalidad debe obedecer a algo ajeno a toda materia. En caso contrario, sería muy difícil de explicar que ese sentido interno, común a todos los animales, fuese tan incapaz de cualquier cosa mínimamente semejante a la capacidad de pensar.

Como vimos, la unidad de tipo corporal, que por lo que nos dice Buffon (2003, p.81) incluye a la propia capacidad sensitiva, se explica por el sometimiento de todos los cuerpos organizados a una misma legalidad conformadora que no excluye a las fuerzas de atracción y repulsión que también rigen a los cuerpos brutos. Y si el pensamiento humano no guarda ninguna analogía con la pobre sensibilidad animal, su origen debe buscarse fuera de toda esa legalidad; que es como decir que tenemos que buscarlo fuera de la naturaleza: en la propia divinidad que creó la materia del mundo e instituyó la legalidad que rige sus movimientos y sus transformaciones. Buffon, en suma, postuló una brecha insalvable entre el hombre y el animal; y eso lo obligó a traicionar su propio compromiso naturalista. Tuvo que invocar a un Creador cuya mención ya no podía suplantarse por un recurso a la naturaleza.

Consideraciones finales

En cierto sentido, el tratamiento que Buffon le da a la “subjetividad animal” es intachable. Buffon asume un punto de vista deflacionista, fiel a la “navaja de Occam”: procura explicar el comportamiento animal en base a una “vida anímica” lo más pobre y lo más simple posible. Puede ser, y de hecho tiendo a creerlo, que los desarrollos de la primatología (Cheney, Seyfarth, 2007) y de la etología cognitiva (Allen, Bekoff, 1997) no corroboran esos análisis, mostrándonos que las exiguas capacidades cognitivas que Buffon atribuye a las demás especies de animales, son totalmente insuficientes para explicar, no ya los comportamientos de un chimpancé o de un perro, sino hasta los de un pulpo o una iguana. Pero creo que eso no sirve para entender la claudicación del naturalismo que está implicada en la idea del Homo duplex: Buffon creía haber conseguido su cometido explicativo. El problema de Buffon fue otro y ya lo apunté al inicio: postular una brecha muy grande entre el hombre y los demás animales, siempre va a obligarnos a recurrir a algún tipo de “guinche celestial” para así poder explicar el salto ahí implicado. Lo que “natura non da”, el cielo lo presta.

La historia no da lecciones, pero sí promueve reflexiones: si queremos mantenernos dentro de los márgenes de una perspectiva naturalista, tendremos que aceptar que todo carácter homínido, o humano – sea el corporal, cognitivo o emotivo – sólo puede ser una variante, quizá una acentuación, de un carácter atribuible a un ancestro no-humano (Caponi, 2012, p.183). Por eso, antes de preguntar qué es lo que nos separa de nuestros ancestros, tenemos que determinar qué es lo que nos asemeja; para después sí entender nuestra peculiaridad como siendo solo el desvío, más o menos brusco y pronunciado, de una “unidad de tipo” debidamente identificada. En este caso por lo menos, la diferencia tiene que verse siempre perfilada en un horizonte de semejanza. Eso fue lo que Buffon no hizo; y eso es lo que Darwin (1870; 1872) sí se ocupó de hacer, mostrando que la “unidad de tipo” morfológica que nos remitía a nuestros ancestros no-humanos, no era más notoria que la “unidad de tipo” cognitiva y emotiva. Darwin puso al hombre al alcance de la ciencia: Buffon lo puso demasiado más allá. Esa parece ser la alternativa: o bien nos reconocemos en nuestras raíces animales; o bien nos arrogamos una prosapia divina. La opción, de todos modos, ya fue hecha.

Lo que sí todavía podemos hacer es preguntarnos por las razones que Buffon tenía para insistir en postular una brecha entre el hombre y el animal que lo obligaba a traicionar su propio materialismo. Se puede pensar, en este sentido, que Buffon procuró deliberadamente esa traición; y que la distinción hombre-animal fue el pretexto que él encontró para tender un puente entre sus ideas y la religión. Pero creo que cabe concebir otra respuesta: el alma humana no puede estar integrada en la naturaleza porque ella es el teatro, o el espejo, en el que esa naturaleza es representada (Rorty, 1983, p.13-14). Ya vimos que, en De la manière d’étudier et de traiter l’historie naturelle, Buffon (2007a, p.35) había admitido que por su corporeidad el hombre debía incluirse a sí mismo en la naturaleza; pero la posible humillación allí implicada después se mitigaba porque el verdadero sujeto de esa representación estaba excluido de la naturaleza: el sujeto representante no formaba parte de lo representado.

En “Magias parciales del Quijote”, Borges (1980a, p.175) alude a la inquietud que puede suscitarnos el hecho de que un mapa está incluido en sí mismo, o que en el Quijote se hable del libro sobre el Quijote y en Las mil y una noches se hable del libro Las mil y una noches. Es inquietante cuando la representación se integra a lo representado; y eso es lo que puede ocurrir si el hombre del que habla la historia natural resulta ser el mismo hombre que la escribe. Pero, si se concluye que el sujeto que enuncia la historia natural es un alma ajena a la naturaleza, aun cuando ella esté encarnada en un cuerpo que sí sea natural; entonces, la distinción entre lo representante y lo representado se restablece, y la inquietud se disipa.

En el sistema buffoniano, podemos entonces decir, la distinción entre el hombre y animal juega un lugar análogo a la distinción entre la res cogitans y la res extensa en el cartesianismo. Del mismo modo en que, para Descartes (1927, p.35), lo corporal del hombre forma parte de esa res extensa que la res cogitans está llamada a representar sin nunca confundirse con ella; en Buffon la dimensión corporal del hombre puede ser asunto de historia natural, sin que eso valga para el alma en la que esa representación de la naturaleza habrá de tramarse. En este sentido, el pensamiento de Buffon es tributario de un modo de entender al conocimiento que es típico de la filosofía moderna y cuya consagración, como Richard Rorty (1983, p.128) mostró, fue la obra de Kant.

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  • 1
    Cuatro años después, de hecho al año siguiente de la muerte de Buffon, Hérault de Séchelles se plegó a la revolución; llegando a cumplir un papel destacado dentro del (así llamado) Comité de Salud Pública: el organismo ejecutor de la política de terror patrocinada por Robespierre. En el ejercicio de esas funciones, Hérault redactó la constitución de 1793 y guillotinó copiosamente; aunque quizá sin el suficiente entusiasmo: por orden del propio Robespierre, y bajo la acusación de indiferencia y moderación, fue llevado al cadalso junto con Danton, de donde ambos descendieron decapitados (Dupiney de Vorepierre, 1876, p.266; Varloot, 1984, p.287). Póstumamente, en 1802, su Visite à Buffon fue republicada bajo el título de Voyage à Montbard (Dupiney de Vorepierre, 1876, p.266; Varloot, 1984, p.287).
  • 2
    En esta y en las demas citas literales de textos publicados en otros idiomas la traducción es libre.
  • 3
    Una edición parcial del documento condenatorio de las tesis de Buffon, emitido por la Facultad de Teología de París, en enero de 1751, puede encontrarse en las “Obras escogidas” de Buffon, editadas por Stéphane Schmitt (2007, p.413-414). Ahí mismo se puede también encontrar el texto de la retractación de Buffon (2007f). Al respecto de ese episodio, véase Roger (1989, p.252).
  • 4
    Samuel Butler (1882, p.91), Emile Guyenot (1941, p.394), y Patrick Tort (1983, p.118) no deben haber sido los únicos en pensar que esa concesión de Buffon al creacionismo haya sido un simple recurso retórico: se propone una conjetura audaz, luego se la descalifica en nombre de la verdad revelada, pero la sugerencia ya queda ahí escrita. El seductor tímido, que dice haberse insinuado “en broma”, recurre a una estratagema semejante que ya no es menos demodé que la de Buffon.
  • 5
    Al respecto, ver Roger (1988, p.LXVIII), Beltrán (1997, p.105), y Alsina (2007, p.227).
  • 6
    Al respecto, ver Bowler (1973, p.270), Roger (1989, p.435), y Caponi (2010, p.87).
  • 7
    Además del hombre, las especies nobles que Buffon identifica son 13 (Roger, 1989, p.435): siete del Viejo Continente que son el elefante, el rinoceronte, el hipopótamo, la jirafa, el camello, el león y el tigre (Buffon, 1766, p.362). Dos comunes a ambos continentes que son el oso y el topo (p.362); y cuatro propias del Nuevo Mundo que son el tapir, la llama, el pecarí, y el capibara (p.363). Pero, salvando lo que pueda decirse en relación al hombre, nada en el razonamiento de Buffon lleva a pensar que la lista no sea revisable, incluyendo otras especies y/o excluyendo algunas de las ahí enumeradas.
  • 8
    Al respecto, ver Roger (1989, p.434), Blanckaert (1994, p.62), y Caponi (2010, p.90).
  • 9
    Sobre el concepto buffoniano de “especie noble”, ver Caponi (2010, p.91-93).
  • 10
    Sobre el modo en que Buffon entendía la divinidad, ver Martínez (2002, p.31), Hoquet (2007, p.140), Alsina (2009, p.249), y Caponi (2010, p.140).
  • 11
    Al respecto, ver Peisse (1844, p.483), y Caponi (2014, p.28).
  • 12
    Al respecto, ver Rupke (2010, p.148), y Caponi (2014, p.22).
  • 13
    Al respecto, ver Salgado y Navarro Floria (2004, p.58), y Podgorny (2004, p.21).
  • 14
    Al respecto, ver Caponi (2010, p.69-70).
  • 15
    Al respecto, ver Roger (1989, p.546), Bowler (1998, p.135), y Caponi (2010, p.137).
  • 16
    Al respecto, ver Roger (1989, p.549), y Alsina (2009, p.234).
  • 17
    Al respecto, ver también Jacques Roger (1983, p.167; 1988, p.LXX; 1989, p.546; 1993, p.580).
  • 18
    No sería así en el de los murciélagos. Pero Buffon (2007d), Locke y todos los filósofos modernos desconocían su sistema de ecolocalización. Buffon murió en 1788; y los experimentos de Spallanzani sobre la orientación de los murciélagos, de hecho muy poco conocidos en su momento, fueron realizados sólo en 1793 (Dijkgraaf, 1960, p.9).
  • 19
    Sobre el carácter inmaterial que Buffon le atribuye al alma humana, ver Flourens (1850, p.269), Roger (1989, p.336), Burkhardt (1992, p.571), y Mengal (1992, p.607).
  • 20
    Al respecto, ver Flourens (1850, p.268), Roger (1989, p.340), y Tinland (1992, p.547).
  • 21
    Al respecto, ver Tinland (1992, p.552), Martínez (1992, p.567), y Roger (1993, p.538).

Fechas de Publicación

  • Publicación en esta colección
    08 Dic 2016
  • Fecha del número
    Jan-Mar 2017

Histórico

  • Recibido
    Jun 2014
  • Acepto
    Nov 2014
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E-mail: hscience@fiocruz.br
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